En este diálogo* intervienen Fedro y Sócrates. Fedro lee un discurso de
Lysias sobre el amor. “Lysias supone un hermoso niño solicitado, y no un amante”.
Lo original del discurso, según Fedro, está en que Lysias afirma que “debe
conceder sus favores al que no ama antes que al que ama”.
Lysias establece diferencias entre el que ama y el que no ama. El que
ama es un hombre que delira; el que no ama es un “hombre frío”. El hombre
apasionado está enfermo; el “hombre frío” está sano.
El que ama, luego de satisfacer
sus deseos, reniega de su pasión. El “hombre frío”, como no está cegado por el
ímpetu de la pasión, no tiene de qué arrepentirse debido a que obra libremente
para favorecer a su amigo. El apasionado se lamenta de sus padecimientos que le
produce el enamoramiento; mientras el “hombre frío” no se lamenta y procura el
bien para su amigo y ser agradable a éste. Aunque el amor del que ama es más
intenso que una amistad, buscando agradar y favorecer al amado, si su pasión
cambia de objeto, cambiará sus afectos hacia el nuevo amor, odiando ahora al
que antes amó. El apasionado delira y el
“hombre frío” es prudente.
No se puede favorecer a quien ama, porque, al estar enfermo o en estado
de delirio por culpa de su pasión y no gozar de su buen sentido o juicio, está
fuera de sí y su voluntad puede ser controlada. El “hombre frío”, como es dueño
de sí mismo, es discreto, seguro de su relación y no es vanidoso. El apasionado
es inseguro y sospecha del ser amado; el “hombre frío”, por el contrario, no es
desconfiado porque comprende que el amigo necesita interrelacionarse e
interactuar con los demás. El apasionado se lamenta de lo que le incomoda,
porque piensa que obran sólo para incordiarle; como es un inseguro, sufre de
celos. El “hombre frío”, como no está enamorado ni en estado de delirio, “no
siente celos contra aquellos que viven familiarmente con su amigo”.
El apasionado se enamora sólo de la belleza corporal, antes de conocer
el carácter de su amado, y por eso su pasión se extingue luego de la
satisfacción de sus deseos. El “hombre frío” establece una amistad recíproca,
que no se enfriará después de la satisfacción de sus deseos. El apasionado es
poco virtuoso porque alaba palabras y actos sin preocuparse del bien y de la
verdad de las palabras y de los actos, por no contrariar al ser amado y por
estar cegado por la pasión. El apasionado es más digno de lástima que de
envidia. El “hombre frío” no busca en el amigo un placer efímero, sino que vela
por los intereses duraderos de éste, debido a que es soberano de sí mismo y no
es prisionero de su pasión; por ello es desinteresado, tolerante, seguro,
indulgente e inofensivo.
Lysias, aclarando que la amistad sin el amor no es débil, recomienda
otorgar nuestros favores a los más necesitados (a los indigentes) y no a los
más dignos, “pues al librarles de los más crueles males, la recompensa que
recibiremos será su más vivo reconocimiento”.
Sócrates, que no se deja impactar por el discurso de Lysias, afirma no
haberse interesado sino por el aspecto formal de la reflexión de su autor y lo
fustiga por repetir las mismas cosas al expresarse del mismo asunto “de muchas
diferentes maneras y siempre con igual fortuna”. Por eso se dispone a
pronunciar otro discurso sobre el amor, pero en términos diferentes.
Sócrates, tapándose la cabeza, comienza su discurso buscando una
definición de amor, al cual identifica con un adolescente. El amor es un deseo,
pero el deseo de las cosas bellas no siempre es amor. En el amor hay un deseo
instintivo que incita a la búsqueda del placer y un gusto reflexivo del bien;
deseos que a veces están en pugna o a veces se armonizan.
“Cuando el gusto por el bien, inspirado por
nuestra razón, se hace dominante, este dominio se denomina templanza; cuando el
deseo irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el
nombre de desenfreno. Pero el desenfreno cambia de nombre según los diferentes
objetos sobre los que se ejerce y las diversas formas que afecta; y el hombre,
dominado por la pasión, según la forma particular bajo la cual se manifieste en él, recibe un
nombre que no es bello ni honroso… Cuando el deseo irracional predomina sobre
el impulso reflexivo hacia lo recto; cuando se entrega por entero al placer que
promete la belleza, y cuando se lanza con todo el enjambre de deseos de la
misma índole únicamente sobre la belleza corporal, su potencia se hace
irresistible, y, sacando su nombre de esa fuerza omnipotente, recibe el nombre
de Eros o amor”.
Quien está dominado por el deseo instintivo busca el placer sensorial,
abandonándose a sus caprichos. En su búsqueda de los placeres sensibles será
impaciente y celoso, alejándose de la filosofía y evitando que su amante se
acerque a la filosofía, y así poder mantenerlo en la ignorancia. El apasionado
es mal guía y compañero en el aspecto moral.
“Un dios ha mezclado un goce fugitivo con la
mayor parte de los males que atormentan a los hombres… El amante, mientras dura
la pasión, será un objeto tan desagradable como funesto; cuando se extinga, se
mostrará infiel; traicionará a aquel a quien ha seducido con magníficas
promesas, juramentos y ruegos, y a quien sólo la esperanza de los bienes
prometidos pudo hacer soportar un comercio tan pesado y penoso. Cuando llega el
momento de dejarle, ya obedece a otro dueño, sigue a otro guía: es la razón y
la sabiduría las que imperan sobre él, y no el amor y la locura; se ha
convertido en otro muy distinto sin que se diese cuenta aquel de quien estaba
enamorado. El joven exige el precio de los favores pasados, le recuerda todo
hecho, todo lo dicho, como si hablase al mismo hombre… No queda, entonces, al
joven otro remedio sino abrumarse de reproches de indignación, imprecaciones
por haber ignorado, desde un principio, que más le hubiese valido conceder sus
favores a un amigo frío y dueño de sí mismo que a un hombre cuyo amor debía
necesariamente perturbar su razón; y que obrando de otro modo, se abandonaba a
un dueño pérfido, incómodo, celoso, desagradable, perjudicial para su fortuna,
para su cuerpo, y, sobre todo, al perfeccionamiento de su alma, que es y será
en todo tiempo la cosa más preciada ante el juicio de los hombres y de los
dioses”.
Sócrates, considerando que su discurso y el de Lysias no eran justos
con el amor, destapándose la cabeza, decide hacerle una palinodia para
elogiarlo y retractarse de lo que pudiera haber dicho en contra de este
sentimiento en su discurso.
Plantea que no se puede afirmar que el que ama delira o está en estado
de delirio, y que el que no ama está “en sano juicio”, porque el delirio es un
bien inspirado por los dioses. El delirio no es afrentoso ni deshonesto; por el
contrario, es un don divino magnífico. Es una especie de delirio, que se
manifiesta en dos clases: un delirio debido a la enfermedad del alma y otro
debido a un estado divino que nos aparta de nuestra vida cotidiana. Si el delirio
amoroso es el más divino, no es conveniente apreciar más al amante frío que al
amante apasionado.
“Por eso debemos guardarnos muy bien de temerlo
y dejarnos perturbar por una doctrina que pretende debemos preferir una amigo
frío al amante agitado por la pasión”.
Para continuar con su palinodia, Sócrates diserta sobre el alma. Según
su discurso, toda alma es inmortal, porque se mueve por ella misma; como no es
engendrada, es incorruptible; como se mueve por sí misma, es el principio del
movimiento; y como no nace, es imperecedera. Esa es la esencia o naturaleza del
alma.
El alma es una fuerza unida a una yunta de corceles, guiados por un
cochero. Los corceles y cocheros de las almas divinas son excelentes. Las almas
de los hombres son llevadas por una yunta de corceles distintos: uno manso y
otro brioso. Las almas divinas reconocen las alturas, gobiernan el mundo y son
inmortales. Cuando un alma divina pierde sus alas se aloja en un cuerpo humano
y deja de ser inmortal. Las almas divinas, guiadas por la inteligencia,
contemplan en su esencia lo bello, lo sabio, lo bueno y otras cualidades
similares, porque ellas están en la planicie de la verdad.
“La esencia sin color, sin forma, impalpable,
no puede ser contemplada más que por el guía del alma, la inteligencia; es el
patrimonio del conocimiento verdadero”.
Las almas que siguen a las almas divinas, si no se guían por la
inteligencia, se llenan de vicios, se vuelven pesadas y caen a la tierra para
alojarse en el cuerpo de los humanos. De acuerdo con el nivel de contemplación
de las esencias, las ideas, el absoluto, la verdad y la realidad auténtica, las
almas no divinas formarán parte de los hombres, según las siguientes
categorías:
En la primera está el alma que mejor haya visto
las esencias, la cual “deberá habitar un hombre consagrado a la sabiduría, a la
belleza, a las Musas y al amor; la que ocupa la segunda categoría, un rey justo
o un guerrero hábil en el mando; la que ocupa la tercera jerarquía, un político,
un financiero, un negociante; la que ocupa la cuarta, un atleta infatigable o
un médico; la de la quinta, un adivino o un iniciado; la de la sexta. Un
hacedor de poemas u otro de los que se dedican a imitar; la de la séptima, un
artesano o un labrador; la de la octava, un sofista o un demagogo; la de la
novena, un tirano”.
Siguiendo con su discurso, Sócrates diserta sobre la belleza, la cual,
en el mundo de las ideas, brilla entre todas las esencias; en el mundo aparente
o terrenal brilla ante nuestros ojos, pero no percibimos su sabiduría. Sólo la
belleza tiene el don de ser el más atrayente y amable de los objetos. El alma
encarnada en el hombre se le dificulta elevarse de lo terreno hasta la perfecta
belleza; el placer sensorial es el peso que le impide elevarse.
“Pero el hombre que ha sido perfectamente
iniciado, que contempló en otro tiempo las esencias, cuando percibe un rostro
de aspecto divino, imitación lograda de la belleza, o un cuerpo igualmente bien
constituido, experimenta ante todo un estremecimiento y algo de los antiguos
terrores; luego, fijando sus miradas en
el objeto amable, lo venera como a un dios; y, si temiese verse motejado
de locura su entusiasmo, inmolaría sus víctimas al objeto amado como a un
ídolo, como a un dios… En presencia del objeto bello, recibe partículas que de
él se desprenden y emanan, y que han hecho que se diese a esa ola el nombre de ola del deseo”.
En presencia del objeto bello, el alma se siente con vitalidad, aliviada
y alegre. Por eso el alma busca lo bello en quien posee la belleza. Encontrada
ésta, el alma ya no quiere separarse de ella. Ese estado de delirio es lo que
llaman amor, con el que se venera a quien posee la belleza, y donde el alma
halla remedio a sus tormentos.
Sócrates, disertando sobre el discurso de Lysias, critica sus
estructuras superficial y profunda, encontrando que es un discurso retórico y rutinario,
donde lo que importa es persuadir antes que decir la verdad. Por eso, Sócrates
opone la retórica a la dialéctica (auténtico arte retórico), el arte razonado
de llegar a la verdad, mediante el diálogo argumentado.
Critica a Tisias y a Gorgias, sofistas retóricos, porque dan más
importancia a la verosimilitud que a la verdad, haciéndose aparecer, mediante
el poder de la palabra, “como grandes las cosas pequeñas, y pequeñas las cosas
grandes”. Quienes se dedican a la retórica como los sofistas se valen de
artificios del lenguaje para convencer y hacer ver como auténtico lo aparente o
falso. “…más que la verdad, puede lo convincente… el orador no debe preocuparse
más que de la apariencia, sin cuidarse en absoluto de la realidad”. La
verosimilitud parece verdad a la muchedumbre, porque ésta “se deja seducir por
lo verosímil a causa de su parecido con la verdad”. A los retóricos les falta
arte en sus discursos. El discurso de Lysias fue elaborado sin arte.
LUIS ÁNGEL RÍOS PEREA
*Diálogo “El Fedro”, de Platón. Síntesis de la lectura traducida por
Patricio de Azcárate. Publicado en la colección de lujo “Los Clásicos”. Comité
selectivo: ALFONSO REYES y otros. México, 1973.