lunes, 27 de noviembre de 2023

MIS APUNTES DE “LOS RECUERDOS DEL PORVENIR” DE ELENA GARRO

 

 

El pueblo de Ixtepec narra la historia de su pasado. Las voces, con sus murmullos, gritos, cantos, reproches, lamentos, etc., recuerdan los sucesos acaecidos desde antes de la llegada de la guarnición militar, comandada por el General Francisco Rosas, hasta que ésta se va de Ixtepec e Isabel Moncada Cuétara se convierte en piedra.

 

Ixtepec es un pueblo sureño (en México) triste y violentado por los militares. Su clima es caliente, en donde el tiempo se detiene y no deviene de manera convencional. Lo narrado tiene como ambiente histórico la Guerra de los Cristeros (o Cristiada), dentro del amplio espectro general de la Revolución Mexicana.

 

Los personajes principales son el General Francisco Rosas, su amante Julia Andrade y las parejas de Martín Moncada y Ana Cuétara (con sus hijos Nicolás, Isabel y Juan), Joaquín Meléndez y Matilde Moncada, Ramón Martínez y María, Justino Montúfar y Elvira (con su hija Conchita), Aristides Arrieta (médico) y Carmen B. de Arrieta, Lola Goríbar y su hijo Rodolfo, con respectivos sirvientes de raza indígena; Juan cariño (el loco del pueblo), Pepe Ocampo (dueño del hotel Jardín), Rosario Cuéllar ("Charito", profesora), Tomás Segovia (boticario y poeta), Felipe Hurtado (extrajero y teatrero), Agustina (panadera), Pando (cantinero), Gregoria Juárez (curandera), Dorotea (beata), "La Luchi" (dueña del prostíbulo), el padre Beltrán y el sacristán Roque. El coronel Justo Corona, el teniente coronel Cruz y el capitán Flores eran amantes de Antonia, Rosa y Rafaela (gemelas) y Luisa. Úrsula y la Taconcitos trabajaban en el prostíbulo.

 

El General Rosas, militar bajo el gobierno de Plutarco Elías Calles, era un hombre solitario y atormentado por los amores y desamores de Julia Andrade, una elegante, hermosa e imponente mujer joven; era admirada y odiada por unos y por otros en Ixtepec. Salía con Rosas a las serenatas luciendo sus ostentosos atuendos y costosas joyas. De acuerdo con sus estados emocionales, producto de la tormentosa relación con Julia, Rosas colgaba indios en el pueblo y cualquier sospechoso de apoyar a los Cristeros. Rosas sometía al pueblo y era prisionero del desprecio de sus sometidos.

 

En la casa del médico Aristides Arrieta, algunas mujeres organizaron una fiesta con el supuesto ánimo de estrechar los vínculos con los militares, rotos por la tiranía del General Rosas. Mientras se desarrollaba el evento social, Nicolás y Juan Mocada, Rosario Cuéllar y Aristides Arrieta, entre otros, aprovechando la noche, intentaron sacar del pueblo al padre Beltrán y al sacristán Roque y pegar pasquines llamando a la rebelión cristera, pero fueron descubiertos por Rosas, debido a que Inés (la criada indígena de Elvira viuda de Montúfar, quien estaba enamorada de un militar) delató el plan que encubría la fiesta. Así fueron sentenciados a muerte Aristides Arrieta, Nicolás Moncada, Joaquín Meléndez y el padre Beltrán. Juan Moncada murió durante la fallida huida del sacerdote; el sacristán sí pudo escapar. Rosario Cuéllar fue condenada a cinco años. Carmen B. de Arrieta quedó libre bajo fianza. Juan Cariño fue dejado en libertad porque no estaba cuerdo. La "Luchi" y Dorotea fueron asesinadas por los soldados por encubrir la frustrada fuga del padre Beltrán y su sacristán.

 

Rodolfo Goríbar, con el beneplácito del gobierno nacional y del General Rosas, despojaba a los campesinos de sus tierras.

 

Luego de que Julia huyera con su antiguo amante Felipie Hurtado, el General Rosas incrementó la violencia en Ixtepec. En el momento en que escaparon, el tiempo se detuvo momentáneamente, y así pudieron huir y librarse de la furia de Rosas. (Hurtado fue quien llevó la ilusión a Ixtepec, el teatro). Isabel Moncada, traicionando a su familia y al pueblo, se convirtió en amante de Rosas. Después de que este se fuera de Ixtepec, Isabel se convirtió en piedra.

 

Esta estupenda novela, pionera del realismo mágico, posee una estructura compleja. Es necesario leerla y releerla para poder seguir el intrincado laberinto por donde nos conduce la narración. Poco a poco nos va revelando sus misterios, intrigas y expectante trama, abundante en frases cortas, matizadas de exquisita prosa poética.

 

 

domingo, 21 de agosto de 2022

LAS NARRATIVAS “HISTÓRICAS”, ¿UNA APUESTA DIALÉCTICA PARA ECLIPSAR EL PENSAMIENTO CRÍTICO?

 

Según las narrativas “históricas” del célebre “historiador” Edgar Cano Amaya y de quienes han repetido su acción discursiva, Charalá ha sido beneficiada con una creciente visibilidad a nivel nacional y los gobiernos departamental y central han dispensado cierta atención a nuestra amada ciudad. Como sabemos, la Honorable Asamblea de Santander, mediante Ordenanza 040 del 6 de diciembre de 2010, institucionalizó la conmemoración de la “Batalla del Pienta”, el 4 de agosto en el municipio de Charalá. Así mismo, el Congreso de la República de Colombia, mediante Ley 1644 del 12 de julio de 2013 declaró a Charalá como “Patrimonio Histórico y Cultural de la Nación”, debido a “su valioso aporte a las luchas de independencias del siglo XIX”. Esa norma también dispuso la incorporación de “partidas presupuestales para concurrir a la finalización” del Parque Temático Lineal, la restauración de la Casa de la Cultura “José Acevedo y Gómez” y de la Casa Consistorial del Resguardo, lo mismo que la compra y restauración de la casa de José Antonio Galán Zorro. Estos beneficios se los debemos, en parte, al referido Cano Amaya, quien, en su libro “En nombre de la libertad”, incendió la llama de esta “historia” que ya colonizó la subjetividad de sus pregoneros y la de muchos de los que hemos leído u oído el manido relato “histórico”. Así, el imaginario popular, ya es consciente de que, gracias a esa batalla, Simón Bolívar pudo derrotar al ejército del general José María Barreiro, jefe de los realistas.

Si bien es cierto que ese relato (que oscila entre la leyenda y la “historia”) gracias a sus divulgadores y a la gestión de algunas autoridades nos ha traído y nos traerá desarrollo y progreso, es importante asumir la historia con espíritu crítico, para no dejarnos eclipsar por el brillo oropelesco de los relatos “históricos” tradicionales, que son difundidos de acuerdo con los intereses de sus relatores. En la manipuladora dialéctica, algunos ensalzan a Simón Bolívar, en tanto que otros lo tildan de tirano. No escapa a la criticidad de quienes cultivan el pensamiento crítico que la “historia” de las independencias ha sido manipulada y sus autores se contradicen. Los “historiadores” oficiales elaboran su relato histórico desde los vencedores, mientras que los “historiadores” que disienten de esa narrativa dominante diseñan su relato desde los vencidos.   

Las independencias, más allá del fragor de las armas, las tácticas, las estrategias y las batallas, fueron dinamizadas por las ideas filosóficas del pensamiento ilustrado, la Revolución Francesa (con sus postulados democráticos de libertad, igualdad y fraternidad) y la masonería, que profesaba y defendía las ideas liberales, el liberalismo filosófico, y estaba interesada en la independencia de las colonias. Las independencias también fueron posibles si se tiene en cuenta que el imperio español estaba en decadencia, atacado por Inglaterra, endeudado e invadido por el emperador Napoleón Bonaparte y  con el rey Fernando VII prisionero. A las independencias contribuyó la pésima administración de las colonias en América y los deseos de los criollos de obtener el poder que ostentaban los chapetones, solo con mezquinos fines sociales, políticos y económicos.  Sin el concurso de estas azarosas circunstancias,  ni la "Batalla del Pienta",  ni la "Batalla de Boyacá" hubieran servido para lograr nuestra "independencia"; con ellas o sin ellas,  la emancipación de España se hubiera alcanzado años después,  pues el imperio español ya estaba irremediablemente en su declive y "haciendo aguas". Lo demás son mitos fundacionales, que obedecen a los intereses de los vencedores y de los vencidos. La "Independencia" de Colombia no fue fruto de "gritos" ni de “floreros”, sino el concurso de la convergencia de un conjunto de escenarios favorables a nuestros intereses como colonia que deseaba emanciparse.

La "historia" de las independencias, relatada por los vencedores y los vencidos, acude a la "leyenda negra" y a la "leyenda rosa". Leyenda negra es la propaganda mantenida durante varios siglos para denigrar de todo lo que hacía el imperio español en América: violencia, esclavitud, asesinatos, injusticia, tiranía, etc.  Así mismo, la propalación exagerada en Europa de narrativas respecto a que los aborígenes de América realizaban violentos rituales, sacrificando a sus dioses seres humanos. La leyenda rosa es la propaganda que ensalza a los "próceres" de las independencias como adalides,  desconociendo que ellos también perseguían sus propios intereses, utilizando a otros criollos, a los comerciantes, campesinos, artesanos, afrodescendientes y aborígenes. Los vencidos, desmitificando esta leyenda, se han ido lance en ristre en contra de estos "próceres". La "historia", tanto la oficial como la no oficial, si no se estudia con conciencia crítica, con criticidad, no será más que propaganda que se escribe al vaivén de los intereses o reivindicaciones de los vencedores y de los vencidos. El relato de los amos buscando cómo someter a los siervos y los siervos buscando cómo liberarse de los amos.

Algunos de los “independizados”, los “emancipados”, preguntamos y nos preguntamos: ¿Cuál “Independencia”?  Y La “Independencia” ¿para qué? Hablar de “independencia” y de “mancipación” es decirnos mentiras. Somos una prolongación de la subjetividad, no sólo española, sino europea. Como colombianos, tenemos un cuerpo cuya cabeza está en Europa. La subjetividad europea sujeta y coloniza nuestra subjetividad. ¿Acaso la democracia, la política, la filosofía, la religión, la ciencia, el capitalismo, el socialismo y los demás saberes no proceden de Europa, a través del idioma español? Por no pensar críticamente, por falta de espíritu crítico, de criticidad, nos “echamos” mentiras a nosotros mismos, y lo más grave es que nos las creemos.

Sí, es cierto, España, y en general Europa, retiró sus ejércitos y sus autoridades y cesó la dominación militar y política, pero el colonialismo continuó de otra manera: a través de la mercancía y de las ideologías. El capitalismo europeo, con toda su rebatiña económica, prosiguió con su dominación colonialista. España, y Europa en general, con la enorme influencia de los Estados Unidos, nos tienen colonizados con las leyes del mercado, con la lógica del mercado. ¿Cuál fin del colonialismo? ¿Cuál emancipación? ¿Cuál “independencia”? ¡Falacias, puras falacias! Colombia, como país “tercermundista”, aún se encuentra bajo las tácticas colonialistas de Europa. Si la derecha, el centro y la izquierda buscan instaurar un establecimiento con base en el pensamiento europeo, ¿entonces dónde está la llamada “independencia” de Europa, específicamente de España? ¡Otra mentira más que nos creemos porque somos ingenuos, credulones, porque no tenemos espíritu crítico, porque no pensamos por nosotros mismos!  ¡Qué vamos a ser independientes, si estamos condicionados por una religión impuesta por España! El papel de la religión en nuestra sociedad colombiana es inconmensurable y se ha entronizado en nuestro núcleo ético–mítico… ¡No nos digamos más mentiras! ¡Basta ya de mentiras! Seguimos siendo colonia española y, por ende, europea. En pensamiento, en ideas políticas, en ciencia, en religión, en idioma, en costumbres, en tradiciones, en convencionalismos, en rituales, en ceremoniales y en filosofía seguimos dependiendo de Europa.

Como colofón es pertinente e imperativo aclarar que no pretendo demeritar el trabajo "histórico" del respetado señor Edgar Cano Amaya y de quienes han propalado las narrativas de la "Batalla del Pienta" (ni más faltaba, con qué derecho académico y con qué autoridad “histórica”), máxime que esa "historia" nos ha reportado y nos reportará algunos réditos; lo que anhelo, en aras del cultivo del pensamiento crítico, es que los que escuchen ese relato “histórico” (que se está convirtiendo en un metarrelato, en una narrativa legitimadora de nuestra "independencia") y  quienes tienen la tarea de transmitirlo a los estudiantes, lo hagan con la orientación del espíritu crítico o de la conciencia crítica. Es necesario que sometan este constructo "histórico" a la criba de la duda racional metódica, practicando el ejercicio de la sospecha, para no asimilar el relato como una "verdad histórica". Es indispensable preguntarse y preguntar cuál es el fundamento epistemológico, metodológico, conceptual, terminológico, arqueológico, filológico, documentológico, político, social, económico y jurídico de esa "historia" de la "Batalla del Pienta" y de la supuesta carta (y cito que “supuesta”, porque no sé si esa misiva posee las evidencias fácticas, palmarias, inconcusas e irrebatibles, que respalden su autenticidad, más allá de toda duda razonable) que se transcribe en el libro "En nombre de la libertad", como fuente única e incontrovertible de esa batalla. ¿Cómo es posible que una supuesta carta haya generado un imaginario popular que se propaga acríticamente?

 La anterior es una cosmovisión más respecto a la problemática sobre las narrativas "históricas", como cualquiera otra cosmovisión de otras personas en una sociedad política abierta, democrática, diversa, incluyente, plural, multicultural, tolerante y respetuosa de las diferencias. No contiene la "VERDAD" (con mayúscula), porque ningún mortal la tiene, ni sabe, con la debida certeza, qué es; tan solo es mi "verdad", no la "VERDAD". Mi modesta intención es que la criticidad ilumine la reflexión de quienes escuchan y vivencian acríticamente los constructos "históricos", porque la historia, no solo es un relato después de la victoria para contar los eventos de manera conveniente a los intereses de los vencedores y de los vencidos, es un proceso más dinámico y complejo que requiere de receptores con sentido crítico, conciencia crítica, espíritu crítico, personas que le apuesten a la criticidad, con el fin de emanciparse de los efectos manipuladores de las narrativas “históricas” tradicionales.

 

jueves, 19 de mayo de 2022

 

LA CALIFFA, UNA MUJER APASIONADA Y SIN PREJUICIOS

 

INTRODUCCIÓN

 

Sin pretensiones de hondura hermenéutica y semiótica, realizo un sencillo análisis de la novela "La Califfa", escrita por Alberto Bevilacqua, en el que incluyo temas, argumento, resumen, personajes y comentario.

 

El libro, escrito en 1964, contiene quince capítulos en 294 páginas; fue publicado por Ediciones B, S. A., con traducción de Mario Catelli; correspondiente a la primera edición (octubre 2010), y fue adquirido en la Feria del Libro, en Bogotá, en 2022.

 

TEMAS

 

La soledad. La pobreza. El desempleo. Los prejuicios sociales. La instrumentalización de las personas. Las apariencias e imposturas. La hipocresía. El poder político, económico y religioso. El determinismo de la pobreza. La prostitución. La lucha de clases. El contexto de la postguerra en Italia. El dominio de los débiles por los poderosos. La división entre fascistas y comunistas. El valor de la amistad.

 

 

ARGUMENTO

 

En la novela se narra un fragmento de la existencia de diversos personajes que sobreviven luchando a su manera, ya sea desde la pobreza o desde la riqueza,  dentro del dramático contexto de la postguerra en Italia, los cuales giran en torno a la Califfa, representante de los desposeídos, y a Annibale Doberdò, quien representa a los poseedores.

 

 

RESUMEN

 

Irene Corsini (Irene Giovanardi), llamada "La Califfa", esposa de Guido Corsini, estaba embarazada cuando Guido fue condenado a tres años de prisión, acusado del asesinato de dos jóvenes fascistas, en momentos en que vestía uniforme de partisano. Al salir de la cárcel cambió su manera de comportarse, agrediendo a la Califfa y a su hijo enfermo. Ella dejó de quererlo como antes.

 

Después de la muerte de su hijo (Attilio), Irene ingresa a laborar en la fábrica de alimentos dietéticos, de propiedad de Ubaldo Farinacci, quien sostiene oscuros tratos con el Alcalde, ligados a mezquinos intereses politiqueros, y es un vasallo del magnate y banquero más poderoso de la ciudad: Annibale Doberdò.

 

Como la fábrica no tiene éxito comercial, Farinacci comienza a despedir empleados, empezando por las mujeres. La Califfa, animada por su acendrado espíritu contestatario, rebelde y libertario, protesta enérgicamente por esa determinación, profiriendo insultos a Farinacci; producto de las consecuencias de su furioso descontento es retenida momentáneamente por la policía.

 

Luego de ser liberada, se dirige al cementerio y, sobre la tumba de su hijo, se lamenta de su atribulada existencia. En ese instante acude al lugar Gianvito Alibrandi (Vito), un ex compañero de trabajo, quien, luego de consolarla, le expresa su fingido amor. Momentos después los sorprende el deseo lascivo y se aparean genitalmente encima del prado… Durante un tiempo breve mantuvieron un vínculo clandestino, pero Vito la humillaba, utilizaba e instrumentalizaba. Ella aceptaba con resignación esta cosificación como forma de paliar su accidentada convivencia con Guido y el profundo dolor tras el fallecimiento de su hijo. Así buscaba recuperar su autoconfianza.

 

Un día, al salir de la ciudad vieja o el suburbio paupérrimo donde vivía junto con sus vecinos pobres y desempleados, cruza el puente y, con su silueta elegante y su espíritu rebelde, deambula oronda por las calles de la ciudad nueva, contemplando las casas, las oficinas públicas, los almacenes y los palacios de los poderosos, desafiando a los policías.

 

Al regresar al suburbio, asiste a la fiesta en la noche de San Juan, organizada por la comunidad, con intervención de don Ersilio Campagna (sacerdote bebedor y fracasado), previa autorización de Monseñor Egisto Martinolli (vicario de la ciudad), quien se oponía a esta celebración por considerarla una fiesta pagana, en donde canta a dúo con Vito y disfrutó de un ritual purificador bajo la luz de las estrellas. Ella se retira del evento festivo luego de que Guido la humillara públicamente por su vínculo carnal con Vito.

 

La Califfa, profundamente avergonzada y compungida, se refugió en la vivienda de Viola, su vecina, amiga y consejera. Allí, tras su permanencia durante varios días, Viola la convenció para que regresara a su casa, junto a Guido. Pero a su regreso no lo encuentra. Bruna, vecina y amiga de Viola, le avisa que en ese momento Guido está en una manifestación en solidaridad con los empleados despedidos por Mastrangelo, empresario de la construcción, quien fracasó económicamente por sus inversiones equivocadas, su derroche con mujeres y porque Doberdò  le negó un préstamo bancario. La Califfa acude al sitio y, mientras intenta sacar de la revuelta a su esposo, (sometido a la represión policial) observa cómo fallece él  por disparos de la Policía.

 

Tras la muerte de Guido y el abandono de Vito (quien se fue a jugar fútbol a Milán), la Califfa se instaló en la casa de Viola, porque la suya había sido demolida. En ese lugar, mientras sufría su dolor y vivenciaba su profunda conmoción existencial, cuidaba los niños de su amiga, mientras esta intentaba trabajar y se prostituía. La Califfa sentía que iba hacia su propia ruina. Agobiada por el gravoso peso de la libertad para elegir entre el bien y el mal, carecía de fuerzas para seguir rebelándose. Se sentía prisionera de sí misma y de los demás. Sentía ganas de escapar y dejarlo todo.

 

Luego de que Annibale Doberdò  quedara prendado de los encantos de La Califfa (durante la representación de una ópera en el Teatro Regio), este le envió un enorme ramo de flores. Días después ella se convirtió en su amante.

 

Doberdò , que era casado con Clementina Marchi, con quien tenía un hijo (Giampiero), instaló a su amante en un pequeño  apartamento sobre el torrente, donde la visitaba frecuentemente. La Califfa experimentaba cierta satisfacción al sentirse mimada, consentida, respetada, valorada, obsequiada y amada por Doberdò, así fuera consciente de que estaba prisionera en una jaula de oro y sentirse como un perro encadenado. Como él quería refinarla, le contrató a una profesora, quien le enseñaba diferentes materias escolares y modales, ya que La Califfa solamente había terminado la primaria. En tanto que ella se persuadió de que su profesora pretendía humillarla por su precaria condición anterior, explotó en un episodio de rebeldía, discutió y se negó a seguir con las clases.

 

La Califfa, encerrada en la casa, llamaba por teléfono a Viola, a quien invitaba para que la visitara. Esta, en un principio, se negó, porque pensaba que ya no pertenecía al mundo social de su amiga. No obstante, luego de insistirle, Viola la visitó. La Califfa, como una manera de agradecer todo lo que su gran amiga había hecho en el pasado por ella y de ser su consejera, le regaló un hermoso ramo de flores, un costoso vestido, otros obsequios y dinero en efectivo.

 

A petición de La Califfa, Doberdò  financió la construcción de una escuela en la ciudad vieja y consiguió que Monseñor Martinolli autorizara festividades en ese lugar; así mismo, que les enviara un camión lleno de quesos y otros productos de sus fábricas a los habitantes del barrio, entre ellos Viola. Todas estas pobres personas quedaron agradecidas con La Califfa y Doberdò.

 

En una ocasión, Doberdò  invitó a La Califfa a una fiesta con algunos amigos y servidores suyos. Ella, durante el recorrido lo hizo cruzar el puente e ir al suburbio. Allí le dijo que temía ir a esa fiesta, porque ella, como puta que era, lo pondría en dificultades con los asistentes al evento. Él la tranquilizó, haciéndole saber que la aceptaba como era, que no debía sentir vergüenza y que no le importaría lo que murmuraran los demás. Ella, al sentirse segura de sí misma y de la protección de él, decidió asistir a la fiesta, donde fue presentada a los asistentes, entre ellos Giancinto Gazza (secretario político y hombre de confianza de Doberdò), Mazzullo (magistrado al servicio de Doberdò), Ubaldo Farinacci, Martinolli y Mastrangelo. Doberdò  siguió llevándola a diversos eventos, rompiendo con algunos absurdos convencionalismos sociales, a pesar del inevitable escándalo.

 

El conde Vittoriano Pedrelli, un sujeto arribista y vasallo de Doberdò, buscando sacar provecho político, social y económico de la tradicional inauguración de la estación de caza en su villa renacentista, invitó a príncipes, nobles, políticos, empresarios y autoridades de diversas regiones de Italia. Pedrelli se sorprendió y se molestó porque Doberdò  asistió con la Califfa. Con su impostura característica los recibió, pensando que la presencia de esa puta le arruinaría el festejo y su reputación. Afortunadamente para el conde, un fuerte aguacero, que los hizo refugiarse en habitaciones, evitó que ella se paseara junto a su amante durante la fiesta y fuera vista por los demás invitados.

 

En una fiesta organizada por Gazza, a la orilla del río Po, la Califfa, presa de una crisis nerviosa, se expresó virulentamente en contra de la hipocresía de los poderosos que asistían al agasajo, en respuesta a las mordaces e irónicas ofensas de Gazza, expresadas de manera subrepticia y socarrona. A pesar de los consejos que le había dado Viola, respecto a la necesidad de ser prudente, y de la forma amable de tranquilizarla Doberdò , ella arruinó esa fiesta. Al salir del evento, Doberdò, en vez de recriminarla, le reconoció el valor para expresarse como lo había hecho, deseando tener él esa osadía para poder decir lo mismo a esas personas que vivían de apariencias y de murmuraciones.

 

Gazza, aparentando ignorar lo sucedido, quedó muy ofendido y humillado por la intemperancia de la Califfa. No obstante que Doberdò  le ofreció excusas, Gazza empezó a fraguar una eventual venganza contra su patrón y la Califfa. Como Gazza sabía muchos secretos de Doberdò, acudió al magistrado Mazzullo, quien le debía ciertos favores, para que indagara sobre algunos negocios turbios de su jefe y sobre la reputación y el pasado judicial de la Califfa. El jurista no encontró información en contra de ella.

 

Después Doberdò  pidió la intervención de Pedrelli para que le enseñara a la Califfa a montar a caballo. El conde, que también le debía favores y era otro vasallo del millonario, de manera displicente, atendió el pedido del banquero. En lugar de humillarla, terminó prendado de los seductores atributos físicos de ella, encantos de los cuales él nunca podría disfrutar.

 

Dentro de una avioneta, junto a Doberdò, la Califfa voló sobre un campo de fútbol, recordando que allí había jugado Vito y observando con nostalgia el sector semirrural o suburbio donde ella había vivido y ahora vivía Viola y las demás personas pobres del vecindario, al otro lado del puente, en la ciudad vieja.

 

Clementina, la arrogante e iracunda esposa de Doberdò, que poco salía de su casa debido a su enfermedad y a su vejez, estaba enterada del vínculo alternativo de su cónyuge con la Califfa. No se molestaba por esa relación, por cuanto pensaba que era pasajera; suponía que pronto se cansaría de ella y la dejaría, como lo hacía con otras amantes. Sin embargo, como se percataba de que eso no ocurría pronto, después de observar cómo, de manera elegante, su rival se paseaba a caballo por el sector del parque de la ciudad nueva, empezó a molestarse y a fastidiar a Doberdò, sin referirse a su romance con Irene.

 

Amargada por la situación que estaba vivenciando, Clementina le pidió a Monseñor Martinolli que convenciera con martingalas religiosas a Doberdò  de lo improcedente de su relación con la Califfa. Después de varios rodeos e intentos, el vicario trató de persuadir a Doberdò, quien reaccionó de manera furibunda, gritándole que él, al igual que Gazza, Pedrelli y Mastrangelo, no eran más que una caterva de mafiosos que giraban en la órbita de sus mezquinos intereses. Así mismo, de manera tajante, le advirtió que amaba a la Califfa y que no la dejaría, debido a que pensaba tener un hijo con ella. Luego de haberlo despachado, le gritó, en tono enérgico, que fuera a decírselo a Clementina, que tanto le amargaba la vida.

 

Después de insultar al vicario, fue a su oficina. Allí colocó la foto de la Califfa cerca a la de su padre, con la finalidad de que quien ingresara a su despacho se sintiera intimidado por la mirada de su amante. Cuando ingresó Gazza, con acento sosegado y cordial, desenmascaró a su secretario y se desenmascaró él mismo. Le reprochó su servilismo y actitud permisiva para cohonestar con sus negocios turbios y ser su cómplice en ellos. Gazza se sintió humillado e indignado. También se fue lance en ristre contra sus vasallos, sus amigos por interés y conveniencia, y la iglesia, representada por Monseñor Martinolli; todos ellos unas sanguijuelas. Le advirtió que desde ese momento él tomaría sus propias decisiones y el control de su vida, sin rendirle cuentas a ninguno. Molesto y descontento, Gazza, recordando que Mazzullo había obtenido la información necesaria (sobre negocios oscuros) para chantajear y manipular a su jefe, llamó a Clementina para encontrarse con ella e informarle al respecto.

 

Luego del desencuentro con Gazza, Doberdò  se dirigió a la residencia de la Califfa. Ella, al observarlo, lo vio tan alegre, remozado y lozano, que le parecía que tenía unos veinte años menos. En ese acogedor ambiente disfrutó, junto con su amada, de una agradable velada, degustando  una suculenta comida, libando vino y realizando una bulliciosa algarabía. Con su espíritu en paz y colmado de regocijo, le prometió a la Califfa que le compraría una casa, poniéndola a su nombre, y planearon cómo amueblarla. Igualmente, le pidió un hijo a la Califfa, quien, profundamente sorprendida, aceptó henchida de dicha, pensando que lo llamaría Attilio, en recuerdo de su hijo fallecido.

 

Tras abandonar la casa de su amada, le pidió de manera formal a su chófer que lo llevara a dar una vuelta para respirar el aire puro de la noche, antes de regresar al suntuoso edificio Doberdò, lugar de su residencia. Le preguntó al conductor cuántos años tenía, este le respondió que sesenta y que con su esposa tenían un hijo que pronto terminaría los estudios secundarios, pero que no poseían los recursos económicos para pagarle una carrera universitaria. Doberdò  le dijo que al día siguiente fuera a su oficina para colaborarle en tal sentido. Inmediatamente se quedó dormido. Al llegar al edificio, el chófer abrió la puerta del coche, percatándose de que su patrón estaba muerto.

 

La Califfa, derrotada por su sino aciago, pero sin llanto ni lamentos, regresó al hogar de Viola. Lo importante era estar viva, tal como repetía Doberdò. Una parte del dinero ahorrado durante el período de convivencia con Doberdò  se lo regaló a Viola, y con la otra hizo construir una casa con un enorme balcón en una loma, desde donde se miraba todo el suburbio de pobreza. Allí siguió arrastrando su existencia vacía y solitaria, en compañía de su amiga Viola y la de sus hijos.

 

 

ESPACIO Y TIEMPO

 

Sin que el autor sea tan explícito en cuanto a lo espaciotemporal, se puede colegir que los acontecimientos tienen como escenario geográfico a la región de La Emilia (Italia), en las dos orillas de un río (posiblemente el Po), frontera de las ciudades Vieja (“periferia vieja”) y Nueva. En la primera vivían los pobres y desempleados y en la segunda los ricos y poderosos. (Los habitantes de la ciudad vieja eran acusados de comunistas por los de la ciudad nueva). El libro menciona sitios como Muraglione, donde vivía Viola y “comenzaba la explanada de los campos”; el suburbio y el torrente, entre otros poco relevantes en la obra. La ciudad vieja se confundía entre lo urbano y lo rural. Respecto al tiempo, es evidente que los hechos ocurren durante la llamada postguerra (luego de la Segunda Guerra Mundial), probablemente entre los años 1960 y 1961.

 

 

 

PERSONAJES

 

Teniendo en cuenta aspectos de orden literario, podría clasificar (las clasificaciones son detestables, más tratándose de personas, así sean de ficción) a los personajes en dos categorías: primarios y secundarios. En el universo de los primarios “encasillo” a Irene Corsini (Irene Giovanardi), alias "La Califfa", y a Annibale Doberdò , el millonario comendador. En el espectro de los secundarios ubico (según su nivel de participación en la novela) a Viola, Egisto Martinolli, Clementina Doberdò  (Clementina Marchi), Giancinto Gazza, Guido Corsini, Gianvito Alibrandi, Ubaldo Farinacci y Mastrangelo,  entre otros (a mi juicio) poco relevantes.

 

A.    Principales.

 

IRENE CORSINI.

 

Su nombre de soltera era Irene Giovanardi. En la obra se alude  con frecuencia a ella como “La Califfa” (Según los italianos, en la región de La Emilia, a la mujer apasionada y sin prejuicios se le llama “Califfa”). No se menciona su edad, pero sí se dice que es una mujer joven, dotada de encantos estéticos que sobresalen entre las demás damas de la obra, los cuales generan atractivo erótico a los hombres que contemplaban su porte elegante. Su carácter y temperamento es explícito desde el primer párrafo: “…yo no he sido de esas mujeres que guardan las apariencias y después, en la oscuridad, hacen lo que les place… muestra en la cara lo mismo que lleva dentro, y me da igual lo que piensen los demás” (p. 9). Estaba dominada por un acendrado espíritu revoltoso y desafiante.

 

Su vida era una tragedia. Además de la muerte de su hijo (de pocos meses de nacido), tuvo que padecer el asesinato de su esposo Guido, el abandono de su amante Vito y el fallecimiento de su concubino y protector Doberdò. Al momento de elegir a un hombre solo se fijaba en que le gustara y que pareciera honesto, sin tener en cuenta otros aspectos humanos, y por eso se equivocó al elegir a Guido y a Vito. A diferencia de Guido (que la maltrataba física y moralmente), Vito era amable. El desempleo la perseguía. Poseía la actitud de ayudar a los demás y el anhelo de vivir una existencia digna. Le pedía a San Antonio que los ricos comieran menos, para que los pobres comieran más. A pesar de su destino aciago, “tenía tantas cosas que esperar en la vida” (p. 9).  Buscaba trabajar, ganar el pan, vivir alegre y encontrar la esquiva paz en un mundo que, según Viola, era un fraude y un infierno. Pensaba que ser honesta le generaba sufrimiento.

 

Antes de irse a vivir al apartamento rentado por Doberdò, le gustaba echarse sobre el prado del campo a escuchar el ruido de los trenes, sonido que la llenaba de melancolía. “Esa era su única riqueza y su único orgullo, era algo propio, algo que podía sujetar, sujetar entre las manos…” (p. 45). Su deseo vivo era amar sin egoísmo y con devoción.

 

Su carácter intempestivo y su rebeldía eran su acicate para cruzar el puente e ir a la ciudad nueva a caminar, con la cabeza y la espalda recta, en actitudes seductoras y desafiantes, por las calles, con el ánimo de mostrar su inconformidad por su suerte y la de los habitantes de la ciudad vieja. Caminaba observando los edificios, los balcones, los mostradores de las tiendas, las oficinas públicas, las sedes de los partidos políticos, el cuartel de policía y otros lugares, animada por el descontento y la soberbia, como queriendo reclamar un poco de justicia para su gente, reconocimiento, paz y tranquilidad para ella. No llamaba la atención por su dinero (que no poseía), sino por su tentadora estética corporal, seductor encanto que sí poseía. “Y es cierto que esas caminatas que ella emprendía con la ingenua astucia de quien intuye su propia belleza pero no llega a comprender del todo conseguían sosegarla y calmarla, aunque el paseo era toda una ofrenda de movimiento, de curvas, de exceso, tanto que a ella, que era la protagonista de la escena, también le despertaba el deseo” (p. 78). Después de ese comportamiento provocador, regresaba a la ciudad vieja, “desvanecido el gusto de aquella venganza infantil” (p. 80).

 

El hecho de irse a vivir con Annibale Doberdò  significó para ella cruzar el puente, salir de la ciudad vieja para ir a la ciudad nueva; ese suburbio pobre, donde las mujeres, a falta de empleo y oportunidades, terminaban en la prostitución, como una manera de cruzar el puente. “La Califfa también cruzó el puente, en parte impulsada por Viola, pero más por la necesidad de sobrevivir por sí misma, sin convertirse en un peso para nadie, siguiendo una regla que su sangre, aún violentada, no le permitía violar” (p. 132). Cruzar el puente era, no solo era vivir en el “pequeño apartamento alquilado para ella en un bonito edificio del torrente” (p. 133), sino buscar un poco de sosiego, libertad, independencia y paliar el sufrimiento, a pesar de que se recluía en una prisión dorada, pero convertida en una puta. “Pero no había sentido vergüenza ni culpa aceptando ser una prostituta; por el contrario, lo hacía en nombre de todas aquellas que la habían precedido en esa etapa de locura, llena de dolores similares al suyo; en nombre de una fatalidad que se había transformado tanto en su derecho como en su obligación, que hacía inevitable la huida para quienes, como ella, se habían reducido a esa condición: sin nadie, y sin ninguna razón para seguir siendo decentes” (p. 133). Fuera como fuera, se había involucrado libremente en una relación clandestina “con la persona más importante de la ciudad”, como le había dicho su entrañable amiga Viola. Así socialmente no fuera aprobada su relación con él, ella “estaba viviendo como toda una señora” (p. 165), porque vivía con “un caballero de pies a la cabeza” (p. 165). “Intenta solo ser como eres, Califfa, sana, bella, orgullosa como eres, porque mientras yo esté con los pies sobre la tierra, con habladurías o sin habladurías, de ti me encargo yo. ¡Y que nadie se atreva meterte contigo!” (p. 204), le dijo enfáticamente Doberdò.

 

Sin embargo, su jaula de oro era una prisión, donde tendría que entregar su cuerpo sin amor. Pensaba que mientras Guido había entregado su vida a la policía, ella entregaba su cuerpo para que, a falta de afectos sinceros hacia su nuevo amo, fuera violada por él. “…la Califfa entendió que lo que la había empujado al otro lado del puente no había sido solo una ley de la fatalidad ni tampoco de la pura desesperación, sino una necesidad inconsciente y vital de felicidad, de una felicidad cualquiera antes de morir” (p. 140).

 

Pero cuando empezaba a recuperar su esperanza, a salir de su soledad y a vislumbrar en lontananza un sentido a su vida, gracias al amor, a la protección, al respeto y a la sinceridad de Doberdò, hasta la inminente posibilidad de tener un hijo con él, la fatalidad volvió a hundirla en su azaroso pasado, tras el fallecimiento de su amante. Nuevamente quedaba como un barco a la deriva en el proceloso océano de su aciaga existencia. 

 

 

ANNIBALE DOBERDÒ.

 

Este hombre, a quien llamaban “comendador”, era la verdadera alma, el centro propulsor de los hombres de negocios en la ciudad nueva. De origen campesino y descendiente de un linaje de pequeños latifundistas, en sus comienzos simpatizaba con el socialismo y en su fábrica de conservas le ofrecía empleo a mujeres hambrientas y silenciosas y las apoyaba logísticamente, a riesgo de quebrarse, en momentos en que el hambre acosaba, hasta el punto de enfrentarse a las autoridades y los poderosos. Los terratenientes querían que fracasara en sus negocios, llamándolo “santo idiota” porque “apoyaba económicamente las banderas rojas y las casas del pueblo” (p. 154), en contra de los intereses de los terratenientes. Con su personalidad ambigua, se movía en el convulso ambiente social, siendo odiado por algunos y querido por otros, pero reverenciado por todos. “No le preocupaban las ganancias como a los industriales y terratenientes que apoyaban los robos y los asesinatos de los fascistas, sino el refinamiento social de un mundo que estaba fuera del alcance de sus manos, el prestigio mundano de un nombre que él no tenía, la vida plena que vivía toda esa gente elegante y culta, y sobre todo las mujeres jóvenes que él veía como una sola forma, blanca, tierna y suave, de piel femenina… hubiera sido capaz de cualquier cosa por las mujeres, desde la traición de los ideales al naufragio de la apariencia” (p. 154).

 

No obstante sus comienzos altruistas, su futuro tomó un rumbo diferente tras conocer a Clementina Marchi, “una mujer que llevaba consigo un nombre noble y los líos de una familia con un pié en la alta sociedad y otro en el foso de las deudas impagables” (p. 155). En esa época, ella tenía el pelo negro ensortijado, su cabeza altanera, los ojos claros y atentos, con una silueta elegante, sensual y seductora, atributos que lo cautivaron. Una vez convertida en su esposa, Clementina, con  su mentalidad calculadora, comenzó a manipularlo y a someterlo. Mientras él veía en ella a una mujer hermosa, su esposa calculaba cómo sacar provecho de "aquel hombre vulgar y malsonante, denso y arcilloso” (p. 156). Entonces la fábrica dejó de ser el asilo de los hambrientos, registrándose su primera derrota moral. Con su poder de manipulación y control, Clementina logró que se quitara de la oficina de Doberdò  la foto de su padre para que “acabase en la penumbra de una habitación anónima” (p. 156). Sumiso a los dictados de Clementina, a su neurosis de clase e ignorando sus adulterios, “Annibale Doberdò  se transformó en el símbolo viviente de una categoría social a la que el fascismo tenía que enriquecer sin arrastrarla cuando llegara su propio derrumbe, a la que los curas tenían que bendecirles hasta sus pecados, y a la que la guerra tenía que ofrecer, en el desolado desierto, los frutos amargos de la especulación” (p. 157).

 

En esa dinámica, Doberdò  multiplicó sus fábricas, expandiéndose a otros productos agrícolas y pecuarios, lo mismo que a la industria y al comercio; ingresó al pragmático y rentable universo de la banca suiza, a los préstamos con usura y a buscar la quiebra de otros empresarios; “apoyó a jerarcas y diputados que más adelante apoyarían a su vez su nombre, en una Italia cuyo vientre se ensanchaba a regurgitar sus miasmas mal digeridos” (p. 157). A pesar de su ascenso social, político y económico, en el contexto de una falsa sensación de libertad, su genuino universo era de soledad y decadencia. Producto de lo infeliz que era con su esposa, fantaseaba con mujeres hermosas y seductoras en orgías eróticas. Su anhelada libertad solo se hallaba en su mundo de fantasías lascivas.

 

Extraviado en su complejo universo de millonario y su espectro de ensoñaciones, no reflexionaba sobre una existencia auténtica. No obstante que una inmensa mayoría consumía y utilizaba sus productos (quesos, jamones, salsas, tomates, zapatos, etc.), se sentía vacío; la ciudad, más que amarlo u odiarlo, sentía por él “una benévola piedad que se tiene por los débiles, por los cabezas huecas, más allá de su aparente poder” (p. 159). A diferencia de Clementina, a quien reverenciaban al pasar austera y orgullosa, a él lo miraban por encima de su espalda. Este hombre, que jugaba con la política, el poder, el dinero, el amor y el destino de algunas personas, “manipulaba un hato de testaferros y vasallos, tolerados o creados por él” (p. 160), entre los que se destacaban los empresarios Farinacci y Mastrangelo, el magistrado Mazzullo, Monseñor Martinolli, su secretario político  Gazza, entre otros. Sentía desprecio por su esposa Clementina e indiferencia por su hijo Giampiero.

 

Cuando Doberdò  se vinculó afectivamente con la Califfa, ya no era el Annibale del pasado, ese pasado en que los hambrientos eran el motivo de sus preocupaciones. Sin embargo, enfocó sus pensamientos y su cariño hacia esa mujer pobre “a la que el hambre y la sociedad condujeron hasta él como un pequeño siervo incitado por el frío” (p. 160). Ella sería, con su juventud y sus encantos estéticos, la encargada de transformar su desértica existencia en un oasis de sosiego, paz y tranquilidad, y, de paso, rejuvenecerlo. “Con el ardor resucitado de sus sentidos naufragó al lado de esa mujer que lo devolvía a sus apetitos, a las costumbres sencillas de sus orígenes perdidos” (p. 162). Ahora ya no se sentía solo. Podía tener a Irene cada vez que deseaba y extasiarse con “esa suerte de asombro infantil de una niña que sabe todo de la vida, y no sabe nada” (p. 162). Para él, esa vivencia era su verdadera felicidad y lo demás no importaba; si alguien tenía ganas de murmurar de él, que lo hiciera.

 

Su nueva vida le permitió trasgredir los valores establecidos y los convencionalismos sociales. Por eso su relación con ella ya no se limitaba a la reclusión del apartamento, sino que empezó a llevarla a los diversos eventos sociales, así pretendieran rechazarla; para eso estaba él, para defenderla y visibilizarla ante esa sociedad pacata y prejuiciosa, degradada con sus imposturas y doble moralidad. A sus sesenta años, para él lo más importante era estar vivo.

 

Después de hartarse de las imposturas de vivir una existencia inauténtica, en ese oscuro mundo social, político y económico, decidió asumir el control de su vida, ser dueño de sí mismo, pensar y decidir por sí mismo, defendiendo su relación con la Califa; luchando contra todos aquellos que osaran oponerse a ese vínculo, que tantas satisfacciones le ofrecían a su vida. Con un grito libertario prometió hacer lo que quisiera y dejó en claro que haría solo lo que él pensaba, dejando a un lado los favoritismos y poniendo en su sitio a las sanguijuelas que le chupaban su sangre y su aliento vital. “¡Basta a la mafia! ¡No quiero más personas inútiles aquí: zánganos, lameculos, aduladores! ¡Haré una limpieza que tendrá en cuenta solo el mérito, no la sumisión!” (p. 264).  Cuando las aguas turbulentas empezaban a aquietarse, lo sorprendió la muerte con el anhelo de tener un hijo con su amada Califfa.

 

 

B.    Secundarios.

 

 

VIOLA.

 

Esta pobre mujer de unos cuarenta años vivía en la pobreza extrema y tenía tres hijos, producto de su vida de puta. Según le confesó a la Califfa, los niños no fueron concebidos por casualidad, sino de su deseo de tener hijos de los poderosos de la ciudad nueva. Fue así que al ofrecer sus favores sexuales a Gazza, Mazzullo y Doberdò, resultó embarazada y dio a luz a estos niños. Es muy posible que sus presuntos padres jamás se hubieran enterado de la existencia de ellos.

 

Mientras Viola se dedicaba al comercio carnal para sobrevivir, la Califfa, que se había mudado a la casa de su amiga, huyendo del maltrato de Guido, se dedicaba a cuidar de sus hijos. A pesar de la acogida, la amistad y los consejos de Viola, allí se encontraba “atrapada en su casa, entre sus niños, sentados alrededor, mudos, pálidos, delgados como sombras” (p. 21),  más desgraciados que ella.

 

Viola, observando a su amiga tan triste y abatida, le regaló un elegante y costoso vestido de lentejuelas y unos broches falsos, comprados con el dinero obtenido tras comerciar carnalmente con un conductor de trenes durante una semana; con ese atuendo la Califfa asistió a una función de la temporada de ópera en el Teatro Regio. Después de ese evento, la vida de la Calidad tomó otro rumbo momentáneo…

 

Viola, que maldecía la raza de los pobres, era la consejera de la Califfa. Con su ingenuidad, que le hacían sospechar de todo y de todos y guida por un espíritu de sacerdocio, la aconsejaba, enfatizando en que fuera prudente. “Mantente siempre a cubierto y recuerda: sacar la mano más para coger que para dar…” (p. 196). A pesar de su espíritu religioso, criticaba acerbamente algunas costumbres de la Iglesia, e interpretaba el evangelio de acuerdo a sus intereses. Los mandamientos, según la interpretación sesgada a su favor, los predicaba así, pretendiendo que la Califfa obrara de tal manera: “¿Para qué honrar al padre y a la madre, si no se merecen eso ni mucho menos?; ¡Teme al prójimo como a la peor de las bestias!; No honres a otro Dios, aparte de ti misma; ¡Da falso testimonio cuando te convenga!; y sobre todo, Roba cuando encuentres la ocasión, especialmente a quien tiene mucho, porque si sabes robar bien, ¿quién va a venir a controlarte los bolsillos?” (p. 196). 

 

 

EGISTO MARTINOLLI.

 

Monseñor Martinolli era el vicario (con poderes ordinarios, pero indirectos) sobre la ciudad nueva, visitaba a la ciudad vieja solamente una vez al año: el domingo antes de Pascua. La Califfa decía que, aunque no era un rufián, sí era igual a los demás. “Es solo un cura indeciso que no consigue predicar su religión de manera clara, y como no tiene paciencia ni astucia, intenta fingirlo pero no lo consigue” (p. 55). Detestaba a las personas de la ciudad vieja; cuando pasaba frente a ellas, no se dignaba a ofrecer la oportunidad aunque fuera para besarle el anillo. Llamaba chusma a los parroquianos. No sentía amor por los demás ni por él mismo. Los residentes en la ciudad no lo querían porque desconfiaba de ellos o lo obligaban sus superiores religiosos y los poderosos a desconfiar. Le agobiaban los pecados de la gula y la devolución de los favores que se hacían mutuamente con los industriales de la ciudad nueva.

 

El prelado de Roma le preguntaba que cuándo acabaría con las “malas hierbas” (p. 59), haciendo referencia a las ideas revolucionarias comunistas que eran sembradas y germinaban en el suburbio. “Yo me pregunto, ¿qué intenciones tenemos respecto a esa gente? Queremos que cambie totalmente, y es justo… Quiero decir que en lugar de tabernas hubiera, no digo casas parroquiales, pero por lo menos sedes de nuestras asociaciones juveniles… Pues me pasa que pienso que nosotros estamos de este lado del escenario, pero en el lado equivocado…” (p. 60). El prelado de Roma le decía que no podían permitir que los líderes comunistas les llenaran la cabeza de ideas revolucionarias a los habitantes del suburbio, porque esas ideas eran antirreligiosas. Según el prelado, ellos solo querían quemar las iglesias y pretendían que los demás trabajaran por ellos. Martinolli, contrario a la posición recalcitrante del prelado, sostenía que las banderas revolucionarias los habían hecho sentir que eran un pueblo y un peso durante el fascismo. Esos ideales políticos les han permitido “creer que su conciencia está viva y tiene valor..." (p. 62). El clero, cobijado bajo el ala del fascismo, les hacía creer que la conciencia no existe, que tan solo era un árbol que no daba frutos. “Y aunque lo que están pidiendo sea la revolución, es comprensible, y yo diría que hasta justo. Lo importante es enseñarles cómo debería ser esa revolución, con qué espíritu…” (p. 62).  Sin embargo, a pesar de pensar de esta manera, Martinolli tenía miedo de creer en esas ideas, ahora que se estaba sensibilizando con la revolución. Esta posición  política no le agradó al prelado, quien siguió increpándolo por no cumplir con su deber de arrancar las malas hierbas. El prelado le pidió a Martinolli sacrificarse en su misión. “Recuerde que la Iglesia sabe esperar, pero desde la guerra, querido amigo, esperamos. ¡Desde la guerra estamos esperando!” (p. 64).

 

El pueblo sabía que la “mala hierba” no se extirpaba con misas cantadas o discursos políticos, ni el hambre se calmaba con palabrería. Mazza, a quien llamaban “Justicia y Libertad” y residía en la ciudad vieja, decía que la necesidad del amor era “imposible en esa Italia donde el respeto se lo dan solo a quien lo puede devolver con dinero, donde hasta el amor y el respeto son moneda de cambio. En ese país no tenían el valor de quererse mutuamente” (p. 69). Esa era una Italia perezosa, donde la gente trataba de esconder sus pecados de manera subrepticia; un país necio, donde la elección entre el bien y el mal era una “cuestión de poder o no poder” (p. 137).

 

Se oponía a que en la ciudad vieja se celebrara la Noche de San Juan, por considerarla una fiesta pagana. Sus habitantes, a través de las súplicas  y razonamientos de don Ersilio Campagna, anciano sacerdote de la ciudad vieja, obtuvieron el permiso para realizar ese festejo, que renovaba la espiritualidad de esa comunidad que padecía los rigores del hambre y la pobreza; personas que, según el vicario, tenían una mentalidad de niños que se les podía conquistar con quincalla, con tal de que brillara. Consciente de la importancia de ese evento seudorreligioso, el cura Campagna convenció a monseñor, y este, que sabía que la fiesta les aquietaría por ese momento las ideas revolucionarias, autorizó la celebración. Esperanzados del maná celestial, esas gentes marginadas y excluidas, se entregaban al éxtasis orgiástico que les prodigaba esa noche del 24 de junio. “Se comía y se bebía sobre la hierba y era el amor por uno mismo el que imponía la ebriedad común, libre de distorsiones, de pudor, de las oscuras raíces de la intimidad y del egoísmo… Entonces bajo la luna y sobre la hierba ya húmeda, la multitud enmudecía, los rostros se volvían hacia el cielo, hacia las estrellas, y en los ojos de todos se adivinaba una emoción cuyo único motivo era la esperanza común…” (p. 89).

 

 

CLEMENTINA DOBERDÒ.

 

La “arpía” le decía Gazza a esta mujer  con ojos miopes y amarillentos. A pesar de su vejez y de su enfermedad que le impedía caminar con la debida solvencia, visitaba con frecuencia a Monseñor Martinolli, acompañada de su hijo Giampiero, no porque fuera muy beata, sino porque disfrutaba que, durante el recorrido al templo, la observaran con admiración y reverencia los transeúntes,  debido a que ella era “la verdadera alma de Annibale, la auténtica creadora de la potencia de los Doberdò ” (p. 151). Además de haber posibilitado el ascenso social, económico y político de Doberdò, fue la encargada de amargarle su existencia.

 

GIANCINTO GAZZA.

 

Este habilísimo parroquiano de los ministerios, era el secretario político de Doberdò , el más allegado de todos sus vasallos y áulicos. Cuando pretendió humillar a la Califfa, pagó su atrevimiento, pero empezó a fraguar una venganza en contra de Doberdò, que nunca pudo concluir, porque, a pesar de tener las informaciones comprometedoras para arrodillarlo, la muerte del magnate lo dejó con las ganas de disfrutar de la presunta vindicta.

 

GUIDO CORSINI.

 

Fue condenado a tres años de prisión, acusado de asesinar a dos jóvenes, a quienes se les consideraba fascistas. Aunque la Califfa no tenía certezas sobre la culpabilidad de su esposo, pronto empezó a pensar distinto al observar su haraganería, su irresponsabilidad y su manera violenta de tratarla.

 

Pregonaba tener dignidad, pero para él la dignidad consistía en “pasar la noche bebiendo y después en la cama todo el día” (p. 17). Ante la posibilidad de la oferta de trabajo de Farinacci, exclamaba, con acento cínico: “¡El señor Guido Corsini tiene su dignidad, y si quiere trabajo, se lo busca solo! ¡No necesita caridad!.. ¡Y además no acepta limosnas de nadie!” (p. 16). La actitud absurda de su esposo, intranquilizaba a la Califfa. Guido se había convertido en la caricatura de un hombre en el que ella ya no confiaba. Él soñaba de manera ilusa que algún día vivirían en la ciudad nueva.

 

Con sus delirios de dignidad, Guido se dedicaba a recorrer el campo comprando palomas recién nacidas para luego criarlas, con el superfluo propósito de que Doberdò  y sus protegidos, todos los domingos, se divirtieran matándolas con escopetas. “Guido acababa los preparativos, acariciaba las palomas acurrucadas en su mano, sentía el calor por última vez y luego dejaba que una a una se lanzaran al aire. Y cuando se elevaban al cielo, intentaba no mirar, para no verlas caer después del disparo” (p. 97). Terminada la jornada, Corsini iba por el campo recogiendo una a una las palomas muertas, con sentimiento de dolor por la suerte cruel de esas aves, emoción que nunca sintió por su hijo enfermo.

 

Cuando su hijo vivía, la Califfa le pedía que consiguiera un trabajo para obtener el sustento diario y procurar la asistencia médica del niño enfermo. No atendía los ruegos de su esposa, y cuando conseguía uno, pronto se hacía echar, “como si en el mundo solo estuviera él, con sus sentimientos de revancha y sus desilusiones, sin ninguna responsabilidad” (p. 98). Mientras él, pasaba de trabajo en trabajo, sin acomodarse en alguno, su hijo moría lentamente por falta de recursos para atenderlo.

 

Involucrado en la protesta y revuelta, producto del despido de unos treinta trabajadores de la empresa de Mastrangelo, encontró la muerte a consecuencia de un disparo de la policía. “…Guido de pronto deja de ser un desecho de hombre que se ha unido a una causa justa y que se está jugando el pellejo únicamente porque no tiene a nadie ni nada que salvar” (p. 106). A pesar de haber sido un inútil, terminó como mártir de los pobres de la ciudad vieja: “Guido Corsini, obrero, muerto por la libertad, por la justicia” (p. 121).

 

 

GIANVITO ALIBRANDI.

 

Sus ojos eran “de un color hermoso” y una cara que le hacía “bullir la sangre” (p. 18) a la Califfa. El autor lo describe como un hombre “guapo y lleno de fuerza, con ese tupé peinado al descuido, para las adúlteras y las vírgenes, con esos ojos de gato, amarillos y astutos, que sabían comunicarse con las mujeres, ya fueran del suburbio o de las otras, las de la ciudad nueva, tanto si eran francas o juguetonas, como si eran de las que se escondían a la sombra del tupé, junto a la maliciosa humildad de ese jesuita de la cama” (p. 33). Así como se movía en la cama, se movía con destreza en la cancha de fútbol. Su aspecto físico era apetecido por las mujeres; decía que ellas eran como los motores, a las que había que evaluarlas por el arranque. “Con las mujeres hay que poner la marcha enseguida, de un solo golpe, porque si no, ¡las has jodido!” (p. 37).

 

 

UBALDO FARINACCI.

 

Este empresario de productos dietéticos tenía una fábrica donde trabajó durante poco tiempo la Califfa. Luego de dejarla sin empleo, Irene lo insultó públicamente. Mantenía contubernios politiqueros con el Alcalde y despreciaba a los marxistas, que eran “todos ratas de alcantarilla, ladrones, asesinos”, psicológicamente “como niños” (p. 12). Tenía un cráneo brillante “de pequeño emperador… nariz achatada y dos ojos rufianescos…” (p. 13). El producto dietético, ideado por él “por motivos comerciales, pero más por motivos políticos” (p. 19), no tuvo éxito.

 

MASTRANGELO.

 

Había sido ingresado por Gazza en el ambiente comercial y protección de Doberdò, en el cual al principio logró credibilidad social. “Eso significaba estar protegido, disfrutar de créditos generosos, y lubricar oportunamente el movimiento de las letras de cambio” (p. 71). Tenía sus fábricas en la ciudad vieja, y eso lo ubicada en la base de la pirámide empresarial orquestada por el banquero Doberdò. Gracias a Mastrangelo había la posibilidad de que los moradores del suburbio tuvieran empleo; pero esa dicha solo duraría hasta el momento en que sus fábricas quebraron por falta de un préstamo que le negó su protector. Sus inversiones equivocadas y la manipulación de una modelo mediática, lo llevaron a la ruina financiera. Los líos de faldas y el atender consejos en contra de sus intereses lo sumieron en el abismo económico. “Absurdas adquisiciones de terrenos, apartamentos que se habían quedado sin vender, acreedores horriblemente puntuales, y otras cosas por el estilo, hasta que había llegado la hora inevitable de rendir cuentas a Doberdò” (p. 73).  Ante el comendador sufrió una reprimenda. Le hizo saber que él no estaba para apoyar a un putero que jugaba con sus créditos. Disintiendo de los intereses políticos de los demás vasallos de Doberdò, Mastrangelo espetó que se quedaran con su política, que él se quedaba con sus putas. “Hablemos claro, si tengo que despedir, todos van a sufrir las consecuencias, quizás hasta usted, comendador, porque habrá una huelga, y usted conoce las huelgas de por aquí…”. (p. 75).  Después de insultarlo y decirle que no le haría más créditos, lo echó de la órbita de su protección y de sus negocios. Esas secuelas las pagarían los empleados de la ciudad vieja: fueron despedidos varios, teniendo en cuenta sus filiaciones políticas, empezando por los más conflictivos. Ese despido fue el detonante de la huelga y la protesta donde fue asesinado Guido Corsini.

 

 

COMENTARIO

 

La lectura de la novela demanda cierto esfuerzo cognitivo, por cuanto se trata de una obra que no permite el acceso a su enorme riqueza en una primera lectura; una pieza literaria de esta complejidad requiere más de una lectura. Posee frases largas, con sugerencias, sobreentendidos y figuras retóricas, que es necesario leer entrelíneas, zambulléndose en la profundidad del texto, si se quiere disfrutar de la fruición estética implícita en esta objetivación del espíritu de su autor. La falta de conocer el contexto histórico en que se desenvuelve la narración, que no se logra solo con leer libros de historia, sino de haber vivido en la Italia de su tiempo (o al menos vivir en Italia y vivenciar su cultura), es una limitante insoslayable para poder comprender con la debida profundidad esta ficción, que contiene elementos históricos, políticos, económicos, sociales, religiosos, simbólicos, ideológicos, filosóficos y alegóricos, intrínsecamente ligados al aspecto espaciotemporal del acto narrativo.

No obstante, luego de haber realizado un esfuerzo intelectual medianamente riguroso, condicionado por las limitantes expuestas, realizo un sencillo análisis, con el ánimo de aprehender aunque no sea en su compleja y vasta totalidad una gran parte del contenido, rico en diversos matices literarios, que abundan en valores estéticos, morales, sociopolíticos, religiosos y éticos, entre otros.

Todos los títulos de los libros son problemáticos, debido a que no encierran la totalidad de lo expuesto en ellos. “La Califfa” no escapa a esta controversia dialéctica. Aunque la protagonista es omnipresente en toda la obra, no solamente ella es un personaje que gravite de manera absoluta en el espectro de la novela. En mi opinión, Annibale Doberdò, como titiritero en la obra, maneja, directa o indirecta, todos los hilos de los demás personajes. Aunque parezca que los hilos de Guido Corsini no los movió directamente Doberdò, sí tuvo injerencia indirecta, pero tangencial, en la muerte de Guido, que se suscitó como secuela de los efectos de haberle negado el préstamo a Mastrangelo para evitar que su fábrica quebrara; el despido de empleados, como secuela de la debacle financiera del dueño de la factoría, se constituyó en la chispa que inicio del fuego revoltoso que se apagó cuando la vida de Guido se extinguió.  Con este breve razonamiento, en aras de la objetividad de la subjetividad literaria,  me permito elucubrar que un título más universal para esta grandiosa pieza estética hubiera sido, por ejemplo, “La lucha política, social, económica y religiosa en la Italia de la postguerra”. Aunque no es un título rimbombante y llamativo, de esos que imponen las editoriales para vender libros  así sean superfluos, sí abarca toda la problemática planteada en “La Califfa”. Si bien es cierto que Irene Corsini está presente desde la primera hasta la última página por cuanto la construcción lingüística comienza y termina con ella, también lo es que otros personajes y situaciones igualmente son decisivos e imprescindibles en el vastísimo y rico universo del libro, debido a su participación activa y contundente, como Doberdò, Martinolli, Viola y Guido.

Aunque la breve ficción literaria narrada en el texto es un tanto lineal, lo narrado en primera persona por Irene Corsini se realizaba desde un presente hacia el pasado, mientras que el narrador en tercera persona lo hace en el mismo instante en que se desarrollan los acontecimientos. Aunque es una narración sencilla, requiere de una lectura atenta para distinguir las formas narrativas, con el propósito de entender y desentrañar lo que dice o no dice el texto. Si se quiere comprender con la debida hondura literaria esta obra, es imperativo además del conocimiento pleno y objetivo del contexto histórico de la postguerra en Italia, condicionado por las dolorosas y dramáticas consecuencias de un acontecimiento tan demencial e irracional como la Segunda Guerra Mundial, realizar un esforzado ejercicio exegético, hermenéutico y semiótico de este acto del lenguaje literario.

Esta interesante novela, escrita por un autor que parece conocer a fondo el contexto de su tiempo en Italia, abunda en diversos matices culturales y sociales, con una evidente carga ideológica, política, moral y simbólica. En esta dinámica, a riesgo de errar, pienso que Irene es referente de la belleza convencional, Viola de la prostitución, Guido de la rebeldía, Pedrelli de la impostura, Gazza de la venganza, Mastrangelo del derroche, Clementina de la manipulación, Mazzullo de la corrupción, Martinolli del dominio religioso, Doberdò  del poder… La ciudad vieja representa la pobreza, la ciudad nueva la riqueza, las fábricas el empleo y el desempleo, el fascismo y el socialismo la lucha ideológica, la Iglesia la opción de alinearse servilmente con el poder político, militar y económico… La figura retórica de “cruzar el puente” representa la oportunidad de salir de la ciudad vieja, pobre y hambrienta,  para ingresar a la ciudad nueva en búsqueda de empleo, alimento y otros medios de subsistencia. Quien logra cruzar el puente, puede encontrar la muerte o una forma de sobrevivir de alguna manera, así sea trabajando o prostituyéndose. Irene y Viola representan a las mujeres solitarias, que luchan solas para existir de forma digna —sin importar que sea de manera indigna— en un mundo de pobreza y miseria que instrumentaliza y cosifica a las mujeres, seres que no pueden darse el lujo de sentir angustia existencial, sino angustia vital. La diferencia cultural entre las dos ciudades es la evidencia contundente de la eterna y sangrienta lucha entre ricos y pobres, entre poseedores y desposeídos,  entre los que pueden escapar al determinismo de la pobreza y de los que tienen que someterse a ella, entre los que disfrutan de sápidos banquetes y los que padecen hambre.

Párrafo aparte merece Annibale Doberdò. Este millonario ambiguo, que dirigía a su antojo todo el entramado económico, era el representante del poder omnímodo. El poder del dinero siempre ha tenido la última palabra en nuestro sistema de producción capitalista, y Doberdò  hacía escuchar el fragor de su poderosa palabra de poderoso. Un alto porcentaje de los personajes giraban alrededor de su sincronizado sistema planetario. Con los engranajes convenientemente engrasados de su maquinaria empresarial, como un Leviatán titiritero, movía hábilmente todos los hilos del poder con efectos significativos en las dos ciudades. Cuando se cansó de que sus vasallos serviles se aprovecharan de su poder, buscando liberarse de las sanguijuelas, que le impedían vivir por sí mismo decidiendo por sí mismo, tomó la determinación de asumir el control de su vida, prescindiendo de sus áulicos que le coartaban el deseo de vivir su propia vida y lo desangraban. Pero cuando pretendió asumir personalmente el timonel de la nave de su alienada existencia, naufragó en la fatalidad de la muerte prematura.

Es importante resaltar el valor de la mistad, entre otros valores presentes en la obra. La amistad entre Irene y Viola es un paradigma de la genuina amistad en una sociedad que se mueve por mezquinos intereses que cosifican este grandioso valor. Se servían y apoyaban mutuamente. No escatimaban esfuerzos para colaborarse y afianzar su vínculo de amistad sincera. Las dos, buscando vivir una vida digna, a su manera terminaron en la indignidad de la prostitución: Viola comerciando con su cuerpo e Irene vendiéndose a Doberdò  como forma de subsistencia. El desempleo, el hambre, la miseria, la exclusión social y la falta de oportunidades —inherentes al contexto histórico de la Italia de la postguerra, no les dejaron otra opción que la de cruzar el puente para vender su única fuerza de trabajo: su cuerpo y sus atributos seductores.

Debo resaltar el espíritu crítico del autor de la novela. Con su criticidad enfoca su iconoclasta y contestataria pluma hacia la deshumanizante problemática de pobreza, miseria, exclusión, hambre, hipocresía, abuso policial, dominio de los ricos sobre los pobres,  lucha ideológica, sinsentido de la existencia… Su conciencia crítica es una invitación a los lectores para que reflexionemos sobre la deshumanización y cosificación que campean impunemente, no solo en el contexto descrito en la novela, sino en la economía liberal de mercado, condicionada por la racionalidad instrumental, en donde el hombre es lobo para el hombre y el principal enemigo del ser humano es el ser humano.

 

LUIS ÁNGEL RÍOS PEREA