El suntuoso y espacioso recinto literario,
antaño sitio de reclusión de quienes, justa e injustamente, perdieron
temporalmente su libertad para expiar culpas propias o ajenas, hogaño en sus
estantes alberga todos los mundos posibles que pueden caber en los libros.
Si otrora deambularon, tristes, agobiados
y hasta resentidos, anónimos prisioneros, cargando con su infausto pasado y
viviendo un presente amargo e incierto, ahora brincan, saltan, corren y vuelan,
con algazara, alegría y fruición, reconocidos escritores. Si antes allí, presos
de las cadenas del infortunio, se encontraban personas denominadas por sus
carceleros como Carreño, Chaparro, Delgado, Gómez, Lozano, Molina, Rodríguez, Rueda,
Torres, Sanabria, Zapata…; hoy, libres de todo tipo de ataduras, encontramos
espíritus ilustres como Homero, Sófocles, Dante, Shakespeare, Cervantes,
Quevedo, Balzac, Dostoievski, Dickens, Tolstoi, Joyce, Mann, Hesse, Kafka, Poe,
Hemingway, Neruda, Borges, Cortázar, García Márquez, Rulfo, Herodoto, Platón,
Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel, Nietzsche, Galileo, Newton, Einstein y tantas otras mentes brillantes y geniales
que han llenado el universo de fantasía, historia, filosofía y ciencia.
En el pasado, escasos visitantes,
recibidos con la marcialidad, el autoritarismo y la displicencia de los
guardianes, acudían cabizbajos a consolar a los tristes reclusos; actualmente,
alegres y ufanos, ansiosos de experiencias nuevas y ávidos de saber, lectores acuden
en jolgórico tropel al templo del conocimiento, y sale a su encuentro una
agradable mujer, que, con una encantadora sonrisa, dice: “¡Bienvenidos!”.
Mientras los dolientes de los reos, compungidos y con sus esperanzas perdidas, en
el pasado entraban al reclusorio a secar las lágrimas y a oír los tristes
lamentos de los penados, en el presente los voraces lectores acuden a la
biblioteca a buscar el conocimiento, a extasiarse con la fantasía o a recrearse
con la vívida realidad, que en ningún momento es más intensa y dramática que la
de los prisioneros o la de sus circunstanciales y fugaces visitantes.
Personas privadas de su libertad vivían en
la incertidumbre, temiendo por un futuro aciago en aquellos tiempos. Espíritus
libres, tal vez sin pasados amargos ni futuros inciertos, ingresan como abejas
al panal en procura de saborear la deliciosa miel de la sabiduría que se
encuentra reposada y en su punto en cada libro. Si los visitantes de los
reclusos bebieron el amargo acíbar, los lectores liban la dulce ambrosía.
En el pretérito se oían desesperados
gritos de dolor, desesperanza y soledad; en el presente, silenciosos dentro de
los libros, nos hablan al fragor de la alegría héroes y villanos, científicos y
filósofos, gobernantes y gobernados, en fin, hombres y mujeres que nacen, viven
y mueren, y deambulan en la tremolina o en la quietud que caracteriza a las
narraciones que contienen, con inefable magia, los libros.
Presos, en su limitado horizonte, al
interior de cuatro paredes, sobrevivían en medio de su penuria los desgraciados
reclusos; libres, en su limitado horizonte infinito en posibilidades y
probabilidades, los personajes de los libros entran y salen del mundo infinito
y viajan a todos los universos, alimentados por la realidad o la fantasía, que
en los libros se confunde en sinérgica armonía. Dentro de la reclusión, esos
anónimos condenados, cansados arrastraban el fatigante peso de las cadenas del
pasado, sufriendo por sus desaciertos y los avatares de su inexorable destino. Los
lectores, libres como el viento, ingresan y egresan de la biblioteca hambrientos
y hartos de saber, sin más cadenas que las que ellos, voluntariamente, han
decidido llevar, pero que pretenden romper con la sabiduría mágicamente
encerrada en los libros.
Los prisioneros, cuando eran observados
desde el segundo piso, bajaban su cabeza como queriéndose ocultar de las
escrutadoras miradas de los empleados de la Alcaldía y de los circunstanciales
visitantes que sentían lastima por la mísera condición de esos encadenados por
la ignorancia y el error. Los lectores, orgullosos del disfrute de su hábito
lector, caminan con su cuerpo erguido, mientras en su semblante brilla la luz
del discernimiento. En tanto que los cautivos, intolerantes y coléricos,
peleaban y discutían enconadamente entre sí, los escritores conviven
armónicamente entre ellos y con sus personajes a pesar de coexistir dentro de los
estrechos libros, encadenados por las palabras. En las historias fantásticas,
los presidiarios, no obstante las debilidades propias de su compleja e
insondable naturaleza humana, cohabitan silenciosamente y en calma, así vivan
en eternos conflictos e interminables guerras.
Gracias a la mentalidad abierta y
progresista de alguno de los gobernantes que han regentado este pueblecito en
los últimos años, se transformó una lóbrega y lúgubre cárcel, oscuro mundo
reservado sólo a los adultos –tal vez pensando que entre más bibliotecas menos
cárceles-, en una atractiva y acogedora biblioteca para el regocijo de niños,
jóvenes y adultos. La penitenciaría, en tiempos lejanos lugar de expiación y
martirio, se convirtió, tal vez por el mismo arte de magia que anima y retoza
exultante en los libros, en un imponente recinto del saber, con el ostentoso
nombre de “Biblioteca Municipal Pablo
Antonio Méndez Sanabria”, de cuyo “epónimo” decían que no había leído ni siquiera
el cuento de Caperucita Roja, pero
sí, probablemente, le animaba la benévola intención de que otros se extasiaran
con la lectura.
LUIS ANGEL RIOS PEREA
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