INTRODUCCIÓN
En este texto me propongo efectuar un
análisis semiótico y sociolingüístico de un fragmento de la novela El amor en los tiempos del cólera, que
comprende desde la página 50, el cual comienza así: “…Aminta Dechamps, esposa del doctor Lácides Olivella…”, y culmina en
la página 56, así: “…siempre estuvo muy alerta a las novedades de
Europa” (GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel. El amor en los tiempos del Cólera. Editorial
Oveja Negra, Bogotá, 1985). Inicialmente, determino el campo comunicativo
semiótico del lenguaje que se genera y gira en torno de un ceremonial de clase,
como son las “bodas de plata profesionales” del doctor Lácides Olivella. Después,
sociolingüísticamente, estudio y debato la función social de los espacios
sociales y los comportamientos de los sujetos en sus correspondientes entornos.
CEREMONIAL DE CLASE
El evento ceremonial se advierte cuando
señala que el doctor Juvenal Urbino “quería
dormir una siesta de perro mientras llegaba la hora del almuerzo de gala del
doctor Lácides Olivella...” (El subrayado es mío). Ahí mismo se ingresa
en el campo comunicativo semiótico o semiológico del lenguaje: “dormir una siesta de perro”. Siesta de
perro, además de la denotación, que sería literalmente “dormir un perro”,
significaría en su connotación “descanso meridiano del doctor Urbino, sin
preocupaciones como la vida del perro, fiel a su gente (comunidad) y listo para
despertar en el momento en que las circunstancias así lo exijan”.
Aminta Dechamps, esposa del doctor Lácides
Olvella, lo había previsto todo para que “el
almuerzo de las bodas de plata fueran el acontecimiento social del año”. El
anuncio de ese ritual elitista (un
“acontecimiento social del año”, en este sistema capitalista, excluyente y
clasista, sólo ocurre en los estratos altos, en el seno de la aristocracia, de
la oligarquía), en donde “bodas de plata”
es el símbolo de 25 años de servicio profesional como médico (en este
contexto), nos remite a renglón seguido al código topográfico (“La residencia familiar en pleno centro
histórico era la antigua Casa de la
Moneda”), que lógicamente es territorio de la
aristocracia, donde no hay lugar para la gente que no pertenezca a esta
seudosociedad, a no ser que sean siervos (“y
de la gente de su servicio”) o trabajadores. La “Casa de la Moneda”
es símbolo de la opulencia. A pesar de que la temática novelesca de “Gabo”
tiene como escenario literario común el imaginario Macondo (en la Costa Caribe),
que según algunos críticos es la Latinoamérica marginal, símbolo de la exclusión,
de pobreza, el subdesarrollo y la opresión (un pueblo sin identidad), allí
también imperan las ignominiosas clases sociales. Los negros y los nativos
están al servicio de los inmigrantes transnacionales, de los comerciantes, de
los ganaderos, de los industriales, de la clase política y dirigente, es decir,
la élite social o lo que eufemísticamente llaman “lo más granado de la
sociedad”.
El ágape también se celebró en una estancia
suntuosa (“en la quinta campestre de la
familia… que tenía una fanegada de patio y enormes laureles de la India y nenúfares criollos
en un río de aguas mansas”), que son los confortantes lugares de recreo de
los que ostentan poder político, económico o religioso. “Laureles de la India
y nenúfares” (flores que han sido plasmadas en el lienzo por destacados
pintores) no adornan la casa de los siervos, de los trabajadores (como “Los hombres del Mesón de don Sancho”
y sus
“criados negros), del pueblo.
“Las bodas de plata profesionales” estuvieron
amenizadas, entre otras por “un cuarteto
de cuerda de la escuela de Bellas Artes” (que forma parte, precisamente, de
la ingente gestión cultural del insigne médico “muy apreciado” Juvenal Urbino, de quien surgió “la idea del Centro Artístico, que
fundó la Escuela
de Bellas Artes en la misma casa donde todavía existe, y patrocinó durante
muchos años los Juegos Florales de abril”).
La aristocracia, asumiendo posturas de “gente culta”, para magnificar el
soberano evento, hizo interpretar piezas musicales clásicas de insignes y
perdurables músicos europeos (que también pertenecieron a la aristocracia):
Mozart, Schubert, Fauré…
Al ingresar al código cronológico de esta
genial pieza literaria captamos que la ceremonia acaeció “un domingo de junio un año de aguas tardías. …Aunque la fecha no
correspondía en rigor al aniversario de la graduación, escogieron el domingo de
Pentecostés para magnificar el sentido de la fiesta”. Símbolo de verano
serían “las aguas tardías”. El ritual
judeo-cristiano de la fiesta “de
Pentecostés” corresponde a la festividad de la Venida del Espíritu Santo
que se celebra pomposamente y oscila entre el 10 de mayo y el 12 de junio. El
agasajo, para que tuviera la misma connotación de un concurrido y solemne acto
religioso, se celebró con toda la pompa y el jolgorio del Domingo de
Pentecostés.
La
naturaleza que, según las supersticiones y el imaginario
religioso-mítico-popular, es “vengativa y justiciera”, se “desquitó” con una
tormenta acompañada de ventarrones, relámpagos y truenos (“…el estampido de un trueno solitario
hizo temblar la tierra, y un viento de mala mar desbarató las mesas y se llevó
los toldos por el aire, y el cielo se desplomó en un aguacero de desastre”), porque se profanaba esa
sacrosanta fiesta celestial con una fiesta terrenal.
Otro de los
códigos que presenta este segmento literario se relaciona con el código
onomástico, reflejado en los ilustres invitados: el doctor Juvenal Urbino (“caballero del Santo Sepulcro por sus
servicios a la Iglesia”)
y su esposa, Fermina Daza; el arzobispo Obdulio y Rey, y “las autoridades provinciales y municipales, y la reina de la belleza
del año anterior, que el gobernador llevó de brazo para sentarla a su lado”,
y el hijo del Ministro de Higiene.
Elocuente símbolo del “poder de Dios” es el arzobispo, cuyo apellido “y Rey” es símbolo del “poder terrenal”;
símbolo de la burocracia son “las
autoridades provinciales y municipales” y “el gobernador”; y símbolos del consumismo y de la cosificación es “la reina de belleza”; todos estos
símbolos imperan en la aristocracia, propia del torticero y oprobioso sistema
capitalista.
El festín, a pesar de que la naturaleza lo trastocó en su apariencia
física, fue un evento histórico: “allí
estaban por primera vez juntos en una misma mesa, cicatrizadas las heridas y
disipados los rencores, los dos bandos de las guerras civiles que habían ensangrentado
al país desde la independencia. Este pensamiento coincidía con el entusiasmo de
los liberales, sobre todo los jóvenes, que habían logrado elegir un presidente
de su partido después de cuarenta y cinco años de hegemonía conservadora. El doctor Urbino no estaba de acuerdo: un presidente liberal no le
parecía ni más ni menos que un presidente conservador, sólo que peor vestido.
Sin embargo, no quiso contrariar al arzobispo. Aunque le habría gustado
señalarle que nadie estaba en aquel almuerzo por lo que pensaba sino por los
méritos de su alcurnia, y ésta había estado siempre por encima de los azares de
la política y los horrores de la guerra. Visto así, en efecto, no faltaba nadie”.
Un rico
campo simbólico o semiótico esboza el autor cuando describe el boato y la fastuosidad de los invitados,
especialmente los del sexo femenino. “Las
mujeres llevaban traje de noche con aderezos de piedras preciosas y la mayoría
de hombres estaban vestidos de oscuro con corbata negra, y algunos con levitas
de paño”. “Los de mucho mundo, y entre ellos el doctor Urbino,
llevaban sus trajes cotidianos”. Fermina Daza vestía “un camisero de seda, amplio y suelto,
con el talle en las caderas, se había puesto un collar de perlas legítimas con
seis vueltas largas y desiguales, y unos zapatos de raso con tacones altos que
sólo usaba en ocasiones muy solemnes, pues ya los años no le daban para tantos
abusos… que no parecía adecuado para
una abuela venerable, pero le iba muy
bien a su cuerpo de huesos largos, todavía delgado y recto, a sus manos
elásticas sin
un solo lunar de vejez, a su cabello de acero azul, cortado en diagonal a la
altura de la mejilla”; y su esposo, el doctor Juvenal Urbino, en su
atuendo, ostentaba “reloj de leontina en
el ojal del chaleco”, y “un prendedor
de topacio”. El color “azul” del “cabello
de acero”, que es símbolo del genio y la inventiva, nos habla de Fermina
Daza como una mujer tranquila, leal y pulcra.
El “reloj de leontina” del
doctor Juvenal Urbino (“animador activo
de cuantas congregaciones confesionales y cívicas existieron en la ciudad”)
es símbolo que refuerza el poder económico de la aristocracia. Pero la
pertenencia a esa exclusiva clase social no impediría que la muerte, oculta en
los vericuetos del festín, lo acechara con afilada “guadaña” para cercenarle de
un certero tajo su existencia ese mismo día, sin importarle a la parca que
merecía vivir más como una recompensa natural por su evidente gestión social en
bien de la comunidad, gracias a su “prestigio
inmediato y una buena contribución del patrimonio familiar”. El amarillo “del palio de lonas” es el símbolo de la
alegría y la riqueza; en un momento crucial sirve de estímulo en la toma de
decisiones.
En el fragmento estudiado, al igual que en toda la novela, tiene gran
relevancia la problemática de la vejez. Es así como el “amor eterno” se dio
entre Fermina Daza y Florentino Ariza (personajes centrales de la obra),
quienes se casan cuando sus vidas se acercaban al ocaso, luego de cincuenta
años de amarse en silencio, cada uno por su lado.
Al doctor Juvenal Urbino (a quien “el
gobierno de Francia le concedió la
Legión de Honor en el grado de comendador”), dada su
avanzada edad, empezaron a fallarle sus sentidos y su vitalidad, por lo que se
tornó un tanto “olvidadizo” y se dormía con frecuencia, razón por la que
Fermina Daza, el día del agasajo tantas veces mencionado, se sentó junto a él “por temor a que se quedara dormido durante
el almuerzo o se derramara la sopa en la solapa”. Fermina Daza, por su
parte, también ya era “una abuela venerable”.
Los dos habían entrado en “la región profunda del silencio”, es decir en la
aciaga vejez. El ocaso de la existencia era más evidente en el doctor Juvenal
Urbino (“considerado como un modelo
social”). La vejez, como diría Roland Barthes, es un tiempo donde se muere
a medias, es la muerte sin la nada. He ahí lo absurdo de la existencia: primero
quimeras, luego recuerdos, pero nunca la posesión; la última encrucijada es la
vejez. Juvenal Urbino (a quien “sus
críticos menos sanguinarios pensaban que no era más que un aristócrata
extasiado en las delicias de los Juegos Florales”) falleció porque un viejo
raramente puede ser un héroe novelesco, con la excepción de Fermina Daza y
Florentino Ariza.
En torno de la ceremonia de las “bodas de plata” se expresan las
manifestaciones ideológicas a través de los textos (fragmento literario que
relata el ceremonial, y las melodías interpretadas en la celebración de las
“bodas de plata”), de las acciones (la preparación del festín, el ceremonial de
llegar conveniente ataviados y acompañados de sus cónyuges y de “la reina de belleza”, y de los
comportamientos ante la tormenta y en desarrollo del ágape incluyendo la
comida, los modales y la escucha de la música clásica) y los objetos (“la casa de la moneda” y la mansión
campestre donde efectuó el agasajo).
Fuera del contexto de este ceremonial, en los otros fragmentos materia
de lectura y análisis, también hallamos textos representados en las piezas o
trozos literarios en donde se ubica la música a través de “una orquesta de Viena que estrenaba en aquel viaje los vals más
recientes de Johann Strauss”. En el terreno de las acciones se encuentran
las ceremonias en las que el doctor Juvenal Urbino (“que no aceptó nunca puestos oficiales”) recibió títulos y honores;
los Juegos Florales, el ritual de “la noche de bodas en el camarote del barco
que los llevaba a Francia”, las rutinas del doctor Juvenal Urbino (un
dechado de virtudes que había logrado “una
respetabilidad y un prestigio que no tenían igual en la provincia”). En
cuanto a los objetos se encuentran las instalaciones físicas de todas las obras
materiales e inmateriales que ideó, impulsó o presidió el doctor Juvenal Urbino
(Sociedad Médica, Academias de la
Lengua y de la
Historia, la
Escuela de Bellas Artes, Teatro de la Comedia), “el barco de la compagnie Genèrale
Transatlàntique”.
Las viudas,
como símbolo de amor abruptamente “perdido”, de fracaso, de frustración, de pérdida fatal, de soledad, con sus
lenguajes “velados” silentemente “gratan” con su presencia en el texto: aquí
estamos; también existimos, necesitamos consuelo y un nuevo amor, nuevas
ilusiones; queremos seguir viendo. Por eso se vuelven a enamorar; y a ese
llamado, inconscientemente, acude, con su amor efímero y fugaz, Florentino
Ariza, quien las “ama a medias”, porque sigue amando de verdad a su “eterno” y
“único” amor: Fermina Daza. Es así que, cual cazador furtivo, pacientemente,
durante 50 años, acecha a su “presa” (Fermina Daza) para “caer” sobre ella
cuando queda “viuda”.
ESPACIOS
SOCIALES
Como se dijo
antes, los espacios físico y social de las “bodas de plata profesionales” del
doctor Lácides Olivella, desde el punto de vista “del campo comunicativo
semiótico del lenguaje”, corresponde al lugar de residencia de la familia
Olivella – Duchamps y al escenario de la suntuosa mansión campestre donde se
realizó el festín, lastimosamente afectado por el fenómeno natural, que
trastocó el orden inicial y el esmero de su preparación que se inició con tres
meses de antelación.
En el
espacio específicamente social se aprecia que el “Domingo de Pentecostés” ocurrieron cuatro eventos cruciales y
definitivos: se suicidó Jeremiah Saint-Amourt, refugiado antillano, fotógrafo
de niños y adversario en ajedrez del doctor Juvenal Urbino ( que “le era más fácil soportar los dolores
ajenos que los propios”); se celebraron las bodas de plata profesionales
del doctor Lácides Olivella; el doctor Juvenal Urbino y Fermina Daza cumplieron
sus bodas de oro; y falleció el doctor Juvenal Urbino (“pacifista natural, partidario de la reconciliación definitiva entre
liberales y conservadores para bien de la patria”) cuando trataba de bajar
un loro de un árbol. Todos estos
sucesos, sumándole el de la fuerte tormenta, ocurrieron precisamente el día de
la fiesta de Pentecostés; de ahí la profunda implicación semiológica de esta
inolvidable y aciaga fecha, precisamente religiosa…
La
frustración de Aminta Duchamps por el efecto nefasto de la tormenta le generó
enorme contrariedad que, por hipocresía, supo disimular y sobrellevar “con la sonrisa invencible que había
aprendido de su esposo para no darle gusto a la adversidad”.
El comportamiento de los sujetos en su entorno social (la alcurnia, la
élite, la “flor y nata de la sociedad cartagenera) se muestran en su
microcosmos alejado de la llamada clase baja; endiosados por el poderío
político, económico y social sobreviven en un plano meramente inauténtico, de
apariencias, sin “untarse de pueblo”. Lucen sus costosos trajes y disfrutan a
más no poder del desborde sensorial. Se comunican a través de sus lenguajes
refinados y lleno de afectaciones, asumiendo actitudes melindrosas, pudibundas
y hasta de doble moral.
El
arzobispo, según pensaba el doctor Juvenal Urbino (“que se arrodillaba cuando pasaba el arzobispo”), estaba allí “por los méritos de su alcurnia” y no “por
lo que pensaba”. Zambulléndonos en el universo semiológico, se podría
colegir que el significado de ese pensamiento era que la Iglesia, que se arrogaba
el don de ser la única dueña de la verdad, sólo ingresaba circunstancialmente
al mundo de la aristocracia únicamente por conveniencia.
Fermina
Ariza y el doctor Juvenal Urbino (“crítico
encarnizado de los médicos que se valían de su prestigio profesional para
escalar posiciones políticas”), tiempo atrás habían tenido un conflicto
porque a ella se olvidó poner jabón en el baño, que afectó su convivencia, el
altercado “más grave de medio siglo de
vida en común, y el único que les inspiró a ambos al deseo de claudicar, y
empezar la vida de otro modo”. Ante la propuesta del doctor Juvenal Urbino
(que “siempre se le tuvo por liberal y que solía votar en las elecciones”) para
que se confesaran “con el señor arzobispo”,
Fermina Ariza perdió los estribos “con un
grito histórico: -¡A la mierda el señor arzobispo!”. El estentóreo
improperio, que “estremeció los cimientos
de la ciudad, dio origen a consejas que no fue fácil desmentir, y quedó
incorporado al habla popular con aires de zarzuela: ¡A la mierda el señor
obispo!”.
El fragmento
en que mágicamente y en forma lúdica se narra con detalles, a través de un
extraordinario lenguaje “nada directo” ni explícito, el ritual ceremonioso de
la “noche de bodas” a bordo del barco, rumbo a la Rochelle, no abunda en
diálogos, pero los pocos que allí hallamos están cargados de humor, tropos,
sugerencias, ambigüedades e ironía: “-Prefiero
entenderme directo con Dios”. “-Qué quieres doctor. Es la primera vez que
duermo con un desconocido”. “-Yo lo sé hacer sola”. “-Calma –le dijo él, muy
calmado”. “-Nunca he podido entender cómo es ese aparato”. “-Yo veo
mejor con las manos”. “-Cómo será de feo, que es más feo que lo de las
mujeres”. “-Es como el hijo mayor, que uno se la pasa la vida trabajando para
él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo
que se le da la gana”. “-Además creo que le sobran demasiadas cosas”. “-No
vamos a seguir con la clase de medicina”. “-No –dijo él. Ésta es una clase de
amor”. Se evidencia ironía cuando el autor afirma que el doctor Juvenal
Urbino, “un médico demasiado eminente”,
para curar el mareo, lo único que sabía era consolar.
Allende de las fronteras literarias, allí en
donde se desarrolla la vida cotidiana, la vida de la gente de carne hueso, “el
hombre concreto” como dirían los existencialistas, la sociolingüística intenta
establecer correlaciones, a veces por medio de la relación causa-efecto, entre
los fenómenos lingüísticos y los sociales. El lenguaje une y separa a los
hombres, a las personas, porque como diría Santo Tomás de Aquino la palabra es
tan problemática como la realidad misma. En ese entramado de relaciones que se
llama sociedad, como secuela de la práctica de una “comunicación
incomunicadora” surgen constantes conflictos a los que se les da una salida por
la vía de los hechos antes que negociar, concertar, razonar y reconocer las
diferencias.
Como la sociolingüística tiene en cuenta en
sus estudios el cómo y porqué de los cambios lingüísticos en función de las
fuerzas sociales que organicen esa transformación, hallamos que en las variaciones sociales se percibe que la estructura
social determina las formas lingüísticas (habla culta y habla vulgar) empleadas
por las personas pertenecientes a los diversos estratos socioeconómicos. En
estos factores encontramos los llamados “lenguajes especiales” como el slang, la jerga
y el argot. El slang consiste en el empleo de denominaciones
humorísticas: “Estar corrido de la teja”, “Faltarle un tornillo” o “Patinarle
el coco” por “Estar loco”; “mosca, lana,
lucas, biyuyo o marmaja” por “dinero”; “rasca, juma, perra o pea” por
“borrachera”, y los piropos. La jerga es el vocabulario especializado de un
oficio, profesión o actividad. El argot se refiere a aquellos lenguajes de
ocultación de la delincuencia; lo usan los malhechores, hampones, vagabundos,
camines, etc. Ejemplo: “Darle en la cabeza” por “robar”; “Estar encanado” por
“prisionero”; “sapo” por “soplón”; “bareto, maracachafa o yerba” por
“marihuana”. Es frecuente que los
hablantes eviten utilizar palabras tabú, procurando
que no los tilden de pertenecer a estratos sociales inferiores; como salida
acuden a los eufemismos o términos que indiquen una idea semejante a la
inicial. En lugar de decir “¡idiota!”, dicen “estólido”, que tiene un
significado parecido pero no suena tan despectiva y ofensiva porque es una
categoría gramatical menos conocida que “idiota”.
La sociolingüística, que también se
encarga de cómo se usan ciertas normas del lenguaje en función de las diversas
situaciones sociales en las que se encuentre el hablante, procura establecer
cómo éste busca qué palabra utilizar para referirse a otra persona, como en
caso de “señor”, “señora”, “señorita”, “don”, “usted”, “tú”, “doctor” o
“doctora”.
Al interior de esa sociedad, en
donde la sociolingüística se propone estudiar las relaciones entre la
estructura social y el sistema lingüístico, al acudir al espejo existencial de
una comunidad (el lenguaje), motivados por diversos intereses, tratamos de
elaborar un tejido de relaciones que nos posibiliten en la realización de los
proyectos de vida, que algunas veces se truncan por los conflictos que se
generan por las imprecisiones del lenguaje, por las ambigüedades, por la
anfibología y por la falta de la práctica de actos comunicativos que sean un
intercambio de ideas, de palabras, y no una permuta de dicterios e invectivas.
En la comunicación que se
practica en el universo de las conflictivas relaciones sociales es prioritario
el manejo del aspecto semántico del lenguaje para obtener una significación
clara y precisa y no perdernos en confusiones que se presentan a través de los
eufemismos o de las imprecaciones. Es por ello que estas relaciones
interpersonales endógenas en un marco cultural deben estar animados por palabra
posibilitadora, la palabra auténtica, sin vaguedades; la palabra que construya
valores. La palabra, dada su naturaleza polisémica, debe expresarse con
autenticidad, con absoluta claridad, sin ambages. La palabra en una de las tres
dimensiones que plantea Hans Gadamer: La palabra de reconciliación o sea la palabra que nos permite llegar a acuerdos. Así la palabra podrá
recuperar su realidad óntica, que es la palabra del “logos”, de la razón, de la
persona que sabe comunicarse asertivamente.
LUIS
ANGEL RIOS PEREA