jueves, 17 de octubre de 2013

FREUD DESCONTENTO CON LA CULTURA OCCIDENTAL



A continuación sintetizo el conocido ensayo de Sigmund Freud, El malestar en la cultura, en el cual expresa su descontento con la cultura occidental que, con sus condicionamientos sociales, impide la búsqueda de la felicidad.

Negando que en él exista una “sensación de eternidad” o un “sentimiento oceánico” (como fuente de toda religiosidad), pero aceptando que en otros sí puede existir, Freud comienza explicando psicoanalíticamente (genéticamente) este sentimiento, llegando a la conclusión que el origen de la necesidad religiosa proviene “del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita”.

Como el estilo de vida impuesto por nuestra cultura acarrea grandes sufrimientos, acudimos a las distracciones, las satisfacciones sustitutivas (arte) y los narcóticos (drogas y religión) como lenitivos para menguar aquéllos.

El hombre aspira a la felicidad por dos caminos, fijados por el “programa del principio del placer”: evitando el dolor y el displacer, y experimentando intensas sensaciones placenteras. Pero parece imposible la realización del programa porque “el plan de la Creación no incluye el propósito de que el hombre sea feliz”.

La felicidad es la satisfacción inmediata de necesidades instintivas. La felicidad, que es algo “profundamente subjetivo”, depende del concurso de diversos factores, entre los que tiene preponderancia el aparato psíquico. En lugar de felicidad, a causa de nuestra cultura, encontramos desgracias y sufrimientos, provenientes de la “supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la familia, el Estado y la sociedad”. Ante estas posibilidades de sufrimiento, renunciamos a la búsqueda de la felicidad; y aceptamos que por el solo hecho de sobrevivir, ya debemos sentirnos felices.

Para lograr el placer, evitar el sufrimiento y buscar la felicidad, el principio del placer nos impone, como caminos o “técnicas de vida”, satisfacer nuestras necesidades (preferir el placer sobre la prudencia), aislarnos de los demás (búsqueda de quietud), atacar y someter a la Naturaleza (quehacer cultural), intoxicarnos (drogas, licor, cigarrillos), satisfacción instintiva (instintos que la cultura aniquila, sacrificando la vida; para aniquilarlos al principio del placer se le impone el principio de la realidad, pero sólo se consigue “reposo absoluto”), sublimar los instintos (trabajo psíquico e intelectual), belleza, ascetismo para huir de la realidad enemiga de la felicidad, y fuga a la neurosis. 

En resumen, se busca a través de los siguientes caminos: Ermitaneidad. Significa la ruptura de todo vínculo con la realidad. Sometimiento de la naturaleza a la voluntad del hombre con la ciencia como guía. Intoxicación. Provoca sensaciones placenteras a corto plazo y a la vez altera nuestra vida sensitiva volviéndonos incapaces de recibir mociones de displacer: drogas, alcohol. Desplazamientos libidinales que nuestro aparato anímico consiente, con el fin de trasladar las metas pulsionales (sublimación) para que no puedan ser alcanzadas por la degradación del mundo exterior. Esta técnica permite una independencia de ese mundo ya que uno procura buscar sus satisfacciones en procesos internos, psíquicos. Fantasías. Sustraídas de la realidad y destinadas al cumplimiento de deseos de difícil realización. Arte de vivir. Aspira a independizarnos del destino ya que sitúa las satisfacciones en procesos anímicos internos; pero no se aparta del mundo exterior debido a que se aferra a los objetos y consigue la dicha a partir del establecimiento de sentimientos con ellos. Amor. Satisfacción del hecho de amar y ser amado, se encuentra al alcance de todos los hombres: el amor sexual. Belleza Ofrece escasa protección contra la posibilidad de sufrir. Neurosis. Los síntomas neuróticos aparecen como formaciones sustitutivas de individuos insatisfechos.

Como en todas estas “técnicas de vida” no encontramos la felicidad, se colige que “el designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable”, pero hay que buscarla en la obtención de placer y la evitación del sufrimiento. Nos toca a cada uno, eligiendo el camino a seguir, buscar la manera de ser felices, la cual dependerá de nuestra constitución psíquica y de las circunstancias externas. “Todo depende de la suma de satisfacción real que puede esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a independizarse de éste; por fin, también de la fuerza que se atribuya a sí mismo para modificarlo según sus deseos… El ser humano predominantemente erótico antepondrá los vínculos afectivos que lo ligan a otras personas; el narcisista, inclinado a bastarse a sí mismo, buscará las satisfacciones esenciales  en sus procesos psíquicos íntimos; el hombre de acción nunca abandonará un mundo exterior en el que pueda medir sus fuerzas… Como ya sabemos, hay muchos caminos que pueden llevar a la felicidad, en la medida en que es accesible al hombre, mas ninguno que permita alcanzarla con seguridad”.

Todos estos caminos los obstaculiza la religión que impone un solo camino para la búsqueda de la felicidad, reduciendo el valor de la vida y alterando la imagen del mundo real, a través de la intimidación de la inteligencia.

Teniendo en cuenta que nuestra cultura dificulta alcanzar la felicidad, se evidencia hostilidad hacia ella fundada en la imposición del cristianismo que deslegitimó el valor de la vida terrenal, en la separación entre instintos del yo e instintos sexuales, y en la renuncia a las satisfacciones instintivas, cuya satisfacción es “la finalidad económica de la vida”. La sustitución de los instintos a su satisfacción trae graves consecuencias.

El amor y el trabajo son los fundamentos de la cultura. El amor sexual, “el prototipo de toda felicidad”, al estar enfocado hacia un objeto exclusivo generaba sufrimiento ante la pérdida de éste. Por ello se estableció el “amor universal por la humanidad y por el mundo” (amor cristiano), que también tiene sus objeciones porque “un amor que no discrimina” es injusto, y “no todos los seres humanos merecen ser amados”. Así, al amor sexual (“genital”) le fue coartado lo instintivo, y éste fue reemplazado por un amor inhibido; pero en el inconsciente quedó arraigado el “amor plenamente sexual”. De esa manera el amor se divorció de la cultura, por cuanto el amor se oponía a los intereses de aquella, la cual “lo amenazaba con sensibles restricciones”.

El conflicto entre el amor y la cultura comienza cuando se prohíbe el incesto y se proscriben “severamente las manifestaciones de la vida sexual infantil”, lo que condiciona al adulto. “La imposición de una vida sexual idéntica para todos, implícita en estas prohibiciones, pasa por alto las discrepancias que presenta la constitución sexual innata o adquirida de los hombres, privando a muchos de ellos de todo goce sexual y convirtiéndose así en fuente de una grave injusticia”. El amor genital heterosexual, culturalmente aceptado, encontró su menoscabo en “las restricciones de la legitimidad y de la monogamia”. La cultura actual solamente tolera “las relaciones sexuales basadas en la unión única e indisoluble entre un hombre y una mujer, sin admitir la sexualidad como fuente de placer en sí, aceptándola tan sólo como instrumento de reproducción humana que hasta ahora no ha podido ser sustituido”.

Con el ánimo de inhibir los instintos naturales, la cultura, además de coartar el fin del amor sexual, impuso el precepto religioso de “ama al prójimo como a sí mismo”, que es imposible e improcedente cumplirlo, por cuanto no hay razones lógicas para amar en esa forma a todos, sin incurrir en injusticia, y porque no todos merecen nuestro amor. El extraño merece más la hostilidad que el amor. “Siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme, y ni siquiera se preguntará si la cuantía de su provecho corresponde a la magnitud del perjuicio que me ocasiona. Más aún: ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en ofenderme, en difamarme, en exhibir su poderío sobre mi persona, y cuanto más seguro se sienta, cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más seguramente puedo esperar de él esta actitud para conmigo”.

No se puede amar a los demás porque en la cultura se registra una lucha de todos contra todos, donde el hombre es lobo para el hombre. La existencia de tendencias agresivas en el hombre son “el factor que perturba nuestra relación con los semejantes”, sin que pueda haber cohesión social, así el trabajo ofrezca algún interés, “pues las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales”. La maldad del “prójimo” nos amarga la vida y dificulta su realización plena. “Evidentemente, al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción de estas tendencias agresivas suyas; no se siente nada a gusto sin esa satisfacción”. La restricción sexual y de las tendencias agresivas, es decir, de los instintos, son el fundamento de la infelicidad, así nos brinden cierta seguridad. “El hombre civilizado ha trocado una parte de posible felicidad por un parte de seguridad…”

Opuesto al instinto de vida, y en constante lucha, existe el instinto de muerte; un instinto agresivo y destructivo Éste, luego de la destrucción exterior, tiende a la autodestrucción.  “Atenuado y domeñado, casi coartado en su fin, el instinto de destrucción dirigido a los objetos debe procurar al yo la satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio sobre la Naturaleza”. El sadismo y el masoquismo, que forman parte de la vida sexual, son tendencias destructivas. “Me doy cuenta de que siempre hemos tenido presente en el sadismo y en el masoquismo a las manifestaciones del instinto de destrucción dirigido hacia fuera y hacia dentro, fuertemente amalgamadas con el erotismo…” El hombre tiene innata inclinación “hacia lo malo, a la agresión, a la destrucción y con ello también a la crueldad”. La tendencia agresiva  del hombre “es una disposición instintiva innata y autónoma del ser humano”, y constituye un obstáculo cultural. La cultura es un proceso puesto al servicio del instinto de vida, “destinado a condensar en una unidad vasta, en la Humanidad, a los individuos aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las naciones… Esta lucha es, en suma, el contenido esencial de la misma, y por ello la evolución cultural puede ser definida brevemente como la lucha de la especie humana por la vida”. Ilusamente, el cristianismo pretende aplacar esta lucha titánica. 

El sentimiento de culpa, “la tensión creada entre el severo superyó y el yo”, es un recurso cultural para coartar la agresión, y se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. “La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de «conciencia», despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños”. La culpa se siente cuando se ha obrado incorrectamente, ya sea de hecho o de pensamiento. Este sentimiento procede del remordimiento por la “mala acción”. El sentimiento de culpabilidad a veces no es “más que un temor ante la pérdida del amor, es decir, angustia social… El super-yo tortura al pecaminoso yo con las mismas sensaciones de angustia y está al acecho de oportunidades para hacerlo castigar por el mundo exterior”. El sentimiento de culpa es la expresión de la lucha entre el Eros y la pulsión de muerte y este conflicto se entabla en toda relación de convivencia a la que está obligado el hombre.

La “mala conciencia” resulta de sentir que hacemos algo indebido y tememos a ser descubiertos, cuya consecuencia es la pérdida del amor. Se busca “hacer cualquier mal que ofrezca ventajas”, pero evitando ser descubierto; “de modo que su temor se refiere exclusivamente a la posibilidad de ser descubiertos”. El miedo a la autoridad y el temor al superyo son los orígenes del sentimiento de culpabilidad. “El primero obliga a renunciar a la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos prohibidos”.

La conciencia moral es la causa y la consecuencia de la renuncia a los instintos. “No podemos eludir la suposición de que el sentimiento de culpabilidad de la especie humana procede del complejo de Edipo y fue adquirido al ser asesinado el padre por la coalición de los hermanos”. La cultura obedece a una pulsión erótica interior que une a las personas en una masa estrechamente amalgamada. “Si la cultura es la vía ineludible que lleva de la familia a la humanidad entonces, a consecuencia del innato conflicto de ambivalencia, a causa de la eterna querella entre la tendencia de amor y la de muerte, la cultura está ligada indisolublemente con una exaltación del sentimiento de culpabilidad, que quizá llegue a alcanzar un grado difícilmente soportable para el individuo”. La conciencia moral es el resultado de la renuncia de lo pulsional, en nuestro caso la agresión. Mientras a la persona le va bien, su conciencia moral le permite emprender toda clase de cosas, pero cuando lo agobia la desdicha, se vuelve hacia su interior y analiza sus pecados imponiéndose abstinencias y castigándose.

El sentimiento de culpabilidad es el problema más importante de la evolución cultural, y “el precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de la felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad”. Este sentimiento se expresa en la conciencia. En la neurosis obsesiva, “el sentimiento de culpabilidad se impone a la consciencia con excesiva intensidad, dominando tanto el cuadro clínico como la vida entera del enfermo, y apenas deja surgir otras cosas junto a él”. El sentimiento de culpabilidad se expresa por una necesidad de castigo. El objeto real del sentimiento patológico de culpabilidad es casi siempre erróneamente interpretado por el interesado.

Los conceptos “superyó”, “conciencia”, “sentimiento de culpabilidad”, “necesidad de castigo”, y “remordimiento” se relacionan con la misma situación, pero denotan distintos aspectos. “El super-yo es una instancia psíquica inferida por nosotros; la conciencia es una de las funciones que le atribuimos, junto a otras; está destinada a vigilar los actos y las intenciones del yo, juzgándolos y ejerciendo una actividad censoria. El sentimiento de culpabilidad -la severidad del super-yo- equivale, pues, al rigor de la conciencia; es la percepción que tiene el yo de esta vigilancia que se le impone, es su apreciación de las tensiones entre sus propias tendencias y las exigencias del super-yo; por fin, la angustia subyacente a todas estas relaciones, el miedo a esta instancia crítica, o sea, la necesidad de castigo, es una manifestación instintiva del yo que se ha tornado masoquista bajo la influencia del super-yo sádico; en otros términos, es una parte del impulso a la destrucción interna que posee el yo y que utiliza para establecer un vínculo erótico con el super-yo”. El destino de la humanidad depende de cómo se enfrenten “las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de destrucción”, y superar la agitación y la angustia y alcanzar la felicidad depende del triunfo del instinto de vida sobre el instinto de muerte.


LUIS ANGEL RIOS PEREA

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