jueves, 31 de octubre de 2013

LA FICCIÓN NO TAN FICTICIA DE NARCISO Y GOLDMUNDO



En este escrito pretendo acercarme al contenido de la novela de Herman Hesse: Narciso y Goldmundo

TEMA PRINCIPAL: Búsqueda de sentido a la vida por caminos diferentes: espiritualidad ascética y espíritu libertario y sensibilidad artística.

ARGUMENTO:

Narciso y Goldmundo, dos jóvenes muy distintos en su forma de pensar y ver la vida, se encuentran por primera vez en el convento de Mariabronn, en un lugar del vasto imperio germánico. Además de establecer una íntima y estrecha amistad, sienten amor recíprocamente.

Goldmundo, tras escuchar de labios de su amigo Narciso, que no tenía vocación para la vida conventual y de descubrirlo él mismo, gracias al amor y el deseo por las mujeres, a los tres años de haber ingresado a la vida monacal abandona el convento, para emprender toda una vida de andariego, que lo llevaría por los bosques y otros lugares campesinos y citadinos.

Su vida errante, que se extendió durante muchos años, le permitió conquistar y solazarse con mujeres, entre las que se destacan Elisa, una gitana; Lidia y Julia, hijas de un caballero, a donde llegó a los dos años de viaje; Lena, una campesina que murió de peste bubónica; Inés, la amante del conde Enrique, entre otras. Tuvo amistad con otro vagabundo de nombre Víctor, a quien asesinó para evitar que lo robara. También fue amigo y vagó con Roberto, de quien se separó por algunas diferencias. Conoció al maestro Nicolao, en la ciudad de los obispos, quien le permitió tallar la efigie de San Juan para plasmar en ella la imagen de su querido y entrañable amigo Narciso.

Tras marcharse de la ciudad episcopal, estableció un arriesgado y placentero vínculo con la amante del conde Enrique, con la complicidad de dos criados de ésta; idilio que estuvo a punto de ocasionarle la horca, de la cual se libró gracias a las diligencias de su amigo Narciso. En compañía de éste, Goldmundo retornó al convento de Mariabronn, en donde elaboró, entre otras, las efigies en madera del abad Daniel y de Lidia-María; estableció frecuentes pláticas artísticas, filosóficas y religiosas con su entrañable amigo y se confesaron mutuamente sus amores.

Durante su vagabundeo incierto y sin objetivo específico, excepto el anhelo de libertad y de disfrute de sus sentidos, se enamoró de muchas mujeres y yació con éstas, viviendo una vida intensa de aventuras y de placer en brazos de jovencitas, solteras y casadas, gitanas, campesinas y burguesas. Sus sentidos también se extasiaban con la contemplación de la naturaleza y disfrute de la libertad y de la amena y difícil vida en los bosques, alquerías, aldeas, pueblos y ciudades.

Su vida andariega le permitió experimentar el amor pasajero, la alegría, el dolor, el placer, el hambre, el crimen, el peligro de la muerte, la condición humana, la muerte producto de la peste bubónica, el engaño, el saqueo, la crueldad, la infidelidad, la veleidad y la levedad humana, la catarsis producida por el arte, el hambre, el frío, la nieve, la libertad, los rumores del bosque, la miseria, la ruindad humana, la soledad…

ANÁLISIS

El narrador omnisciente nos relata de manera amena y fluida, en veinte capítulos, la existencia, llena de contradicciones y convergencias, del asceta Narciso y del vagabundo Goldmundo. A través de éstos, el autor se propone expresarnos la dialéctica y el antagonismo del mundo espiritual y el mundo de los sentidos,  lo espiritual y lo sensual. Durante el primer párrafo se describe el castaño, “árbol gallardo de robusto tronco”, que había sido sembrado allí por un romero junto a la entrada del convento de Mariabronn. Aunque en la novela no se vuelve a describir, pero sí se hacen breves alusiones a éste, el árbol posee su propia simbología en la obra. Quienes regresaban al convento o lo visitaban observaban al castaño. Bajo el castaño los escolares jugaban “a las carreras, a la pelota, a los bandidos y a las batallas con bolas de nieve”. El mismo Goldmundo al entrar en el convento “alzó la mirada hacia el árbol”, dijo que nunca había un árbol tan “hermoso” y “admirable”, y quiso saber su nombre. En el momento en que al convento consideró al castaño como uno de sus amigos.

Desde el mismo instante en que Goldmundo, a sus 17 años, ingresa al convento, el narrador va detrás de éste, relatando con detalle su cotidianidad; labor que suspende cuando la novela se acerca a su culminación, sólo durante pocos párrafos (tiempo durante el cual narra vivencias de Narciso), para retomarla nuevamente al final de tan grandiosa y genial obra literaria.

El derroche narrativo nos lleva, principalmente, en pos de dos seres humanos que buscan el sentido de la existencia en la vida religiosa y en el servicio a Dios y en la sensualidad y en el arte, en el ascetismo y en el vagabundeo, en el encierro claustral y en la libertad de los campos, en la fe y en la razón, en lo espiritual y en lo instintivo, en la abstinencia de las pasiones y en el desenfreno de las pasiones, en el determinismo y en el indeterminismo, en Dios y en la carne…

Goldmundo orienta su proyecto de vida atendiendo a sus sentidos, revelándose contra lo que su padre quería que fuera con el propósito de expiar culpas ajenas. Esta actitud libertaria nos invita a pelear contra el determinismo en procura de ser nosotros mismos, a elegir cómo vivir nuestra existencia, así en el momento de la toma de nuestras decisiones no contemos con un objetivo; lo importante es arriesgarnos y explorar nuevos caminos, sin importar cuántas dificultades tengamos que enfrentar. Desde el momento en que empezó su “fracasada” vida conventual se sorprendió con la peculiaridad de Narciso, y se alegró mucho que “él fuese tan apuesto, tan distinguido, tan serio y, a la vez, tan atrayente y encantador”; y demostró su espíritu rebelde y libertario al rechazar las burlas que pretendieron hacerle sus compañeros de claustro, las cuales rechazó con sus juveniles puños.

Si la finalidad de nuestras vidas es ser felices, no podemos huir del camino que nos traza Goldmundo: un camino aventurero, incierto, matizado de alegrías y dolor, de triunfos y fracasos, de amores y desengaños. Un camino que no se queda anclado en los cantos de sirena con que pretende “encarcelarnos” el aletargador poder de la religión, que nos impone creencias en seres “superiores” y trascendentes a nosotros, a nuestras vidas. Un opción de vida que nos advierte que si nos quedamos en supuestos paraísos que otros nos construyen para vivir “plenamente” podremos renunciar al amor y a la libertad; y como le hubiera podido ocurrir a Goldmundo a establecer vínculos afectivos con hombres y no con mujeres.

Con toda esa profundidad psicológica y filosófica con que el autor nos atrapa y nos incita a pensar y a vivir intensamente asistimos al descubrimiento de otras posibilidades de existir, distintas a las que nos impone el marco de lo cotidiano, el de la vida sin reflexión, el de vivir por vivir. La psicología y la filosofía vertidas con maestría en la obra analizan la condición humana desde las diversas aristas de nuestro insondable ser, con amores y desamores, sueños y frustraciones, alegrías y tribulaciones, grandeza y miseria, vida y muerte, veleidades y levedades, bondad y ruindad…

Modelos de vida como el de Narciso, aunque respetable, nos invitan a reflexionar con profundidad si en realidad eso es lo que debemos hacer para buscar la anhelada felicidad, alejados del mundo con sus alegrías y tristezas, con su dicha y su tragedia, con todos los avatares, dificultades, problemas, conflictos y sinsabores. Desde el principio se apreciaba que en este “niño genio” imperaba la obediencia, pues nunca contradecía a los demás y en especial al abad de turno (Daniel). “¿No lo había hecho Dios con sentidos e instintos, con sangrientas tenebrosidades, con capacidad para pecar, para gozar, para desesperarse?” Renunciar al mundo y sus placeres y al amor de las mujeres por amar a un Dios etéreo y amar en silencio a hombres, ¿es una vida para imitar? Goldmundo le había mostrado a  Narciso “que un hombre llamado a un alto destino podía sumergirse hondamente en la confusión sangrienta y ebria de la vida y emporcarse de polvo y sangre sin trocarse por eso en un ser menguado y vil, sin matar en sí lo divino; que podía vagar entre espesas tinieblas sin que en el santuario de su alma se apagase la luz divina y la fuerza creadora”. Si al principio había sido Narciso quien instara a Goldmundo a buscarse a sí mismo, al final había sido éste, con su arte, quien lo invitaba a buscarse a sí mismo. A pesar de su genialidad, su inteligencia y su orgullo, era un espíritu medroso, algo pusilánime. El mismo abad deseaba que fuera un poco más “indócil” como eran los jóvenes de su edad. La soledad, la falta de amigos y la docilidad de Narciso preocupaban al abad. Narciso era ese tipo de personas fáciles de domesticar. Debido a las jerarquías de la dinámica conventual tenía que aceptar los criterios de sus “superiores”. No sabía lo que deseaba, y, preso de su determinismo, así se lo expresó al abad: “—Perdonad, padre; no sé, en forma cabal, lo que deseo. Sin duda que siempre me proporcionarán gozo las ciencias; no podría ser de otro modo. Pero no creo que sean las ciencias, en el futuro, mi único campo de actividad. No son siempre los deseos los que determinan el destino y la misión de un hombre, sino otra cosa, algo predeterminado”. Narciso se sentía determinado para la vida conventual. “Estoy convencido de que seré monje, sacerdote, subprior y acaso abad. Y esto no lo creo porque lo desee”, le confesó al abad, y agregó que no eran cargos lo que su deseo buscaba; pero aceptaba que éstos le serían impuestos. El abad le dijo que era un iluso y tenía visiones, que aunque, pías y amables, podían ser también engañosas; razón por la que le recomendaba no se confiara de ellas como él tampoco se fiaba, a la vez que le recomendó que no se tomara sus “visiones demasiado en serio, hermano; Dios nos exige algo más que tener visiones”.

La obra, como toda pieza literaria genial (todo un tratado sobre el amor y el arte) está cargada de símbolos e imágenes que nos instan a pensar y a establecer comparaciones entre el ascetismo, lo espiritual, lo irracional, lo racional, la vida errabunda y los bosques, con el determinismo, el indeterminismo, la libertad y el profundo sentido de la vida. Narciso representa el espíritu y Goldmundo la naturaleza. Aquél lo espiritual y éste lo material. Narciso personifica a Apolo y Goldmundo a Dionisio. Narciso sueña con mancebos y Goldmundo con mujeres. Narciso es el tradicional y Goldmundo el iconoclasta. Narciso prefería los conceptos y las abstracciones y Goldmundo gustaba de las palabras y sonidos que encerraban cualidades sensuales y poéticas. Para Narciso el mundo estaba formado de conceptos y para Goldmundo de imágenes. Narciso, como pensador, trataba de conocer y representar la esencia del mundo por medio de la lógica, y Goldmundo, como artista, por medio de las representaciones. Narciso de daba importancia al pensar, y Goldmundo no, pero sí se lo daba la aplicación del pensar al mundo práctico y visible. Narciso es el filósofo y Goldmundo el artista. Narciso llevaba una vida reglamentada, Goldmundo una vida libre. Narciso obtenía el conocimiento por el camino del espíritu y Goldmundo por el camino el de los sentidos. El pensar de Narciso era un constante abstraer, un apartar la mirada de lo sensorial, un intento de edificar un mundo puramente espiritual, y Goldmundo, por el contrario, centraba su interés en lo mudable y mortal y descubría el sentido del mundo en lo perecedero; uno seguía el camino trazado por Parménides y el otro el trazado por Heráclito. Narciso trataba de acercarse a Dios separándolo del mundo; Goldmundo, amando su creación y volviéndola a crear. Narciso era lógico y Goldmundo soñador. El primero simboliza la razón y el segundo la pasión. Entre los dos se dan las contradicciones y las convergencias. Ninguno de los dos entendía al otro por entero. Encarnan lo racional y lo instintivo, lo consciente y lo emotivo, lo científico y lo artístico. Los dos se oponen y se complementan. Cada uno tiene su particular manera de percibir, interpretar y sistematizar la realidad. “Mientras Narciso era sombrío y magro, Goldmundo aparecía radiante y lleno de vida. Y así como el primero parecía ser un espirito reflexivo y analítico, el segundo daba la impresión de ser un soñador y tener alma infantil. Pero, por encima de las contraposiciones, había algo común que los unía: ambos eran hombres distinguidos, ambos se diferenciaban de los otros por ciertas señales y dotes manifiestas y ambos habían recibido una especial advertencia del destino”.

Toda la riqueza simbólica demanda que nos zambullamos en la profundidad de la novela para explorar, más allá de lo cotidiano y lo establecido, en búsqueda de otras razones y fundamentos para vivir, porque muchas de nuestras “obras de arte”, por perfectas que sean, no nos satisfacen o nos dejan vacíos, e intentamos hacer otras más sublimes, y cuando las hemos terminado aún  continúa el vació en nuestras vidas. Vivir no es tan solo encerrarnos en mundos que nos construye una aparente vocación. Vivir es asumir la vida con sus riesgos y sus aventuras, con sus alegrías y sus dolores, con sus amores y desamores; más allá del encierro de los claustros. La vida anhelada en este existir pasajero en la tierra se encuentra fuera del encerramiento que nos instalan los demás, los convencionalismos, las seudovocaciones. ¡Cuántas veces no sacrificamos nuestro aquí y nuestro ahora por esperar dichas futuras! ¡Cuántas veces esperamos con ansia desmedida realizar un grandioso ideal y, de un momento a otro, alguien nos lo arranca del corazón como le ocurrió a Goldmundo con el propósito de esculpir a la “madre del mundo”, y de paso a su madre!

Si bien es cierto que Narciso y Goldmundo no encontraron un auténtico sentido a sus vidas, reconozco que, si hubiera que optar libre y autónomamente por algunos de estos proyectos de vida, es posible que el Goldmundo ejerciera alguna influencia sobre nuestra decisión.

Narciso y Goldmundo, luchando por sus estilos y proyectos de vida, emergen de la cotidianidad y de lo establecido en la vida conventual. Sus vidas no quedaron en el anonimato como los que “se quedaban allí, se hacían novicios, luego monjes, eran tonsurados, vestían hábito y cordón, leían libros, doctrinaban a los muchachos, envejecían, morían”. Los dos no sólo se limitaron a la “erudición y piedad, candor y disimulo, sabiduría del Evangelio y sabiduría de los griegos, magia blanca y magia negra, todo florecía allí en mayor o menor grado, para todo había lugar… tanto para la vida anacorética y la penitencia como para la sociabilidad y las comodidades…”. Emergieron sobre “la grey de monjes y discípulos, de los devotos y los tibios…”.

La abundante riqueza simbólica no se agota en lo anterior. El “hermano portero”, uno de los primeros amigos de Goldmundo (junto con el castaño), representa la cordialidad y el saludo cariñoso que brinda el ingreso a la vida ascética, conventual, religiosa, mística; en donde el ser humano que tiene vocación para este proyecto de vida puede encontrar su autorrealización. El caballo “careto” (su caballito “valiente”, su “caballito lindo”), otro amigo, tierno y cariñoso, de Goldmundo era una especie de “cordón umbilical” que lo conectaba con su inmediato pasado, con su existencia reciente fuera del convento; el animal  era un pedacito de la patria”, ya que su padre no ocupaba su pensamiento ni tenía hermanos. “¡Qué bien, mi trotoncillo, mi Caretillo, que te hayas quedado aquí conmigo! He de venir muchas veces a tu lado, para estar contigo, para verte”.

Tildado como “camorrero”, Goldmundo no tuvo amigos en el convento; profesó, desde el momento en que entró en contacto con ellos, simpatía y aprecio por el abad Daniel, y en especial por Narciso. “Narciso se había dado cuenta cabal de qué encantador pájaro de oro había volado hacia él… Con apasionado fervor inició Narciso el contacto con esta alma joven cuya índole y destino había ya descubierto. Y Goldmundo, por su parte, profesaba encendida admiración a su hermoso e inteligentísimo maestro… No podía tener a un tiempo por ideal y por modelo al bueno y humilde abad y al agudo, erudito y precoz Narciso”. Persiguiendo estos ideales incompatibles, Goldmundo sufría y sentía “confusión y desgarramiento” hasta el punto de querer huir. Esto le generó un tremendo conflicto en su mundo adolescente. “Ni él mismo sabía lo que le pasaba”. Se distraía y sentía “repelencia en el estudio, sueños y fantasías, o bien somnolencia en las lecciones, rebeldía y antipatía hacia el profesor de latín, irritabilidad y colérica impaciencia para con sus condiscípulos”. Su amor por Narciso no se compadecía con el que sentía por el abad Daniel. Narciso, por su parte, hacia esfuerzos para evitar no caer atrapado en las irracionales garras del amor que sentía por Goldmundo. “La médula y el sentido de su vida era el servicio al espíritu, el servicio a la palabra; era la tranquila, excelsa, altruista tarea de dirigir a sus discípulos —y no sólo a ellos— hacia altos objetivos espirituales”.

Temas:
-         La vida espiritual y la vida material.
-         La abstinencia y la sensualidad.
-         El espíritu y los sentidos.
-         El espíritu reflexivo y analítico y el espíritu soñador e infantil.
-         La “infidelidad” conyugal femenina.
-         El maltrato del hombre a la mujer.
-         En el amor sincero sobran las palabras.
-         La vida errabunda y de concupiscencia.
-         El recuerdo de la madre.
-         La dualidad natural de la existencia humana: espíritu y materia.
-         La Conciliación de antagonismos.
-         La Espiritualidad y la animalidad.
-         Las ciencias y el arte.
-         El Espíritu del vagabundo y del artista creador.
-         La vocación y la libertad.
-         La sabiduría y el conocimiento profundo del alma humana.
-         El descubrimiento de la naturaleza del artista.
-         Antagonismo entre el honor conventual y el honor escolar.


LUIS ANGEL RIOS PEREA

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