A continuación
sintetizo el conocido ensayo de Sigmund Freud, El malestar en la cultura, en el cual expresa su descontento con la
cultura occidental que, con sus condicionamientos sociales, impide la búsqueda
de la felicidad.
Negando que
en él exista una “sensación de eternidad” o un “sentimiento oceánico” (como
fuente de toda religiosidad), pero aceptando que en otros sí puede existir,
Freud comienza explicando psicoanalíticamente (genéticamente) este sentimiento,
llegando a la conclusión que el origen de la necesidad religiosa proviene “del
desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita”.
Como el
estilo de vida impuesto por nuestra cultura acarrea grandes sufrimientos,
acudimos a las distracciones, las satisfacciones sustitutivas (arte) y los
narcóticos (drogas y religión) como lenitivos para menguar aquéllos.
El hombre
aspira a la felicidad por dos caminos, fijados por el “programa del principio
del placer”: evitando el dolor y el displacer, y experimentando intensas
sensaciones placenteras. Pero parece imposible la realización del programa
porque “el plan de la Creación no incluye el propósito de que el hombre sea
feliz”.
La felicidad
es la satisfacción inmediata de necesidades instintivas. La felicidad, que es
algo “profundamente subjetivo”, depende del concurso de diversos factores,
entre los que tiene preponderancia el aparato psíquico. En lugar de felicidad,
a causa de nuestra cultura, encontramos desgracias y sufrimientos, provenientes
de la “supremacía de la Naturaleza, la caducidad de nuestro propio cuerpo y la
insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas en la
familia, el Estado y la sociedad”. Ante estas posibilidades de sufrimiento,
renunciamos a la búsqueda de la felicidad; y aceptamos que por el solo hecho de
sobrevivir, ya debemos sentirnos felices.
Para lograr
el placer, evitar el sufrimiento y buscar la felicidad, el principio del placer
nos impone, como caminos o “técnicas de vida”, satisfacer nuestras necesidades
(preferir el placer sobre la prudencia), aislarnos de los demás (búsqueda de
quietud), atacar y someter a la Naturaleza (quehacer cultural), intoxicarnos
(drogas, licor, cigarrillos), satisfacción instintiva (instintos que la cultura
aniquila, sacrificando la vida; para aniquilarlos al principio del placer se le
impone el principio de la realidad, pero sólo se consigue “reposo absoluto”),
sublimar los instintos (trabajo psíquico e intelectual), belleza, ascetismo para
huir de la realidad enemiga de la felicidad, y fuga a la neurosis.
En resumen,
se busca a través de los siguientes caminos: Ermitaneidad. Significa la ruptura de todo vínculo con la realidad.
Sometimiento de la naturaleza a la
voluntad del hombre con la ciencia como guía. Intoxicación. Provoca sensaciones placenteras a corto plazo y a la
vez altera nuestra vida sensitiva volviéndonos incapaces de recibir mociones de
displacer: drogas, alcohol. Desplazamientos
libidinales que nuestro aparato anímico consiente, con el fin de trasladar
las metas pulsionales (sublimación) para que no puedan ser alcanzadas por la
degradación del mundo exterior. Esta técnica permite una independencia de ese
mundo ya que uno procura buscar sus satisfacciones en procesos internos,
psíquicos. Fantasías. Sustraídas de
la realidad y destinadas al cumplimiento de deseos de difícil realización. Arte de vivir. Aspira a independizarnos
del destino ya que sitúa las satisfacciones en procesos anímicos internos; pero
no se aparta del mundo exterior debido a que se aferra a los objetos y consigue
la dicha a partir del establecimiento de sentimientos con ellos. Amor. Satisfacción del hecho de amar y
ser amado, se encuentra al alcance de todos los hombres: el amor sexual. Belleza Ofrece escasa protección contra
la posibilidad de sufrir. Neurosis.
Los síntomas neuróticos aparecen como formaciones sustitutivas de individuos
insatisfechos.
Como en
todas estas “técnicas de vida” no encontramos la felicidad, se colige que “el
designio de ser felices que nos impone el principio del placer es
irrealizable”, pero hay que buscarla en la obtención de placer y la evitación
del sufrimiento. Nos toca a cada uno, eligiendo el camino a seguir, buscar la
manera de ser felices, la cual dependerá de nuestra constitución psíquica y de
las circunstancias externas. “Todo depende de la suma de satisfacción real que
puede esperar del mundo exterior y de la medida en que se incline a
independizarse de éste; por fin, también de la fuerza que se atribuya a sí
mismo para modificarlo según sus deseos… El ser humano predominantemente
erótico antepondrá los vínculos afectivos que lo ligan a otras personas; el
narcisista, inclinado a bastarse a sí mismo, buscará las satisfacciones
esenciales en sus procesos psíquicos
íntimos; el hombre de acción nunca abandonará un mundo exterior en el que pueda
medir sus fuerzas… Como ya sabemos, hay muchos caminos que pueden llevar a la
felicidad, en la medida en que es accesible al hombre, mas ninguno que permita
alcanzarla con seguridad”.
Todos estos
caminos los obstaculiza la religión que impone un solo camino para la búsqueda
de la felicidad, reduciendo el valor de la vida y alterando la imagen del mundo
real, a través de la intimidación de la inteligencia.
Teniendo en
cuenta que nuestra cultura dificulta alcanzar la felicidad, se evidencia
hostilidad hacia ella fundada en la imposición del cristianismo que deslegitimó
el valor de la vida terrenal, en la separación entre instintos del yo e
instintos sexuales, y en la renuncia a las satisfacciones instintivas, cuya
satisfacción es “la finalidad económica de la vida”. La sustitución de los
instintos a su satisfacción trae graves consecuencias.
El amor y el
trabajo son los fundamentos de la cultura. El amor sexual, “el prototipo de toda
felicidad”, al estar enfocado hacia un objeto exclusivo generaba sufrimiento
ante la pérdida de éste. Por ello se estableció el “amor universal por la
humanidad y por el mundo” (amor cristiano), que también tiene sus objeciones
porque “un amor que no discrimina” es injusto, y “no todos los seres humanos
merecen ser amados”. Así, al amor sexual (“genital”) le fue coartado lo
instintivo, y éste fue reemplazado por un amor inhibido; pero en el
inconsciente quedó arraigado el “amor plenamente sexual”. De esa manera el amor
se divorció de la cultura, por cuanto el amor se oponía a los intereses de
aquella, la cual “lo amenazaba con sensibles restricciones”.
El conflicto entre el amor y la cultura comienza
cuando se prohíbe el incesto y se proscriben “severamente las manifestaciones
de la vida sexual infantil”, lo que condiciona al adulto. “La imposición de una
vida sexual idéntica para todos, implícita en estas prohibiciones, pasa por
alto las discrepancias que presenta la constitución sexual innata o adquirida
de los hombres, privando a muchos de ellos de todo goce sexual y convirtiéndose
así en fuente de una grave injusticia”. El amor genital heterosexual,
culturalmente aceptado, encontró su menoscabo en “las restricciones de la
legitimidad y de la monogamia”. La cultura actual solamente tolera “las
relaciones sexuales basadas en la unión única e indisoluble entre un hombre y
una mujer, sin admitir la sexualidad como fuente de placer en sí, aceptándola
tan sólo como instrumento de reproducción humana que hasta ahora no ha podido
ser sustituido”.
Con el ánimo de inhibir los instintos naturales,
la cultura, además de coartar el fin del amor sexual, impuso el precepto
religioso de “ama al prójimo como a sí mismo”, que es imposible e improcedente
cumplirlo, por cuanto no hay razones lógicas para amar en esa forma a todos,
sin incurrir en injusticia, y porque no todos merecen nuestro amor. El extraño
merece más la hostilidad que el amor. “Siempre que le sea de alguna utilidad,
no vacilará en perjudicarme, y ni siquiera se preguntará si la cuantía de su
provecho corresponde a la magnitud del perjuicio que me ocasiona. Más aún: ni
siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará experimentar
el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en ofenderme,
en difamarme, en exhibir su poderío sobre mi persona, y cuanto más seguro se
sienta, cuanto más inerme yo me encuentre, tanto más seguramente puedo esperar
de él esta actitud para conmigo”.
No se puede amar a los demás porque en la cultura
se registra una lucha de todos contra todos, donde el hombre es lobo para el
hombre. La existencia de tendencias agresivas en el hombre son “el factor que
perturba nuestra relación con los semejantes”, sin que pueda haber cohesión
social, así el trabajo ofrezca algún interés, “pues las pasiones instintivas
son más poderosas que los intereses racionales”. La maldad del “prójimo” nos
amarga la vida y dificulta su realización plena. “Evidentemente, al hombre no
le resulta fácil renunciar a la satisfacción de estas tendencias agresivas
suyas; no se siente nada a gusto sin esa satisfacción”. La restricción sexual y
de las tendencias agresivas, es decir, de los instintos, son el fundamento de
la infelicidad, así nos brinden cierta seguridad. “El hombre civilizado ha
trocado una parte de posible felicidad por un parte de seguridad…”
Opuesto al instinto de vida, y en constante
lucha, existe el instinto de muerte; un instinto agresivo y destructivo Éste,
luego de la destrucción exterior, tiende a la autodestrucción. “Atenuado y domeñado, casi coartado en su
fin, el instinto de destrucción dirigido a los objetos debe procurar al yo la
satisfacción de sus necesidades vitales y el dominio sobre la Naturaleza”. El
sadismo y el masoquismo, que forman parte de la vida sexual, son tendencias
destructivas. “Me doy cuenta de que siempre hemos tenido presente en el sadismo
y en el masoquismo a las manifestaciones del instinto de destrucción dirigido
hacia fuera y hacia dentro, fuertemente amalgamadas con el erotismo…” El hombre
tiene innata inclinación “hacia lo malo, a la agresión, a la destrucción y con
ello también a la crueldad”. La tendencia agresiva del hombre “es una disposición instintiva
innata y autónoma del ser humano”, y constituye un obstáculo cultural. La cultura
es un proceso puesto al servicio del instinto de vida, “destinado a condensar
en una unidad vasta, en la Humanidad, a los individuos aislados, luego a las
familias, las tribus, los pueblos y las naciones… Esta lucha es, en suma, el
contenido esencial de la misma, y por ello la evolución cultural puede ser
definida brevemente como la lucha de la especie humana por la vida”.
Ilusamente, el cristianismo pretende aplacar esta lucha titánica.
El sentimiento de culpa, “la tensión creada entre
el severo superyó y el yo”, es un recurso cultural para coartar la agresión, y
se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. “La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad
al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a
una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y
asumiendo la función de «conciencia», despliega frente al yo la misma dura
agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos
extraños”. La culpa se siente cuando se ha obrado incorrectamente, ya sea de
hecho o de pensamiento. Este sentimiento procede del remordimiento por la “mala
acción”. El sentimiento de culpabilidad a veces no es “más que un temor ante la
pérdida del amor, es decir, angustia social… El super-yo tortura al pecaminoso
yo con las mismas sensaciones de angustia y está al acecho de oportunidades
para hacerlo castigar por el mundo exterior”. El sentimiento de culpa es la
expresión de la lucha entre el Eros y la pulsión de muerte y este conflicto se
entabla en toda relación de convivencia a la que está obligado el hombre.
La “mala conciencia” resulta de sentir que
hacemos algo indebido y tememos a ser descubiertos, cuya consecuencia es la
pérdida del amor. Se busca “hacer cualquier mal que ofrezca ventajas”, pero
evitando ser descubierto; “de modo que su temor se refiere exclusivamente a la
posibilidad de ser descubiertos”. El miedo a la autoridad y el temor al superyo
son los orígenes del sentimiento de culpabilidad. “El primero obliga a renunciar
a la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo,
dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos
prohibidos”.
La conciencia moral es la causa y la
consecuencia de la renuncia a los instintos. “No podemos eludir la suposición
de que el sentimiento de culpabilidad de la especie humana procede del complejo
de Edipo y fue adquirido al ser asesinado el padre por la coalición de los
hermanos”. La cultura obedece a una pulsión erótica interior que une a las
personas en una masa estrechamente amalgamada. “Si la cultura es la vía
ineludible que lleva de la familia a la humanidad entonces, a consecuencia del
innato conflicto de ambivalencia, a causa de la eterna querella entre la
tendencia de amor y la de muerte, la cultura está ligada indisolublemente con
una exaltación del sentimiento de culpabilidad, que quizá llegue a alcanzar un
grado difícilmente soportable para el individuo”. La conciencia moral es el
resultado de la renuncia de lo pulsional, en nuestro caso la agresión. Mientras
a la persona le va bien, su conciencia moral le permite emprender toda clase de
cosas, pero cuando lo agobia la desdicha, se vuelve hacia su interior y analiza
sus pecados imponiéndose abstinencias y castigándose.
El sentimiento de culpabilidad es el
problema más importante de la evolución cultural, y “el precio pagado por el
progreso de la cultura reside en la pérdida de la felicidad por aumento del
sentimiento de culpabilidad”. Este sentimiento se expresa en la conciencia. En
la neurosis obsesiva, “el sentimiento de culpabilidad se impone a la
consciencia con excesiva intensidad, dominando tanto el cuadro clínico como la
vida entera del enfermo, y apenas deja surgir otras cosas junto a él”. El
sentimiento de culpabilidad se expresa por una necesidad de castigo. El objeto
real del sentimiento patológico de culpabilidad es casi siempre erróneamente
interpretado por el interesado.
Los conceptos “superyó”, “conciencia”,
“sentimiento de culpabilidad”, “necesidad de castigo”, y “remordimiento” se
relacionan con la misma situación, pero denotan distintos aspectos. “El
super-yo es una instancia psíquica inferida por nosotros; la conciencia es una
de las funciones que le atribuimos, junto a otras; está destinada a vigilar los
actos y las intenciones del yo, juzgándolos y ejerciendo una actividad
censoria. El sentimiento de culpabilidad -la severidad del super-yo- equivale,
pues, al rigor de la conciencia; es la percepción que tiene el yo de esta
vigilancia que se le impone, es su apreciación de las tensiones entre sus
propias tendencias y las exigencias del super-yo; por fin, la angustia
subyacente a todas estas relaciones, el miedo a esta instancia crítica, o sea,
la necesidad de castigo, es una manifestación instintiva del yo que se ha
tornado masoquista bajo la influencia del super-yo sádico; en otros términos,
es una parte del impulso a la destrucción interna que posee el yo y que utiliza
para establecer un vínculo erótico con el super-yo”. El destino de la humanidad
depende de cómo se enfrenten “las perturbaciones de la vida colectiva emanadas
del instinto de agresión y de destrucción”, y superar la agitación y la
angustia y alcanzar la felicidad depende del triunfo del instinto de vida sobre
el instinto de muerte.
LUIS ANGEL RIOS PEREA
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