domingo, 29 de mayo de 2016

CUANDO LOS CAMINOS NO VAN PARA DONDE VAMOS (Novela)




Introducción

  Escribir la primera novela es toda una aventura por un camino que nunca se ha recorrido. En él el novel escritor se puede perder en intrincados laberintos. A tientas da sus primeros pasos y cae muchas veces. Todo en su horizonte es nuevo. Va haciendo camino al andar. El arte de escribir le exige la exactitud que aún no posee. Oscila entre la imprecisión y el acierto. Explora en ese sendero el método para consolidar su estilo. A pesar de que sabe que su quehacer será difícil, se arriesga y se lanza a la contingencia de elaborar un relato, sin importar hasta dónde lo pueda llevar ese camino que, en una de sus tantas bifurcaciones, podrían conducirlo al fracaso como escritor. Y su valentía consiste en que, sin embargo, se arriesga…

  Aunque algunos críticos y no pocos lectores afirmen que la novela es solamente una mezcla sinfónica de realidad y fantasía, y no es vehículo para la denuncia, la criticidad, la controversia y las actitudes contestatarias, irreverentes e iconoclastas,  mi primera novela está en abierta contradicción a esta tesis. Si el escritor tiene algo que decir, ¿por qué no expresarlo en sus novelas? Éstas deben reflejar sus posiciones filosóficas, políticas, sociológicas, económicas y sicológicas. ¿Por qué callar si se puede hablar?

  Cuando los caminos no van para donde vamos, saliéndose un tanto de los asfixiantes convencionalismos literarios, pretende narrar una historia de manera diferente —sin que por ello pueda prescindir de los esquemas narrativos tradicionales— en la que seremos testigos de cómo tres seres, principalmente, nos muestran tres maneras muy distintas de ser y de estar en el mundo. Aunque luchan con las armas que la vida les da y ellos mismos fabrican, la fatalidad sale a su encuentro como la única salida a la encrucijada de existir. Cuando los caminos no van para donde vamos es una lucha contra lo establecido y una constante e incansable búsqueda de la verdad y del sentido de la existencia.

  Esta novela puede resultar polémica e irreverente porque cuestiona la dinámica de algunas instituciones tradicionales e inveteradas que han pretendido imponer estilos de vida y manipular la conciencia de quienes no asumen el ineludible compromiso existencial de pensar por ellos mismos. Además de asignarle a cada persona un nombre diferente a las denominaciones convencionales, el final difiere de algunos finales tradicionales. Su final es el inicio de otro final.







I

—¡Señorita, entrégueme el libro! ¿Sí? Hágame el favor de entregarme el libro —quien efectuaba esta petición era Fileno Rodero, dos años antes de su trágica muerte.
  Fileno Rodero, trabajador de la hacienda Las Vestales, era un hombre de unos 35 años. Muy poco se conocía de su origen, ya que ni él mismo sabía con certeza la fecha exacta y el lugar de su nacimiento.
  —¡Señorita Iselda, entrégueme el libro!
  —¡Yo no tengo ningún libro tuyo! — aclaró Iselda.
  El libro que pedía con insistencia Fileno Rodero era una Biblia escrita en idioma inglés que éste había recogido de un basurero, pocos años atrás, en la ciudad de Calentero, distante unos cinco kilómetros de Las Vestales. Aunque él no sabía leer, recogió la Biblia del vertedero de la basura, la limpió y se la llevó para su lugar de residencia y trabajo.
   —Señorita, no sea mala gente: ¡entrégueme el libro! —insistía Fileno, mientras hacía esfuerzos por mantenerse en pié, debido a que se encontraba embriagado; actitud habitual e inveterada en él.
  —Ya te dije que no tengo tu libro —le aseguró en tono apacible Iselda—. ¡Déjame tranquila! Tú estás demasiado borracho y no sabes lo que dices.
  Sintiendo que los efectos del aguardiente lo desestabilizaban, Fileno se sentó en un taburete y se quedó profundamente dormido.
  Fileno se encontraba al servicio de la familia Lautero Perino desde hacía unos 23 años. Había llegado a otra hacienda, de nombre El Encanto, perteneciente a la misma familia, localizada en área rural del municipio de Bomelero, cuando sólo contaba con 12 años. El día en que solicitó trabajo en esa estancia no quiso entrar en detalles sobre su origen, ni jamás reveló informaciones o pistas que esclarecieran su procedencia. Dijo ser un joven analfabeto por cuanto no había asistido nunca a la escuela, y aclaró que jamás tenía intención de hacerlo, porque el conocimiento que necesitaba para vivir lo podía aprender en la escuela de la vida.
  Sumiso y dócil, trabajó con ahínco desde el mismo instante en que empezó a laborar con la familia Lautero Perino. Parco en sus conversaciones, nunca se involucraba en actos lingüísticos en los que no se le pidiera su participación.          Contestaba con monosílabos y era muy dado al ensimismamiento. Después de sus duras jornadas de trabajo, se retiraba al exterior de la casa a fumar cigarrillo y a fijar su enigmática mirada en el horizonte. Jamás se supo qué pensaba cuando se ensimismaba de tal manera. 
  A medida que crecía, incrementaba su hábito de fumar y hacer ingesta de bebidas embriagantes, entre las que prefería el aguardiente, la cerveza y el tradicional “guarapo”. Se podría decir, sin incurrir en exageraciones, que lo que ganaba no le alcanzaba sino para sus vicios. Jantino Lautero, su patrón, además de pagarle un salario justo, que le cancelaba oportunamente, le regalaba ropa nueva, que el mismo Fileno lavaba, ya que no permitía que lo hiciera la empleada del servicio doméstico.
  A pesar de su timidez y silencio característico, se relacionaba de manera empática y asertiva con los demás trabajadores y con todos los integrantes de la familia Lautero Perino. Incluso, cuando disponía de tiempo libre, si los niños de ésta lo invitaban, participaba en los juegos tradicionales y se divertía, pero sin expresar evidentes muestras de alegría o regocijo. Se comportaba como una persona impasible.  
  Cuando la familia Lautero Perino vendió El Encanto y compró Las Vestales, Fileno, que tenía 31 años, decidió seguir al servicio de ésta. A esa edad, su hábito por el cigarrillo y las bebidas embriagantes era tan arraigado, que formaba parte de su extraña manera de ser y de estar en el mundo. Instalado en su nuevo lugar de trabajo acrecentó su pasión por estos dos vicios.
  Hasta sus 35 años no se le conocieron inclinaciones afectivas y lascivas evidentes hacia las mujeres o hacia los hombres. Trataba por igual a los integrantes de los dos sexos. Además de impasible, parecía una persona alexitímica. Sin embargo, tiempo después, se acercó a Iselda y, con voz trémula y sin ningún preámbulo, le dijo:
  —¡Señorita, estoy enamorado de ti!
  Tal vez habría estado preparando y repitiendo esta frase durante muchos años. Como el felino que espera escondido y en silencio el momento propicio del ataque, Fileno esperó el instante preciso para efectuar el que pensaba sería un certero lance amoroso. Cual cazador, agazapado y conteniendo la respiración para no espantar a su presa, esperó impasible el tiempo requerido para realizar el disparo que, según él, daría en el blanco. No había contemplado la posibilidad de que el tiro impactara fuera de la diana. “La presa ya es mía”, fantaseaba, confiando en sus armas de seducción y conquista.
  —¿Qué? —preguntó Iselda, profundamente sorprendida—. ¿Qué disparate acabas de expresar? ¿Acaso no sabes que tengo novio y estoy enamorada?
  —¡Sí, señorita Iselda, estoy enamorado de ti, y no me importa que tengas novio y estés enamorada! —protestó con vehemencia y demostrando una valentía que nunca antes se había evidenciado en su compleja personalidad.
  —¡No afirmes expresiones sin sentido! —espetó Iselda—. ¿Cómo puedes estar enamorado de mí, si yo tan sólo tengo 16 años y tú 35?
  —A mí no me importa la edad —aclaró Fileno.
  —¡Pero a mí sí! —le advirtió Iselda con tono enfático.
  —¡Ah, me desprecias porque soy empleado de tus padres! —trató de justificarse Fileno.
  —No se trata de eso —explicó amablemente Iselda—. Tú tienes derecho a amar y ser amado por tu sola condición de ser una persona que tiene una dimensión afectiva y una necesidad natural de amar y ser amado. Por las razones que ya te expuse no podría corresponderte, y espero que sean respetadas y no insista.
  Fileno agachó la cabeza, dio media vuelta y se dirigió hacia una piedra que estaba junto a un frondoso samán anclado a la entrada de la imponente casa de la hacienda Las Vestales. Sacó un cigarrillo del bolsillo de su camisa, lo encendió y empezó a fumarlo, sin levantar la cabeza, mirando fijamente al suelo. Allí, sentado sobre la piedra, permaneció sumido en sus cavilaciones durante unas dos horas. ¿Qué pensaría? ¿Qué tramaría? Nunca se sabría, porque era un ser profundamente insondable.
















II

  La familia Lautero Perino, propietaria de Las Vestales, estaba conformada por Jantino, el padre; Terema, la madre, y Falero, Soren e Iselda, los hijos. En esos tiempos, el padre tenía 53 años, la madre 42,  Falero 18, Soren 17 e Iselda16. La familia disfrutaba de una posición económica relativamente estable, debido a que Jantino era un hombre muy trabajador y había amasado su fortuna gracias a su constancia y habilidad como comerciante de ganado vacuno y equino. Era un hombre totalmente analfabeto; escasamente sabía escribir su nombre y hacer mentalmente cuentas muy elementales. Terema se dedicaba a las labores domésticas y a la modistería. Había cursado hasta segundo año de primaria. Falero sólo terminó la primaria, Soren estaba a punto de terminar la  secundaria e Iselda terminaría ésta al año siguiente.
  Soren se caracterizaba por su voraz apetito lector y por poseer muy desarrollado el sentido del oído. Esta facultad sensitiva le permitía deleitarse con los sonidos ambientales de la naturaleza y con la música clásica. Era un estudiante excelente; sus profesores se sorprendían de su inteligencia —operativa y emocional—, su facilidad para aprender, su actitud contestataria, su talante iconoclasta, su carácter controversial y su irrefutable espíritu crítico y libertario. Su profesor de filosofía —que poseía una vasta experiencia como filósofo, además de ser un lector consumado— le fortalecía su hábito lector y le reforzaba su espíritu crítico. Este docente y otros (con los que participaba tertulias literarias) influyeron en su anhelo de algún día convertirse en un depurado intelectual. Falero, que solamente terminó, a duras penas, la primaria, decía que la escuela no le enseñaba lo que él buscaba: aprender destrezas como comerciante. Su espíritu aventurero y emprendedor lo inclinaba a desempeñarse como un habilidoso hombre de negocios; se había propuesto conseguir una enorme fortuna. Por eso aprendía con interés las enseñanzas de su padre.
  Las Vestales estaban compuestas por 130 hectáreas de ubérrimo terreno. De manera equilibrada, la estancia se dividía en pastizales, praderas, valles, montañas y un sector selvático. Anclada en la cordillera Perifales, la hacienda era el hontanar de tres caudalosas quebradas, que desembocaban en el río Terino, uno de los dos que bañaban a la apacible, acogedora y colonial ciudad de Calentero, cuna de dos próceres de la independencia.
  La amplia y confortable casa de Las Vestales, era una vivienda rodeada de cuatro corredores, cercados por lujosas barandas de las que colgaban varias materas con diversas plantas ornamentales. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de yedras, que, como lagartijas, se aferraban a los ladrillos de barro cocido. En la pared frontal había una vistosa y refrescante pintura primitivista, elaborada por el antiguo dueño de Las Vestales. Las dos puertas de ingreso al espacioso inmueble eran de madera de cedro, pintadas de verde; las cuatro ventanas eran de la misma madera y del mismo color. En el alero anidaban las golondrinas, y en los árboles aledaños un enjambre de arrendajos construía sus elaborados nidos. Las palomas volaban desde el palomar hasta el patio de la casa, alimentándose con los granos que encontraban en los comederos.
  Soren e Iselda, que estudiaban en Calentero, pasaban los fines de semana y las vacaciones en Las Vestales, disfrutando de la sosegada vida campestre. Falero, como no estudiaba, laboraba junto a su padre y a los demás trabajadores de la finca. A pesar de ser un joven impetuoso, bizarro y de un temperamento explosivo, tenía excelente comunicación y trato con los empleados y socializaba armoniosamente con el introvertido Fileno Rodero. Éste le había enseñado a domar potros y a lidiar con el ganado. Era un hábil jinete y se desempeñaba con admirable destreza en faenas de ganadería. No obstante departir y compartir con Fileno, Falero no fumaba ni consumía bebidas embriagantes.
  Cuando Soren regresó de realizar una extensa caminata por la hacienda, encontró a Fileno, taciturno y meditabundo, sentado sobre la piedra, bajo la sombra del samán.
  —¿Qué te pasa, Fileno?
  —“Penas, penas, son del hombre las cadenas”, como dice la canción —respondió Fileno, levantando la mirada hacia el vasto horizonte.
  —Desde que no sean penas de amor, son penas que se pueden sobrellevar —trató de consolarlo Soren en tono jocoso—. No pienso que sean penas de amor las que te atormentan. ¡Párate de ahí; vamos a caminar un ratico y me cuenta cuál es la pena que te tiene así de acongojado!
  Fileno se levantó, se dirigió a la pesebrera y trajo dos caballos ensillados; montado en uno de ellos, dijo:
  —Vamos a cabalgar un poco.
  Soren ágilmente se montó, y los dos iniciaron la cabalgata hacia la parte más empinada de la hacienda.


III

 Las Vestales, además de poseer nacimientos de aguas cristalinas, eran el hábitat natural de varias especies de flora y fauna, propias de esa región templada. Allí, como en un apacible paraíso, proliferaban armadillos, venados, conejos, ardillas, micos, nutrias, faras, diversas aves silvestres y de corral. El trinar de los pájaros era toda una sinfonía de armoniosos arpegios. La hacienda estaba localizada de tal manera que, desde cualquier parte en que se ubicaran las personas, se observaba el vasto e ignoto horizonte en el que se encontraba, en un amplio valle, la ciudad de Calentero, bañada por dos caudalosos ríos: el Terino y el Paseto.
  En esa histórica villa la familia Lautero Perino poseía una imponente vivienda de estilo colonial en el marco del parque principal, considerado por el consenso nacional como uno de los más bellos del país.  Allí permanecían, bajo el cuidado de una empleada doméstica, Soren e Iselda durante la época de estudios, y era el lugar de residencia de la familia durante algunas temporadas en que, por diversas razones y circunstancias, debía trasladarse a Calentero.
  En la ciudad había dos bibliotecas, establecimientos del saber frecuentados asiduamente por Soren, quien, desde niño, cultivaba en su inquieto espíritu el hábito voraz de leer sobre diversos temas. Esos “templos del saber” eran la biblioteca del municipio y la del colegio donde estudiaba. Al principio, cuando Soren desaparecía momentáneamente de la vista de sus padres y hermanos o compañeros de colegio, éstos se preguntaban intrigados dónde iría, hasta que, con el transcurso del tiempo, detectaron que, en sus ratos libres, después de hacer sus tareas, socializar, jugar y divertirse, se internaba en cualquiera de esas librerías a leer incansablemente.
  Desde los primeros años de su educación secundaria había mostrado su acendrado espíritu crítico, haciendo preguntas sobre diversos temas que los demás estudiantes no se atrevían a problematizar  y cuestionar. Lo que otras personas daban por sentado, para Soren era motivo de dudas e incertidumbres. Quería saber qué eran esas abstracciones tan manidas como verdad, justicia, belleza, política, religión, arte y democracia, entre otras. Le inquietaban hondamente “los relatos legitimadores del saber y de  la verdad”. No aceptaba como “verdades” inamovibles lo establecido por la tradición, los convencionalismos sociales y la tiranía acrítica de las inveteradas costumbres. Vivía en constante lucha dialéctica con tradiciones, condicionamientos, convencionalismos, determinismos, supuestos, creencias, imposturas, inercia institucional, marcos referenciales, esquemas compartidos, orientación dilemática, construcción de la realidad social, yo colectivo, pensamiento grupal, imaginarios socioculturales, inconsciente colectivo, masificación y cosificación, entre otros fenómenos culturales, que tiranizaban con su velado poder hasta el extremo de imponer qué pensar, qué sentir, qué decir y qué hacer. El sistema productor de mercancías, consumista, torticero y competitivo, en que se desenvolvía la cotidianidad de su contexto, era blanco de sus cuestionamientos y críticas, no para defenderlo ni condenarlo, sino para problematizarlo y convertirlo en objeto de sus reflexiones. Los mal llamados “medios de comunicación” —que para él no eran sino simples medios de información— también eran objeto de su acerba y virulenta crítica. Ellos eran los encargados de imponer los criterios de verdad, decir qué consumir y establecer una manera unilateral de pensar y de hablar, indicando por quién votar, a quién querer y a quién odiar.
  Un día en clase de español, el profesor asignó como tarea a sus alumnos la escritura de un ensayo relativo a los medios de información, y Soren elaboró el siguiente, titulado “Los opinadores a sueldo”:

“Nuestro ordenamiento constitucional consagra los derechos a la libertad de pensamiento y de expresión, pero éstos no son absolutos: su frontera se encuentra donde empiezan los derechos de los demás. Quienes se arrogan la potestad de abusar de ellos impiden el pensamiento y la expresión de otras personas. Los llamados “columnistas” (los “opinadores a sueldo”) de los medios de información, concretamente de la prensa escrita (periódicos y revistas), pretenden imponernos su particular y acomodaticia manera de percibir, interpretar y sistematizar la dinámica de los acontecimientos cotidianos del entorno local, regional, nacional e internacional. Los “columnistas”, que se creen los “mesías”, los voceros de la comunidad y  los depositarios de todos los conocimientos, pretenden imponer sus “verdades”, sus puntos de vista, sus sesgos ideológicos y todo aquello que sirve a los intereses de los medios de información, del sistema imperante, del consumismo y de los convencionalismos establecidos.
Quienes pensamos con espíritu crítico y tenemos actitudes contestatarias, desmitificadoras, iconoclastas, anticonvencionales, controversiales y libertarias sabemos que los “columnistas” no están en poder de la verdad  y ni siquiera saben, con el debido fundamento epistemológico, lógico, filosófico, gramatical, hermenéutico, semiológico  y sociológico, ¿qué es la verdad? Ellos, a pesar de su aparente intención de servir de voceros de la comunidad (“para mantenerla bien informada”), generalmente buscan, subrepticiamente, defender intereses políticos, económicos, gubernamentales y tratar de mantener el statu quo de la oligarquía, la clase dominante, los empresarios, los funcionarios y los poderosos…

Si tenemos derecho a la información, que sea de información verás desde una cosmovisión pluralista y multifacética, y no desde unos pocos “columnistas” (que nacen, se reproducen y mueren en los medios de información) quienes nos reducen la variada realidad multidimensional a un sector de ésta meramente unidimensional, para que la gente, sin espíritu crítico, piense y opine como quiere que piensen y opinen los “opinadores a sueldo”. Si todos tenemos derecho a la libertad de expresión, ¿por qué no podemos expresarnos, ocasionalmente, como “columnistas” en los medios de información? ¿Dónde queda el pluralismo informativo? Ya es hora de que los “columnistas”, enquistados en los periódicos y revistas, dejen de “opinar” y permitan que otros opinen”.

  El aparato educativo también era objetivo de su juvenil pero reflexiva crítica. Estaba convencido de que la educación, tal como era llevada a la praxis por el sistema imperante, no buscaba formar personas integrales y pensantes, sino jóvenes acríticos y fáciles de domesticar. En el colegio se enseñaban materias que no tenían utilidad práctica para la convivencia dentro de un ambiente de tolerancia y respeto por las diferencias. La formación que impartían los profesores se enfocaba en la preparación de personas aptas para desempeñarse, sin cuestionar, dentro de un aceitado mecanismo productivo, y perpetuar tradiciones, costumbres y convencionalismos sociales.
  Durante el desarrollo de las clases, en diversas ocasiones, controvertía a sus profesores y hacía del acto educativo un campo de combate, refutando y disintiendo de lo establecido y aceptado acríticamente.  Con los docentes de historia eran recurrentes sus disputas, por cuanto él pensaba que la historia tradicional, la que se enseñaba en los colegios y con la cual se domesticaba y alienaba a los estudiantes, era la historia de los vencedores, “la historia oficial”, encargada de convertirlos en mitos y leyendas, así no hubieran sido sino meros dominadores, avasalladores y asesinos: generales, presidentes, reyes, dictadores, emperadores, “revolucionarios”, “reformadores”, en fin, gobernantes de toda laya. Disentía de los “maestros” que pretendían exaltar a la categoría de héroes nacionales a personas, con pragmáticos intereses, como adalides de la independencia; cuando en realidad los verdaderos héroes, adalides y paladines de este proceso fueron las ideas filosóficas de la Ilustración, incubadas en la mente reflexiva de egregios pensadores… Así, con argumentos y posiciones contestatarias, cuestionaba la dinámica académica que, a su juicio, no contribuía a la formación de seres pensantes, sino a moldear dócilmente personas del rebaño.
  No obstante su crítica a la institución educativa, él proseguía “estudiando” porque consideraba a la escuela como la instancia propicia para interrelacionarse con los demás estudiantes, y de esta manera ir desarrollando habilidades de convivencia pacífica y de socialización entre sus coetáneos. A pesar de su disentimiento, razonaba que el sistema educativo, humanizándolo, era indispensable para la transmisión del quehacer cultural de interés para la prosperidad personal y colectiva. Por eso seguiría hasta concluir la educación secundaria, cuidándose de no permitir su domesticación.






















IV

  —Fileno, detengámonos por acá en la cima de este cerro —le pidió Soren, mientras se disponía a descender del caballo—. Los dos, luego de haberse desmontado, se sentaron en un grueso tronco. Después de un corto silencio, tras una efímera observación del horizonte, Soren dijo con entusiasmo:
  —¡Qué paisaje tan hermoso se aprecia en lontananza!
  —Sí, desde acá podemos contemplar el panorama y deleitarnos con la naturaleza —acotó Fileno, mientras sacaba un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo encendía.
  —Ahora sí, teniendo este paisaje vasto y silente como testigo, dígame ¿cuál es el motivo de tu aflicción? —exhortó, con tono comprensivo, Soren a Fileno.
  —¡Estoy enamorado de Iselda! —exclamó Fileno, con voz trémula y actitud valiente. Sabía que Soren no le juzgaría, ni le efectuaría reproche alguno. Por eso expresó la exclamación como si se quitara un enorme peso de encima. Callar ya era insoportable. Si no le confesaba ese secreto a su amigo, iba a explotar. Aunque era consciente de que Soren no le increparía, sí esperaba su cuestionamiento.
  —¿Y ella lo sabe? —preguntó de manera empática Soren.
  —Sí —respondió Fileno—. Ella lo sabe, pero me rechazó.
  —¿Qué piensas de la actitud de mi hermana?
  —¿Qué voy a pensar? ¡Pues que me despreció!
  —¿Acaso ella no está en su derecho de hacerlo? —le interrogó con acento asertivo.
  —Sí —reconoció Fileno, a la vez que fijaba su mirada en lejanía y exhalaba un profundo suspiro.
  —Así es la vida, Fileno: algunas veces se gana y otras  se pierde. Ella no será ni la primera ni la última que te rechace. Los seres humanos, gracias a nuestra capacidad de autodeterminación, gozamos de la potestad de decir sí o no, y con mayor fundamento cuando se trata de decidir, libre y autónomamente,  sobre nuestra dimensión afectiva.
  —Eso es cierto, pero resulta doloroso aceptarlo —reconoció Fileno con un dejo amargo de resignación.
  Fileno se levantó del tronco y se retiró unos veinte metros a terminar de fumar su cigarrillo. Soren se dirigió a una piedra enorme que se encontraba a unos doscientos metros. Trepó a ésta, y desde allí contempló extasiado el extenso horizonte. Mientras se distraía observando el paisaje cubierto de un verde intenso bajo los fulgurantes rayos del sol, percibía con su extraordinario sentido del oído el gorjeo de los pájaros y el trinar de otras aves. En los frondosos árboles aledaños y pastizales revoloteaban juguetones, mientras comían insectos y frutos en miniatura, azulejos, mirlas, cardenales, cucos, teros, caricares, jacamares, cucaracheros, copetones, semilleritos, mosqueros, pechirrojos, tordos, amapoleros, mieleros, fliojos, guacharacas y otras aves grandes y pequeñas. El gorjeo, el trinar y el murmullo  de las canoras aves constituían una armoniosa sinfonía que deleitaban hasta el éxtasis el agudo oído de Soren. Allá, a lo lejos, se escuchaba el resonante picoteo de un carpintero que hacia un hueco en un cedro seco.  Colibrís volaban de flor en flor, libando el néctar oloroso, mientras se detenían en el aire y volaban raudos agitando sus pequeñas alas a velocidades imperceptibles por el ojo humano. Garcitas blancas volaban y se anclaban en el lomo del ganado, alimentándose de los insectos que encontraban en la piel de los vacunos. Las ardillas, esos ágiles mamíferos que tanto le encantaban, saltaban raudas de gajo en gajo de un añoso y frondoso árbol de roble. El paisaje ofrecía un espectáculo para el inefable deleite de sus sentidos.
Sentados nuevamente sobre el tronco, al término de un efímero silencio, Soren preguntó:
  —Fileno, ¿por qué se enamoró de mi hermana?
  —Ella es una mujer de una belleza sin igual —se apresuró a responder Fileno, mirándolo fijamente a la cara.
  —¿Qué es la belleza, Fileno?
  —No sabría contestarte, pero lo único que puedo decirte es que tu hermana es una mujer muy bella —respondió con una sonrisa franca.
  —Sí, ella es una mujer que responde a los tradicionales patrones estéticos de belleza convencionales —aceptó Soren—, pero ésta no es la belleza, estéticamente hablando…
  —Pueda que así sea —le interrumpió Fileno—, pero a mí me parece una mujer bella, y eso me basta para estar enamorado. Yo la he visto crecer, y a pesar de haberme propuesto no anidar en mi corazón ningún sentimiento amoroso por ella, mis impulsos pasionales me vencieron, y ahora me encuentro locamente enamorado.
  —¿Enamorado? ¿Qué es el amor?
  — Enamorado, sí; el amor no sé qué será. Lo único que sé es que estoy enamorado y no lo puedo evitar —afirmó Fileno, con tal convencimiento que era evidente que su ardiente pasión lo consumía.
  —Pero el problema es que no eres correspondido —le aclaró Soren.
  —Sí, de eso soy consciente, a pesar del ímpetu de mi pasión —aceptó con manifiesta resignación—. Pero, dígame: ¿te han rechazado las mujeres?
  —Algunas veces. Al principio eso me afectaba, Fileno, pero cuando entendí la enorme dimensión del fenómeno intangible de la libertad, entonces comprendí que no me quedaba otra alternativa que respetar y aceptar, así duela, cuando una mujer me rechace o me diga que no. Como seres libres y autónomos, al igual que nosotros los hombres, tienen la inalienable potestad de aceptarnos o de rechazarnos.
  Escuchado con atención este razonamiento, Fileno se sumergió en sus característicos silencios, encendió un cigarrillo y empezó a “disfrutarlo”. Instantes después, arreglándose el sombrero y ajustándose las botas, le sugirió a Soren:
  —¿Nos vamos? Parece que va a llover.























V

  —¡Silencio! ¡Vamos a empezar la clase de religión!
  Con esta estentórea voz hizo el llamado tradicional el profesor de religión, a comienzo del año escolar, en momentos en que Soren y sus compañeros iniciaban su último año de estudios en el colegio de Calentero.
  —Estudiantes, la religión es una materia muy importante porque ella nos enseña que Dios es todopoderoso y ante Él debemos postrarnos, obedeciendo sus designios y, sobre todo, temiéndole y adorándolo, porque Él es quien dirige nuestro destino y nos dice la verdad…
  —¿Es obligatorio asistir a las clases de religión? —interrumpió y preguntó, casi en voz baja, una alumna.
  —¡Claro que es obligatorio! —respondió el profesor, con tono autoritario—. Este es un colegio de orientación cristiana, y por eso debemos enseñar la doctrina de Jesucristo, hijo de Dios. ¿Acaso, señorita, tiene algo en contra de la enseñanza de la religión católica?
  —¡No! Simplemente preguntaba por preguntar.
  —Yo si tengo algunas inquietudes al respecto —terció Soren, mirando fijamente al profesor, que se quedó pasmado ante la intervención de su alumno.
  —¿Cuáles son esas inquietudes? Pero plantéelas rápidamente porque el tiempo apremia y debo dictar la clase de religión.
  —Para empezar, pregunto: ¿Por qué afirmas que es  obligatorio asistir a la clase de religión?
  —Porque así lo disponen las normas académicas, la orientación católica del colegio y porque si queremos salvarnos tenemos que aprender las enseñanzas de Dios y su hijo Jesucristo, escritas en la sagrada Biblia.
  —¿Por esas razones es obligatoria la enseñanza de la religión católica?
  —¡Por esas y por muchas más! —aclaró el profesor con vehemencia, mientras giraba su cabeza mirando a sus estudiantes, con mohín intimidatorio.
  —¿Nuestro país es un Estado pluralista?
  —¡Claro que lo es!
  —Entonces, ¿por qué es obligatoria la clase de religión?
  —Porque la religión católica contiene la verdad absoluta.
  —¿Qué es la “verdad absoluta”?
  —La que nos enseña la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana.
  —Estoy en desacuerdo con tu afirmación.
  —Entonces, ¿cuál es la verdad absoluta?
  — ¡No sé! Pienso que tal vez nadie lo sepa.
  —¡Yo sí lo sé! La verdad absoluta es la verdad de nuestra Iglesia Católica.
  El profesor, luego de hacer esta aseveración, se asomó a una de las ventanas del salón y oteó un cerro tutelar que se erguía imponente en lontananza. Después se acercó al sitio donde estaba de pie, junto a su pupitre, Soren, y con actitud autoritaria, le dijo:
  —¡No me interrumpa mi clase con preguntas estúpidas e intervenciones bobaliconas!
  —¿Preguntar e intervenir es interrumpir?
  —¡Sí!
  —¿Este es un colegio democrático?
  —¡Sí, así lo es! ¡No sólo es democrático, sino participativo y pluralista!
  —Si aceptas que el colegio posee estas características, de la misma manera aceptará que nuestro país es una República democrática, participativa y pluralista.
   —¡Sí, efectivamente, el colegio y el país son democráticos, participativos y pluralistas! —convino el profesor, dirigiéndose al tablero—. Soren, ¿ahora sí me permites continuar con la clase de religión?
  —¡Puedes seguir, profesor! Pero antes, permítame una intervención.
  —¿Cuál?
  —Así aseveres que es obligatoria la clase de religión, te recuerdo que nuestro país es un estado laico, y por esta razón se afirma en nuestro ordenamiento constitucional que en los establecimientos del Estado ninguna persona podrá ser obligada a recibir educación religiosa…
  —¿Eso dice? —interrumpió el profesor, expresando con rostro y otros ademanes su evidente molestia con Soren.
  —Sí, eso dice. Además, establece el carácter pluralista del Estado social de derecho, del cual el pluralismo religioso es uno de los componentes más importantes. Recuerde, apreciado profesor, que la Declaración Universal de los Derechos Humanos y nuestra carta fundamental consagran la libertad religiosa. Así mismo, en reiteradas sentencias la Corte Constitucional señala que la Carta excluye cualquier forma de confesionalismo y consagra la plena libertad religiosa y el tratamiento igualitario de todas las confesiones religiosas…
  —Sí, y entonces, ¿qué hago? ¿Salirme del aula de clases? —interrogó el docente con tono exasperado y visiblemente contrariado, luego de haber interrumpido abruptamente a Soren.
  —¡No! No es necesario. Sin embargo, amparado en mis libertades de pensamiento y expresión, tengo algunos aspectos para disertar. Los que podemos salir del aula, si así lo deseamos, somos quienes no consideramos pertinente recibir clases de religión. Al fin y al cabo, la disposición sobre libertad religiosa también protege la posibilidad de no tener culto o religión alguna. El alto tribunal, buscando garantizar los derechos de los estudiantes, se opone a que se obligue a éstos a realizar rituales y otras prácticas religiosas con las que no estén de acuerdo...
  —Si no es obligatoria la enseñanza de la religión, ¿dónde queda la libertad de cátedra? —interrumpió e interrogó absorto el profesor.
  —El ente jurídico que protege la Norma Superior ha reiterado que la libertad de cátedra no auspicia ni patrocina el ejercicio de la función docente que obligue a los estudiantes a someterse a las órdenes de un profesor que subordina la dignidad de sus estudiantes a la realización de una práctica que no es necesaria para cumplir un objetivo válido del currículo —precisó  Soren con moderada actitud y, mirando fijamente al profesor, siguió con su intervención—. Para terminar con mi disertación, quiero expresar que la libertad religiosa implica, tal como lo dispone el ordenamiento legal, que la persona profese sus creencias religiosas que libre o soberanamente escoja o no profesar ninguna; cambiar de confesión o dejar la que tenía; y manifestar libre y espontáneamente su religión o creencias religiosas o la ausencia de las mismas o abstenerse de declarar sobre ellas. Igualmente, las personas no pueden ser obligadas a practicar actos de culto o a recibir asistencia religiosa contraria a sus convicciones…
  —Soren, ¿por qué sabe todo esto, con respecto a la libertad religiosa? —interrogó el profesor, cambiando su tono arrogante por uno más conciliatorio, porque se percató que éste era un estudiante iconoclasta, contestatario, dialéctico, libertario y crítico.
  —¡Leyendo! Soy un lector voraz desde cuando aprendí a leer. Como el profesor es nuevo en este colegio, posiblemente no sepas que me intereso por leer temas útiles para mi formación intelectual y para la defensa de los derechos humanos, especialmente los derechos de los estudiantes. Derechos que empiezan a ser conculcados con los manuales o pactos de convivencia escolar que son redactados e impuestos transgrediendo el ordenamiento jurídico, e incluyendo prohibiciones que violan el derecho al libre desarrollo de la personalidad al impedir que las mujeres se maquillen…
  —¿Por qué se opone a recibir la clase de religión? —preguntó el profesor, interrumpiendo a Soren.
  —Porque no profeso ninguna religión.
  —¿Eres ateo?
  —Ni creyente ni ateo. Afirmar o negar a Dios son salidas facilistas. A mí no me gustan las salidas facilistas, me gusta pensar antes que creer. Y no es que sea un detractor o defensor de la religión; lo que ocurre es que voy en búsqueda de respuestas, preguntando y preguntándome por el fenómeno religioso en todo su fantástico y complejo universo, buscando desentrañar qué hay dentro de él. Pregunto y me pregunto por el insondable problema de Dios, no para negarlo o afirmarlo; lo que quiero saber es qué se esconde detrás de esta problemática que, gracias a nuestra cultura, nos inquieta.  Pregunto y me pregunto por el insondable problema de Dios, porque no me gustan las salidas facilistas: afirmarlo o negarlo, porque otros ya lo han hecho. Para mí, Dios es un inquietante problema de profunda hondura metafísica, que no se agota con pocas preguntas y respuestas… ¡Cómo será de complejo el problema de Dios, que la ciencia está interesada en éste, al emprender investigaciones en campos como la neuroteología, neurofisilogía y la neurobiología de la religión! Que Dios sea no sea cuestión de ciencia, eso es otro problema insondable, como todo lo relacionado con el inextricable y sibilino misterio de Dios.
  ¿Tienes algo en contra de la religión? —volvió a interrumpir y preguntar el profesor.
  —No estoy en contra de las religiones. Ellas orientan a las personas hacia lo sagrado y satisface las dimensiones metafísicas y espirituales que tenemos los seres humanos. Acepto y respeto las religiones. La religión, en sí, no es buena ni mala. Son sus practicantes quienes la distorsionan y la ponen al servicio de sus mezquinos intereses, como lo han hecho los altos jerarcas de la Iglesia Católica desde sus comienzos: la han utilizado como ideología política y como instrumento de sometimiento… Somos muchos los que disentimos de la religión, pero no negamos ésta ni estamos en contra de su existencia. Somos tolerantes, aceptamos y respetamos las diferencias, porque las personas tienen el inalienable derecho a creer o no creer, a profesar o no profesar la religión de su preferencia, vocación o la que “le conviene”; pueden acudir a ella en “situaciones límite” para salir del abismo en que caen por sus vicios, caprichos, ignorancia o incontrolables pasiones. Los profetas, sacerdotes, pastores, rabinos, en fin, toda laya de “predicadores” les asiste el “sagrado” derecho  de divulgar los dogmas y doctrinas religiosas y, lo más conveniente,  de convencer a los creyentes, fieles, feligreses o seguidores. Los pastores no pueden vivir sin el rebaño, y éste no puede vivir sin aquéllos. Los amos no pueden existir sin sus esclavos, ni los esclavos sin sus amos; existe una relación dialéctica entre ellos; en términos hegelianos: “la dialéctica del amo y del esclavo”. Cada quien es autónomo para luchar por su libertad o para conservar sus cadenas…
  —Si no estás en contra de la religión, ¿por qué no eres creyente? —interrumpió el docente para interrogar a Soren.
  —No soy creyente, porque me gusta más pensar que creer. Creer es fácil, pensar es difícil. Y, como te dije, a mí me gustan las empresas difíciles —aclaró Soren y, con tono sereno y jovial, prosiguió—. Disiento de la Iglesia Católica porque, con su dogma, doctrina, rituales y ceremoniales, nos ha mantenido en la mentira. Ha impuesto a sangre y fuego todo su acervo dogmático, para no dejarnos pensar críticamente, por nosotros mismos. Uno de los aspectos que más me molesta de la iglesia es que, históricamente, ha ejercido violencia sobre muchas personas que han pensado diferente a la doctrina católica. Las persecuciones a científicos e intelectuales son reprochables. Como hechos puntuales puedo citar solamente la incineración de Giordano Bruno (en 1600) y la persecución de Galileo, Spinoza y muchos más. El asesinato violento de Bruno es un hecho execrable. Quedé estupefacto al conocer la ocurrencia de tan cruel exabrupto. ¡Incinerado vivo por pensar diferente a los dogmas católicos! ¡No puedo “creer” que una institución “sagrada”, puesta ante nosotros, desde niños, como fuente de moral y patrón de vida correcta, hubiera sido capaz de un vejamen tan aberrante! Que se hayan enfrentado católicos y protestantes en épocas de intolerancia y oscurantismo, eso no me importa; eso es problema deborregos”. Lo que me causa inconformismo es que la Iglesia Católica, encargada de difundir el mensaje de Jesús (el amor, el perdón y la justicia), hubiera perpetrado tan cobarde tropelía, quemando vivo al intelectual y filósofo más grande del Renacimiento. Un pensador que luchó por pensar diferente, ¿tenía que ser asesinado por los “representantes de Dios en la tierra”? Semejante crimen tan absurdo, merece todo el rechazo de los intelectuales, y esa es una de las razones para que pensemos críticamente en lugar de creer ingenuamente en el acervo dogmático y doctrinario con el que la iglesia aliena y masifica a los cándidos creyentes. ¡Qué paradójico: mientras la iglesia mentirosa predicaba el amor, el perdón y la justicia, asesinaba a un librepensador! Pienso que con esa tropelía, la iglesia hizo de Bruno un mártir del pensamiento diferente —Soren realizó una breve pausa, observó a sus compañeros, en quienes vio una ademán de aprobación; miró a su profesor, y continuó—. Pareciera que este nefasto y aberrante “ejemplo” de la “santa madre Iglesia Católica Apostólica y Romana” hubiera cundido en los regímenes totalitarios, persiguiendo (y muchas veces eliminando) a intelectuales de toda laya, quienes, como parias, han tenido que vivir una existencia nómada y errabunda para poder huir de la férrea mano que pretende silenciarlos. Voltaire, Diderot, Rousseau, Marx, Dostoievski, Freud, Kafka, Lawrence, Kundera, Lorca, Alberti, Hernández y Zuleta constituyen una pequeña muestra de la infinidad de intelectuales incordiados por los sistemas sociales, políticos y económicos imperantes, por el “delito” de pensar diferente —Soren hizo una nueva pausa, se pasó la mano por el cabello, y con renovados ímpetus continuó  disertando—. Quienes pensamos diferente no podemos aceptar y estamos profundamente dolidos con la Iglesia Católica por las tropelías que cometió en contra de los intelectuales citados y de otros filósofos y científicos. ¿Acaso es que los intelectuales están “a la vuelta de la esquina” o se dan por manadas, como para perseguirlos y asesinarnos? La humanidad necesita de intelectuales, porque ellos son quienes transforman la sociedad sin imponer dogmas ni acudir a la violencia. Borregos hay muchos, por millones; intelectuales muy pocos, ha sido una especie que no se reproduce masivamente. No son mayoría, y la iglesia los persiguió como a una plaga que había que eliminar… A pesar de que la Iglesia Católica, recientemente, reconoció su fatal error, rehabilitó y pidió perdón por la muerte de Bruno y la persecución de Galileo, ¿para qué, si el daño ya estaba hecho? Al menos reconoció que se había equivocado la que nunca creyó equivocarse, la legitimadora del saber y de la verdad… ¿Cuándo pedirá perdón por los otros intelectuales asesinados y perseguidos, la quema de libros, la Inquisición, la cacería de brujas, las cruzadas? Cuántos intelectuales, en tiempos de persecución, tuvieron que publicar sus textos con seudónimos o anónimamente. Y cuántos se abstuvieron de hacerlo por temor a las persecuciones de la religión. Muchos de los grandes filósofos, con sistemas de pensamiento sorprendentemente originales, debieron sustentarlos en Dios (Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley…) y seguir creyendo en Dios (Pascal, Rousseau, Kant, Hegel, Kierkegaard, Jaspers…), posiblemente por no entrar en disputas con la Iglesia Católica o con los gobernantes de su tiempo, que eran títeres de ésta, con el absurdo argumento falaz del derecho divino de los reyes…  
  —Eso corresponde al pasado, y de eso yo no tengo la culpa —interrumpió el profesor y, en tono, amable pidió a los alumnos que no quisieran recibir clase de religión salieran del aula.
  Acompañando a Soren, salieron cinco alumnos más que pertenecían a la Iglesia Protestante. Antes de cruzar el umbral, Soren se volteó, y observando al profesor, dijo:
  —Así todo eso corresponda al pasado, la Iglesia Católica tendrá que transformarse, si no quiere desaparecer…
  —Sí, eso es precisamente lo que pretendo con los alumnos creyentes que sean conscientes de todo eso —aclaró el profesor, mientras se disponía a continuar con la cátedra de religión para los alumnos que quedaron en el recinto escolar.























VI

—¿Dónde está Capitán? ¡Venga Teniente! No veo a Sargento. ¡Coronel y General no peleen! Soldado y Dragoneante, hoy nos vamos de cacería. Cabo, ¡levántate de ahí! —así se expresaba Rebero Galber, un pintoresco labriego con la apariencia del  “caballero de la triste figura”, dirigiéndose a los integrantes de su jauría de perros, algunos entrenados para la cacería.
  Rebero Galber era un agricultor de unos 50 años aproximadamente, por cuánto ni éste ni su anciana madre, con quien vivía, recordaban la fecha exacta de su nacimiento. Vestía de manera estrafalaria, y con sus particulares atuendos y ademanes militares semejaba un chafarote. Cubría su pequeña cabeza con un sombrero elaborado artesanalmente por él mismo con delgadas y resistentes lianas. Su silueta desmirriada la cubría con trajes de vistosos colores. Calzaba botas de caucho con las que se acostaba algunas noches en que estaba borracho, que eran casi todas. Su grotesca vestimenta difería notoriamente de la de cualquier otro campesino.
  Residía en una destartalada vivienda que limitaba con Las Vestales. Su pequeña parcela, ubicada en la ladera de un terreno en declive, sólo tenía dos hectáreas de extensión. Nunca se había casado ni tenía hijos. Su neurótica progenitora jamás le había permitido tener novia como tampoco casarse, en parte porque ella pensaba que él no tenía la sensatez necesaria y en parte porque no quería quedarse sola. Rebero era su única compañía y quien le procuraba el sustento, por cuanto ella, lisiada por una caída, no podía trabajar. En lugar de hijos, Rebero poseía una jauría de perros de cacería a quienes llamaba con nombres de grados militares. Durante el cumplimiento del servicio militar obligatorio recibió un balazo en la cabeza, quedando con secuelas psíquicas que le hacían comportarse de manera extraña y obsesionarse por los grados militares.
  En su rústica vivienda tenía diversas escopetas, fabricadas artesanalmente por él, con las que frecuentaba irse de cacería, aunque muy pocas veces tenía éxito en tan antinatural labor. En una ocasión, todavía siendo joven, una de sus inseguras escopetas se le descompuso al momento de disparar. Como secuela del desperfecto mecánico, se le incrustaron en su cara minúsculos perdigones, sin graves consecuencias físicas; su cara sufrió una ligera afectación estética. 
  Entretenido con sus perros, Rebero no se percató que Soren, silencioso, ingresaba en su estancia. Luego del tradicional saludo, Soren le preguntó, con una sonrisa y un tono amistoso:
  —Mi general, ¿cómo te va al mando de tu ejército de perros?
  —Alistándolos para la guerra —repuso Rebero, invitándolo a que se sentada en un viejo taburete que estaba en el corredor.
  —La guerra en contra de los animales silvestres —aclaró mordazmente Soren—. Últimamente como que esa guerra se viene perdiendo —le recordó, sabedor de que sus excursiones al bosque no tenían éxito.
  —Sí, pero pienso seguir cazando —aseguró, haciendo un ademán militar.
  —A pesar de que no cazas en tierras de propiedad de mi padre, sería pertinente que abandonara su “guerra” contra los animales, y de esta manera no alterar la ecología —sugirió asertivamente Soren.
  —Mis cacerías ya no son como las de antes y mis perros ya están demasiado viejos. Algún día dejaré de cazar. Ya lo verás.
  —La naturaleza te lo agradecerá —concluyó Soren, cambiando de tema—. He venido a saludarte e invitarte para que nos acompañes esta noche a cenar y, de paso, nos cuente cuentos, así sean sólo de terror.
   Rebero se caracterizaba por su prodigiosa memoria para recordar cuentos que había aprendido en el Ejército y una potente imaginación para inventar otros. Pero su habilidad superior se encontraba en la manera de relatarlos, manteniendo expectantes y atentos a sus oyentes. Los cuentos, producto de la tradición vernácula, trataban de seres malignos, espantos, muertos, leyendas y hasta del popular diablo. Su cautivadora forma de relatarlos, hacía de Rebero un personaje singular. Por esta habilidad y por su peculiar manera de ser, un poco “chalada”, se había ganado el cariño de la familia Lautero Perino, y con Soren se prodigaban una franca amistad recíproca.













VII

  Terema regaba el vistoso jardín que crecía en las materas y en el piso alrededor de la casa, cuyas fragantes y polícromas flores expelían exquisitos olores encargados de perfumar el sosegado ambiente familiar. Diversidad de plantas ornamentales crecían en el encantador jardín: orquídeas, helechos, jazmines, rosas, begonias, margaritas, tulipanes, abelias, dalias, magnolias, petunias, geranios, hortensias, girasoles, cayenas, lirios, gladiolos, lobelias, gazanias, pansies, lupines, narcisos, jacintos, claveles, crocosmias, anturios, bromelias, gerberas y posetias.
  —Soren, hijo, ven y me ayudas a regar el jardín —llamó Terema con su tierna y maternal voz, en tanto que, con unas tijeras de jardinería, cortaba las hojas secas y las flores marchitas.
  —Voy enseguida, Sinfonía —convino Soren que se encontraba acostado en una hamaca, en la parte trasera de la vivienda campestre, leyendo como era habitual en él. Había llamado a su madre “Sinfonía”, debido a que, rompiendo —en cuanto le fuera posible y pertinente— con tradiciones, costumbres y convenciones, solía llamar con otros nombres a sus seres queridos, consciente de que el lenguaje era convencional y arbitrario, y que las palabras no tenían relación directa ni causal con los objetos y los seres vivientes nombrados por éstas.
  —Hijo, riega las matas de la parte trasera de la casa —dispuso su madre con su característica ternura—. Quítales las hojas secas y las flores marchitas. Revisa que no tengan insectos perjudiciales.
  Soren, provisto de una regadera, se dirigió al sitio donde estaban las plantas y comenzó a regarlas. Mientras las regaba, reflexionaba sobre lo que estaba leyendo. Instantes después, contemplando las flores, vino a su mente la imagen de su novia Falena, a quien cariñosamente llamaba “Armonía”. Se habían conocido un año antes cuando Falena llegó, procedente de Bomelero, a estudiar en el colegio donde él estudiaba en Calentero. Fue lo que se llama “un amor a primera vista”. Se gustaron mutuamente, y, tras algunos encuentros ocasionales, dentro y fuera del colegio, Soren le propuso establecer el vínculo afectivo, propuesta que Falena no dudó en aceptar. El recuerdo de su novia lo transportaba a paraísos inefables…
  —Soren, ¿ya terminó de regar? —pregunto su madre.
  —Ya termino, Sinfonía —respondió Soren apurando su quehacer.
  Cuando acabó de regar, se acercó a su madre, y ésta le pidió que le ayudara a terminar de rociar las matas que ella estaba regando.
  —¿Ya decidió qué carrera universitaria vas a estudiar? —le indagó, suspendiendo momentáneamente el riego y mirándolo fijamente a los vivaces ojos.
  —Literatura —repuso Soren, sin dudarlo.
  —¿Y esa carrera sí te servirá para obtener el sustento económico? —inquirió Terema con acento escéptico.
  —Cualquier carrera universitaria sirve para obtener sustento económico, Sinfonía —aclaró Soren—. Hay profesionales que, por diversos motivos o situaciones, no pueden o no quieren desempeñarse laboralmente en el área de la carrera estudiada. Es posible que ningún título universitario convierta, rápidamente, a las personas en millonarias. Eso depende de la actitud de cada persona. Además, pienso que la carrera universitaria —y aquí hizo un evidente énfasis—, más que una fuente de ingresos económicos, debe ser una manera de autorrealización, una ocasión para aprender a pensar e investigar.
  —Hijo, yo entiendo tus razonamientos, pero me gustaría que estudiara una carrera que te asegurara un empleo o un trabajo concreto, como médico, abogado, arquitecto o ingeniero —intervino su madre, creyendo que era lo mejor para el futuro de Soren—. Piense mucho lo que vas a hacer, no vayas a equivocarte. A mí me sigue inquietando la posibilidad de que estudies lo que acabo de sugerirte. ¡Cuidado con equivocarte!
  —El mundo en que vivimos es incierto, Sinfonía. Pero permítame correr el riesgo de enfrentarlo como lo he decidido. Pueda que me equivoque, pero ¡déjame intentarlo! No hay nada seguro; de lo único que podemos estar seguros es de la incertidumbre. Los padres, antes que pensar qué quieren ser sus hijos profesionalmente, deberían pensar cómo podrían ser felices en la vida sus queridos descendientes…
  —Allá tú, hijo, con tus decisiones —le interrumpió y convino amablemente su madre—. Estoy segura que tu padre, a pesar de su mentalidad práctica, estará de acuerdo con la toma de tus decisiones. Él confía mucho en tu prudencia. Hijo, hablando de otro asunto, he notado con extrañeza que no has vuelto a misa desde el día de tu primera comunión.
  —Sinfonía, no siento ningún interés credulón, sino problématico, por temas relativos a la religión —le aclaró Soren.
  —¡Pero cómo puedes hacer tal afirmación, hijo mío! —exclamó su madre, una mujer demasiado piadosa e integrante de las adoratrices de Calentero—. No te olvides que estás bautizado e hiciste tu primera comunión en la Iglesia Católica.
  —Sí, Sinfonía, pero esas fueron dos decisiones que tú y Arpegio tomaron sin consultarme —intervino para aclarar Soren—. Ahora que pienso críticamente y no delego mi inalienable capacidad de pensar por mí mismo, es distinto.
  —¿Es que te has vuelto ateo? —le preguntó con evidente preocupación su madre.
  —Sinfonía, ni soy ateo, ni soy creyente. Mi ser multidimensional no se puede reducir a creer o no creer en Dios. Dentro de mi ser pluridimensional se encuentra la opción de  negarlo o de afirmarlo. Pero para mí, antes que acudir a las salidas facilistas de negar o aceptar la existencia de un ente metafísico, Dios es un problema de profunda hondura filosófica y teológica, que no se agota en una o varias respuestas…
  —Entonces —le interrumpió su madre— ¿no aceptas lo que dice la Biblia acerca de Dios? La Biblia contiene toda la verdad.
  —Sinfonía, ¿qué es la verdad?
  —Lo que dice la Biblia.
  —Esa es la “verdad” que contiene la Biblia. La única verdad inconcusa es que no sabemos qué es la verdad. Quien dice poseer la verdad es un ingenuo o un fanático. No obstante, busco mi propia verdad. Aunque, para empezar, me encuentro con un interrogante crucial: ¿Qué es la verdad? Y así no pueda saberlo nunca, ni que exista quién pueda decírmelo, seguiré buscando “mi verdad”…
  —¿Con qué valores piensas vivir para vivir correctamente? —preguntó Terema, interrumpiendo a su hijo.
  —Con algunos valores tradicionales y con mi propia tabla de valores —elucidó Soren—. Después del valor del amor, considero al respeto como el valor fundamental para la existencia pacífica y armónica conmigo mismo y con los demás. El respeto posibilita la realización de los demás valores y el disfrute del derecho a la vida y a todas las expresiones físicas y metafísicas del fenómeno intangible de la libertad. Para respetarme y respetar a mis semejantes, no necesito pertenecer a ninguna religión; si lo hiciera estaría siendo injusto con la diversidad de religiones existentes, ya que cada una de ellas contiene “su verdad”. “Matricularme” o “casarme” con una religión determinada implicaría afirmar una y negar otras. Es tan complejo el problema de la religión que, a pesar de haber leído y profundizado sobre la historia de las religiones, la filosofía, la antropología, la sicología, la sociología y la fenomenología de la religión y la cultura teológica, no logro encontrar la luz que me ilumine en tan inveterado, influyente e insondable misterio.
  —Una vez más acepto tu manera de pensar, hijo mío —se rindió Terema ante los abrumadores razonamientos de Soren—. Lo importante es hacer el bien, sin  hacer el mal—. Y haciendo esa aclaración, madre e hijo dieron por terminados, tanto el diálogo como el riego de las matas del jardín.
  Soren, inquieto como siempre, pensó preguntarle a su madre qué era el bien y qué era el mal, pero se abstuvo para no incordiarla. A muchas personas no les gusta que las abrumen con preguntas, y mucho menos cuando se trata de ese tipo de preguntas tan insondables.



























VIII

—¿Cuánto tiempo hace que vives aquí? —quiso saber Soren, encontrándose sentado en un desvencijado taburete, en la rústica casa de Rebero Galber, junto a éste, tiempo después de haberse conocido.
  —Mucho tiempo, posiblemente desde que nací —respondió Rebero, mientras acariciaba a su perro coronel.
  —¿Dónde naciste?
  —La cédula dice que en Calentero, pero no sé exactamente dónde nací. Mi madre me habla muy poco sobre mi origen.
  —¿Y tu padre?
  —¡No sé quién es! —respondió Rebero, como si una daga se hundiera en su carne—. Sobre ese tema no hablamos con mi madre. Es una mujer callada, apenas habla lo estrictamente necesario. No sé qué secreto oculta con su silencio.
  —¿Fuiste a la escuela?
  —Sí, y estudié solamente dos años. No me gustó lo que enseñaban.
  —¿Cuántos años tienes?
  —Cincuenta.
  —¿Esto quiere decir que cuando nosotros llegamos a Las Vestales, tú tenías 45?
  —Así es —aceptó Rebero.
  —¿Nunca te has ausentado de esta región?
  —Solamente cuando estuve en el Ejército.
  —¿Qué se siente haber vivido casi durante toda tu vida en este lugar?
  —Se sienten muchas ganas de conocer otros lugares —contestó, acompañando su respuesta de un ademán en el que se evidenciaba su vehemente anhelo de irse y no volver. Ese lugar había sido su cárcel, y él pensaba que había nacido para ser libre y poder recorrer el mundo—. A veces pienso que mi vida transcurre sin frenesí, y a mí me gusta el riesgo, el peligro y la aventura. Aquí, atado por los invisibles lazos de mi madre, mi vida pierde su vigor y su entusiasmo. Es como si no tuviera un sentido, como si no tuviera un objetivo para vivir. Uno se cansa de mirar el mismo paisaje: los mismos cerros, los mismos valles, las mismas quebradas y los mismos bosques. Sueño con una esposa y con unos hijos. Y mírame acá, a mis 50 años: sin esposa y sin hijos. Siento que a mi vida le falta una razón que la justifique.
  —Lamento mucho esta situación —se compadeció Soren—. Pero a pesar de tu medio siglo de monótona existencia, todavía puedes replantearla y ponerle alas para que tenga un sentido y puedas realizar tus sueños. Una vida sin sueños es una vida sin motivos para vivir. Los sueños le ponen alas a nuestra vida, son el motivo para existir. ¡Ve y cumple tus sueños! Si sabes dónde estás, ¿te vas a quedar ahí? De ti depende quedarte o irte, darle un rumbo diferente a tu vida, ser feliz o infeliz.
  —Ya estoy cansado de labrar la tierra ajena. Casi cincuenta años trabajando para otros. La peña en que vivo no produce sino maleza. Tanto trabajar, y al final ¿para qué? Tanto luchar en la vida para algún día dejar de vivir. ¡Qué vaina!, se le va a uno la vida sin vivirla. Tanta lucha, tanto esfuerzo, tanto trabajar, ¿y qué? ¡Sólo miseria! ¿Eso es todo lo que la vida me puede dar? Si es así, no me resigno, quiero más. ¡Qué vida la mía! Me la he pasado escarbando la tierra en que algún día caeré, ya viejo y sin fuerzas —se lamentó Rebero, con un dejo de amargura—. ¡Cuánto anhelo conocer el mar! Dicen que es muy grande, inmenso, profundo, misterioso. Me gustaría ver los barcos que llegan y se van. No me quiero morir sin conocerlo. Algún día repararé mis descompuestas alas y volaré muy alto y muy lejos —sentenció Rebero, sin que en su mirada se evidenciara el menor asomo de duda.
  Rebero, además de ocuparse en labores de agricultura, desempeñaba con habilidad faenas de aserrío de maderas y de carpintería. Era paradójico, pero en su casa no había un solo mueble nuevo. Todos los muebles que elaboraba los vendía. Había perdido la última falange del dedo meñique de la mano izquierda cuando manipulaba, en estado de embriaguez, una sierra. Sin embargo, se desempeñaba hábilmente en sus múltiples quehaceres.
  —He pensado en hacerle una cama para regalársela a la señorita Iselda —dijo Rebero, mirando hacia un montón de madera que tenía en su taller de carpintería—. Pienso elaborarle un dibujo que a ella le va a encantar. En ese dibujo le escribiré un mensaje secreto… Ya se la prometí.
  —Si se la prometió, no te queda más que cumplirle —le animó Soren.
  —Su hermana es muy hermosa —dijo tímidamente Rebero—. ¡Si yo tuviera la edad que ella tiene…! Pero así es la vida: ella empieza a vivir y yo estoy en retirada.
  —Así es la vida, Rebero —aceptó Soren, observando atento cómo su amigo exhalaba un suspiro largo, largo como el camino que no va para donde uno va.


IX

La dinámica de la vida escolar en el colegio donde cursaba su último año de estudios Soren transcurría dentro del tradicional ambiente cotidiano: los profesores imponían sus enseñanzas y los estudiantes las asimilaban pasivamente, acríticamente, sin cuestionar ni refutar, excepto Soren, quien incordiaba a los docentes con su actitud contestataria y espíritu libertario. Sin embargo, los maestros aprendieron a respetarlo y aceptarlo con su peculiar manera de ser y de estar en el mundo. La actitud dialéctica de Soren les servía a los profesores para ser tolerantes e ir más preparados a dictar sus clases, para evitar que éste los refutara y ellos no tuvieran argumentos suficientes para responderle.
  Durante una clase de español y literatura, se suscitó un debate en torno de la calidad literaria. El profesor defendía la tesis de que había obras literarias buenas y malas. Tesis que no era respaldada por Soren y otros estudiantes.
 —Sólo hay que leer obras buenas. Sólo ellas divierten y enseñan –aconsejó el dogmático profesor.
—¿Cuáles son las obras buenas? –inquirió Soren.
—Las obras clásicas.
 —¿La Biblia es una obra clásica?
—¡Sí! ¡Claro que es una obra clásica!
—La Biblia es una obra clásica, luego es buena…
—¡Efectivamente, es una obra buena! No hay duda –interrumpió el profesor, muy ufano.
 —Las demás obras literarias, ¿no son buenas?
 —No lo son; sólo lo son las obras clásicas.
 —Considero que en literatura no hay mérito ni demérito. Las obras literarias no son ni “buenas” ni “malas”.  ¿Quién puede, objetivamente, decir qué es bueno y que no lo es en literatura?
 —Las mismas obras y los críticos literarios lo dicen. Si lo dicen los críticos, ellos saben por qué lo dicen, tienen autoridad para decirlo.
 —Los calificativos de “bueno” o “malo” en literatura no son más que simples abstracciones, absurdas convenciones. Son caprichos de los críticos y de las editoriales para poder vender –acotó Soren, convencido de su acotación—. En mi modesto concepto toda la literatura es importante e interesante, dependiendo de nuestros gustos, intereses, propósitos y estados de ánimo. Leo lo que encuentro, sin pensar si es “buena” o “mala” literatura. Mi hábito por la lectura me produce una inefable fruición y no me detengo a pensar en lo “bueno” y en lo “malo”. Disfruto y aprendo de lo que leo. Por esa razón leeré hasta cuando caiga al insondable abismo de la nada…
 —Si toda la literatura es buena para ti, Soren, por favor recomiéndele a tus compañeros obras para leer –interrumpió el docente para efectuarle esa solicitud a su inquieto alumno.
 —No recomiendo obras para leer. Cada quien lea lo que pueda, lo que encuentre o lo que le guste. Quien quiera leer, que lea; quien no quiera hacerlo, no lea. Pienso que el don de la lectura está reservado por naturaleza a unos pocos elegidos. O si no es así, ¿por qué habiendo tantos libros disponibles, a una inmensa mayoría de personas no les gusta el apasionante hábito de leer? Pienso que los estudiantes rechazan la lectura, porque les es impuesta como tareas, como trabajos y como obligación a cambio de una nota. Eso puede causar rechazo a la lectura –teorizó Soren, e hizo una pausa breve, se rascó una oreja y continuó—. Como no recomiendo obras para leer, solamente quiero manifestarles que me han impactado profundamente algunos textos filosóficos como las de Platón, Aristóteles, Descartes, Spinoza, Locke, Kant, Hegel, Mar, Nietzsche y Sartre, entre otros. Así mismo, he disfrutado de ciertas novelas de Homero, Cervantes, Dostoievski, Tolstoi, Balzac, Flaubert, Dickens, Joyce, Proust, Mann, Kafka, Hesse, Rulfo, Cortázar, Borges y, por supuesto, la obra de García Márquez.
 —A propósito de García Márquez, me dijo uno de tus compañeros que escribiste algo sobre uno de los personajes de Cien años de soledad. Me gustaría que leyeras ese escrito ahora mismo –propuso el profesor.

 Soren, atendiendo a la propuesta de su maestro, disertó de la siguiente manera:

“SANTA SOFÍA DE LA PIEDAD, UNA MUJER CENTINELA DE SUS PROPIAS MISERIAS
Hay quienes opinan que un escritor cuando crea una novela no tiene otra intención que dejar volar su fecunda imaginación, sin que sus personajes encarnen seres humanos reales; tampoco que la obra se una denuncia social o el retrato de la sociedad de un tiempo pasado o presente.
Otros piensan, por el contrario, que cada novela es el testimonio de una o múltiples realidades: económicas, sociales, políticas, ideológicas, filosóficas, familiares, etcétera.
Yo asumo que estos puntos de vista pueden estar en lo cierto: así como han existido y existen escritores contestatarios, irreverentes e iconoclastas, que defienden o combaten ideologías, y, por lo tanto, se les considera como escritores "comprometidos", también hay autores que escriben sólo por el gusto de escribir, sin que los animen causas sociales o de otra índole.
Considero que Gabriel García Márquez puede pertenecer a los escritores "comprometidos", a pesar del irrefutable desborde de imaginación, fantasía y ficción, evidente en su novela "Cien años de soledad", y de su "realismo mágico". Así, al momento de escribirla, éste no tuviera la intención de denunciar la condición indigna y de servidumbre de Santa Sofía de la Piedad (y de las otras mujeres presente en su novela), me dispongo, sin mayor hondura hermenéutica, semiológica, ontológica, sicológica y sociológica , disertar sobre este conmovedor personaje, debido a que la escena o la narración del momento en que ésta abandona Macondo me estremeció profundamente y el impacto que ejerció sobre mi ser ese episodio de la obra literaria afectó mi sensibilidad humana hasta el delirio.
No considero que García Márquez haya tenido la intención de mostrar, a través de las mujeres que desfilan por su novela, y, principalmente, de Santa Sofía de la Piedad, la condición miserable e indigna de la mujer en una sociedad en donde el poder del hombre o el "macho" se impone sobre la indefensa mujer.
Tampoco se le puede tildar de "machista" o que inconscientemente hubiera querido "exorcizar" su atracción por el incesto (tema predominante en la obra). Intuyo que sus personajes requerían de toda una compleja sicología, y lo logró; sin que por ello se haya propuesto, deliberadamente, "retratar" o caricaturizar, mostrando las grandezas y las miserias del alma humana, una sociedad incestuosa, vesánica, violenta, marginada, ilusa…
Desde esta perspectiva pretendo reflexionar sobre este personaje tan conmovedor: Santa Sofía de la Piedad. Y comienzo diciendo que éste (a mi juicio, uno de los personajes más importantes de la novela) desempeña el papel de la esposa sumisa de José Arcadio (Arcadio) y la abnegada madre de Remedios la bella y de los gemelos Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo.
Esta mujer, que "tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno", vivió anónimamente durante gran parte de la novela, arrastrando una existencia impersonal, vacía y sin sentido; no porque ella así lo hubiera querido, sino porque las circunstancias lo dispusieron de esta manera.
El incesto (piedra angular en "Cien años de soledad"), indirectamente, propició el negro destino de Santa Sofía de la Piedad.
Para evitar que se consumara un acto de incesto entre Pilar Ternera y su hijo José Arcadio Buendía Ternera, conocido sólo como Arcadio, Santa Sofía de la Piedad fue comprada a sus padres para que reemplazara a Pilar Ternera en el lecho y tuviera intimidad con Arcadio. "Era virgen y tenía el nombre inverosímil de Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos, la mitad de sus ahorros de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo.
Arcadio la había visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y nunca se había fijado en ella, porque tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno. Pero desde aquel día se enroscó como un gato al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la hora de la siesta, con el consentimiento de sus padres, a quienes Pilar Ternera había pagado la otra mitad de sus ahorros".
Pilar Ternera (otra víctima de las circunstancias), violada a los 14 años, y que llegó con los fundadores de Macondo, parió a Arcadio, producto de la relación clandestina con José Arcadio Buendía Iguarán, hijo del patriarca José Arcadio Buendía y de la matrona Úrsula Iguarán.
Al igual que su nuera, Santa Sofía de la Piedad se muestra bajo la genial pluma de García Márquez como un ser anodino e intranscendente, como una mujer más del montón.
Como si la ruindad de sus padres de venderla no hubiera sido un atropello a su dignidad, la vida se encargó de propinarle golpes de toda índole, entre los que se cuenta la temprana muerte de su marido, fusilado poco tiempo después de haberse vinculado en concubinato con ella.
En los albores de su juventud quedó viuda y embarazada. Desde entonces, hasta su partida de Macondo, no hizo otra cosa que desempeñar laboriosa y diligentemente las tareas domésticas de la casa Buendía, sin recompensa alguna, bajo el control y férrea disciplina de Úrsula Iguarán, la abuela de sus hijos, quien dispuso cómo deberían llamarse sus nietos. Santa Sofía de la Piedad fue otro ser milimétricamente sincronizado en el sistema planetario de la matrona de los Buendía.
Santa Sofía de la Piedad, "la silenciosa, la condescendiente, la que nunca contrarió ni a sus propios hijos", pertenece a esa horda de mujeres centinelas de sus propias miserias, porque no fue capaz de oponerse a las determinaciones de sus padres, ni a la cosificación de la cual fue objeto durante su larga permanencia al servicio de la familia Buendía.
En su adolescencia, cuando todas las mujeres buscan entregar su virginidad al joven amado, debió entregar sus afectos y su castidad, sin que hubiera sido una decisión libre y autónoma, a un hombre que no era de su elección, sino al que las circunstancias le impusieron.
Esta mujer, ejemplo de entrega y abnegación, consagró casi toda su vida de miserable existencia, en medio de "la soledad y el silencio", a la crianza de sus hijos y sus nietos, sin saber que era la bisabuela de Aureliano Babilonia, producto de los amores furtivos y prohibidos (por Úrsula Iguarán) de su nieta Renata Remedios, conocida como Meme, con Mauricio Babilonia. Gracias a su laboriosidad, la casa de los Buendía se sostuvo por largo tiempo, resistiendo a fenómenos naturales, destruyendo la maleza, limpiando telarañas, sacudiendo el polvo y combatiendo la invasión de insectos, lagartos, ratones, sanguijuelas y hormigas coloradas.
Como en esa "casa de locos" ninguno se preocupaba por la felicidad de los demás, Santa Sofía de la Piedad dormía en esteras y no tenía atuendos suficientes para vestirse.
Petra Cotes, la concubina de su hijo Aureliano Segundo, a quien nunca conoció, era la única que se compadecía de ella.
"Estaba pendiente de que tuviera un buen par de zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían milagros con el dinero de las rifas". Fernanda del Carpio, su nuera (esposa de Aureliano Segundo), pensó que era una "sirvienta eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo".
Pareciere que el autor hubiera querido ensañarse con esta mujer hasta llegar al extremo de hacerla degollar a uno de sus hijos, después de muerto, "para asegurarse de que no lo enterraran vivo".
Esta mujer no pudo descender más al fondo de sus miserias. Luego de esto, ¿qué queda para rebajarle a semejante condición de indignidad? ¡Qué vida tan cruel y degradada la de Santa Sofía de la Piedad!
Dada su loable nobleza, nunca se molestó por su humilde condición de subalterna. Siempre se mantenía ocupada en el cuidado y mantenimiento de la casa donde vivió, en condición de doméstica, durante muchos años.
Después de la muerte de Úrsula Iguarán, su anónima capacidad de trabajo disminuyó. "No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad.
Fue así, como después de tanta lucha y olvido, se rindió ante Aureliano Babilonia, que vivía ensimismado en el cuarto de Melquíades, tratando de descifrar sus pergaminos. —Me rindo —le dijo a Aureliano—. Esta es mucha casa para mis pobres huesos. Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la menor idea de su destino".
Vieja, cansada y solitaria se marchó de Macondo. Su irrefutable abnegación y entrega al servicio de los residentes y visitantes de la casa Buendía, lo mismo que su sacrificio de entregarse, en venta, a Arcadio, sólo valieron catorce pescaditos de oro que le dio su bisnieto Aureliano. Sólo se llevó, de sus ahorros, "un peso y veinticinco centavos". ¡Qué condición tan indigna la de esta humilde y sumisa mujer! Su sacrificio y su tiempo de servicio doméstico solamente valieron eso: ¡catorce pescaditos de oro y un peso con veinticinco centavos!
Huérfana y viuda, luego de la muerte de sus hijos, se marchó con rumbo desconocido, y no se volvió a saber más de ella. Un ser tan grandioso termina así su participación en la vida de Macondo.
Esta dolorosa partida, en mi concepto el momento más conmovedor y sublime de la narración, me extasió. No sólo se fue Santa Sofía de la Piedad, se fue una parte de mi ser. Santa Sofía de la Piedad, paradigma de lo que una mujer jamás debe ser, se llevó parte de mi tranquilidad. Me afectó profundamente el momento en que Aureliano Babilonia "la vio atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido".
Culmina así su papel en el juego de la vida una mujer que nunca fue dueña de sus propias decisiones y soberana de sí misma. Los demás decidieron por ella, sin que tuviera otra opción que aceptar.
Otra mujer más de las que no tiene ni "la menor idea de su destino". Su miserable vida ¿a qué mujer le puede interesar?
Una mujer sin espíritu crítico, sin capacidad de pensar por sí misma, sin ánimo contestatario, y dócilmente resignada, no puede ser el modelo de mujer para cualquier fémina que quiera vivir plena y auténticamente. Quienes hemos leído con hondura hermenéutica esta novela no podemos estar de acuerdo que una mujer viva una vida así de impersonal y alienada. Una mujer tiene que vivir una vida auténtica, siendo ella misma, pensando por sí misma y tomando sus propias decisiones de manera autónoma, libre y soberana.
¡Qué paradójico! Ella que irrumpió abruptamente en la novela para evitar la consumación de un incesto, uno de sus descendientes vivió una vida incestuosa: su bisnieto Aureliano Babilonia engendró, con su tía Amaranta Úrsula, a un niño con cola de cerdo, el último de la dinastía Buendía. La novela comenzó y terminó con el fenómeno del incesto. Aunque, sin saberlo ni proponérselo, Santa Sofía de la Piedad evitó un hecho incestuoso, pero no pudo evitar que su descendiente incurriera en un acto de incesto.
La condición miserable e indigna de Santa Sofía de la Piedad es un vehemente llamado a todas las mujeres que han leído o que lean esta novela con conciencia o espíritu crítico y aprendan las “lección”. Así hayan muchas "Santa Sofía de la Piedad" en nuestra sociedad, las mujeres no pueden permitir que su vida sea objeto de tan inhumana degradación. La vida literaria de esta mujer tiene que ser un urgente llamado para que ninguna mujer acepte una vida así de indigna y miserable. Ninguna mujer puede ser como Santa Sofía de la Piedad: una mujer centinela de sus propias miserias. Hay que vivir una vida que valga la pena vivirla”.



















X

  Fileno Rodero, luego de un día de intensas faenas —como lo eran todos los días de trabajo—, se recostó silente en su hamaca, colgada en el corredor lateral izquierdo de la vivienda, y encendió un cigarrillo. Fijó su enigmática y penetrante mirada en el horizonte. Ensimismado en su contemplación y en sus pensamientos, no oía la algarabía y el bullicio de sus compañeros de trabajo, quienes se aprestaban a cenar. Dicharacheros y entusiastas por culminar un día más de ardua labor, los trabajadores se hacían bromas y echaban chistes para matizar la dura jornada.
  Cuando ya la noche tendía su oscuro manto sobre la hacienda, Fileno terminó de cenar en silencio y abandonó el comedor. Buscó en su habitación su Biblia escrita en inglés, para luego instalarse cómodamente sobre la piedra que estaba bajo el cedro.
  Este misterioso y enigmático hombre hojeaba el texto sagrado y parecía extasiarse en su aparente lectura. No podía conocerse con qué intención la examinaba si el texto no poseía ninguna ilustración. Seguramente, no lo hacía motivado por su fe, debido a que nunca la había expresado públicamente; quizá profesara una religión interior. Parecía encontrar algo en las “sagradas escrituras” o en el libro que le entusiasmaba. Esta Biblia, la misma que le pidiera insistentemente a Iselda, era una especie de fetiche para él. El día en que la había extraviado, producto de su estado de embriaguez, la encontró, luego de buscarla debajo de su cama (lugar donde la había dejado y olvidado). “Era verdad: la Biblia no la tenía la señorita Iselda”, se dijo para sí, arrepentido, tras haberla encontrado.
  Cuando se cansó de estar sentado sobre la piedra, encendió un cigarro y lo fumó más rápido que de costumbre, como si un afán incierto lo apurara. Presumiblemente, esa avidez era producto de su evidente ansiedad. Una vez consumido el cigarrillo, se dirigió a su habitación y, sin despedirse de ninguno de los integrantes de la familia que aún no se habían acostado, se tendió en su cama, sin quitarse la ropa. Fileno, este a veces incomprensible ser, se comportaba extrañamente. Su silencio y su extraño comportamiento, en ese momento, obedecían al rechazo de Iselda. Así lo evidenció luego de acostarse y empezar a meditar. No quería comprender las razones por las que había sido rechazado. No las encontraba lógicas dentro de su peculiar e irracional lógica. “Así es la vida, Fileno: algunas veces se gana o se pierde. Ella no será ni la primera ni la última que lo rechace”, tronaron en su atribulado cerebro las palabras que le había dicho Soren. Pero en lugar de aceptarlas, pensó que no debía resignarse, que continuaría dando batalla. No pensaba darse por vencido. Su amor era tan inmenso que no estaba dispuesto a ahogarlo con un rechazo. Sin vacilar, como impulsado por un potente resorte y acopiándose de la bizarría que no poseía su pusilánime ser, se prometió, en ese momento de silencio y cavilación, que seguiría intentándolo, costara lo que costara. Segundos después, vencido por el cansancio del día de infatigables labores, se quedó profundamente dormido.
  Durante la noche soñó con ininteligibles sucesos de su tierna infancia. Entre las confusas brumas e intrincados tejidos del sueño se encontró junto a sus padres, cuyas siluetas eran indefinibles. No pudo observar con mediana claridad el rostro de esas dos personas tan evanescentes. No observó la presencia de otras personas o niños que pudieran ser sus parientes o hermanos. Cuando el profundo e impreciso sueño adquirió matices de pesadilla, se percató que esas dos siluetas le quitaban la comida y le apaleaban. Sintiendo que le propinaban garrotazos y le insultaban, despertó sobresaltado. Se levantó, salió al patio de la casa y fumó un cigarrillo. Tras observar impávido un momento la bóveda celeste se deleitó con el resplandor de ese enorme enjambre de rutilantes astros que titilaban a lo lejos. El arrobador espectáculo del cielo estrellado sobre él lo maravilló de tal manera que, no obstante su peculiar ataraxia, sintió algo de conmoción interior. Deslumbrado por esa magia incomprensible que le ofrecía silente la naturaleza, retornó a su cama y durmió profundamente sin sueños, ni pesadillas.














XI

  Iselda era una estudiante consagrada a su quehacer académico. Se destacaba en el deporte del baloncesto. Pertenecía a la selección del colegio. Participaba en campeonatos intercolegiados, municipales e intermunicipales. Por ser una adolescente agradable y atractiva, moral y estéticamente, era pretendida por sus compañeros de colegio. Los hombres, tanto jóvenes como adultos, se rendían antes sus encantos, soñaban con ella e instintivamente la deseaban. Era tan encantadora, que ningún hombre podía resistirse fácilmente a la atracción que irradiaba su seductora apariencia y su cautivadora manera de ser. Muchos se habían disputado sus afectos, pero Jomar Belano había sido el único afortunado. Su relación afectiva había comenzado seis meses antes, durante la celebración de un día de integración de los tres colegios de Calentero. Jomar, que estudiaba en un colegio diferente al de Iselda, era otro adolescente. La juvenil relación se desarrollaba bajo la amenaza de los celos mutuos. Este estilo de amor enfermizo generaba desacuerdos y desencuentros recíprocos. Se podría decir que, como secuela del efecto nocivo del fenómeno de inseguridad sicológica, el vínculo relacional estaba expuesto a una inminente ruptura.
  En cierta ocasión, mientras Iselda departía alegremente con un compañero de colegio en el parque principal, Jomar irrumpió abruptamente en el lugar, y, sin saludar, la emprendió contra su novia.
  —¿Por qué estás con él? —preguntó, visiblemente celoso.
  —¿Por qué no podría hacerlo? —contrainterrogó Iselda—.  Tú también departes con tus amigas, y yo no te lo reprocho.
  —Es diferente. Yo puedo tener las amigas que quiera, pero tú no, porque eres mujer —trató de justificarse Jomar—. Además, tú eres mi novia y no tienes por qué hablar, fuera del colegio, con  tus compañeros. Tú eres para mí solo.
  —No encuentro razonable tu posición, pero sí muy injusto tu reclamo —se defendió Iselda—. El departir con mis compañeros, no es motivo para tus absurdos reclamos.
  — ¿Y cómo es que tú me celas cuando me ves con mis amigas o te enteras que comparto con ellas? —cuestionó Jomar, mientras la miraba con evidente carga emotiva.
  —Tus celos, Jomar, a mi juicio, son infundados —le aclaró con actitud conciliatoria —.  En cambio, cuando te he reclamado por compartir, evidente o clandestinamente, con tus compañeras y amigas, tengo la certeza de que mis celos se fundan en tu falta de lealtad. ¿No es verdad?
  —¡Claro que no es verdad! —se apresuró a defenderse Jomar—. Yo sería incapaz de engañarte con otra mujer. Te amo demasiado, y por eso temo que pueda perderte.
  —Si sigues con tus celos infundados y absurdos, corres el inminente riesgo de perderme —le advirtió en tono asertivo Iselda—. Para evitar que esto ocurra, te pido que suspendamos temporalmente nuestro vínculo, y, si podemos consolidar la seguridad y la madurez que requiere una relación afectiva, más tarde podremos reactivarlo.
  —Estoy de acuerdo —aceptó con resignación Jomar, y se retiró del sitio del desencuentro con las manos en el bolsillo.
   Iselda se reunió, momentos después, con Soren y lo enteró de lo sucedido. Ella, emocionalmente afectada, buscó refugio afectivo en su hermano, y éste, sereno y ecuánime, se lo brindó. Después, en la casa, sentados en un mullido sillón, dialogaron empática y asertivamente, tratando de encontrar una salida a la accidentada relación afectiva. Iselda, segura de la sabiduría de su hermano, confiaba en sus acertadas orientaciones y lo consideraba como un referente en su vida. Desde niños no eran frecuentes las discusiones acaloradas, los conflictos y los desencuentros entre los dos; se comprendían y aceptaban como eran con sus defectos y sus virtudes. A diferencia de su hermano mayor, Falero, con Soren las relaciones fraternas eran fluidas y cordiales. Con Falero no tenía mucha empatía; él era displicente y autoritario, sin ser afecto a la práctica del diálogo con ella. Sin embargo, la relación entre los tres hermanos nunca había llegado al insulto, ni a las agresiones, procedimientos inadecuados, frecuentes entre algunos hermanos de Calentero.
  Una vez, pocos años antes, cuando se le presentó un desacuerdo con una compañera, Iselda, un tanto intolerante, trató de resolverlo mediante el uso de expresiones ofensivas y el uso inadecuado de las vías de hecho, Soren debió mediar y reconvenir, en privado, a su hermana, en tono firme pero asertivo:
  —Así, de esa manera inadecuada, no se solucionan los conflictos…
  —Pero Melene me ofendió primero —le interrumpió ofuscada Iselda.
  —¡Cálmate y escucha! Aquí no se trata de quién ofendió primero. Aquí lo que importa es aprender cómo resolver conflictos, porque éstos son concomitantes a la convivencia en sociedad. Como seres lingüísticos y emotivos estamos expuestos a los conflictos. Por eso debemos buscar y reinventar nuevas maneras apropiadas para resolverlos.  Para la sana convivencia, no podemos responder a las agresiones con agresiones…
  —¿Y entonces uno tiene que dejarse de los demás? —volvió a interrumpir Iselda.
  —No se trata de “dejarse de los demás”, sino de explorar alternativas para la resolución pacífica de los conflictos, a través del diálogo asertivo y empático, en donde la praxis comunicativa sea un intercambio de mensajes, ideas, opiniones, disensos o consensos, y no un canje de agravios.
  —Melene me ofendió diciéndome que era presumida y que quería conquistar a todos los estudiantes —explicó Iselda.
  —¿Eso es motivo para el uso de expresiones procaces y de la agresión física? —le interrogó Soren.
  —Yo no me iba a dejar…
  —¡Tranquilízate y escúchame!, Iselda. Si tú sabes quién eres realmente, no tienes por qué molestarte por esas expresiones contrarias a tu manera de ser y de proceder. ¿Acaso eres “presumida” y pretendes “conquistar a todos los estudiantes”? ¡Claro que no! Tú lo que eres es un ser infinito en posibilidades, cuya finalidad suprema de tu existencia es la búsqueda de la felicidad. Cuando escuches esas injurias, ignóralas o pídales, con tono calmado, a las personas que las emiten que se abstengan de hacerlas, por cuanto mereces respeto. Si bien es cierto que es posible que tu interlocutora prosiga ofendiéndola, al menos no tendrá una oponente para generar un conflicto que se puede evitar.
  —Voy a tratar de poner en práctica tus orientaciones, porque no quiero volver a tener ese tipo de enfrentamientos tan desagradables —aceptó cabizbaja Iselda, mientras se disponía a bañarse.












XII

  Soren gozaba del aprecio de sus compañeros y de los profesores porque era un estudiante ejemplar y por su excelente rendimiento académico. Debido a su facilidad para aprender y asimilar críticamente las materias enseñadas colaboraba con la asesoría de los compañeros que tenían dificultades o que poseían ritmos diferentes de aprendizaje. Representaba al colegio en las olimpiadas de matemáticas. Tenía habilidades extraordinarias para conocer y entender el nuevo paradigma científico y filosófico de la mecánica o física cuántica que investiga la naturaleza y la sociedad bajo nuevas e innovadoras herramientas teóricas, terminológicas, conceptuales y renovados fundamentos epistemológicos, y que pone en duda conceptos tradicionales tan arraigados, como los de realidad, tiempo y espacio. Paradigma difícil de entender por los espíritus que se conducen bajo las directrices de la mecánica clásica que opera con la lógica tradicional, orientada por el sentido común.
 Un día, encontrándose en recreo, escuchó a través del altavoz del colegio que era solicitado por el señor rector en su oficina. Presente en el despacho, éste lo invitó a que se sentara y, con actitud inquisitiva, le interrogó:
  —Soren, acepta ser el autor de este escrito, publicado en el periódico del colegio, con el título “¿Creer para vivir en la mentira?”
  —Sí —aceptó en el acto Soren, reconociendo el escrito que le mostraba en ademán acusativo el señor rector.
  —¿Acaso ignoras que éste es un colegio de orientación católica y que este libelo es causal de expulsión de la institución? —cuestionó con acento recriminatorio el funcionario.
  —No lo ignoro —le respondió Soren—. Pero esa orientación no me impide expresar lo que pienso. En cuanto a mi supuesta expulsión del colegio, permítame aclararte que al hacerlo estaría conculcando mi derecho inalienable a la libertad de pensamiento y de expresión consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
  —Efectivamente, por el respeto a los Derechos Humanos no puedo expulsarte, pero sí te pido que te abstengas de emitir ese tipo de publicaciones que atentan contra la fe. Me han dicho algunos profesores que tienes actitudes subversivas que atentan contra el orden establecido…
  —¡Excúsame que te interrumpa, señor rector! Pero si cuestionar, refutar, controvertir y disentir son “actitudes subversivas”, sí soy un subversivo que pretendo subvertir “el orden establecido”. ¿Acaso el ideal de este colegio no es el de formar estudiantes con espíritu crítico?
  —Sí, así es —reconoció el rector—. Ese es el ideal, pero el Ministerio de Educación determina lo que hay que enseñar, sin que haga énfasis en el cultivo del espíritu crítico o de la criticidad de los estudiantes. Aquí entre nos —dijo, en tono bajo— el ministerio pretende moldear estudiantes acríticos y no jóvenes pensantes…
  Mientras el señor rector aceptaba esta inobjetable realidad —que el prepotente funcionario no tenía por qué aceptar, excepto ante un estudiante crítico, iconoclasta y contestatario— fue interrumpido por su secretaria para informarle que acababa de llegar el señor Alcalde municipal. Por esta razón, con la aquiescencia del rector, Soren abandonó el despacho con el escrito en sus manos. Fue hasta la cafetería, y, sentado en una silla, empezó a releer el texto causa de la inconformidad del señor rector:

 “ ¿CREER PARA VIVIR EN LA MENTIRA?
 
  ¡Advertencia! Ofrezco respetuosas excusas a las personas que se ofendan con este escrito. Así como reconozco la libertad de creencias, este texto lo elaboro amparado en mis libertades de pensamiento y de expresión.
  Ser felices es la finalidad de los seres humanos mientras vivamos. Sin embargo, este ideal en nuestro contexto cultural se dificulta; simplemente aspiramos a buscarla, sin que podamos alcanzarla. Son muchos los obstáculos que impiden la conquista de la felicidad, entre los que destacaré la imposibilidad de vivir en la verdad. La mentira se apodera de nuestra existencia, condicionando la manera como percibimos, interpretamos y sistematizamos la realidad. La mentira procede, en ciertas ocasiones, de la política, la historia, las ideologías, la economía y hasta de la ciencia. Pero una de las principales fuentes de la mentira son las religiones; todas se ufanan en declararse poseedoras de la “verdad absoluta”. ¿Qué es la verdad?
  Cada religión predica y defiende supuestamente su “verdad absoluta”; las demás son tildadas de falsas. Cada una enaltece a sus dioses o a su dios; algunas no tienen dios. ¿Cuál es la que contiene “la verdad absoluta”, o al menos “la verdad”? ¿Todas? ¡Ninguna! Hay que ser ingenuo para creer en estas supuestas “verdades absolutas”. ¿Cuál es el fundamento epistemológico de estas “verdades”? ¿Cuál es el Dios legítimo? ¿El de los judíos, el de los cristianos o el de los musulmanes? ¿Cuáles dioses? ¿Los 33 millones de los hinduistas…? Y las religiones que no tienen dioses, ¿qué? Todas estas “verdades absolutas” no llevan más que a la confusión de los cándidos creyentes; por eso viven en la mentira. Las personas tienen derecho a tener creencias, es decir, a vivir en la mentira…
   Mi reflexión no se extiende a las religiones en particular, sino a una en general: la católica, debido a que es la más influyente en nuestro contexto. Los “creadores” de esta religión la plagaron de todo un acervo de creencias irracionales, ilógicas y absurdas, procedentes de la Biblia. Muchos “católicos” no han comprendido que los textos bíblicos contienen mitos, y éstos no son más que narraciones fantásticas… Personas a las que les gustan las cosas fáciles (algo que no necesite sino creer en lugar de pensar) los leen e interpretan acrítica y literalmente, encontrando en ellos “la verdad absoluta”. Pero quienes preferimos las cosas difíciles, el pensamiento crítico para reflexionar en vez de creer (creer es fácil, reflexionar es difícil), leemos esos textos exegética, hermenéutica, semiológica, retórica, lógica y gramaticalmente, y no encontramos ni siquiera la “verdad relativa”. Esa “verdad absoluta” que encuentran tan “fácil” los creyentes, la ponemos en duda y la cuestionamos quienes abordamos los textos “sagrados” con espíritu crítico, conciencia crítica, mente abierta o criticidad.
   ¡Qué mentira tan grande ha construido la cristiandad! No el cristianismo, si es que en realidad existió Cristo, sino la cristiandad; porque la supuesta existencia de éste hay que ponerla en duda, si es que a uno le gustan las cosas difíciles. En más de dos mil años se han podido inventar muchas mentiras. ¿Cómo así que una sola persona elegida por Dios? Una persona que muere violentamente por “voluntad de Dios” y que luego resucita y sube al “cielo”, cuando la ciencia ha demostrado que hasta ahora nadie resucita después de haber muerto. Un salvador. ¿Salvador de qué? ¡Cómo pretenden imponer una doctrina divorciada del capitalismo —con el cual ha convivido y defendido subrepticiamente, con una doble moralidad—, que es el sistema económico que  condiciona nuestra manera de ser y de estar en el mundo, en donde el dinero ocupa el lugar de dios, así muchos no estemos de acuerdo con su voracidad consumista! ¡Como así que solamente los pobres se salvan! ¿De qué se salvan? Y los ricos, ¿qué culpa tienen de ser ricos? ¡Qué son todos estos disparates, todas estas mentiras!
   No pretendo defender el capitalismo, un sistema profundamente injusto, fundado en la explotación del hombre por el hombre. Desgraciadamente, el inicuo capitalismo es el mundo real en que vivimos. Pero las doctrinas religiosas son incapaces de una revolución que logre subvertirlo, o al menos humanizarlo.  Las revoluciones tienen como fundamento el pensamiento filosófico, racional, y no  irracionales creencias religiosas.
   Cuando uno les pregunta a muchos de los que dicen “ser católicos” sobre los pilares del cristianismo, doctrina del catolicismo, enmudecen porque no saben cuáles son. ¿Saben los creyentes qué intereses políticos, doctrinarios, ideológicos,  manipuladores, domesticadores, alienadores y masificadores se ocultan detrás de la religión? ¡Que van a saber si les encanta la mentira! Duermen profundamente bajo el aletargador poder de la mentira. Igualmente, se percibe que algunos “católicos” no son consecuentes con sus creencias, ya que practican una moral que riñe con los principios católicos cristianos. Muchos son creyentes pero de sólo nombre, no saben con la debida certeza en qué creen; tienen creencias arraigadas porque así les “enseñaron”, y así se lo ha impuesto y se lo exige la sociedad en que viven. Cuántos son “católicos”, no por convicción o por vocación, sino por tradición, costumbre y convención. Por eso viven en la mentira, y ésta los hace sentir “felices”. ¿Sabrán, en realidad, qué es la felicidad?”.

















XIII

  Fileno, sumido en su tradicional mutismo, desempeñaba sus agotadoras faenas agrícolas con ímpetu admirable: no haraganeaba, sino que trabajaba “como si tuviera el diablo en el cuerpo”, tal como reza el adagio popular. Obsesionado por Iselda, escrutaba en su atribulada mente procurando cómo implementar una estrategia que le facilitara su esquiva conquista. Exploraba posibles maneras que fueran dignas del amor de su amor imposible. En una ocasión, aprovechando que Iselda se encontraba sola en la casa de Las Vestales,  se le acercó discretamente y, con un dejo de ternura, musitó:
  —¿Me has pensado? —indagó nervioso, percatándose de que, aunque intentara innovar sus estrategias de conquista, seguía dentro de un esquema tradicional de efectuar lances amorosos, y esto lo podría llevar al fracaso.
  —¡No! —fue su respuesta lapidaria pero rotunda.
  —¿Por qué no, señorita? —volvió a interrogar Fileno, adoptando una postura de hombre conquistador.
  —Porque tengo novio, y sólo pienso en él. Solamente él tiene cabida en mi mente. Lo amo mucho, y por eso pienso a cada instante en él…
  —Pero ese novio nada te puede ofrecer —le interrumpió Fileno—. Ese noviazgo no va para ninguna parte. Él está muy joven y todavía no tiene nada para brindarte en el futuro.
  —Yo también estoy joven, al igual que él; los dos somos jóvenes. No estoy pensando en ningún futuro con mi novio; simplemente procuramos vivir el aquí y el ahora, sin pensar si nuestro noviazgo nos durará para siempre. Los jóvenes no debemos enamorarnos con la finalidad de conseguir pareja. La relación de noviazgo es una manera de explorar y vivenciar nuestras dimensiones afectiva, sicológica y social. El noviazgo es una forma de afianzar nuestra identidad en proceso de consolidación en el amplio y complejo universo adolescente…
  —Pero yo podría convertirla en mi esposa y hacerla muy feliz —interrumpió nuevamente Fileno, en tanto que terminaba de fumarse un cigarrillo, arrojando la colilla fuera de la sala.
  —Fileno, yo te aprecio y te respeto por el solo hecho de ser persona; pero no puedo amarte, ni como novia, ni como esposa —le aclaró Iselda, mientras se soltaba su luenga cabellera azabache—. Y en cuanto a que me haría “muy feliz”, quiero aclararte, estimado Fileno, que nuestra felicidad no depende de los demás; ésta no pueden proporcionárnosla los demás, porque la felicidad está dentro de cada uno de nosotros: uno mismo decide, por cuenta propia, ser feliz o infeliz. La felicidad es un ideal y nadie nos puede decir con certeza qué es…
  —Señorita, no me desprecie; yo te amo —volvió a interrumpir Fileno. Al hacerlo infirió que su manera de conquistar lo llevaría inexorablemente a la derrota. No advertía el éxito en su fallida forma en que trataba de despertar el amor de su idolatrada quimera.
  —No te desprecio —esclareció Iselda, con énfasis en sus palabras y con un dejo de compasión, reflejado en una mirada sincera que le dirigió a los ojos del iluso Fileno—. El hecho de que tú me ames, no implica que yo tenga que amarte, que tenga que corresponderte…
   Sin que Iselda concluyera sus aclaraciones, Fileno salió cabizbajo de la sala; fue hasta la pesebrera, montó un caballo que estaba ensillado y se marchó raudo sobre el galopante equino.
  Luego de galopar, sin rumbo fijo, por la vasta hacienda, detuvo el caballo, se bajó de éste, lo amarró de un árbol y se dirigió a un arroyo cristalino, debió un poco de agua y, finalmente, se sentó sobre una piedra ubicada a la orilla de un pozo en cuyo fondo se reflejaban los rayos del sol y nadaban diversos pececillos. Con su mirada absorta en el agua, sacó, mecánicamente, un cigarro y lo encendió, lanzando el fósforo prendido y humeante al pozo, donde se apagó en el acto. Los peces, en vez de huir, nadaron hacia el pabilo apagado y dieron vueltas en torno de éste. Alrededor del pozo revoloteaban y gorjeaban algunos pájaros. Un águila lo oteaba con su poderosa vista desde la copa de un árbol que sobresalía en el bosque. A lo lejos se oía el estentóreo cantar de las guacharacas. Una bandada de garzas pasó sobre Fileno, haciendo una complicada formación en el aire. Fileno fijó su mirada en esas albas aves, que instantes después se perdieron sobre un bosque de frondosos y vistosos árboles.
  Cuando culminó de fumarse el cigarrillo, tiró la colilla en el agua, sorbió unos tragos del líquido cristalino, se dirigió a donde estaba el caballo amarrado, lo soltó y, aprovechando que se encontraba en su día de descanso, emprendió veloz carrera, sobre el lomo del corcel, hacia la ciudad de Calentero. Allí ingresó a una cantina y se embriagó hasta quedarse profundamente dormido, sentado sobre una silla y con la cabeza sobre la mesa donde estaban las botellas de licor. El caballo, amarrado en la pesebrera municipal, esperaba paciente, agobiado por el hambre y por la sed.
  Cuando despertó ya era de madrugada. Canceló la cuenta al cantinero. Salió del establecimiento con su confusa cabeza convertida en un torbellino. Encendió un cigarrillo y fue hasta la pesebrera. Con dificultad logró montarse en el caballo y marcharse a Las Vestales. Durante el recorrido se quedó dormido sobre el animal, pero, dada su pericia, no se cayó. Despertó en el momento en que el caballo ingresó en la pesebrera de la hacienda. Se apeó, haciendo ingentes esfuerzos para poder mantenerse en pie; desensilló el equino, lo llevó al potrero y, ya sin alientos, cayó dormido sobre un montón de pasto seco a la entrada de la vivienda.




























XIV

  Falero, desde su infancia, había sido un niño díscolo e intrépido. No aceptaba dócilmente los regaños de sus padres. Era dialéctico y no se sometía con facilidad a las prohibiciones con las que los adultos trataban de “aquietar” a los impúberes. Con su actitud pragmática, no se dedicaba sino a aquellas actividades o juegos que le resultaran útiles y muy divertidos. No se tomaba en serio las relaciones afectivas con sus contemporáneas. Hacía alarde de comportarse como el típico “picaflor”. Le aburrían las adolescentes posesivas, celosas e “intensas”. Para él, el amor era un juego más. Decía que nunca se casaría porque no soportaría la convivencia durante muchos años con una sola mujer. “Habiendo tantas mujeres en el mundo, ¿por qué convivir con una sola?”, era su lema. Desde que aprendió de su padre la manera de trabajar con el objetivo de prosperar económicamente, su interés primordial giraba en torno a la manera de conseguir dinero. Su vehemente deseo era trabajar con ahínco para poder ser una persona acaudalada. Le gustaban los caballos y la vida suntuosa que observaba en las personas adineradas.
  —Papá, ¿por qué hay más pobres que ricos? —preguntó Falero a su padre en una ocasión en que descansaban en sendas hamacas después de una intensa y productiva jornada de trabajo—. ¿Es que la gente no trabaja o es que la riqueza es para unos pocos?
  —Hijo, hay más pobres que ricos por múltiples razones. La riqueza es para todos; lo que ocurre es que, para ser ricos, no basta con trabajar, hay que desarrollar lo que algunos llaman la inteligencia financiera. No entiendo bien qué quiere decir “inteligencia financiera”, pero supongo que es la habilidad que tenemos algunos para conseguir el dinero y hacerlo producir, sin convertirnos en esclavos de éste, sino en sus amos —aclaró Jantino, con tono pausado y con el saber que la experiencia de vida le había dado, con ese conocimiento que sólo brinda la “universidad de la vida”, en tanto que el inquieto joven atendía entusiasmado—. En nuestra sociedad capitalista, uno decide ser rico o pobre; eso depende de la actitud y de las habilidades que uno desarrolle. Todo en la vida es un arte, y conseguir dinero —eso sí honradamente— es un arte que requiere de esfuerzos, concentración, práctica, disciplina, entusiasmo, optimismo y amor por lo que se haga. Pero ese arte implica que, en materia de conseguir dinero trabajando, no se explote o se cometan injusticias con los demás. Ah, hijo, hasta la religión influye en que muchos sean pobres.
  —¿Cómo influye la religión? —preguntó intrigado Falero.
  —El dogma de la tradición bíblica de que sólo se salvarán los pobres y se condenarán los ricos, ha hecho que la mayoría considere que es mejor ser pobres que ricos, si se quiere entrar en el reino de los cielos —respondió a su hijo, seguro de su respuesta Jantino.
  —¿Esto quiere decir que muchos prefieren ser pobres durante su vida para alcanzar la gloria eterna? —interrogó Falero, fijando sus vivaces ojos en los de su padre.
  —Eso han aprendido de la tradición religiosa, y proceden de esta manera —terció Jantino, rascándose su cabeza cubierta de canas.
  —Dicen por ahí que el verdadero dios de la tierra se llama “Dinero” —sentenció Falero, sin dejar de mirar a su jovial padre.
  —Eso he oído decir también yo durante mis últimos años —convino su padre—, sin que pueda negar o afirmar ese dicho. Para mí lo importante es trabajar y no hacerle daño a la humanidad.
  —Eso pienso yo también: trabajar sin afectar a los demás.
  Padre e hijo suspendieron, como si tácitamente se hubieran puesto de acuerdo, la conversación y dirigieron su mirada al cielo encapotado que anunciaba una tormenta.
  Instantes después, luego de un reluciente relámpago seguido de un sonoro trueno, empezó a llover fortísimo y la lluvia se prolongó durante dos horas. Entrada la oscuridad, los animales domésticos se instalaron en sus nidos o recintos adecuados para pasar la noche y los habitantes de Las Vestales cenaron y se dispusieron a dormir.













XV

  Un sábado en la tarde, bajo la sombra de un frondoso guamo, Soren, Fileno y Rebero, a quienes los unía una estrecha amistad, sin importar la disparidad de edades, departían amenamente y saboreaban el delicioso fruto del árbol que los cobijaba. Rebero divertía a sus amigos con los cuentos que les relataba. Los tres se hacían bromas mutuas y se divertían como niños.
  —El militar Rebero nos podría contar cómo es la vida en el Ejército —sugirió en broma Soren.
  —¡Como ordene mi mayor! —aceptó en tono jocoso Rebero.
  —Entonces, cuéntanos sobre el servicio militar —pidió Fileno, mientras le arrojaba una semilla de la fruta que comía al pecho de Rebero.
  —El Ejército, queridos amigos —comenzó Rebero— es una entidad para machos, para valientes. Allí solamente vamos los hombres.
  —Los hombres que obliga el Ejército —espetó Soren, con una vehemente dosis de ironía.
  —Así hubiera sido obligado, a mí me hubiera gustado prestar el servicio militar para matar a todos los ricos —interpuso Fileno—. Con un fusil en mis manos yo hubiera matado hasta el último rico.
  —El Ejército no es para matar ricos, sino para defenderlos —aclaró Soren, quien disentía del servicio militar obligatorio, por cuanto lo consideraba como un atentado contra la dignidad humana—. El Ejército es el brazo armado de los dueños del poder político y económico. Éste está al servicio de esta clase dominante, para proteger sus intereses. El servicio militar debe acabarse; si los poderosos quieren seguridad, que la paguen ellos mismos. El servicio militar debe ser voluntario. Hay muchos a quienes les gusta la guerra...
  —Hay que servirle a la patria —interrumpió Rebero.
  —Hay diversas maneras de “servirle a la patria” —reconoció Soren—, pero no prestaré ningún servicio militar. No sé qué tenga que hacer, pero jamás pondré mis pies en un cuartel militar. Y de eso estoy absolutamente seguro —sentenció con una convicción tan profunda que ninguno de sus interlocutores se atrevió a cuestionar o poner en duda—. Los militares, además de perder algunos de sus derechos constitucionales, no pueden pensar libremente, ni cuestionar el orden establecido. Su actitud contestataria queda totalmente anulada al no poder criticar al sistema sociopolítico imperante.
  Luego de estas intervenciones, Rebero les contó con detalles cómo había sido su servicio militar. Durante cerca de una hora les relató sus ingratas experiencias vividas al servicio de la patria. A pesar del accidente que había sufrido y de los malos tratos de que fue víctima, no alimentaba ningún resentimiento contra la institución castrense. Frecuentemente tenía pesadillas, producto de las secuelas sicológicas que le ocasionaron los tratos inadecuados y del balazo que recibió en su cabeza en momentos en que combatían con integrantes de una fracción insurgente perteneciente a uno de los movimientos de oposición armada. El servicio militar le había causado un impacto tan profundo en su psiquis y en su quehacer posterior, reflejado en ademanes castrenses y en denominar a sus perros con grados militares.
  Al término de la amena plática, Fileno propuso a Rebero que fueran a Calentero a ingerir bebidas embriagantes. Éstos se despidieron de Soren y se marcharon entonando una canción de moda. Soren siguió a sus amigos con la mirada. Cuando desaparecieron en el horizonte, extrajo de su bolso un libro y, acomodándose bajo el guamo, se entregó al placer de la lectura, mientras se deleitaba con el trinar de los pajaritos que volaban en su entorno. Un águila, en silencio, se posó sobre un viejo eucalipto; desde la altura, expectante observaba a Soren y con su potente mirada podía captar las letras del libro que leía éste.



















XVI

  —Soren, deseo que participes en un concurso de cuento —le invitó el profesor de español—. Confío en tus habilidades como escritor y sé que ganarás ese concurso.
  —Agradezco tu invitación y tu confianza, pero no me motivan los concursos literarios por diversas razones, entre las que destaco la imposición de criterios, en mi concepto, camisas de fuerza, como los que condicionan el número de páginas, el número de palabras y el tema del escrito. Esto, además de atentar contra los derechos a la libertad de pensamiento, de opinión y de expresión, es antipedagógico y antiacadémico. Da la impresión de que, tácita, implícita o veladamente, se les estuviera indicando a los concursantes que “se piense hasta aquí y no se piense más de allí”; como si se le pusieran límites al pensamiento. No se puede ignorar que el pensamiento libre no tiene límites ni fronteras. Mientras Thomas Mann (un espíritu libertario e iconoclasta) necesitó más de 1000 páginas para tratar de manera brillante y genial el rumbo y el sentido del proyecto de la modernidad con todas las contorsiones del mercantilismo industrial, en su novela La montaña mágica, Richard Bach (otro espíritu libre) necesitó menos de 100 páginas para expresarnos el ansia de libertad, la búsqueda de la perfección, el valor de la amistad, el derecho que tenemos de ser lo que queramos ser y el encuentro de una razón que justifique nuestra existencia, en su novela Juan Salvador Gaviota. El irrefutable éxito e innegable influencia de estas obras tan grandiosas radica en que sus autores no tuvieron límites para expresar sus ideas…
  —En esta ocasión no hay criterios, ni condiciones y el tema es libre —le interrumpió el profesor—. Participa, Soren, esta es la oportunidad.
  —Siendo así, entonces escribiré un cuento, intentando romper con la manera tradicional de escribirlos, y participaré —aceptó Soren.
   Sus profesores de español y de filosofía le habían reforzado, desde sus primeros años de secundaria, su vocación por el hábito lector, posiblemente innato en él, por cuanto era amante de los libros desde que aprendió a leer. No tuvo ninguna influencia familiar por la lectura, debido a que sus padres no la practicaban, excepto su madre que leía, tal vez sin entender, la Biblia. Su padre era analfabeto y su madre sólo había culminado la primaria. En el entorno familiar escaseaban los libros. Por eso era asiduo visitante de las bibliotecas. Allí disfrutaba en silencio de los inefables placeres que brindaba la lectura, reservados solamente para los espíritus inquietos que buscaban reinventar y ampliar su estrecho mundo.  
  Sin importar que sus compañeros de estudio, acudiendo a todo tipo de martingalas, buscaban que no leyera tanto y que más bien se dedicara a la conquista de adolescentes  y se entregara al desborde incontrolable del placer sensorial, él seguía leyendo y cada vez más aumentaba su pasión por los libros y, por ende, su caudal de conocimientos. “Yo me dedico a la lectura, sin descuidar otras facetas de mi ser multidimensional como las de enamorarme y disfrutar moderadamente de los placeres sensoriales”, les aclaraba con frecuencia.
  Luego de leer un libro lo comentaba y discutía con sus profesores, compañeros e Iselda. Así mismo, participaba en tertulias literarias, en las que intervenía copiosamente. Sus ocasionales interlocutores lo escuchaban con respeto y atención, formulando algunos interrogantes que Soren se esmeraba en responder, aclarándoles que no poseía la “verdad” última sobre los temas de que hablaba, dadas las distintas aristas desde las cuales se les podía abordar. Su novia Falena se extasiaba con sus disertaciones sobre el amor y se deleitaba con las poesías que le recitaba, algunas de ellas de su propia autoría. Su dimensión simbólica se embelesaba con la poesía de despedida y filosófica. Falena deliraba de entusiasmo cuando oía recitar de los dulces labios de su amado uno de sus poemas favoritos:


  “SE MARCHÓ EL AMOR

Se marchó sin una despedida.
Su cuerpo se perdió en lontananza.
Profundo vacío me dejó su partida.
Con ella se fue mi esperanza.

Se marchó sin decir por qué.
Su cuerpo se perdió en lejanía.
De mi vida se llevó no sé qué.
Esa mujer me dejó solo en agonía.

Se marchó sin importar mi clamor.
Su cuerpo se perdió en el camino.
Su partida me dejó profundo dolor.
Sin ella no sé cuál será mi destino.

Se marchó sin voltear la mirada.
Su cuerpo se perdió en la distancia.
Sin ella no me quedó nada…
Pero el viento me trae su fragancia”.
 





























XVII

   La muerte de la madre de Rebero fue un lánguido acontecimiento que solamente afectó a éste. Luego de su entierro se fue a la cantina, en compañía de Fileno, y allí se embriagó como jamás lo había hecho.
  Meses después, gracias al sucedáneo de la embriaguez, había superado la pena por la muerte de su autoritaria y manipuladora madre, y pronto se olvidó de ella. Entonces experimentó una sensación de libertad que nunca antes había experimentado. Se sentía en un mundo nuevo. Sus renovadas alas se aprestaban a remontarse sobre ignotas alturas.
  Desde niño aspiraba a viajar por algunas regiones de su país, pero sólo había salido de su terruño natal a prestar servicio militar durante dos años. Su madre siempre le había cortado sus alas, impidiéndole volar libremente. Su autoritarismo no le había permitido enamorarse, ni recorrer la nación como él siempre había querido.
  —Fileno, ahora sí me siento libre —confesó en tono alegre Rebero un día en que se embriagaban en un bar de Calentero—. Tengo la intención de irme para lejos en búsqueda de una vida diferente a la que he vivido durante cincuenta años. Me cansé de esta miseria económica y existencial. Mi mamá me arruinó la vida, pero aún puedo recuperarme.
  —Si marcharte te servirá para cambiar de vida, hazlo cuanto antes —aconsejó Fileno.
  —No tengo ataduras que me amarren por acá. Quiero irme lejos para inventarme otra manera diferente de vivir —suspiró Rebero, levantando su copa para libar un trago hasta dejar vacío el recipiente—. Mi espíritu aventurero, oculto en mi ser, me exige que explore otros lugares y otros modos de vivir.
  —¡Qué espera¡ ¡Anímate! ¡Recorra el mundo! —le animó Fileno, fumándose un cigarrillo—. ¡Consiga una mujer y conforme un hogar! Yo seguiré por acá tratando de buscarme una.
  —He pensado mucho, y mi decisión es irme para otro lugar; quiero hacer una vida nueva lejos de aquí —convino Rebero, sintiendo que se emborrachaba—. Yo analizo lo que dice Soren, y reconozco que está en lo cierto cuando afirma que hay que encontrarle el sentido a la vida para poder vivirla auténticamente.
  —Sí, ese muchacho, a pesar de su juventud, sabe lo que dice —reconoció Fileno, indicándole al cantinero que les trajera más bebidas—. Parece como si fuera una persona adulta, como si ya hubiera vivido mucho.
  —Ese joven llegará muy lejos en la vida —acotó Rebero—. Ojalá lo dejen…
  —Llegará, llegará; de eso estoy seguro —afirmó Fileno, sin saber que el azar es quien gobierna el universo.
  En horas de la madrugada debieron abandonar el establecimiento público, porque el dependiente se disponía a cerrarlo. En avanzado estado de beodez los dos amigos se marcharon para su lugar de residencia. Cuando Rebero se acostó, en medio de su borrachera, rememoró una charla que había sostenido con Soren meses antes:

—¿Qué se siente saber tanto, Soren?
Satisfacción e insatisfacción.
—¿Cómo?
—¡, satisfacción e insatisfacción! Me siento satisfecho de conocer y saber del mundo a través de los libros. Pero me siento insatisfecho porque lo poco que conozco y sé me lo han enseñado los libros; no he vivido. He leído muchas cosas, y vivido muy pocas. Y entre más leo, más dudas tengo; el conocimiento, en lugar de acercarme a la verdad, me aleja más de ésta. No sé qué es la verdad, y si no lo sé, ¿cómo hallarla? La única verdad inconcusa es que no sabemos qué es la verdad. Quien dice poseer la verdad es un ingenuo o un fanático. ¿Las verdades científicas sólo son aproximaciones a la verdad? Mientras buscamos la verdad, ¿acumulamos mentiras? El conocimiento del universo, la vida y el hombre es un infinito e inalcanzable. El conocimiento obtenido hasta ahora me deja más dudas que certezas. Sin embargo, seguiré buscando e indagando en libros y, fundamentalmente, en el libro del mundo; preguntando, preguntándome y dudando de todo lo aprendido, sospechando del conocimiento.
—¿Realmente sirve para algo saber tanto?
—Esa pregunta me la hago frecuentemente, Rebero, cuando leo, cuando conozco, cuando aprendo. A veces pienso que un filósofo del pasado estaba en lo cierto cuando afirmó que “la mucha lectura sólo sirve para hacer ignorantes presuntuosos”.
—Esta miseria de existencia es un sinsentido.
Encontrarle sentido a la vida, tal como nos toca vivirla, es un desafío enorme, que a veces no es fácil. Vivimos tan distraídos y extraviados en la existencia, que no sabemos por qué y para qué vivimos. Vivimos haciendo lo que podemos y no lo que queremos. Queremos vivir de una manera, pero las circunstancias nos hacen vivir de otra. Estamos perdidos y no logramos encontrarnos. El milagro de la vida es un misterio insondable. La condición humana es frágil y deleznable. Nacemos débiles y esa debilidad nos mata. Queremos ser, pero escasamente podemos hacer para poder tener y sobrevivir. Vivimos en la angustia y el desasosiego, pues sabemos con certeza absoluta (la única certeza que podemos tener) que somos seres inexorablemente destinados a perecer;  no sabe cuándo, cómo y dónde, pero condenados por la naturaleza a dejar de ser. No importa el camino que escojamos: ¡cualquiera nos conduce al insondable abismo de la nada! ¿Qué somos antes de nacer? ¡Nada! ¿Qué seremos después de morir? ¡Nada! Entonces, ¿qué es la vida?  ¿Nada?
No lo . Lo único que es que mi vida es una miseria.
—¿Por qué?
Tanto trabajar, luchar, bregar, sufrir, ¿y para qué?, ¿qué tengo? ¡Nada! Ni si siquiera un hoyo donde descansen mis cansados huesos.
—Tienes vida, y eso es suficiente.
—¿A esto que vivo se le puede llamar vida?
—Eso depende de tu manera de percibir, interpretar y sistematizar tu mundo y el mundo en que vives.
—No entiendo mucho lo que dices, pero supongo que estás en lo cierto.
—Aunque la vida no es tan dichosa como quisiéramos, ni entendamos su sentido (si es que lo tiene), hay razones para disfrutarla mientras vivamos. Nos toca vivirla si queremos vivir.
—Eso lo dices porque eres joven, tienes una familia normal y, sobre todo, dinero, mucho dinero.
—Tenemos el deber y el derecho de ser felices, sin importar las circunstancias, accidentes que no tienen por qué afectar nuestra esencia, nuestra naturaleza humana, el núcleo esencial de nuestro ser.
—¿Qué puedo decirle? Lo único que deseo es no haber nacido. ¿Nacer para vivir una vida miserable como la que yo vivo? Si a eso se le puede llamar vida. Soy un cobarde, y mi cobardía me impide quitarme mi triste vida.
—Nacer es salir de la eterna y apacible quietud de la nada para entrar en la efímera y agitada vorágine del ser. Se nace para morir. Sólo muere quien nace.
—¡Mírame aquí, sentado sobre esta piedra, mirando al inmenso horizonte: pobre, viejo, triste, enfermo y siempre buscando lo que más se necesita y no se consigue fácilmente: dinero!
—La tiranía del capitalismo nos convierte a todos (pobres y ricos) en esclavos del dinero. El goce de nuestra ansiada y esquiva libertad se pierde por ir tras la conquista de los bienes y servicios que se pueden comprar con dinero. La competitividad, productividad y consumismo de nuestra sociedad, que se centra en el hacer y el tener, nos esclaviza si no tenemos dinero, que casi lo compra todo. El dinero vale tanto, que, paradójicamente, no tiene ningún valor. ¿Acaso se puede comer el dinero?  El dinero es tan solo un medio para alcanzar unos fines.
—El dinero no se puede comer, pero sirve para comer. Anhelo otra vida más tranquila, sin afanes, sin angustias y sin carreras. Uno se pasa la vida corriendo de aquí para allá y de allá para acá. Nos la pasamos corriendo como perros de cacería.
¡Ay, la carrera por la vida! ¿Para qué?  Si desde la salida ya la tenemos perdida.
Yo la perdí antes de nacer.

  Semanas después, profundamente convencido de que en el puerto de su vida ya no había anclas que sujetaran su nueva embarcación, Rebero soltó las amarras y emprendió su aventurado viaje hacia otros puertos, sin temor a la incertidumbre.
  Aprovechando que su ejército de perros adquirió la enfermedad canina de hidrofobia, uno a uno los mató con disparos de escopeta. Sin enterrarlos, se marchó con rumbo desconocido, llevando solamente la muda de ropa que vestía. Nunca se supo más de él. La parcela pronto se cubrió con una espesa maleza y la vetusta vivienda se derrumbó,  desapareciendo todo vestigio que indicara que allí, alguna vez, había vivido persona alguna.
















XVIII

  Después de su última borrachera, Fileno Rodero decidió buscar el amor en otra mujer. En una finca vecina a Las Vestales vivían con todas las comodidades y el confort que les prodigaba su acaudalado padre, Sentano Lorato, cuatro hermosas jovencitas entre los 15 y los 21 años. Fileno, en su mundo de febriles delirios, fijó sus quimeras en esas atractivas muchachas. Sin importar todo el aprecio y las consideraciones que recibía de la familia Lautero Perino, el iluso Fileno orientó las velas de sus inestables naves con el propósito de cruzar el proceloso océano que implicaba conquistar a esas esquivas mujeres, y hacia el puerto de éstas se dispuso a partir.
  —Soren, no insisto más con Iselda. Ella no valoró mi amor —se lamentó Fileno, con un tono que evidenciaba una profunda frustración, pasando, nerviosamente, de una mano a otra la Biblia que solía abrir y mirar.
  —Esa es una decisión sabia de tu parte. No se te olvide que aunque estamos abiertos a todas las posibilidades, no todas las posibilidades están abiertas para nosotros. En ocasiones no es posible alcanzar nuestros objetivos, así se luche incansablemente. Es indispensable moderar el corazón porque se corre el riesgo de perder la cabeza. Hay que ser águila para volar sobre abismos. ¿Para qué amar sin ser correspondido? Sólo debemos amar a quien nos corresponda con amor; de lo contrario nos hacemos daño, y el amor no es para sufrir sino para disfrutar —reflexionó Soren, mirando el humo del cigarrillo que salía de la nariz y de la boca de Fileno—. No es que ella no te haya valorado —le aclaró—. El hecho de que no haya correspondido a su enamoramiento, no implica que no lo valore. Una cosa es amar y otra valorar…
  —Lo cierto es que me despreció —interrumpió Fileno—. Y como me despreció, decidí irme a trabajar donde Sentano Lorato. Espero que alguna de las cuatro muchachas acepte mi amor, y así poder casarme y establecer un hogar.
  —Es respetable tu decisión, pero pienso que no te quedará fácil conquistar a cualquiera de esas jovencitas. Todas tienen novio. Recuerde que ellas son hijas de un millonario y, de acuerdo con la tiranía absurda de las costumbres, tradiciones y convencionalismos, las mujeres ricas se casan con hombres de su misma condición económica. Es posible que desprecien tu amor…
  —No importa que tengan novio, pero voy a intentarlo —interrumpió Fileno para expresar su aclaración—. Todo es cuestión de intentarlo, y para lograr mi cometido debo irme a trabajar allá. Estoy seguro de que podré conquistar a alguna. Yo también tengo derecho a amar. El amor no es sólo para los ricos, que, para mí, son personas despreciables.
  —¿Qué culpa tienen los ricos de ser ricos?
  —No tienen ninguna culpa, pero son despreciables.
  —Si esa es tu manera de pensar, yo te la respeto, pero estoy en desacuerdo. Las personas, antes que pobres o ricas, son seres infinitos en posibilidades y tienen una esencia que no se altera con su condición económica…
  —Sea como sea, los ricos son despreciables, y yo me voy de esta finca para donde Sentano Lorato. Ya lo pensé detenidamente, y estoy dispuesto a tomar esta decisión, sin importar las consecuencias.
  —¿Ya le comunicaste tu decisión a mis padres? Recuerde que ellos, mis hermanos y yo te apreciamos y agradecemos tu trabajo.
  —No lo he hecho, pero pienso hacerlo en los siguientes días, al finalizar este mes.
  —Allá tú con tus decisiones. Lamentaremos tu partida, pero tenemos que aceptarla —expresó apacible Soren y, con curiosidad, le pidió—: Me gustaría, antes de que te vayas, que me cuentes por qué tanta obsesión con esa Biblia en inglés que miras con frecuencia.
  —En su debido momento te cuento. Ahora me voy porque tengo que terminar un trabajo que comencé durante la mañana —respondió Fileno, mientras se disponía a cargar en su hombro una herramienta de trabajo para trasladarse a su lugar de faenas agrícolas, sin sospechar que esta sería la última vez que dialogaría con su portentoso amigo.
  Soren se quedó observándolo en silencio hasta que Fileno se perdió en la distancia. “¡Qué vida tan triste y aciaga la de este hombre! —pensaba—. Además de no haber podido disfrutar del amor de sus padres, ahora pretende enamorarse de mujeres que probablemente no le corresponderán. Si no orienta su amor hacia una mujer, más o menos de su edad y de su condición social, es difícil que en esta sociedad, tan convencional, pueda encontrar el amor que tanto anhela. Si no logra conquistar el amor de una mujer, se estaría perdiendo el disfrute de la experiencia más maravillosa y plena del universo”. En tanto que Soren reflexionaba de esta manera, vinieron a su mente los versos de una poesía que había compuesto tiempo atrás, después de haber leído una de las novelas más renombradas de la tradición clásica.



“ REALIDAD

Nuestros incontrolables sentimientos,
cual cometa al viento,
en su vaivén incierto,
nos llevan a la más alta cumbre de la felicidad
o a los más profundos abismos del dolor.
¿Amar y sufrir es la ley?
¡No! Se sufre porque no se sabe amar.

Muchas veces lo que llamamos amor
no es más que insaciable deseo,
incontrolable lujuria,
agobiadora dependencia
o esclavizante obsesión.
¿Deseo, lujuria, dependencia u obsesión?
Perdido en estas inútiles pasiones
el ser humano pierde su existencia”.



















XIX

  Las relaciones entre Iselda y Soren eran fluidas y se desarrollaban dentro de un ambiente de seguridad, confianza, respeto, tolerancia y aceptación de las diferencias, no obstante sus eventuales disensos. A pesar de no convivir con sus padres durante toda la semana de estudio, se comportaban como jóvenes responsables, entregándose por entero a su quehacer académico, al descanso, al deporte, a las diversiones juveniles y a los quehaceres domésticos que la vivienda requería, y así afianzar su sentido de pertenencia. Los fines de semana y durante las vacaciones se trasladaban a Las Vestales para compartir con sus padres, su hermano y disfrutar de las bondades naturales que les brindaba la hacienda: bosques, valles, montañas, nacimientos de agua, quebradas, pozos para bañarse, árboles frutales, flora y fauna…
   Un sábado que salieron a cabalgar por la hacienda visitaron uno de los bosques más apacibles de la estancia campesina. Allí, sentados sobre un grueso árbol caído, sostuvieron el siguiente diálogo, al tenor del canto de las aves y del sonido de un hontanar:
  —¿Cómo sigue tu noviazgo con Jomar? —preguntó Soren, antes de empezar a deleitar su paladar con una sabrosa pomarrosa.
  —Mi relación afectiva prosigue al fragor de los celos de Jomar —respondió Iselda luego de recibir una pomarrosa que le ofreció Soren—. A veces me fastidia con sus celos infundados. Es posesivo y no quiere sino que hable solamente con él y no lo haga con mis compañeros. Tiene algunas conductas machistas y manipuladoras. Yo lo amo mucho, pero sus celos y su inmadurez emocional empiezan a incomodarme. Realmente no sé qué hacer para que nuestro vínculo afectivo transcurra sin estos inconvenientes. ¿Por qué será tan celoso?
  —Si esa relación les genera más sinsabores que disfrute, es pertinente que la replanteen. El amor es para vivirlo intensamente y disfrutarlo como una expresión posibilitadora de nuestro ser pluridimensional. Si bien es cierto que la convivencia afectiva entre jóvenes es azarosa y conflictiva, por nuestra misma naturaleza intrínseca de ser personas que estamos aprendiendo a vivir y amar, también lo es que tenemos que desarrollar habilidades que nos faciliten esa convivencia sin tantos desencuentros. Los noviazgos no pueden ser sólo un lecho de rosas, pero tampoco tienen por qué ser un campo de combate. Para que una relación fluya normalmente, tiene que dinamizarse por los cauces de la comunicación asertiva y empática, y por los del respeto y la aceptación de las diferencias, teniendo en cuenta que estamos insertos en una sociedad democrática y pluralmente diversa —disertó Soren mirando fijamente a su hermana, quien atendía las elucubraciones de éste sin interrumpirlo—. En cuanto a que por qué será tan celoso Jomar, es importante tener en cuenta las probables causas de ese fenómeno psíquico y emocional. Los celos, según mis lecturas, pueden ser consecuencia de inseguridad, posesividad, baja autoestima y algo de paranoia. Es cuestión de dialogar con Jomar para tratar de explorar su posible etiología. Por ahora sólo puedo recomendarte que dialogues más con él, con el ánimo de que no terminen autoinfligiéndose daño… En la compleja y agitada dinámica afectiva, el otro no es quien nos hace daño; el daño nos lo hacemos nosotros mismos con nuestra inmadurez emocional y nuestros aprendizajes inadecuados del arte de amar.
  —¿Y tú cómo vas con tu novia? —interrogó Iselda, sabedora de que, seguramente, su hermano no tendría dificultades con su vínculo amoroso.
  —Hasta el momento no hemos tenido inconvenientes que puedan afectarnos relacional y emocionalmente —respondió, seguro de sí mismo y de la dinámica intrínseca del noviazgo—. No puedo asegurar con la debida certeza que en el futuro esté exento de conflictos o desacuerdos, toda vez que los seres humanos nos caracterizamos por la inconsecuencia: hoy decimos algo, mañana decimos lo contrario; hoy hacemos una afirmación, mañana negamos lo afirmado; hoy estamos enamorados, pero quién nos garantiza que mañana lo estemos… Somos seres con una característica muy particular: la levedad. Por eso somos inconsecuentes, somos veleidosos. Lo importante es ser sincero y honesto con uno mismo y con la persona que amamos. El respeto por la libertad y por las diferencias es fundamental en la dinámica de cualquier relación, ya sea de noviazgo o de matrimonio. La persona con tendencia a la celotipia y a la intolerancia no respeta la libertad del otro y es incapaz de reconocerlo como un ser diferente que tiene su peculiar manera de existir en el mundo. Cuando uno ama, como en la vida, tiene que saber qué quiere y para dónde va —hizo una breve pausa para inhalar y exhalar ese aire perfumado de las flores de los árboles donde libaban el néctar las abejas, los colibrís y los pajaritos—. No sólo necesitamos saber lo que queremos y para dónde vamos, también debemos tener claridad conceptual para llamar las cosas por su nombre y no confundirnos…
  —Permítame que te interrumpa. Me gustaría que me dieras algunos ejemplos de “claridad conceptual” —solicitó Iselda, convencida de que lo que le platicara su hermano le sería de utilidad para su vida.
  —Te daré dos. El primero tiene que ver con el concepto de cultura. No pocas personas piensan que cultura son sólo expresiones artísticas, ignorando que cultura es todo el quehacer humano, material e intelectual. La cultura comprende las industrias, las instituciones y los valores. En términos coloquiales, se podría decir que cultura es todo lo hecho por el hombre y naturaleza es todo lo hecho por Dios — explicó, haciendo una breve pausa para aspirar el aire perfumado—. El segundo tiene que ver con la evidente confusión que tienen algunos entre sexo, sexualidad y genitalidad. Sexo quiere decir diferencia. Sexo es lo que somos y no lo que hacemos. Si sexo es lo que somos, sexualidad es la expresión de lo que somos, la expresión de nuestras diferencias. La sexualidad forma parte de nuestras expresiones humanas. Genitalidad es un componente de la sexualidad —puntualizó Soren, e infiriendo que su respuesta podría resultar muy académica, y con ello aburrir a su hermana, optó por alterar la dinámica de la conversación—. Si me lo permites, me gustaría cambiar de tema. ¿Estás de acuerdo?
  —Sí —aceptó Iselda—. ¿Ya escribiste el cuento para concursar? Sé que será muy bueno y ganarás el concurso.
  —Estoy desarrollándolo mentalmente y un día de estos me siento y lo escribo —respondió sin mucho entusiasmo, no porque temiera al fracaso, sino porque a él no le atraían los concursos literarios, puesto que infería que detrás de estos podría ocultarse una dinámica que atendía a arcanos intereses de las editoriales y de los organizadores de ese tipo de justas creativas—. En cuanto a lo de “bueno”, esto es muy relativo. En la narrativa, ya se trate de un cuento, una novela, un ensayo o un drama, quién puede decir qué es bueno y qué es malo; empezando porque pienso que no hay quién pueda decir, con la debida certeza, qué es lo bueno y qué es lo malo. Estos dos adjetivos, en mi opinión, no son más que meras abstracciones establecidas por la manía clasificatoria de nuestra cultura. Gane o pierda el concurso, para mí es secundario; lo importante es que a mí me guste el cuento que escriba; si esto es así, ya me considero ganador.
  —Confío en que, además de gustarte, serás el ganador —le apoyó Iselda, consiente de las capacidades literarias de su hermano.
  —Esperemos que llegue ese día —puntualizó Soren, dirigiendo su mirada en lontananza, mientras escuchaba los sonidos encantadores del ambiente natural—. Por el momento, ¿qué te parece si suspendemos el diálogo y caminamos por el bosque y disfrutamos del silencio? Presiento que te puedes aburrir de mis disertaciones…
  —No —le interrumpió Iselda, con amabilidad—. No me aburren; por el contrario, las considero de mucho interés.
  —Es posible que a ti te gusten mis disertaciones, pero para otros no sean de interés. Recuerde que, por el hecho de ser diferentes, lo que es agradable para algunos, puede resultarle desagradable a otros.
  —Si tú lo dices —convino Iselda, mirando absorta cómo un arrendajo tejía su intrincado nido en la rama de un añoso arrayán.
  Luego de intercambiar una fraternal sonrisa, los juveniles hermanos se internaron en el bosque, contemplando extasiados y silentes los árboles, las plantas, las flores, las lianas, los frutos silvestres y las aves, que, cantoras, revoloteaban juguetonas sobre los árboles. Un armadillo, que comía insectos y otros bichos, al notar la presencia de los jóvenes, se introdujo raudo en su madriguera. El estentóreo cantar de las guacharacas deleitaba el sensible oído de Soren. Los juveniles espíritus, ajenos al complejo mundo de los adultos, disfrutaban hasta el éxtasis del ambiente natural. Embelesados por la magia del bosque se olvidaron del tiempo y sus premuras, permaneciendo allí durante un rato, luego del cual procedieron a trasladarse a un pozo aledaño al bosque, al que caía majestuosa una cristalina cascada. En ese estanque natural se despojaron de sus ropas y, sobre todo, de sus pudores, y se dispusieron a bañarse. En esa agradable y recreativa actividad permanecieron durante un prolongado rato, hasta que, cansados de tanto disfrute de la naturaleza, decidieron volver a casa, montados en sus caballos a galope tendido.















XX

  Por esa época apareció dentro de los predios de Las Vestales un caballo, cuya procedencia resultó un enigma. Las primeras conjeturas indicaban que el equino se había salido de la finca donde pastaba, había empezado a deambular, llegando a la entrada de la hacienda, y alguna persona que transitaba por allí, infiriendo que ese caballo era de esa dehesa, le abrió la puerta y lo ingresó allí.
  Jantino Lautero dispuso que el caballo fuera sacado de la finca. Más tarde el equino volvió aparecer dentro de la estancia rural. Nuevamente fue sacado de esa propiedad. Esta dinámica se repitió por cuatro ocasiones. Posiblemente, las personas que transitaban por el lugar abrían la puerta e ingresaban el équido a Las Vestales, pensando erróneamente que pertenecía a esa hacienda. Jantino decidió dejarlo dentro de su propiedad, iniciando un proceso de averiguación con los hacendados vecinos sobre la procedencia del animal. Ninguno dijo ser el dueño del corcel. Entonces optó por reportar lo sucedido a la autoridad correspondiente, la cual le recomendó conservarlo en su hacienda, en espera de que apareciera su dueño, quien debía cancelarle el cuidado y el valor del pasto consumido, advirtiéndole que no podía ser utilizado en ningún tipo de faenas, tanto de silla como de carga.
  Un día laboral, Fileno Rodero, prisionero de su frustración, de manera abusiva y subrepticia, amarró ese caballo, lo ensilló y se marchó para Calentero. Era la primera vez, en todo el tiempo que llevaba laborando con la familia Lautero Perino, que adoptaba una conducta de irresponsabilidad y de abandono de sus labores.
  En un bar de Calentero se embriagó, luego montó en el caballo y empezó a recorrer las calles galopando, sin ningún control sobre éste, que, en ciertos momentos, parecía que iba atropellar a los transeúntes. A medida que avanzaba por las concurridas calles, ofrecía en voz alta al caballo. “¡Vendo este caballo!”, pregonaba con insistencia a las personas que lo observaban expectantes.
  Un hacendado que, por coincidencia, transitaba por una de las calles por donde pasaba Fileno, reconoció de inmediato el caballo como de su propiedad.
  —¿Por qué tienes ese caballo? —preguntó expectante el hacendado.
  —Porque es mío —respondió en tono desafiante el embriagado Fileno.
  —Ese caballo es mío. Se me extravió meses antes de mi hacienda. ¿A quién se lo compró?
   Ante esta circunstancia, Fileno relató la forma en que el caballo había llegado a Las Vestales. Sin embargo, el relato del embriagado Fileno no lo satisfizo y decidió denunciar el posible hurto a la autoridad. Fileno Rodero fue privado de su libertad y el caballo decomisado.
  Instantes después Jantino Lautero fue citado ante la autoridad para el esclarecimiento del caso. Éste explicó cómo había llegado a su finca ese caballo. La autoridad, mientras verificó las informaciones, le pidió permanecer en el despacho. Aclarado el incidente, la autoridad entregó el caballo a su propietario, luego de demostrar con documentos ser su legítimo dueño, y cancelar el valor del cuidado y pasto consumido. Tanto Fileno como Jantino fueron dejados en libertad instantes después.
   Reunidos en la hacienda Las Vestales, al día siguiente Fileno comunicó a su patrón su irrevocable intención de marcharse a laborar en la finca de Sentano Lorato.
  —Ya he laborado durante algunos años al servicio de esta acogedora familia, pero quiero cambiar de ambiente y trabajar en otra hacienda —expuso Fileno a su patrón, sin revelar las verdaderas causas por las que había decidido marcharse de Las Vestales.
  —Lamentaremos tu partida, por el aprecio que te tenemos; pero si esa es tu voluntad, estamos dispuestos a aceptarla y respetarla. Procederé a realizar tu liquidación con el propósito de cancelarte todo lo adeudado —dijo Jantino, estrechándole su mano—. Como sé que eres un trabajador eficiente, tendrás éxito en tu nuevo lugar de trabajo.
  Recibida su liquidación, organizó su pequeña maleta, y, llevando en una de sus manos la Biblia, se marchó de Las Vestales, luego de despedirse de todas las personas que en ese momento se encontraban presentes en la hacienda; sin poder hacerlo de su amada Iselda y de su amigo Soren, quienes no estaban allí en el momento.
  Mientras caminaba, sin voltear la mirada atrás, sentía que una parte muy valiosa de su vida se quedaba allí: su amor imposible, su amigo y los recuerdos de un pasado alegre y amargo a la vez. Había crecido junto a esa amable familia, que tanto aprecio le había brindado. En esa finca se había enamorado por primera vez. Y aunque en el momento de su triste partida no se encontraba allí su quimera, conservaba la imagen de su amada en lo más recóndito de su mente. Ella era y sería su primer amor, así nunca le correspondiera. “¿Quién puede contra los caprichos del amor?”, preguntó en silencio. Esa locura del enamoramiento había convertido su vida en un torbellino de sufrimientos, por cuanto no se resignaba al desprecio. Pensaba, ilusamente, que, huyendo de ese lugar, podría olvidarla cuando se sintiera amado por cualquiera de las jovencitas Lorato. Pero a este ruiseñor herido, cuyas frágiles alas le impedían volar alto, le esperaban aciagos sinsabores…
  Agotado de caminar bajo el inclemente sol, se recostó junto a un árbol para descansar un poco y recuperarse de la resaca del día anterior que todavía lo mareaba y le disminuía sus infatigables fuerzas. Luego de fumarse un cigarrillo, miró ensimismado el horizonte y empezó a hurgar en lo más recóndito de su memoria, entre los celajes del tiempo, sus escasos, confusos y vagos recuerdos que conservaba de su fatídica niñez. Su madre, lisiada a causa de una golpiza propinada por su padre, lo castigaba frecuentemente, lo insultaba y lo sometía a duros trabajos, demasiado fatigosos para su edad. A su padre tan solo lo veía de vez en cuando, pero siempre estaba embriagado. Jamás le oyó pronunciar palabra alguna, sin que Fileno pudiera saber si era mudo o no le gustaba hablar.  Recordaba a su silente padre como una persona jorobada que cojeaba del pie derecho. Aún lo impactaba la ocasión en que su padre trató de propinarle un machetazo a su madre, pero ésta lo evitó, colocando como escudo de protección un libro grande, similar al que había encontrado años después en el basurero. Desde entonces huyó de su casa para siempre…

















XXI

  Delmero Fegaro. Así se llamaba el sacerdote de Calentero. Tenía 33 años. Era bajo de estatura, pero intelectualmente alto. Había decidido irse al seminario, a los 18 años, no por convicción propia, ni vocación religiosa, sino porque su madre, un ser profundamente devoto, lo convenció de que ese era el camino que debía seguir en la vida si quería encontrar la verdad. Con la finalidad de no contrariar a su autoritaria madre, Delmero se entregó a la vida eclesiástica, sin que éste fuera el objetivo primordial de su vida. Sabía, desde pequeño, que lo que las personas llamaban “verdad”, era un problema de hondura metafísica, ontológica, filosófica y científica que no era fácil de abordar. Sin embargo, ansioso de ir en su búsqueda, escogió como opción la cosmovisión religiosa.
   Cuando fue ordenado sacerdote, se le presentó la posibilidad de viajar por algunos países del mundo en su labor pastoral, teniendo la oportunidad de entrar en contacto con muchos clérigos, no sólo de su religión, sino de otras religiones. Esta experiencia le permitió ir tomando conciencia de que la búsqueda de la verdad era un problema muchísimo más complejo de lo que él pensaba en su adolescencia.
  Tras retornar a su patria, sus superiores lo enviaron a prestar sus servicios religiosos a Calentero, ciudad que carecía de sacerdote en propiedad desde hacía varios años. Este pueblo, caracterizado por su acrisolado fervor religioso, lo recibió con jolgorio y vio en él, desde un principio, no sólo su guía espiritual, sino el salvador del mundo. Creyente como era, el rebaño confió en que sus diversos problemas y conflictos existenciales tendrían solución gracias a la intervención del sacerdote. Seguidores de tradiciones y costumbres, los feligreses lo atosigaron con ofrendas en dinero y en especies. La llegada del presbítero, que para los ingenuos creyentes era el símbolo de la redención, colmó de paz y tranquilidad a la feligresía, porque creían que desde ese instante ya se encontraban más cerca del reino de los cielos…
  Los seguidores del dogma acudieron masivamente, una vez que el sacerdote asumiera su quehacer pastoral, a confesarse y a cumplir con el ceremonial y los rituales que impone la tradición religiosa. Pronto hubo bautizos, primeras comuniones, confirmaciones y matrimonios. El pueblo disfrutaba de la efervescencia religiosa.
  Llevando una vida totalmente entregada al sacerdocio, el padre Delmero desempeñaba su quehacer con un alto sentido de la responsabilidad y un encomiable compromiso sacerdotal. Tenía poco contacto con su feligresía fuera del templo y se dedicaba, en sus ratos libres, a la lectura de textos filosóficos y científicos. A medida que leía, releía y reflexionaba, se percataba de que la búsqueda de la verdad se le complicaba cada vez más. No la veía brillar en el horizonte próximo. No la avizoraba en el oscuro limbo de la religión, tampoco la vislumbraba ni en la filosofía, ni en la ciencia. Cada momento que transcurría le revelaba que la quijotesca empresa de conquistar la verdad, presumiblemente, no estaba al alcance del ser humano…
  Tras permanecer en Calentero tres años, un día, aprovechando que el templo se encontraba atiborrado de feligreses, el padre Delmero rompió abruptamente con la dinámica tradicional de una ceremonia religiosa. Los asistentes se sorprendieron permaneciendo atentos a la inusual disertación del padre, quien, despojado de sus atuendos propios de un sacerdote, les decía, mientras caminaba por el pasillo central:
  —Apreciados fieles, no les hablaré del dogma religioso: hoy me propongo ponerle orden a mi vida y, si vosotros lo permitís, alejarlos del rebaño —pronunciadas estas primeras palabras, nunca antes dichas por un sacerdote, lo fieles empezaron a sentirse estupefactos—. En nuestra vida tenemos algunas misiones, entre las que se encuentra la búsqueda de la verdad. Yo llevo algunos años buscándola, y hasta ahora no la he encontrado; por el contrario, ni siquiera sé qué es la verdad —aclaró, haciendo esfuerzos para no callar, ya que su deber religioso le prohibía decir lo que él pensaba; todo cuanto podía expresar era lo que dijeran las enseñanzas religiosas—. El hecho de que no sepa qué es la verdad y no la haya encontrado, no implica que no la siga buscando en otras cosmovisiones. Pero de lo que si estoy seguro es que a partir de hoy no la seguiré buscando en la religión. Ya la busqué allí durante quince años, y no la hallé. ¿Qué he encontrado en la religión? ¡La mentira! —Dilucidada esta pregunta, el padre puso énfasis en la respuesta. Los asistentes no salían de su asombro; no podían dar crédito a lo que sus castos oídos escuchaban—. Sí, la mentira. La religión ha mantenido a la humanidad bajo la influencia de una enorme mentira. Y no sólo le ha mentido durante milenios, sino que le ha impuesto un patrón acrítico de existencia. Los creyentes, durante muchos siglos, han creído en seres superiores y en lo que narran los relatos míticos, porque así se lo hemos dicho los sacerdotes, replicando escrituras, supuestamente escritas por entes metafísicos, reyes, profetas y otros fanáticos religiosos —aquí hizo una pausa, mientras seguía caminando por el pasillo, fijando su mirada en la atónica muchedumbre que, interiormente, pensaba que el padre era víctima de alguna posesión diabólica. El rebaño, que estaba absolutamente convencido de la sabiduría religiosa y del poder divino, no se resignaba a creer lo que oía, precisamente, de su mentor y guía espiritual. Pensaba que eso era un aviso premonitorio del fin del mundo. En tanto que los creyentes no salían de su asombro, el sacerdote prosiguió—. Si quieren buscar la verdad, no la busquen más en la religión; ésta, despojada de los fanatismos tradicionales, sirve sólo como una manera de vivenciar nuestra dimensión espiritual, pero no nos permite encontrar la verdad, tan ansiosamente buscada. Yo los invito a que la busquen en otros saberes y, fundamentalmente, dentro de vosotros mismos. Busquen la verdad, esté donde esté; pero búsquenla incansablemente si quieren pensar por vosotros mismos y encontrarle el genuino sentido a la vida…
  Pronunciadas estas palabras, el sacerdote abandonó meditabundo, pero con su frente en alto, el templo y se marchó, sin emitir ninguna palabra, por el mismo sendero por donde tres años antes había llegado al pueblo. Los ensimismados feligreses nunca más volvieron a saber de ese irreverente sacerdote que los había puesto a dudar de su fe.





















XXII

  Durante algunos meses en Calentero se habló y se comentó de la determinación del sacerdote. Los más creyentes se negaban a aceptar esa herejía por parte de un enviado divino. En colegios, casas, plazas, parques, almacenes, tiendas, en fin, en todos los rincones de la ciudad, el tema de conversación era el inhabitual proceder de ese sacerdote. Los había dejado confundidos y dudando, y esto les inquietaba demasiado. Este cismático les había sembrado la duda, y ésta, a pesar de sus reticencias, luchaba por germinar. Pero la feligresía no podría permitir que su inveterada fe fuera resquebrajada. Por ese motivo solicitaron a la curia el nombramiento de un nuevo sacerdote, antes de que la duda echara raíces en sus atávicas creencias.
La única persona que no se sorprendió de la decisión del sacerdote fue Soren. Cuando se enteró de lo sucedido, se identificó con lo expuesto por el padre Delmero. Los dos, al respecto, coincidían en la manera de pensar; pero, respetuoso de las creencias de los demás, nunca exteriorizó la comprensión relativa a la actitud del prelado. Sólo él fue consciente de las implicaciones de esta manera libertaria de pensar. Y éstas no se hicieron esperar. Pronto trascendió a las ciudades vecinas y más tarde se convirtió en noticia nacional tras el despliegue que hizo la prensa de este proceder subversivo de un clérigo. Los superiores jerárquicos, desde sus púlpitos y mediante comunicados, rechazaron y condenaron virulentamente el proceder herético de esa oveja descarriada de la Iglesia; de ese apóstata que se había atrevido a dudar de la verdad omnipresente de la religión. La alta jerarquía eclesiástica se comprometió a limpiar a la iglesia de este tipo de predicadores que se atrevían a poner en duda los omnipotentes e incuestionables dogmas  religiosos.
  Asignada la nueva guía espiritual, toda la feligresía reconfortó su fe y se olvidó para siempre de que en Calentero alguna vez existió un sacerdote que intentó negar la verdad religiosa, y, lo más grave aún, pretender socavar la fe tan profundamente arraigada en el espíritu del rebaño. Para éste, la herejía del canónigo, no fue más que una burda pesadilla. Sin embargo, algunos siguieron dudando…
  Soren, sumido en su mundo de elucubraciones intelectuales, observaba cómo influía el poder de la religión en el espíritu de los habitantes de su pueblo natal. Concluyó que el quehacer cultural condicionaba de una manera profunda la dinámica existencial de cada uno de ellos. Observando y reflexionando sobre el comportamiento colectivo de sus conciudadanos, Soren cada día reinventaba nuevas maneras de comunicación y de interrelaciones, buscando la aceptación de los demás, la comprensión de éstos y el respeto por las diferencias. A pesar de su juventud era consciente de que la convivencia armónica y pacífica en sociedad sería posible, siempre y cuando aprendiéramos a comunicarnos asertiva y empáticamente, aceptando y respetando las diferencias. Pensaba que los conflictos y los desencuentros entre las personas se debían, en parte, al inadecuado uso del lenguaje y a su contundente poder manipulativo. Consciente de las miserias y grandezas del alma humana, confiaba que en el futuro podría haber un mundo mejor, capaz de posibilitar una convivencia más fraterna. Deliberando sobre estos caros ideales se dispuso a escribir el cuento con el que participaría en el concurso.

























XXIII

  Soren sentía una ferviente pasión por las casas viejas campesinas. Solitario le gustaba recorrer los campos de su municipio en búsqueda de casas viejas y abandonadas. Cada vez que se encontraba una, se paraba frente a ésta y le embargaba la nostalgia: allí habían vivido varias generaciones. “Ahí están, pensaba. Uno las ve y siente profunda nostalgia al verlas. Se ven tan imponentes y silenciosas; resistiendo, hasta donde pueden, el inexorable transcurrir del tiempo. Algunas tienen cincuenta, cien, doscientos y hasta más años. En pie soportan estoicas el azote del viento, la inclemencia del sol, la pertinaz lluvia y hasta la destructora mano del hombre. En su interior guardan secretos.  Con ojos y oídos invisibles han visto y oído deambular, en silencio, gritando, riendo, llorando o cantando, a sus ocasionales moradores. Todo el acontecer desarrollado en sus entrañas lo han percibido con sus ocultos sentidos. Mudas e impasibles han presenciado nacimientos y muertes. Dentro de ellas el ser humano ha amado, odiado, discutido, pensado, descansado, mimado, acariciado, abrazado y hasta golpeado. Sin decirles adiós a los que parten y saludar a los que llegan, han sido el puerto donde unos vienen y otros se van. Algunos se han ido para siempre por su propia voluntad y otros en brazos de la muerte. Cuando una familia las abandona, otra llega en su lugar. Muchas se han quedado solas, y paulatinamente se han ido deteriorando hasta caerse y terminar en ruinas. Sobre éstas, en donde otrora vivieran personas, hogaño crece la maleza. Ninguna casa puede resistirse a la acción del tiempo”.
  —El tiempo, en su inexorable transcurrir, todo lo cambia, todo lo acaba —le dijo un día un campesino anciano, quien, apoyándose en un bastón, salía de una casa, a punto de derrumbarse.
  —Ese es el tiempo: un devorador insaciable —aceptó Soren, pensando que ese hombre pronto se perdería en el insondable abismo de la nada, devorado por el tiempo. Dentro de poco, ni él, ni su casa serían recordados. “Hasta los recuerdos se van con el tiempo”, reflexionó, sin dejar de observar el arrugado rostro del octogenario. Pensando en el anciano y consciente de nuestra condición finita en un mundo infinito, filosofó de esta manera: “¡Ay, la carrera por la vida! ¿Para qué, si desde la salida ya la tenemos perdida?  Sólo muere quien nace. Se nace para morir. La vida es una luz fugaz finita entre dos oscuridades infinitas. Un constante juego con la muerte. ¡Eso es la vida!”.
  Soren, que le inquietaba el inescrutable fenómeno del tiempo, vivía apasionado por éste, por toda la profundidad metafísica que él encerraba. El tiempo, cual demiurgo, dada y quitaba la vida. El tiempo que lo inquietaba, no era el tiempo que marcan los relojes, el tiempo convencional, sino el tiempo metafísico, aquel que lo instaba a reflexionar sobre su naturaleza. Aunque él estaba en los albores de su existencia, sabía que el tiempo, tarde o temprano, se la quitaría. Era consciente de su finitud y de su caducidad. Él, a pesar de saber que era mortal, se atrevía a vivir auténticamente. No pretendía sucedáneos que le apartaran de su mente la idea de que, por ley inexorable de la vida, algún día moriría. “¿Qué es este misterio inextricable llamado vida?”, se preguntaba con frecuencia. No soslayaba la pregunta de las preguntas: “¿Quién soy yo?” Vivía indagando sobre ésta y otras preguntas que le inquietaban profundamente y a la mayoría no le importaban, porque implicaba pensar reflexivamente; pensar es difícil, y a muchos no les apasionan las cosas difíciles. “Para qué pensar, si los demás piensan por nosotros”, era la divisa de quienes no les gustaba pensar, de quienes no les agradaban las empresas difíciles.
   Vivía preguntando y haciéndose preguntas. Buscaba respuestas, y aunque sabía que cada respuesta le dejaba más incertidumbres que certezas, seguía preguntando y preguntándose. Preguntaba y se preguntaba con profundidad, porque preguntar es un modo de ser de la existencia. Preguntaría hasta que un puñado de tierra le tapara la boca…
  Con su profesor de filosofía discutían sobre los temas cruciales y fundamentales de la existencia: el amor, la amistad, la verdad, la justicia, el arte, la belleza, la política, el poder, el ser, la vida, la muerte... Pero el problema que los inquietaba por igual era el problema de la violencia.
  —¿Tú consideras que el ser humano es violento por naturaleza o por la influencia cultural? —interrogaba a su profesor de historia Soren.
  —He ahí la gran pregunta que, como muchas otras, seguirá sin respuesta definitiva —reflexionó el profesor, buscando salir de semejante encrucijada.
  El problema que más inquietaba a Soren, dada su circunstancia existencial, era su búsqueda de identidad. Tenía perfectamente claro que no podía terminar la secundaria sin saber quién era él en realidad, dónde estaba y para dónde quería ir en la vida. El problema de la identidad era para él un problema de palpitante hondura filosófica, fisiológica, sicológica y sociológica. Consciente de que si no lograba alcanzar de manera satisfactoria la definición de su identidad tendría dificultades enormes en su vida adulta, no eludía su compromiso existencial de consolidar su identidad.
                                                                                                                                 
XXIV

 Cuando el último año estudiantil de Soren se encontraba en sus postrimerías, visitó el colegio un delegado del Ministerio de Educación, encargado de socializar aspectos relacionados con la implementación de un nuevo modelo productivo de educación y su correspondiente evaluación.
 Frente a todo el alumnado, el delegado fue presentado por el rector quien, siguiendo las tradiciones y los convencionalismos, de manera artificiosa, ceremonial y solemne, dijo:
 —Estudiantes, es un honor para este colegio contar con la presencia del doctor Rolero Ferilla Valano, ilustre educador que ostenta los títulos de economista, matemático, ingeniero e investigador —se ufanó el rector de esa florida presentación, y continuó—. Espero que presten toda la atención, guardando la compostura y permaneciendo en absoluto silencio, sin interrumpir ni hacer preguntas a nuestro ilustre visitante, quien viene…
 —Gracias, señor rector, por su elocuente presentación —interrumpió el delegado, acompañando su expresión con ademanes arrogantes, por cuanto él pensaba que no se merecía menos deferencia del funcionario y reverencia de los docentes y estudiantes; por eso, con tono vehemente comenzó su disertación—. El Gobierno nacional, en cabeza de nuestro perínclito Presidente y del insigne Ministro de Educación, preocupado por la calidad de la educación ha expedido un conjunto de normas buscando la formación de jóvenes altamente capacitados y productivos para que contribuyan con el desarrollo económico de nuestro país y podamos ser más competitivos en los mercados internacionales. Por eso se implementará una evaluación que responda a estos ideales de progreso y desarrollo económico…
—¿La educación sólo está interesada en el desarrollo y progreso económico? —interrumpió Soren, rompiendo con las interdicciones del rector y con los convencionalismos que imponen el escuchar sin refutar y cuestionar.
—¡Qué buena pregunta la del estudiante! La respuesta es un sí contundente y rotundo. Progreso y desarrollo económico para ser más competitivos en materia comercial. Necesitamos jóvenes productivos para que el país se desarrolle y crezca económicamente. Esa es la finalidad de la educación. Por eso se implementará una evaluación que verifique si las competencias en este sentido se están logrando a satisfacción…
—Evaluación que verifique cómo se efectúa convenientemente la domesticación de los estudiantes —nuevamente interrumpió Soren, con espíritu contestatario.
—Se podría aceptar que así es —reconoció el funcionario—. Pero así lo exige el modelo social imperante, que impone la banca internacional y la dinámica política y económica. El país necesita desarrollarse productiva y económicamente, para estar a tono con el mundo tecnológico y globalizado en que vivimos.
—Sólo educación para la producción. ¿Y para la humanización?
—Escuche, joven, las humanidades se están marginando del sistema educativo. Es una tendencia universal que el Gobierno está adoptando en esta nación. ¿Para qué las ciencias sociales? ¿Para qué la filosofía?  Reconozco que la filosofía ha transformado al mundo. Pero necesitamos hombres productivos y no especulativos. Hombres prácticos y no soñadores. Lo que necesita nuestra nación son ingenieros, arquitectos, matemáticos, geólogos, científicos, publicistas, economistas, médicos, investigadores, comerciantes, trabajadores, personas prácticas y productivas…
  El delegado, haciendo énfasis en la educación de hombres prácticos y productivos, prosiguió con su extensa disertación sobre el tipo de formación que se proponía implementar el Gobierno en el inmediato futuro, en procura del ideal pragmático de un país productivo y competitivo.
  Al término de su extensa y argumentada exposición, el funcionario se sentó junto al rector, indicándole a éste que prosiguiera con el protocolo propio de ese evento.
  —Queridos estudiantes, ya escucharon la brillante y contundente intervención del doctor Rolero. No nos queda otra opción que implementar y poner en práctica el nuevo modelo de educación, porque si el Gobierno así lo dispone, se debe proceder en consecuencia —expresó con aire de sumisión y pusilanimidad el rector y, arreglándose el cuello de la camisa, prosiguió—. Después de mi intervención, el estudiante Soren Lautero Perino intervendrá con su participación literaria.
  En seguida, el rector emitió un extenso discurso agradeciendo la presencia del delegado y otras futilezas matizadas de evidente servilismo y reverencia al visitante, buscando que éste se llevara una imagen de un funcionario comprometido con la educación, dispuesto a cumplir fielmente con lo impuesto por el Gobierno Nacional. Apenas culminó su empalagoso discurso, pidió la participación de Soren.
  —Antes de efectuar mi acto literario, deseo expresar mi opinión sobre lo expuesto por el Señor delegado. Aunque respeto lo expuesto en su intervención, disiento del modelo educativo que se proyecta implementar. Dicho modelo no permitirá que los estudiantes piensen críticamente, por sí mismos, que logren satisfactoriamente la definición de su identidad, que aprendan a convivir tolerando a los demás y respetando las diferencias, y que aprendan a solucionar sus conflictos de manera consensuada y no mediante el uso de la violencia. Ese tipo de educación tan sólo busca la formación de personas acríticas, que no cuestionen lo establecido, y que se conviertan en engranajes lubricados para insertarse dócilmente al aparato productivo. Por esta y otras razones no pienso adelantar ninguna carrera universitaria; me formaré académicamente mediante la lectura, de manera autodidacta; muchos de los grandes intelectuales del mundo entero así lo han hecho. Las universidades entregan títulos, pero no otorgan el que me propongo alcanzar: el de intelectual —aquí Soren realizó una breve pausa, respiró hondamente y prosiguió—. A continuación narraré un cuento de mi autoría, el cual, coincidencialmente, trata de una crítica acerba al modelo educativo para personas prácticas y productivas.

 SOLEDAD EN SU MUNDO DE ENSOÑACIÓN

—Para empezar, queridos estudiantes, debo hacer la siguiente aclaración: en mi escuela no hay espacios para la fantasía, la imaginación y la ensoñación.
La inflexible profesora, luego de sentenciar su “aclaración”, prosiguió en tono enérgico con su estentórea voz:
—Esta sociedad competitiva requiere de niños prácticos, niños de acción; no de ilusos soñadores…
Mientras la profesora proseguía disertando sobre la necesidad de formar “niños prácticos” para la vida laboral, la pequeña, pero inquieta Soledad, sentada en su incómodo pupitre, cabalgaba en el corcel alado de su fantasía, su imaginación y su ensoñación hasta un tranquilo bosque con frondosos árboles, cristalinas aguas y apacibles animales.
Extasiada con la belleza de la estancia rural que la acogía, plena de encanto observó la gracia y el donaire de una serpiente de coral que descendía mágicamente desde lo alto de las ramas de un centenario samán.
—Las serpientes son animales repugnantes y peligrosos; son el símbolo del mal y del engaño—, le había advertido su madre años atrás.
Soledad, embelesada con los colores de la serpiente y con su particular manera de desplazarse, decidió seguirla, mientras el ofidio se adentraba en la maraña del bosque.
—¿Cómo caminan las serpientes si no tienen patas, mamá?—, había preguntado en cierta ocasión Soledad.
—Hija mía, esos animales del demonio parece que no tuvieran patas, pero las tienen; lo que ocurre es que la persona que se las vea, ¡morirá inmediatamente!
—Mamá, eso es puro imaginario popular.
Mientras la serpiente continuaba inofensiva y garbosa ocultándose tras los matorrales, Soledad la seguía intrigada por todo lo que se decía en contra de esos fantásticos animales. La vio salir del matorral, treparse a un árbol, cazar un pájaro y descender de él, sumergirse en un arroyo y salir de éste.
—Las culebras fueron malditas por Dios porque desobedecieron sus prohibiciones—, le había dicho su madre en una ocasión en que le impartía clases de religión.
—Mamá, todo eso que me has dicho de las serpientes no son más que mitos y leyendas. 
 Mientras la serpiente danzarina avanzaba por el bosque, Soledad corría tras ella como hechizada por el indescriptible serpentear de tan fantástico animal. Ensimismada con el singular espectáculo, prosiguió tras el colorido y llamativo cuerpo del reptil. Sin perderla de vista ni por un efímero instante, la observó cómo reptaba con singular encanto por la espesa vegetación. Quería seguirla hasta donde fuera posible. Siguiéndola, probablemente podría tratar de desentrañar el misterio que se oculta detrás de los mitos y leyendas.
Luego de varias horas de seguimiento, decidió descansar un poco, aprovechando que la serpiente se detuvo a engullirse un ratón. Las fuerzas poco a poco abandonaron a Soledad y sus pasos se hacían cada vez más lentos, a pesar de las frutas que comía y el agua que bebía. Sacando alientos y valor de lo más recóndito de su ser, se dispuso a seguirla después que la serpiente continuara con su largo viaje.
Tras salir del bosque y atravesar la carretera, la serpiente ascendió rauda por una pendiente y descendió hasta un valle, para luego cruzar un río e internarse en un árido y caluroso desierto. Soledad, casi sin fuerzas, la había seguido sin que de sus ojos desapareciera la imagen de aquel animal que tanto la cautivaba. Adentradas en lo profundo del desierto, la serpiente y Soledad, hambrientas, sedientas y laceradas por la inclemencia de la arena caliente, cayeron rendidas. Soledad deliraba, no podía distinguir entre la fantasía y la realidad. Cuando la serpiente, que yacía, casi muerta, junto a ella, se puso de espaldas a la arena para evitar que el candente sol quemara su colorida piel, Soledad le observó las patas, y al instante murieron las dos.
—¡Soledad, despierta!—, gritó la profesora con su atronadora e imponente voz—. Aquí no se viene a soñar. Ya les aclaré que en mi escuela no hay espacio para la fantasía, la imaginación y la ensoñación. Aquí sólo formamos personas prácticas.
—Profesora, no quiero estudiar.
—¿Por qué, Soledad?
—Porque su escuela no me deja aprender”.






















XXV


En Calentero, tres décadas antes, un profesor de filosofía  (que ya se había pensionado)  estableció un espacio de discusión literaria y filosófica, llamado “Navegando ando en ríos de palabras”, el que funcionaba en un salón de la Casa de la Cultura. Allí acudían algunos profesores, estudiantes y lectores del pueblo, dos veces por semana. Se realizaban lecturas críticas y candentes debates sobre literatura y filosofía. Eran lecturas exegéticas, hermenéuticas, semiológicas, gramaticales, lógicas y retóricas. Así se facilitaba la comprensión de los textos leídos. Cada sesión de lectura y discusión eran eventos divertidos y enriquecedores de conocimiento.
 Esa tertulia literaria era famosa no sólo en Calentero, sino en la región. En ciertas ocasiones asistían profesores y lectores de algunos municipios aledaños. Gracias a esa notoriedad, el comandante guerrillero de la zona se enteró y decidió enviar a uno de sus milicianos a que asistiera, en calidad de lector, a las pláticas literarias. El disciplinado subversivo, poco a poco, se fue enterando del talante intelectual de los lectores. Fue así como identificó a Soren como un prometedor joven intelectual, ya que era consciente de su espíritu crítico que le permitía adoptar posturas iconoclastas, contestatarias, contenciosas, controversiales, dialógicas y libertarias. El comandante rebelde, luego de enterarse del carácter intelectual de Soren, procedió al envío de uno de los adoctrinadores, con el fin de que entrara en contacto con el joven, y tratara de adoctrinarlo y atraerlo a la causa subversiva.
 Cierto día, cuando Soren se encontraba en la biblioteca municipal, extasiado en la lectura de “Así hablaba Zarathustra”, de Nietzsche, fue interrumpido por el adoctrinador insurgente.
 —¡Buenos días, amigo Soren! —saludó el visitante, con un tono campechano, mirándolo fijamente, mientras le ofrecía su mano derecha en ademán de saludo cordial.
 —¡Buenos días!—saludó jovialmente Soren al desconocido —. No eres de Caletero, no te he visto por acá. Sin embargo, bienvenido a este pueblo y, sobre todo, a esta biblioteca, la cual cuenta con una abundante cantidad de libros de diversos temas. ¿Te puedo ayudar en algo?
—¡Claro que me puedes ayudar! —musitó el faccioso, con evidente emotividad—. ¡Eres la persona que necesitamos!
 El adoctrinador era un sujeto alto, un poco delgado, con la cara recién afeitada y cabellos largos. Se caracterizaba en la guerrilla por ser una persona que leía mucho, escribía ensayos subversivos, redactaba panfletos y le apasionaba la poesía contestataria. A su espíritu alegre, dinámico y dialéctico, se le agregaba la habilidad en el arte de la palabra. Convencía fácilmente, porque, con sus construcciones lingüísticas, juegos y artificios del lenguaje, cautivaba y seducía. Gracias a esta destreza, era contundente en el reclutamiento de adeptos para la causa guerrillera. Luego de sentarse junto a Soren, se presentó e inició su plática adoctrinadora.
—Mi nombre es Telero. No vivo en Calentero, pero sé que su gente es emprendedora y progresista —se expresó convencido de lo que afirmaba, a la vez que tomaba el libro que leía Soren, el cual se encontraba sobre la mesa, después que éste lo dejara allí para corresponder al saludo del visitante—. Leyendo al genial Nietzsche, ese gran pensador de la sospecha. Interesante libro. Lo felicito por ser un lector de este tipo de lecturas que enseñan a pensar críticamente para cuestionar el orden cultural establecido quiso ganarse la confianza de Soren con estos elogios—. Dije que me puedes ayudar y que eras la persona que necesitamos, porque estoy enterado de su condición de joven intelectual, amante de la lectura crítica.
—Según los convencionalismos, costumbres y tradiciones culturales, mis padres me etiquetaron con el nombre de Sorenexpresó con cierto dejo de ironía—. Cultivo un considerable hábito por la lectura y me gusta pensar por mí mismo.
—Soren, admiro a los jóvenes que piensan diferente y que disienten de los condicionamientos culturales.
—Los jóvenes tenemos el compromiso de interpretar, desinterpretar y reinterpretar la cultura que nos ha sido dada por nuestros antepasados, y así poder vivir una existencia auténtica.
—¡Esas son las personas que nuestra causa revolucionaria necesita! —celebró entusiasmado Telero y, sin más circunloquios, le espetó uno de sus contundentes interrogantes: —. ¿Qué opina de la lucha guerrillera?
—En una democracia es legítimo este tipo de lucha por parte de los grupos de oposición…
—¿Le interesa la causa subversiva? –interrumpió con actitud entusiasta Telero.
—¿A quién no le interesa la subversión? –respondió con otra pregunta.
—¿Piensas que la lucha subversiva armada es una salida para la transformación del sistema social, político y económico imperante?
—Acepto que la causa subversiva puede transformar la sociedad, pero estoy convencido que la lucha armada no cambia ningún sistema imperante. Para lo único que sirve la guerra es para generar violencia de todo género: terrorismo, asesinatos, desplazamientos, secuestros…
—¡La lucha guerrillera sin violencia no sirve para cambiar el sistema imperante —interrumpió abruptamente Telero—, porque quienes detentan el poder no lo cederán con el solo ímpetu de la causa subversiva! La subversión está profundamente ligada a la violencia armada.
—Disiento de la subversión violenta, porque está demostrado que en nuestro país es imposible llegar al poder al fragor de las armas. Soy partidario de la lucha “almada”, de una revolución transformadora, que solamente tendrá éxito si se realiza por las vías democráticas, sin acudir a los vejámenes y tropelías de toda laya. Existen otros caminos no violentos para llegar al poder; la violencia propicia más violencia. Ninguna revolución violenta ha cambiado radicalmente el estado de cosas, lo instalado, lo establecido; algunas cosas cambian para volver luego a lo mismo, bajo otras formas de dominación. Antes de querer transformar al mundo, sería pertinente preguntarnos qué estamos haciendo nosotros para orientar nuestra propia vida. Parodiando al escritor Stefan Zweig, podría decir que el intelectual no tiene otra cosa que hacer sino establecer y formular claramente las verdades, sin luchar violentamente por ellas Soren hizo una brevísima pausa, observó detenidamente un colibrí  que libaba el néctar de una flor del jardín de la biblioteca, luego, mirando fijamente a su interlocutor, continuó—. Sé que en nuestro país los derechos humanos son pisoteados impunemente. Aunque me identifico con los defensores de los derechos humanos, disiento de aquellos que ofrendan su vida inútilmente. ¿“Hacerse”  matar tan absurdamente por mantener una lucha desigual contra un Estado violador de los derechos humanos? No me parece una decisión inteligente. No tiene sentido: ¿tantos defensores de los derechos humanos asesinados para que todo siga igual? ¿Qué han cambiado sustancialmente y de fondo esos “mártires”? ¡Cuántos intelectuales, en aras de su supuesta revolución subversiva, han muerto en este país, para que todo siga igual! ¿Qué han logrado esos intelectuales inmolados en tantos años de lucha guerrillera? El fenómeno oprobioso de la violación de los derechos humanos y la injusticia social prosigue incólume. No comparto las supuestas acciones mesiánicas. ¡Nunca estaría dispuesto a cargarme un fusil al hombro para hacer revoluciones! Las revoluciones, aunque suene romántico, son de ideas y no de armas. ¡Qué absurdo! Matar hombres por la causa de los hombres. Al poder se llega luchando por combatir la injusticia social y todos los demás males de la nación, planteando y ejecutando propuestas concretas, sin intereses personales o de partidos políticos. Después que se entronizan en el poder quienes han llegado a él por la vía armada, se convierten en tiranos, olvidándose del pueblo y de los compañeros de lucha. Como ejemplos evidentes y fácticos tenemos…
—Nuestra lucha por el poder es con las armas –interrumpió para aclarar enfáticamente Telero y le ofreció un cigarrillo a Soren, pero éste lo rechazó—. La subversión armada y violenta llegará al poder tarde o temprano, pero llegará. ¡De eso estoy absolutamente convencido!
—Tu empresa la veo difícil, por no decir que imposible.
—¡Triunfará nuestra causa subversiva en nuestro país, ya lo verá!
—Respeto y acepto tu manera de pensar, pero disiento de sus planteamientos. ¡Abandonen las armas y conviértanse en un movimiento político para intentar llegar al poder!
—¡No! ¡Qué partidos políticos ni que dejar las armas! ¡Vamos por el poder con las armas! —refutó con evidente vehemencia Telero—. En lugar de anidar idealismos románticos, Soren, lo invito a que se una a la lucha guerrillera. Las utopías no triunfan ni generan cambios estructurales y profundos. Sólo la lucha armada triunfará.
—La utopía es la que le da sentido a las luchas. La utopía es el camino que conduce a las revoluciones triunfantes. Seré fiel a mis “idealismos románticos” y utópicos, porque el mundo tiene que transformarse pacíficamente; las guerras no han cambiado los sistemas imperantes, sólo han dejado miserias y ruinas. No tengo ningún interés de vincularme a la guerrilla. Mi lucha por la transformación la enfoco desde otros escenarios diferentes, empezando por mi transformación interior
—¡Con esos ideales no se llega al poder! —interrumpió Telero para expresar su disenso radical.
—No pretendo llegar al poder. Sólo anhelo mi transformación, para luego, por los caminos democráticos, intentar el cambio que implica, primeramente, una revolución educativa, tanto a nivel familiar como escolar…
—¡La lucha debe ser armada! —volvió a insistir Telero, en tanto abría y cerraba el libro que había tomado de la mesa.
—No. La lucha armada no tiene sentido. Cuántos intelectuales han muerto en ese modo de confrontación. Es mejor confrontar ideas y no armas. Mentes prodigiosas se han inmolado inútilmente. Esas mentes, democráticamente, ya hubieran realizado el cambio que tanto anhela la subversión armada. No tiene sentido ofrendar la vida por una causa. Ninguna causa justifica el sacrificio de vidas. Respeto a los intelectuales rebeldes, pero considero estúpido inmolarse por causas que,  aunque son importantes y necesarias, no fructifican. Precisamente, el libro que tienes en tus manos dice que nos alejemos de los humos de esos sacrificios humanos…
—Si no estás de acuerdo con nuestra causa revolucionaria armada, no insisto en su adhesión a la lucha insurgente, porque no serías un guerrillero con el perfil que anhela nuestra lucha rebelde.
—No lo sería –convino Soren—. La revolución en la que seré un militante comprometido, será en una revolución democrática.
 Telero, luego de escuchar el punto de vista de Soren, se levantó de la silla, entregó a Soren el libro que leía, y dándole una palmadita en el hombro, le dijo muy quedo:
—¡Sigue leyendo y haz tu revolución como quieras, que nosotros haremos a nuestra manera la revolución que el país necesita!


















XXVI

  Instalado en su nuevo lugar de trabajo, Fileno continuaba con su mutismo, su introversión y su compromiso laboral. Desde su llegada había empezado su pretendida conquista de cualquiera de las cuatro muchachas Lorato. Inició cortejando a Janesi, la mayor. Ésta era una hembra de unos 21 años; se caracterizaba por ser una mujer hacendosa y por conservar una luenga caballera ensortijada. Cuando ella descubrió los galanteos de Fileno, evitó cualquier oportunidad que le fuera propicia a éste para manifestárselos, en parte porque estaba a punto de casarse y porque no le atraía físicamente el nuevo empleado.
  Como un hombre de retos, Fileno aceptó las evasivas de Janesi, confiando en que todavía podía intentarlo con sus tres hermanas. En su primer intento había fallado, pero no podría fallar en los siguientes. Estaba seguro de que alguna de las otras tres jovencitas estaría dispuesta a ser su novia y casarse con él.
  La cotidianidad transcurría normalmente para Fileno, quien proseguía con su aburrida vida rutinaria y vacía, trabajando duro durante la semana y emborrachándose en Calentero el día de descanso. Su vida acontecía entre el trabajo, la embriaguez y sus quimeras. Habiendo puesto los ojos en Fentina, de 19 años, inició su virtual conquista. Una noche, después de un arduo día de trabajo, Fileno, luego de fumarse un cigarrillo, se acercó a la silla en que se encontraba sentada, solitaria, Fentina. Los dos iniciaron una conversación amena. Cuando ésta concluía, Fileno, luchando contra su introversión, se lanzó, como a un río caudaloso, a la conquista de su dama.
  —Fentina, he notado que los dos nos entendemos y nos divertimos cuando hablamos. Me gustaría que entre los dos se estableciera una relación, aunque fuera sólo como amigos y esperar qué nos depare el destino —indicó, sintiendo que las piernas le temblaban y que le faltaba aire para respirar.
  —Ya somos amigos —repuso Fentina con una sonrisa en sus seductores labios.
  —Pero, ¿por qué no podríamos ser más que simple amigos? —indagó Fileno, mirando fijamente sus inquietos ojos que armonizaban con su rostro simétrico que tenía un misterioso poder cautivador.
  —¿A qué te refieres con eso de “más que simple amigos”? —preguntó visiblemente sorprendida Fentina, quien se recogió el cabello azabache que, ensortijado, de vez en cuando le cubría parte de su hermoso rostro.
  —Novios, si estás de acuerdo —aclaró Fileno con ganas de huir de allí.
  —¿Novios? ¡Cómo se te ocurre! ¿Acaso no sabes que Nerino Urico, tu compañero de trabajo, es mi novio?
  Las palabras de Fentina fueron un rayo que le fulminó su voz ipso facto. Fileno enmudeció. La miró con odio e inmediatamente salió de la vivienda, encendió un cigarro, lo fumó y luego se acostó en su lecho, sin poder conciliar el sueño en toda la noche.
  Fue una de las peores noches de su aciaga existencia. Una vorágine de confusos pensamientos golpeaba en su atribulada cabeza y se agitaban como partículas subatómicas dentro de un átomo, sin poder determinar exactamente ni su posición ni su velocidad. El sistema planetario de su convulso universo se desequilibró. Todo en su vida era un caos insoportable. Sentía, impotente, que su mundo podría colapsar. Mundo en el que estaba solitario, sin quién pudiera auxiliarlo para tratar de recomponer los mecanismos que se habían desajustado. Su universo no respondía a las leyes tradicionales, su mundo era incontrolable. Entonces, por primera vez en su vida se preguntó quién era él en realidad, dónde estaba y para dónde iba; preguntas que debió habérselas formulado muchos años atrás. Sin una respuesta a sus inquietudes existenciales, se sintió solitario en su universo. Escrutó y escruto en su pasado y en su presente, y tuvo que aceptar que estaba solo en este mundo y sin amor. Cuando se vio al borde del abismo, desesperado buscó una cuerda que evitara su caída, y cuando estaba a punto de caer al insondable precipicio se le apareció. “Soren, la única persona que me comprende, es la cuerda que tal vez impedirá mi inminente caída”, pensó como si lo gritara en voz alta. Cuando intentó conciliar el sueño, se percató que ya era hora de levantarse.











XXVII

  El nuevo sacerdote de Calentero, Marelvo Patelo, había resarcido la ofensa que su antecesor le había infligido a la incontrovertible fe de los creyentes. Este representante de la iglesia era el símbolo evidente de la existencia de Dios. Con el ánimo de afianzar la fe, celebraba tres misas diarias y visitaba barrios, veredas y establecimientos educativos. El rebaño de Calentero, guiado por este fervoroso pastor, llegaría a la “diestra del padre”. Entre el clérigo y su feligresía existía un indisoluble matrimonio espiritual.
  —Soren, hijo mío, no te he visto en misa —le reconvino el sacerdote, con acento conciliatorio, en cierta ocasión que se encontraron casualmente en la biblioteca municipal.
   —Después de mi primera comunión no he vuelto a misa —replicó Soren, mirando a los ojos del canónigo.
   —¿Por qué no volvió a misa desde entonces? —quiso saber el presbítero, mientras invitaba a Soren a que se sentaran en sendas sillas que se encontraban en un rincón del establecimiento.
  —Porque mis lecturas y mis reflexiones me han indicado que para vivenciar  mi dimensión espiritual no necesito de iglesias, biblias, sacerdotes, ceremoniales, ni rituales —explicó Soren, colocando sobre un estante de la biblioteca el libro que estaba leyendo, para sentarse en la silla que su interlocutor le indicaba—. No necesito de religiones, de fe, ni de creencias para mi espiritualidad, vivenciada como yo la experimento.
  —Pero hiciste tu primera comunión —intervino el cura.
  —Efectivamente, yo la hice, pero ésta fue una decisión que tomaron mis padres. En ese tiempo aún no pensaba por mí mismo, ni  había leído sobre historia de las religiones, antropología de la religión, sociología de la religión, fenomenología de la religión, sicología de la religión y filosofía de la religión. Como comprenderás, esos saberes arrojan luces sobre la búsqueda de la verdad.
  —¿Eres ateo o creyente? —indagó con profunda expectación el sacerdote.
  —Ni ateo, ni creyente —respondió Soren.
  —¿Entonces cómo vives?
  —Con mis convicciones y mi propio código de valores. Vivo de acuerdo a como pienso, porque muchos, incapaces de vivir de acuerdo a como piensan, terminan pensando como viven…
  —¿Tienes algo en contra de la religión? —interrumpió el clérigo con esta pregunta.
  —En contra de la religión, no; sino en contra de quienes la han utilizado como arma de manipulación y adoctrinamiento ideológico. La religión, como hecho social, en sí no es ni buena, ni mala. Mi disenso se orienta hacia el inadecuado uso y el pragmático abuso que se ha hecho de ésta. Si la religión es, como afirman algunos estudiosos del fenómeno religioso, la orientación de las personas hacia lo espiritual, ¿entonces por qué se ha utilizado como ideología política y como herramienta de conquista y sometimiento? ¿Acaso en su nombre, muchos no han perpetrado impunes tropelías? Y ni qué hablar de las “guerras santas”. ¡Oh, cuántos religiosos han hecho de ésta una manera de legitimar la mentira!
  —¿Me quieres dar un ejemplo para fundar tus afirmaciones, Soren?
  —La imposición de la monogamia en una sociedad poligámica por naturaleza. Este gravamen ha contribuido a convertir el amor en un campo de batalla, la genitalidad en algo sucio y a despreciar nuestro cuerpo.
  —La religión debe evitar la concupiscencia —aclaró el clérigo.
  —¿La represión de los instintos naturales? —preguntó Soren, matizando su tono de una dosis moderada de ironía.
  —Eso ha hecho siempre la religión y ésta es una de las instituciones tradicionales más antiguas, que ha sobrevivido al paso del tiempo. Yo sigo las tradiciones de mi religión y las perpetúo en el rebaño.
  —Esa restricción instintiva que intentas perpetuar ha contribuido a incrementar el malestar cultural…
  —Tengo la impresión de que eres un poco subversivo —interrumpió el sacerdote para emitir ese juicio.
  —Si ser subversivo es cuestionar lo establecido, sí soy subversivo —convino Soren, insertando su mirada en el rostro del religioso—. Pero no me declaro derechista, izquierdista, capitalista, socialista, idealista, materialista, racionalista, empirista, ateo, creyente, reaccionario, adoctrinador, Mesías o profeta… Me declaro buscador de la verdad. Así como reconozco la gestión humanitaria que ha realizado la religión en el mundo entero, igualmente acepto que ha ejercido una notoria influencia nefasta en la humanidad —enjuició Soren.
  — Aunque respeto tu manera de pensar, disiento profundamente de ésta. ¡Vaya con Dios, hijo mío! —declaró el sacerdote, estrechando la mano de Soren y comunicándole que debía marcharse porque ya se acercaba la hora de oficiar la misa. Sin embargo, la plática con este irreverente joven lo dejó inquieto. ¿Sería, acaso, que también le había fisurado su aquilatada fe?



































XXVIII

  El tiempo no se detenía y la vida cotidiana transcurría sin acaecimientos que interrumpieran el sosegado existir de los calenteros. El año escolar se acercaba a su fin y Soren pronto terminaría sus estudios secundarios. Había escrito y enviado su cuento al concurso. También al finalizar el año se conocerían los resultados. Los hermanos Iselda y Soren proseguían con sus actividades académicas durante la semana y al culminar ésta viajaban a disfrutar de la cautivadora naturaleza de Las Vestales.
  Falero, por su parte, se esforzaba por trabajar y progresar. Con el fruto de su esmerado trabajo iba amasando un pequeño capital que, con la empírica asesoría financiera de su padre, se iba consolidando.
  —No lea tanto, Soren, y haga como yo: aprenda a negociar; los libros no producen dinero —intervino en una ocasión, interrumpiéndole su lectura.
  —¿Por qué los libros no producen dinero y los negocios sí? —le pregunto Soren, levantando sus ojos del libro que leía en silencio.
  —Porque no he conocido a ningún doctor millonario; en cambio sí conozco negociantes millonarios —respondió en voz alta Falero, como era habitual en él: hablar haciendo énfasis en lo que expresaba, buscando llamar la atención con sus afirmaciones.
  —¿Para qué sirve ser millonario? —preguntó Soren, mirando con un mohín fraternal a su interlocutor.
  —Para vivir mejor, disfrutar los placeres de la vida y, sobre todo, poder conquistar muchas mujeres. No se te olvide que las mujeres se conquistan con dinero. Quienes carecen de él, tienen que conformarse con una sola. Como anhelo tener muchas mujeres, necesito ser millonario, y esto es lo que me propongo hacer en la vida. Sólo los millonarios son felices, los pobres son infelices.
  —¿Qué es la felicidad? —interrogó Soren, observando cómo su hermano se ufanaba de la vida de los millonarios.
  —No sé, pero supongo que son todos los lujos que procura el dinero, el dios de la tierra —contestó con ímpetus de grandeza Falero.
  —Hay muchas maneras de ser y de estar en el mundo. Pobres o ricos tenemos derecho a existir. Mientras yo disfruto de la lectura, tú puedes disfrutar de tus sueños de riqueza. Lo importante es procurarnos una manera amena de vivir nuestro aquí y nuestro ahora como mejor nos apetezca, sin incordiar a los demás. Si tu proyecto de vida lo pretendes direccionar en torno al ideal de obtener fortuna económica, aplaudo y respeto tu decisión. Yo, por el momento, exploro diversas formas de vivir feliz, y por ahora la lectura contribuye, en gran parte, al logro de este cometido. Veré más adelante qué me depara la existencia. No estoy seguro de nada, porque lo único que puedo afirmar es que nada puedo afirmar. De lo único que estoy cierto es de la incertidumbre…
  —Ya empezó con su filosofar —interrumpió Falero—. Siga leyendo tranquilo que yo me voy a trabajar porque la fortuna y la prosperidad económica me esperan muy pronto.
  Sin culminar de expresar esta manifestación se marchó a vacunar un lote de ganado que esperaba impaciente en el corral.
  Días después un hecho criminal alteró la tranquilidad de los apacibles calenteros. Atelmo Vejero, un pequeño comerciante, con su psiquis alterada, presuntamente por la neurosis que produce el agite de este mundo competitivo, accionó su arma de fuego contra su esposa, Mileta Fornero, y luego se autoeliminó en presencia de sus dos hijos adolescentes. Este trágico hecho conmocionó a los ciudadanos de Calentero  y de los pueblos aledaños. Durante los días siguientes mucho se comentó boca a boca y se difundió en los periódicos y emisoras regionales. El uxoricidio y el suicidio causaron un profundo impacto en la psiquis colectiva  de la comunidad. Este hecho, absurdo e irracional, fue objeto de reflexión en las instituciones educativas de Calentero. Los profesores encargaron a Soren para que escribiera una reflexión sobre la condición humana, la cual fue publicada en el periódico del colegio, así:

  “LA MISERA CONDICION HUMANA

  ¡He aquí la mísera condición humana!
Temporal, contingente, voluble, contradictoria, deleznable, desquiciada, violenta, neurótica, agresiva, finita, absurda, veleidosa, inefable, conflictiva, cosificada, superficial, masificada, inauténtica, intolerante, alienada, agresiva, egoísta, turbulenta, mortal, pasajera, insoportable, vesánica…
  Existencialmente absurda, ontológicamente sin sentido y filosóficamente irreflexiva; olvidada de las dimensiones del ser personal: corporeidad, interioridad, comunicación, afrontamiento, compromiso, libertad y trascendencia; arrastrada por la corriente de las circunstancias; gobernada por indómitas pasiones; obnubilada por una doble moralidad; eclipsada por el brillo oropelesco de los entes; sometida por el imperio de la razón instrumental; confundida en su búsqueda incansable del dominio de los objetos; perdida en la racionalidad tecnológica; carente de espíritu crítico; desperdiciada en la estulticia; condenada a la caducidad…
  Destinada a la felicidad, pero expuesta al dolor y al sufrimiento; realizándose entre el ser y la nada; confundida entre la realidad y la fantasía; atrapada en la red de los absurdos convencionalismos sociales; agobiada por el qué dirán; cautiva en una cultura artificial, en ella viviendo y en ella muriendo; en constante lucha entre lo ideal y lo real; embrollada en su relación entre el ser y el conocer; comprometida con la impostura; prisionera en la cárcel del lenguaje; insegura ante la opción por la levedad o por el peso; alienada con sucedáneos como el poder, el honor, los elogios, la fama, la adulación, el éxito, el consumo, el fanatismo, la frivolidad, la superficialidad, los fetiches y la inautenticidad; extraviada en la existencia…
  Amando para después odiar (ambivalencia afectiva); anhelando un papel en la vida, pero desempeñando otro distinto; haciendo lo que puede y no lo que quiere; girando en la rueda del hacer, del tener y del consumir; buscando objetividad en su mundo subjetivo; oscilando al garete entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño; fluctuando entre el ser y la nada; librando constantes batallas entre la razón y los instintos; pretendiendo inútilmente rebasar los estrechos límites que le impone su mísera condición; anhelando quiméricamente el ideal de justicia; vacilando entre la verdad y la mentira, sin saber qué es la verdad; precipitándose inexorablemente hacia el insondable abismo de la nada; venerando ídolos y despreciándose a sí misma; ufanándose vanamente de poseer la verdad, cuando ni siquiera sabe qué es la verdad;  huyendo de su ansiada libertad…
  Frágil barquilla al vaivén de las embravecidas y turbulentas olas del inmenso y proceloso mar de la vida…”.  







XXIX

  El domingo siguiente de su tercera fallida conquista amorosa, Fileno Rodero, quebrantando su costumbre, no visitó a Calentero, sino que, en compañía de un perro, se marchó para un enorme y profundo pozo de agua, localizado en la convergencia de dos caudalosas quebradas. Al llegar se sentó sobre una enorme roca, encendió un cigarrillo y lo fumó. El perro se acostó bajo un árbol, observando unos pajaritos que revoloteaban en la copa de éste.
  Fileno, en ese solitario y silencioso lugar, meditaba sobre los últimos acontecimientos importantes en su vida, que no eran muchos ni muy significativos, ya que su existencia era aburrida y monótona. Sus penas de amor crecían proporcionalmente con el ímpetu de su pasión. A esa edad necesitaba el amor de una mujer y el calor de un hogar. Tal vez unos hijos contribuirían a darle un sentido a su superflua existencia. Pero el amor no llegaba y su pasión aumentaba. “¿Qué hacer”?, se preguntó, sin que avistara una salida a esta encrucijada vital.
  Sumido en el proceloso océano de sus atribulados pensamientos, Fileno contemplaba, profundamente ensimismado, el vasto horizonte poblado de árboles, montañas, valles, quebradas, aves y una recua de ganado que pacía cerca. Ni el verdor de la naturaleza, ni el silencio, ni el trinar de los pajaritos y ni el aletargador perfume de las flores silvestres le traían paz a su acongojado espíritu.
  Perdida su mirada en lontananza, daba la impresión de que en ese sitio solamente se encontraba su cuerpo, por cuanto su mente divagaba muy lejos de allí. Por momentos se perdía en su oscuro pasado y por instantes tornaba al presente. Los ingratos recuerdos de su azarosa niñez lo fustigaban sin tregua. Rememoraba, con profundo dolor y nostalgia, momentos en que sus padres, cuyas imágenes se le desvanecían por instantes, lo maltrataban física y moralmente. Tenía claro que junto a ellos no había sido un niño como los demás, como los que él contemplaba en su vida de adulto: niños que jugaban, reían, corrían, saltaban, recibían caricias de sus padres e iban a la escuela a estudiar.
  Del oscuro mundo de su pasado remoto lo regresó a su presente el bramido de una vaca que se arrimó al pozo a saciar su sed. El repentino mugir del vacuno lo asustó un poco, a pesar de su característica ataraxia. Mientras el animal abrevaba tan vital y cristalino líquido, Fileno lo observaba sin prestar demasiada atención, debido a que su mente insistía, de manera incontrolable, regresar a su infancia.
  Ensimismado en sus recuerdos, se perdió en los albores de su existencia. Entre las tinieblas de su infausta niñez recordó, de forma un tanto vaga e imprecisa, el día en que, bajo una aterradora tempestad, tuvo que abandonar su hogar, con el objeto de evadir una golpiza que se aprestaba a propinarle su padre. Pasó su primera noche fuera del hogar en un rancho abandonado, en el que sólo habitaban hambrientos ratones. Empapado como estaba intentó dormir, pero el frío y la gazuza se lo impidieron.
  Al siguiente día se despojó de sus sucias y raídas ropas y las puso sobre una piedra para que el sol las secara. Cuando éstas estuvieron un poco secas, se vistió nuevamente y se marchó del rancho en búsqueda de algo para comer. Solamente encontró naranjas y mandarinas, y con ellas sació un poco su voraz apetito. 
  Luego de vagar durante todo el día por el campo solitario se encontró, cuando el ocaso se aproximaba a su fin, con una mujer que llevaba un niño en sus brazos. Fileno, mintiéndole, le dijo que se había extraviado de su casa y que no recordaba dónde quedaba ésta. La mujer, dada su condición de madre, se conmovió y lo llevó a su vetusta vivienda, donde vivía solitaria tras haber sido abandonada por su esposo. Cuando la campesina le preguntó cómo se llamaba, él respondió que Fileno, sin revelarle sus apellidos, temiendo que ésta supiera de dónde procedía y lo devolviera al seno de sus padres, lugar al cual jamás pensaba regresar.
  En esa época, Fileno contaba apenas con seis años. La buena mujer lo albergó, alimentó y vistió durante aproximadamente un año, al cabo del cual, sin avisarle a ésta, se marchó para la parte más montañosa de la región y terminó al servicio de una familia campesina, sin hijos, que tenía una vivienda rústica en la pendiente del cerro El Perelano. Desde allí podía observar el vasto horizonte y su mirada se perdía en la inmensidad. Aprendiendo y trabajando en faenas agrícolas fue desarrollando esa capacidad de trabajar esforzadamente que lo caracterizaba ahora como adulto.
  Esa familia, que le brindó la posibilidad de aprender a trabajar, era cazurra y se comunicaba muy poco con él. Le hablaba lo estrictamente necesario, sin brindarle ninguna muestra de cariño. Como no había niños en la casa ni en las casas vecinas, no tuvo la oportunidad de jugar con éstos. Nunca jugó con niños. Su niñez, lo mismo que su vida de adulto, estuvo agobiada por el trabajo, mas no por el inefable placer del juego.
  Luego de permanecer durante algunos años al servicio de esa familia, que no lo maltrató pero tampoco le ofreció ningún tipo de afecto, sin previo aviso la abandonó y, tras caminar durante dos días, cansado y hambriento ancló la frágil carabela de su aciaga existencia en el puerto seguro y acogedor de la familia Lautero Perino, la cual le ofreció una cordial bienvenida y le brindó cariño, diversión, trabajo y comprensión.
  El bullicioso cántico de las guacharacas trajo del pasado al presente al ensimismado Fileno, que, cansado de estar sentado en la enorme roca, decidió despojarse de sus ropas e ingresar al pozo a disfrutar de un reconfortante baño. Tratando de olvidar que era un adulto, intentó divertirse dentro del agua como lo hacían los niños que él a veces contemplaba jugando. Las aguas diáfanas le permitían observar en el fondo diversos pececillos que nadaban de manera rauda y sincronizada. Él trataba de agarrarlos pero ninguno se dejaba atrapar. Absorto en esa distracción permaneció así durante más de dos horas, como allende del tiempo y del espacio. De ese agradable letargo lo despertó un lote de ganado que se abalanzó sobre ese estanque natural a beber agua. Sin embargo, él no abandonó el pozo y, extasiado como el niño que nunca fue, observaba con detalle cómo bebía esa manada de sediento ganado.  
  Cuando el ganado hubo abandonado el pozo, Fileno sorbió unos tragos de agua, salió, se vistió y, con paso lento, se dirigió, seguido por el perro, a su lugar de habitación, fraguando en su convulsa mente nuevas estrategias para proseguir con la conquista de las hermanas Lorato.















XXX

  La campaña política para la Alcaldía de Calentero había entrado en su etapa definitiva. Pronto se efectuarían las elecciones. Cada candidato, mediante discursos demagógicos, retóricos y populistas, buscaba ganar la simpatía de los incautos electores y, de esta manera, obtener el triunfo en las justas democráticas.
  Lupinto Cervero, un hábil y pragmático candidato, que ya había sido alcalde en dos ocasiones, sabía cómo salir ganador en la contienda electoral. Adelantándose a sus competidores, convocó a una reunión a los estudiantes que se aprestaban a concluir sus estudios secundarios. Sabía que éstos, aún menores de edad, no podrían sufragar; pero también sabía que sus padres y familiares sí votarían. Si convencía a los jóvenes —en su opinión, espíritus frágiles, fáciles de convencer—, éstos persuadirían a sus padres para que votaran por él.
  —Jóvenes de Calentero, el futuro de la nación —empezó su convencional discurso, convencido de que la juventud sería un receptáculo acrítico para verter en él su demagógica peroración—, los he convocado, sin ningún interés politiquero —mintió— para socializar mis ideas, mi programa de gobierno y orientarlos en el arte de la política. Quiero revolucionar, en presencia de estos espíritus efervescentes e inquietos, el paradigma tradicional de realizar proselitismo político —volvió a mentir—. Luego de que escuchen lo que me propongo exponerles, sin retórica, ni demagogia —incurrió en otra falacia—, estarán seguros de sus convicciones, sabrán lo que quieren y convencerán a sus padres, familiares y amigos para que voten por mí. Yo les prometo…
  —Pura retórica y demagogia —murmuró uno de los estudiantes, casi de forma inaudible, interrumpiendo la fluida facundia del aspirante.
—Permítame, señor Cervero, que me pronuncie —pidió Soren, con tono moderado—, alterando el ritual convencional de este tipo de certámenes masificadores, sobre algunos de sus asertos.
—Sí, puede hacerlo —convino el interpelado—. Mi talante democrático permite que la juventud se exprese libremente en estos escenarios participativos. ¡Adelante, joven!
—Aunque no ha terminado su alocución, encuentro en su exordio, a juzgar por sus construcciones lingüísticas, por el artificio de sus palabras, que ésta tiene ciertos matices retóricos, demagógicos y populistas, que en nada subvierten la manera tradicional de realizar campaña política. Me parece que su disertación, un tanto artificiosa, despoja a la palabra de su realidad óntica. La política, tengo entendido, es el arte de gobernar éticamente, buscando la equidad para todos, o al menos para la mayoría. Si su discurso carece de ética, su manera de gobernar podría carecer de ésta...
 —Jovencito, usted apenas empieza a vivir y no sabe de política —terció el candidato, adoptando la impostura de un experto en las lides políticas—. Mi querido joven —dijo irónicamente—, a usted le falta madurar mucho en los intríngulis y vericuetos de la política, todavía no es un político.
—En una democracia, todos somos políticos; ya sea directamente o por representación de otros —refutó Soren.
  El candidato Cervero, con el propósito de no entrar en controversia con este joven, que evidenciaba una intimidadora actitud contestataria, en contravía de sus intereses espurios, optó por evitar la confrontación de ideas, por cuanto la discusión podría exponerlo a perder su máscara, necesaria para el éxito de su campaña a la alcaldía. En actitud conciliadora, característica de los demagogos, atemperó sus ánimos, evitando contender dialécticamente con ese impertinente muchacho que podría desenmascararlo, y manifestó:
—No pretendo entrar en confrontaciones dialécticas con éste, ni con ningún otro joven. Mi intención es que entiendan que el voto, en cualquier estado, fortalece la democracia. Eso quiero, nada más; sólo eso.
—¿Fortalece la democracia o perpetúa un sistema imperante? —interrogó Soren, en tono moderado, pero certero.
  El aspirante, sin responder al cuestionamiento, decidió, abruptamente, pretextando compromisos adquiridos con antelación, dar por terminada la reunión. Agradeció a los jóvenes —como una forma de cumplir con un formalismo convencional— su presencia en el evento proselitista y se marchó, fingiendo una sonrisa, temeroso de que este incómodo joven hubiera influido en la conciencia de sus contemporáneos y se perdieran algunos votos.









XXXI

  El año escolar terminó. Soren recibió el título de bachiller. El día de la tradicional ceremonia, a la cual asistió sin ninguna motivación, debido a que todo lo que procediera de tradiciones, costumbres y convenciones sociales no le atraían; pensaba que gracias a este acervo cultural algunas personas se comportaban como corderitos de un rebaño, haciendo lo que las demás ovejas hacían, sin tener conciencia de lo que realizaban. Colegía que todos estos condicionamientos sociales, producto del quehacer cultural en que crecíamos y nos desenvolvíamos, atentaban contra la genuina individualidad del ser personal. Por eso muchos eran seres anónimos y sin una identidad propia. La mayoría vivía una vida prestada. La inautenticidad era la característica de una sociedad manipulada por los medios de información. En ese maremágnum competitivo y consumista se imponía la lucha de todos contra todos. Las personas tenían prisa por llegar, no se sabía  adónde, pero cuanto antes. Incapaces de vivir de acuerdo a como pensaban, terminaban pensando como vivían. Perdidas en un mundo inauténtico, pensaban y vivían mecánicamente, dejándose arrastrar por la corriente de las circunstancias y naufragando en el proceloso y embravecido mar de una existencia anodina, mediocre y vacía.
  El rector se ufanaba de poder graduar con honores a Soren Lautero Perino, el mejor bachiller que había pasado por el colegio. Ese era un día memorable e histórico. Estudiantes de ese rendimiento académico no se graduaban todos los años. La satisfacción embriagaba al rector, quien se regocijaba con el éxito de este brillante bachiller. Ansioso de poder expresar lo que sentía y pensaba en tan magno evento, el rector inició su discurso ensalzando la personalidad de tan singular estudiante.
  —Queridos graduandos —así comenzó su acostumbrado y tradicional discurso, el mismo que emitían éste y los demás rectores de otras instituciones educativas—, en esta ocasión, colmada de un inefable júbilo, nos disponemos a graduar a un grupo de bachilleres y a exaltar al mejor bachiller del país —aquí realizó una breve pausa para mirar fijamente a Soren que, por disposición del rector, estaba sentado en una silla cerca al atril en que éste emitía su rimbombante discurso—. Qué orgullo es para mí y para el colegio que dirijo tener la desbordada dicha de graduar al mejor bachiller de la patria y el mejor estudiante que ha pasado por este colegio; ninguno como él, nadie mejor que él…
  —Permítame interrumpir su disertación ceremonial —pidió espontáneamente Soren, abrumado por la inmerecida exaltación, ya que él no se consideraba ni el mejor, ni el peor estudiante; simplemente había sido un estudiante más, con un ritmo de aprendizaje y unas capacidades diferentes, pero nunca superiores a las de sus compañeros—. Me opongo a ser tratado como el mejor estudiante del colegio o como el mejor bachiller del país. ¿Con qué criterios objetivos y subjetivos los directivos y autoridades educativas de la nación se atreven a clasificarnos y a dividirnos caprichosamente entre buenos y malos estudiantes? Esto es un flagrante atropello a la dignidad humana. Antes que “estudiantes buenos” y “estudiantes malos”, somos personas diferentes, seres únicos e irrepetibles, con finalidades, talentos y motivaciones diversas. Este mundo competitivo pretende clasificarnos, ordenarnos, determinarnos y encasillarnos. No somos una masa amorfa susceptible de moldear y determinar. Si el actual paradigma científico y filosófico para la investigación de la naturaleza y la sociedad está regido por el azar, la indeterminación y la incertidumbre, nos resistimos a la tiranía de la determinación. Si desde el acto educativo se nos pretende condicionar y determinar bajo los dictados de la razón instrumental, se nos imposibilita desarrollarnos como personas capaces de pensar y repensar, y de interpretar, desinterpretar y reinterpretar el mundo en que vivimos; un mundo hecho y dado de antemano por otros, de acuerdo con mezquinos y pragmáticos intereses, un mundo en el que se dificulta el desarrollo de nuestras potencialidades y capacidades. No estoy de acuerdo con el modelo educativo domesticador que impone el sistema imperante, que educa para la competencia y no para la convivencia, para competir y no para compartir, para la competitividad y no para amistad, para producir y no para vivir, para la producción y no para la reflexión, para consumir y no para discernir, para el juego del mercado y no para el juego de la vida, para el negocio y no para el ocio, para parecer y no para ser… Si queremos una sociedad diferente, capaz de romper con los desgastados esquemas convencionales, que no dejan vivir una existencia auténtica y humanizada, necesitamos reinventar el modelo educativo.
  —Soren —dijo el rector, retomando su alocución—, yo también, cansado de repetir lo mismo todos los años, reconozco que estos protocolos y ceremoniales son mecánicos e inauténticos. Así mismo, pienso que el modelo educativo no permite el desarrollo de todo el potencial humano y lucho contra los condicionamientos de orden social e institucional, ¿pero qué puedo hacer si el Ministerio de Educación impone la realización de estas ceremonias en la dinámica educativa? No me queda otra salida que obedecer, debido a que así lo determina el ordenamiento educativo. Yo devengo un salario de mi quehacer educativo, y si no quiero perder mi trabajo, tengo que, inexorablemente, cumplir con lo que se me impone. La libertad es tan solo una quimera.
  Hechas estas aclaraciones, el rector prosiguió con la pomposa ceremonia de graduación. Soren recibió con honores su diploma de bachiller, pero se rehusó aceptar la distinción como el mejor bachiller del país; no estuvo dispuesto a dejarse eclipsar por el brillo oropelesco de las distinciones tradicionales.
  El rector reservó para el final de la ceremonia el anuncio de que Soren, según un comunicado de los organizadores del concurso de cuento, había sido el apoteósico ganador, teniendo en cuenta su particular estilo narrativo que rompía con la manera tradicional y convencional de escribir un cuento.
























XXXII

  Soren, amante de la libertad, le gustaba la soledad, no porque huyera de la compañía, sino porque en los instantes de soledad se encontraba íntimamente consigo mismo. “Soledad no es sólo carecer de compañía”, sentenciaba. En ese estado reflexionaba profundamente sobre el mundo  que lo rodeaba y en el que vivía. Sumido en su mundo subjetivo, se entregaba al análisis, al debate consigo mismo, cuestionaba y se cuestionaba. Se ensimismaba en inquietantes monólogos. Era consciente de que “pensar la vida, esa era la tarea”, tal como lo había planteado un filósofo.
  Observando y analizando el mundo cotidiano de su contexto y de su entorno, el mundo lejano del cual se enteraba mediante la lectura y los medios masivos de información, y la manera de ser y de existir de algunas personas, concluía que muchos estaban perdidos en la existencia. “Extraviados en su mundo de apariencias y fetiches, prisioneros en sus esquemas mentales, encerrados en los moldes tradicionales e instrumentalizados por el contundente y arrollador poder del consumismo, desprecian todo lo que implique esfuerzo mental, y, por tanto, no reflexionan sobre la vida que les toca vivir”, se decía interiormente. Se percataba que el hombre contemporáneo, a pesar de estar rodeado de personas, se siente solo y extraviado en el ajetreo de la vida moderna; tiene prisa por llegar, no se sabe a dónde, pero cuanto antes. El hombre de su tiempo, en su desesperada y alocada búsqueda de salidas a su sinsentido y a su extravío, recurre a sucedáneos como la fama, el vicio, el consumismo, los convencionalismos, los halagos, la riqueza, el poder, y termina más alienado y más perdido. “El ser humano se encuentra extraviado, y no sabe que está extraviado. Y por estar extraviado no es más que una persona del rebaño, un hombre borrego. Perdido y confundido en el aletargador anonimato del rebaño, el hombre borrego pierde su identidad: él es uno más del montón”, reflexionaba.
  Le llamaba la atención las muchedumbres. “¿Por qué se masifica el hombre? ¿Qué busca? Quiere conocer a los demás, pero no sabe quién es él. ¿A dónde quiere ir si no sabe dónde está? ¿Por qué huye de la soledad?”, preguntaba. “Masifica el deporte, la religión, el consumo, el cine, los conciertos musicales y otros eventos populares”, reconocía. “Es posible que se masifique y aliene buscando salidas a la angustia, la ansiedad, la neurosis y al vértigo que implica vivir en un mundo violento, injusto, competitivo, excluyente, cosificado, masificado, instrumentalizado, inauténtico, superficial y culturalmente condicionado y determinado”, colegía. “¿El fanatismo por el deporte no será más que un sucedáneo para olvidar momentáneamente las preocupaciones diarias? ¿Tiene sentido idolatrar y reverenciar deportistas que nunca se llegarán a conocer personalmente o no se recibirá algo de ellos en contraprestación por su alienador fanatismo? ¿Qué ganan los que ganan? En el auténtico juego de la vida para ganar no se necesita competir. Muchas veces al rehusarnos a jugar, ganamos. ¿Qué ganamos nosotros si ellos ganan? ¡Qué contradicción: ellos en su mundo de lujo y boato, y el fanático atribulado en su mundo de carencias económicas! ¿Se puede ser seguidor del deporte sin fanatismos? Sería lo más pertinente. Todo con moderación, porque entre más grande es la expectación, más grande la satisfacción o la frustración. De todas maneras, el deporte, como espectáculo, y la religión, como una manera de control social,  cumplen con su subrepticia función de masificar, alienar y alejar a las personas de sí mismas, para que, acríticas como viven, no piensen, no reflexionen y no cuestionen la realidad degradante en que viven, porque eso no le conviene al establecimiento y al orden político, económico y social imperante”, objetaba.
  Los ídolos mediáticos también objeto de su aguda reflexión. “¿Para qué idolatrar ídolos del espectáculo mediático? Ellos son personas como los demás: pobres mortales, así crean ingenuamente que la fama y el reconocimiento público los inmortaliza. Todos los ídolos, producto del enorme poder mediático, incentivan el consumismo y tratan de imponer veladamente patrones de existencia inauténtica. Quienes pretenden ilusamente ser como ellos, pierden su identidad, el núcleo esencial de su ser personal. Son famosos porque las circunstancias y los medios de información así lo deciden, pero no son ni mejores ni peores personas. Ya se trate de campeones del deporte, artistas, actores, músicos, gobernantes, empresarios y otros “famosos”, convertidos en “estrellas del espectáculo mediático”, impulsado por los medios masivos de información, todos (incluyendo a los seres aparentemente “anónimos”) compartimos la misma condición: ¡somos seres caducos! Por ineludible ley de la vida estamos condenados a perdernos en la nada. Entonces, ¿para qué sirve ser famoso, si la fama no nos exonera de fenecer?  ¡Ah, la estupidez humana no tiene confines! El hombre se distrae adorando ídolos de barro, mientras se ignora a sí mismo. Vive su vida anhelando ser como sus ídolos, sin asumir una vida propia, una existencia auténtica. Vive soñando con un rol ilusorio en la vida, sin disfrutar de su condición única e irrepetible. Anhela la libertad, pero vive prisionero de los acontecimientos ajenos a su mundo interior. Vive dejándose arrastrar por la corriente de las circunstancias. Huye de la confortable soledad para perderse en la vorágine de la muchedumbre”, razonaba.
  Le preocupaba la comunicación incomunicadora en que vivían las personas. “Por carecer de habilidades comunicativas, algunas de las conversaciones terminan en disputas irreconciliables. Muchas personas, prisioneras en la cárcel del lenguaje, convierten la praxis comunicativa en un canje de agravios”, pensaba. Concebía el mundo como un escenario violento, lleno de tropelías y otros vejámenes. “La gente no se siente segura en ningún lugar. Muchos peligros y fenómenos la acechan: inseguridad, mentira, engaño, apariencia, falsedad, hipocresía, deslealtad, socaliña, artificio, competencia, consumo insaciable. La sociedad no es más que un campo de batalla, en donde se registra una lucha de todos contra todos. Todos quieren ganar, cueste lo que cueste; la competencia voraz así lo exige. Después del primero, los demás son perdedores, es la divisa. En la lucha diaria por vivir, no se respeta a los demás, no se reconocen las diferencias y el otro no es más que un rival que hay que vencer. Algunos viven al vaivén de sus incontrolables  impulsos instintivos, sin responder por sus actos, causando daño a los demás y haciéndose daño a sí mismos. Paradójicamente, su mundo emocional (que es su naturaleza, su esencia íntima), le quita la libertad a quien no tiene dominio sobre sí mismo”, meditaba.
  Consideraba que el mundo, tal como él lo concebía, no era el ambiente propicio para la consecución del bienestar. “No me interesa engendrar hijos en un mundo tan frenético como éste. ¿Para qué? Nacer es salir de la eterna y apacible quietud de la nada para entrar en la efímera y agitada vorágine del ser”, cavilaba.  Sumergido en su mundo subjetivo, a veces se preguntaba si la vida, realmente, tendría sentido, una finalidad concreta. “¿Vale la pena vivir la vida que, inexorablemente, está determinada a perecer?”, se interrogaba. “¡Qué sinsentido un ser infinito en un mundo infinito!”, se preguntaba y exclamaba, pero seguía  viviendo y reflexionando.














XXXIII

  Tras regresar de otra hacienda de propiedad de la familia Lorato, localizada en el municipio El Borito, en donde se encontraba laborando temporalmente, Fileno tenía proyectado reunirse con  su amigo Soren para contarle un profundo secreto sobre un suceso trascendental que le había ocurrido durante los años en que vivió con la familia sin hijos en las laderas del cerro El Perelano; acontecimiento que lo había impactado tanto, y a partir de entonces había comenzado su tragedia existencial. Igualmente, pensaba explicarle por qué tenía, casi como un fetiche, la Biblia que había recogido en el basurero y llevaba siempre consigo. Centradas tenía sus esperanzas en que de esa conversación saldría la solución para aclarar su confusión emocional que le impedía vivir feliz y en paz. Confiado como estaba de la sabiduría de su entrañable amigo, pensaba ilusamente que él tendría la pócima mágica para curar sus heridas sentimentales e indicarle la manera inequívoca en que podría conquistar el amor de cualquiera de las hermanas Lorato. Sin sus sabios consejos no intentaría reactivar sus escarceos amorosos, temeroso de un posible rechazo, posibilidad que le resultaría difícil de aceptar.
  Soren, luego de una sesuda reflexión, que se prolongó durante varios días, decidió que no estudiaría ninguna carrera universitaria, por cuanto llegó a la conclusión, a juzgar por sus lecturas y por los profesionales que él conocía de trato y de oídas, que la universidad no enseñaba a pensar críticamente y, por ende, desarrollar una mentalidad iconoclasta, contenciosa, irreverente, contestataria, controversial, dubitativa, reaccionaria, progresista, desmitificadora, reaccionaria, independiente, autoconsciente, íntegra, autónoma y libertaria. Ninguna universidad podría otorgarle el título que él pretendía: el de intelectual. Así mismo, porque no quería estudios superiores que sólo formaran sujetos productivos para un mundo mercantilista y competitivo.
  Su futuro inmediato giraría en torno a reclamar el premio del concurso de cuento, adquirir libros y dedicarse a desempeñar cualquier trabajo para el cual tuviera el talento y la vocación requerida y en el que se sintiera profundamente realizado.
  Con estos ideales en mente optó por emprender el viaje a la capital de la República. Lejos de su ciudad natal continuaría buscando su verdad, no sólo en los libros, sino en el libro del mundo. Quería convertirse en un ciudadano cosmopolita, un ciudadano del mundo. Sería un intelectual, pero solamente de manera autodidacta. No quería perder su ser pluridimensional con el rótulo que otorgaba un título universitario: abogado, médico, ingeniero, arquitecto, filósofo… Se percataba de que en la dinámica de la sociedad convencional se confundía el ser con el quehacer. El ser multidimensional, en su opinión, no podía reducirse solamente a la dimensión laboral, ya que de esta manera se ignoraban otras dimensiones: biológica, interpersonal, social, histórica, natural, cultural, ontológica, intelectual, racional, simbólica, sígnica, lingüística, psicoafectiva, estética, ética, comunicativa, afectivasexual, física, metafísica, política, histórica, personal, lúdica, económica, ecológica, jurídica, sensible y espiritual, entre otras como corporeidad, interioridad, afrontamiento, compromiso, libertad, trascendencia…
  A su despedida, además de su familia, asistió su novia. Soren y Falena, conscientes de que sus metas, anhelos, ideales y propósitos los llevarían por caminos diferentes, sabían que su relación afectiva podría marchitarse, porque al separarse por tanto tiempo era previsible. Sin embargo, acordaron mantener una comunicación hasta que se atemperara el exacerbado ímpetu de sus juveniles pasiones. Era dolorosa esta determinación, tomada de mutuo acuerdo, pero los dos sabían quiénes eran, dónde estaban y para dónde iban en la vida, y no podían quedar prisioneros en un amor a distancia. En su pequeña maleta sólo llevaba unos libros, pero su mente iba repleta de sueños, metas, proyectos, ideales, utopías, fantasías… Observando a su madre, desde la ventanilla del autobús, afloró a su inquieta mente el recuerdo de una conversación que un día sostuvo su progenitora:

—Si piensas así de la religión como me has dicho, ¿entonces cómo vas a ir al cielo, después de tu muerte?
—¿Qué es el cielo?
—El que nos anuncia la religión católica, donde está Dios; quien, al final de nuestra vida, nos pedirá cuentas. El cielo es el reino donde nos espera Dios al morir, si es que somos buenos en vida.
—¿Qué certeza existe de esa afirmación, Sinfonía?
—¡Toda la certeza que se quiera! ¡Lo dicen los sacerdotes, el catecismo y la biblia! Eso es tan cierto como el día y la noche.
—Si sabe que no existe “el día y la noche”. Eso sólo son juegos de palabras, artificios del lenguaje. Según la ciencia, lo que llamamos “día” es cuando el sol está alumbrando, y “la noche” se refiere al momento en que el sol no está alumbrando, debido a los movimientos de la tierra.
—Soren, eso puede ser cierto, pero es más cierto que Dios existe y nos pedirá cuentas al morir. Por eso es que es bueno que al morir, Dios nos coja confesados. Es bueno que lea la biblia para tu salvación eterna.
Se puede leer la Biblia sin que uno se deje condicionar o alienar por ella. Para poder cuestionarla o refutarla, o (en el peor de los casos) someterse acríticamente a sus “enseñanzas” y dogmas, es necesario leerla. El libro contiene algunas “enseñanzas” que pueden resultar “útiles” para la vida. Entre ellas destaco una pregunta del Nuevo Testamento, interrogante que, despojado de su aureola religiosa e interpretado a mi manera, considero encierra cierta “sabiduría”: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?”. Yo reformularía la pregunta de la siguiente manera: “De qué le sirve al hombre conquistar el mundo entero, si se pierde a sí mismo”. Algunas personas, en ciertas ocasiones, incapaces de dominar racionalmente sus instintos, pasiones, emociones, apetitos, afectos o deseos (dominar, no reprimir), toman decisiones inadecuadas que, en la mayoría de las veces, les hacen perder o poner en riesgo su libertad exterior e interior. Cuántas personas, eclipsados por el brillo oropelesco de sucedáneos como la fama, la riqueza, el poder, los cargos públicos, los títulos y los vicios descuidan el cultivo de su ser, por ir tras la conquista de los entes, cosas y objetos, que son  efímeros, fugaces, contingentes, perecederos, fungibles, cambiantes, etc. Les interesa más parecer que ser. En esa lógica ilógica pierden la autenticidad, la genuina identidad (núcleo esencial del ser humano) y, de paso, a sí mismos.
Te das cuenta que la biblia enseña. Por eso no debes dudar del poder de la religión. Te lo digo aquí en el parque, frente a la Iglesia.
—Todo lo relacionado con la religión lo pongo en duda, sin que se trate de un asunto de no creer o creer. La religión, como ya te lo he dicho, es un problema que invita a pensar profundamente e investigar exhaustivamente.
—Todo lo puede poner en duda, menos dudar de la existencia de Dios, creador del mundo visible e invisible.
—Es sano dudar racionalmente de todo, mientras buscamos la verdad.
—Dude o no dude, Dios existe, porque eso se ha dicho siempre: me lo dijeron mis padres, mis profesores, los sacerdotes y el santo Papa, y hasta la sagrada biblia lo dice. Por todas partes he escuchado que Dios existe, y si lo dicen, por algo será.
—Esa es una de las debilidades de la condición humana: creer en lo que se dice, sin refutar, dudar, controvertir, cuestionar, pensar. Nos han dicho y nos dicen tantas cosas, que muchas de ellas no son más que mentiras. La palabra se hizo para mentir. Es fácil convencer a través de las palabras. El lenguaje humano tiene un enorme poder de convicción. El contundente poder de las palabras y el acervo cultural religioso pretenden imponernos una sola forma de ver el mundo: la mirada religiosa. Es tanta la influencia religiosa en Calentero que por doquier me persuado de la contundencia del fenómeno religioso: nombres bíblicos y del santoral católico (Moisés, David, Abraham, Raquel, Sara, Antonio, José, Isidro, etc.),  fiestas religiosas, actos litúrgicos, libros religiosos (biblias, catecismos, devocionarios, cartas encíclicas, epístolas encíclicas, constitución apostólica, exhortaciones apostólicas, cartas apostólicas, bulas y breves, etc.), objetos y símbolos religiosos, representaciones e imágenes religiosas (Jesús, Virgen, santos, sacerdotes, etc.), sacramentos (bautizos, confirmaciones, matrimonios, etc.), expresiones religiosas (“¡Dios mío”! “¡Virgen Santísima!” “¡Dios me libre y guarde!” “¡Si Dios me presta la vida!” “¡Mañana nos vemos, si Dios nos presta la vida!”, “Dios lo puede castigar”, etc.), juramentos poniendo a Dios como testigo, templos (grandes y llenos de boato: costosas obras de artes, objetos en oro y plata, pianos, etc., como símbolo del poder de Dios), capillas, pesebres, árboles de navidad, villancicos, novenas, altares, cruces de diversos tamaños (en el templo, cementerio, casas, oficinas), templos o iglesias en el cementerio, en el hospital, en las veredas y otros lugares, monumentos y altares de la virgen en la ciudad y en el campo, monjas o religiosas en colegios y hospitales, campanas llamando a misa, oraciones y rezos por aquí, por allá y por acullá, etcétera, etcétera, etcétera. En fin, religión por todas partes: templos, familias, colegios, lugares de trabajo, sitios de diversión, calles, transporte público, etc. Ante la ocurrencia de un fenómeno natural (tormentas, sismos, derrumbes, relámpagos, truenos, etc.) se acude a invocar santos para  “refrenar” y “controlar” el poder de la naturaleza.  Es imposible que la mente de los creyentes no quede permeada por la dinámica religiosa y su impronta no resulte impresa de manera indeleble en su consciente e inconsciente.
—Es que el mundo es así. Eso ocurre aquí y en todas partes.
—Eso no es cierto. Eso sólo ocurre en los lugares donde se practica la religión católica. En otros lugares existen otras prácticas religiosas muy diferentes y en otras ni siquiera practican ninguna religión. Todos los seres humanos no practican la misma religión. Hay muchas religiones. Toda la humanidad no es católica. Existen otras religiones y otras creencias. Hay otras formas distintas de comprender el mundo.
—¿Cuáles? Solamente la mirada religiosa es la única forma de ver el mundo, porque es la mirada de Dios.
—Además de la mirada religiosa, hay otras miradas, cosmovisiones o formas de ver y comprender el mundo: la científica, la filosófica y la estética. La científica nos explica el mundo mediante la ciencia o el conocimiento científico. La filosófica nos ayuda a entender el mundo mediante la razón, la reflexión, el pensamiento. Y la estética nos permite contemplar el mundo a través del arte y la belleza: pintura, escultura, arquitectura, música, danza, retórica, literatura, catarsis, formas perfectas yarmónicas, estilos, imágenes, signos, símbolos,  etc. Esas cuatro formas de ver el mundo nos permiten, de manera equilibrada, comprender el mundo en que vivimos, sin dejarnos manipular por la sola mirada dogmática de la religión. Eso es lo que yo pretendo: observar, percibir y entender el mundo con el auxilio de esas cuatro cosmovisiones, sin preferir una sobre las demás. Y no se puede preferir una de manera exclusiva, desestimando las otras, porque no estaríamos investigando y tratando de entender el mundo teniendo en cuenta nuestro ser pluridimensional.
—A mí me enseñaron a comprender el mundo solamente mediante la religión, y no pienso cambiar, porque podría perder la fe en Dios. Ya estoy vieja para ponerme a investigar en esas cosmovisiones que dices. Yo sigo tranquila con mi religión católica; no necesito más. Hijo, tú que estás joven mire y entienda el mundo como quiera, pero trate de creer en Dios.
—Si mis lecturas, estudios, investigaciones, cosmovisiones y reflexiones me llevan, al llegar a mi vejez, a la convicción irrefutable de que Dios existe, creeré en él.

  Después que el vehículo se puso en marcha y se alejó llevando al ser que tanto amaba, Falena extrajo de su bolso una poesía que Soren le había escrito el día en que se conocieron, y, con su cara enjugada en lágrimas, la  leyó, sintiendo que irremediablemente se derrumbaba su juvenil mundo:

  “¿QUIÉN ERES TÚ, MUJER?

¿Quién eres tú, mujer encantadora,
que con sólo verte me estremezco?
Tus ojos de mirada arrobadora
dícenme que tu amor no merezco.

¿Quién eres tú, lejana estrella,
que con sólo verte me castigo?
Tu esbelta silueta, muy bella,
insinúame no caminará conmigo.

¿Quién eres tú, dulce tormento,
que con sólo verte me torturo?
Tu insondable ser, inefable portento,
predíceme aciago será mi futuro.

 ¿Quién eres tú, visión fugaz,
que con sólo verte me perdí?
Tu encanto me robó la paz…
Mujer hermosa, ¿qué será de mí?”.

























XXXIV

  A la mañana siguiente una trágica y desgarradora noticia sorprendió hondamente a la familia Lautero Perino y al pueblo de Calentero: había fallecido trágicamente Soren. Las primeras informaciones indicaban que la noche anterior se había incendiado el bus en que viajaba Soren como único pasajero, muriendo incinerado. Las noticias posteriores confirmaron su muerte, junto con la del conductor del bus. La investigación de los móviles y las causas del incendio fue asumida por las autoridades respectivas.
  El cadáver calcinado de Soren fue enterrado en Calentero y el del conductor en Soventero, su lugar de residencia y nacimiento. Los funerales de Soren, ese joven tan apreciado y respetado en Calentero, contaron con una masiva asistencia, pero sin ninguna pompa, ni discursos retóricos e inauténticos, porque ese tipo de frivolidades convencionales ofenderían su memoria póstuma.
  Semanas después el premio como ganador del concurso le fue entregado a la familia Lautero Perino. Ese estímulo económico fue donado por la familia a la Alcaldía para la remodelación de la biblioteca municipal, que de ahí en adelante fue llamada: “Biblioteca Soren Lautero Perino”, en memoria de un promisorio joven.
  Algunos habitantes del pueblo pidieron a la familia Lautero Perino una copia del cuento ganador para leerlo. Inicialmente lo buscaron pero no lograron encontrarlo; posiblemente se quedarían sin saber qué habría escrito.
  Mientras su familia se resignaba a la pérdida de Soren, Fileno, consternado por la trágica desaparición de su entrañable amigo, se lanzó a la hoguera de su ardiente fantasía. Ya sin las orientaciones de asumir, por su cuenta y riesgo, la quijotesca empresa de conquistar el amor de una de las jovencitas Lorato. ¡Era ahora o nunca!
  Sus galanteos, sin tiento ni metodología, culminaron en un rotundo fracaso: ni Keira, de 17 años,  ni Yerika, de 15, sucumbieron a los lances amorosos de Fileno, por las mismas razones por las cuales Jenesi y Fentina lo habían rechazado: tener novio y estar enamoradas, a punto de casarse. La primera que cayó en los brazos de Himeneo fue Keira, seguida de Fentina, Jenesi y, por último, Yerika. Qué contundentes resonaron en su recuerdo las palabras de Soren: “Aunque estamos abiertos a todas las posibilidades, no todas las posibilidades están abiertas para nosotros”. Entonces las comprendió claramente. Tenían mucho sentido. “¿Cómo era posible que una persona que había vivido poco sabía tanto?”, se preguntó. De este inclemente golpe de la vida, Fileno nunca logró recuperarse. A su contundente derrota amorosa se unió la temprana muerte de su amigo. Estos golpes no logró soportarlos a pesar de su peculiar ataraxia.
  Entregado a la bebida descuidó su trabajo y sus responsabilidades. Al cabo de pocos meses ya no era más que un guiñapo humano. El licor y el cigarrillo, sumados a sus insuperables penas, incrementaron su tragedia. Flaco y desgarbado, más parecido a un estafermo que a una persona, se refugió en los bares y tabernas de Calentero.
  Una noche oscura y lluviosa, luego de beber como nunca lo había hecho, salió de la cantina bajo los nocivos efectos embriagadores de una mezcla de licores, y se dirigió a su lugar de residencia. Difícilmente podía mantenerse en pie. “La vida es una miseria”, gritaba mientras caminaba y sorbía tragos de licor de una botella que llevaba en sus manos. “Mi vida ya no es vida”, decía, casi en tono ininteligible. “El amor para mí no fue amor”, pregonaba, en tanto que abandonaba el pueblo.
  Mientras caminaba, preso de la embriaguez  y de su aciaga existencia, recordó un diálogo que en reciente pasado había sostenido con su amigo Soren:

—¡Qué bella es la naturaleza!
—A mí no me parece. El mundo en que vivimos es un mundo injusto, infeliz y violento. La realidad es una miseria.
—¿Qué es la realidad, Fileno?
—Lo que todos dicen que es: lo que pasa, lo que sucede, lo que ocurre, el mundo en que vivimos.
—¿Cuál es el fundamento de esa realidad?
—No sé. Supongo que debe ser Dios.
—¿Solamente Dios?
—Solamente Dios. Eso se lo he ido  a los sacerdotes en la misa, Soren.
—El tema o problema de la realidad es algo demasiado complejo. Su complejidad empieza por su definición. Muchos filósofos, científicos y otros investigadores se han preguntado por ese problema, y ni siquiera se han acercado a su definición. Algunos no saben qué es y en qué consiste. Se afirma que es la totalidad de lo existente o que es una creación mental o de la conciencia. Mientras algunos la afirman, otros la niegan.
—Interesante eso que dices. Y aunque poco sé de lo que hablas, me gustaría escucharte, porque eres una persona agradable para conversar y porque sabes mucho. ¿Cómo así que unos la niegan y otros la afirman?
—A mí me gusta conversar sobre algunos temas que no son del dominio popular; no porque quiera mostrarme como una persona que sabe mucho, sino porque me gusta que los demás adquieran conocimientos que les ayuden a tratar de comprender el mundo exterior e interior en que viven.
—Háblame de la realidad.
—No es que yo sepa mucho de estas cosas tan complejas. Entre más leo y busco el conocimiento, más soy consciente de que necesito aprender más, obtener más conocimientos. El mundo en que vivimos es un misterio difícil de comprender. ¿Qué es la vida? Un misterio insondable. ¿Qué es el amor? No lo sé. ¿Qué es la verdad? No lo sé. ¿Qué es la justicia? No lo sé. ¿Qué es la belleza? No lo sé. “Sólo sé, que nada sé”, como decía un filósofo que vivió hace muchos años.
—Sus conversaciones me enseñan y me hacen olvidar de la amarga realidad en que vivo. Sólo el licor y la embriaguez alivian mis penas.
—El conocimiento te ayudaría a mitigar tus penas, sin acudir al licor y a la embriaguez. Quizás así vivieras embriagado pero de dicha, alegría y contento, buscando la embriaguez de la felicidad.
—Me conformo con el conocimiento de la naturaleza y no con el de los libros.
—Tanto la naturaleza como los libros brindan conocimiento. En esas fuentes se encuentra el conocimiento de lo que llaman realidad, porque las cosas no son lo que parecen, ni parecen lo que son. Muchas veces las cosas no son como son, sino como somos nosotros. Entender el problema de la realidad nos ayuda a comprender lo que es el mundo natural y lo que somos nosotros. De la realidad se predica de muchas maneras: es la totalidad de lo existente, las cosas que captamos con los sentidos, los objetos materiales y no materiales, el pensamiento, la conciencia, las impresiones, las vivencias, los fenómenos, los números, los átomos, la voluntad, Dios, el ser, el cambio, etc. ¿Cuál está en lo cierto? No se sabe. Hay quienes sostienen que la materia es el fundamento del ser. También hay los que dicen que la conciencia es el fundamento del ser. Para algunos, la realidad está fuera de nosotros; para otros, está dentro de nosotros. Las personas que se guían por el sentido común o actitud natural (que no son filósofos, científicos o investigadores) dicen que la realidad es todo lo que perciben con los sentidos: cosas, objetos, personas, animales, etc. Los filósofos, científicos o investigadores ponen en duda la existencia de esa realidad. Para algunos de ellos, la realidad es pura apariencia. Muchos niegan la existencia de conceptos tan nombrados como realidad, causalidad, materia, espacio y tiempo. Por ejemplo, los teóricos de la física o mecánica cuántica, que es una nueva manera de interpretar, estudiar y comprender el mundo en que vivimos, afirman que el mundo diario que percibimos con los cinco sentidos no es la realidad. Han demostrado también que la materia, el espacio y el tiempo son ilusiones de la percepción. Es por ello que nuestros cuerpos no pueden ser realidad si ocupan un espacio. La realidad no existe, es mera ilusión. La realidad no es aquello que parece ser. Lo que existe es energía vibrando a distintas frecuencias. La teoría cuántica ha planteado con mayor hondura problemas filosóficos, como el de la relación entre el sujeto y el objeto, el del conocimiento y la realidad física, el de la causalidad y la necesidad, el del determinismo e indeterminismo, el de la evidencia física y el del formalismo matemático, etc. Nos ayuda a comprender nuestro entorno, nuestro origen, nuestro futuro y, por tanto, a nosotros mismos.
—Interesante tu disertación. ¿Me puede dar un ejemplo de lo que vemos como realidad, pero que no es la realidad?
—Sí. Ponle atención a lo siguiente. Eso que ves ahí pastando frente a nosotros, ¿qué es?
—Una vaca.
—¿Estás complemente seguro?
—Complementa seguro. Es una vaca.
—Después de lo que te voy a explicar, posiblemente no estarás tan seguro de que eso objeto, cosa o ente que ves sea una vaca. El lenguaje, que es el instrumento que nos permite expresar con palabras lo que somos y comunicarnos, también nos confunde. El lenguaje, por ser convencional y arbitrario, nos complica el problema de la realidad. Dicen los que saben que el lenguaje, a pesar de ser la morada del ser y el espejo existencial de una comunidad, se inventó para mentir. Aseguran que no existe ninguna relación directa entre la palabra y el objeto que nombra. Es tan complejo el problema de la llamada “realidad” en el lenguaje, que cuando denominamos algo, no sabemos con precisión a qué nos referimos. Cuando alguien dice “veo una vaca”, ¿está seguro que eso que ve o percibe es una “vaca”? ¿No será más bien que ese alguien ve una cosa, objeto, ente o un ser que corresponde a lo que convencionalmente denominamos con el nombre o rótulo de “vaca”? Convencionalmente, ve una vaca; pero, ontológicamente, ve una substancia compuesta de materia y forma, a la que las convenciones humanas le han dado el rótulo de “vaca”. Dicen algunos que las palabras no son más que rótulos de las cosas: ponemos rótulos a las cosas para hablar de ellasDe acuerdo con las convenciones y los consensos sociales y culturales, eso es una “vaca”; pero, como ser natural, la “vaca” es un ser vivo, a quien la naturaleza no le ha asignado ningún nombre o rótulo. Lo que llamamos “vaca”, según la ciencia moderna, no es más que un conjunto de átomos, en cuyo interior se mueven las partículas subatómicas en diferentes formas y velocidades. La “vaca” tan sólo sería un torbellino de ondas y partículas o de átomos que giran a diversas velocidades y en múltiples direcciones. A ese conjunto de átomos lo llamamos, por convención, “vaca”, porque así nos lo enseñaron y así lo aprendimos, sin atrevernos a cuestionar, poner en duda y reflexionar críticamente sobre este concepto. Es la actitud natural, la del sentido común, la que nos hace aceptar, acríticamente, todos los nombres, etiquetas o rótulos conque los que nombran (o legisladores del lenguaje)  han nombrado las cosas, los objetos, los entes, los seres, sin indagar si esos conceptos tienen relación directa o causal con lo que denominamos “real” o “realidad”. Esa “vaca” también, según los legisladores lingüísticos que le impusieron ese nombre, la hubieran podido denominar con cualquier otro nombre, sin que por ello se hubiera alterado la esencia o la naturaleza intrínseca o extrínseca de ese ser, objeto, ente o cosa. Las construcciones lingüísticas, los juegos del lenguaje o los artificios del lenguaje “enmascaran” la “realidad”. La palabra “vaca” solamente existe en el universo del lenguaje.
—Ahora no sólo pongo en duda eso que llaman vaca; también me sorprende eso tan asombroso que acabas de decir. Sin embargo, sigo pensando que mi vida o realidad, o lo que sea, es una miseria. Sigo odiando a los ricos y a los políticos.
—¿Ellos son los responsables de tu supuesta miseria?
—No sé. Lo que sé es que los detesto.
—Si no lo son, ¿por qué los detesta?
—Todos son unos explotadores, ladrones y corruptos.
—No se debe generalizar. No todos los ricos y los políticos son así. Es injusto generalizar. Sabemos quiénes son los ricos. ¿Me podrías decir quiénes son los políticos?
—Los que están en el poder, en el Gobierno, en la política; los que viven mandando y robando.
—¿Esos son los políticos?
—Esos son.
—¿Sabías que en una democracia todos somos políticos?
—¿Todos? ¿Cómo así? Y no soy político, tú no eres político.
—Sí. Todos somos políticos. Por el hecho de vivir en sociedad, en comunidad, en un Estado, todos somos políticos. Desde que nacemos vivimos en comunidad. Esa comunidad necesita ser organizada para que podamos vivir sin mayores contratiempos. Esa manera de organizar la sociedad es lo que se llama política. Así como el derecho reglamenta la convivencia en comunidad, la política organiza la convivencia en comunidad o sociedad. Por eso hay instituciones, hay Estado, hay leyes. Sin política no podríamos vivir organizadamente en comunidad. Los integrantes de una comunidad o sociedad somos todos, por esto todos somos políticos. Las personas que desempeñan cargos de elección popular, como el presidente, los congresistas, los gobernadores, los alcaldes y otros funcionarios elegidos con nuestros votos o sufragios, también son políticos, como lo somos nosotros. La diferencia es que ellos nos representan en la toma de decisiones para la organización de la sociedad, y nosotros les delegamos, mediante el voto, esa función y esa responsabilidad para tomar las decisiones que mejor nos convengan para una adecuada organización de la sociedad. Y aunque algunos de esos funcionarios electos por votación popular no ejercen con decoro, pulcritud y honestidad la función, labor o trabajo que deben desempeñar, no implica que todos sean explotadores, ladrones, corruptos. Tal parece que algunas personas son, por naturaleza, seres antisociales, perversos.
Si, eso parece.

  Caminando y dando tumbos llegó hasta la mitad del recorrido y se detuvo, casi sin poder sostenerse parado, a un lado de la vía. Como no era consciente de su lamentable estado, se recostó sobre el tronco de un frágil árbol que estaba al filo de un profundo abismo. El árbol cedió y Fileno cayó al precipicio y se desnucó al golpearse con una enorme piedra en el lecho de una caudalosa quebrada que arrastró su inerte cuerpo.
  Al tercer día bañistas ocasionales encontraron el cadáver de Fileno flotando en un pozo y dieron informes a las autoridades. La familia Lautero Perino asumió los gastos funerarios y fueron las únicas personas que asistieron a su sepelio. Había muerto un hombre, que para muchos fue un ser anónimo, una persona que nunca existió, un ser que vivió sin haber vivido, como muchos otros seres que ignoran que vivir no es sólo estar en el mundo. La muerte fue el final de su tragedia.
  Así, de esta fatal manera, se habían apagado dos llamas ante el ímpetu del viento. Los caminos de Soren Lautero y Fileno Rodero, dos grandiosos seres, demasiado grandes para ser pequeños, no iban para donde ellos iban. ¿El camino de Rebero Galber iría para donde éste iba? ¡Nunca se supo!



FIN

 Meses después, luego de una minuciosa búsqueda, Iselda encontró dentro de un libro, oculto en el cuarto de los trebejos, una copia del cuento. Ansiosa de saber de qué se trataba, procedió a leerlo en voz alta:


“UNA CONFUSION SEMÁNTICA

—¿Usted cómo se llama?
—Yo no me llamo, a mí me llaman. Yo no me llamo, los demás son quienes me llaman. Yo no me defino, los demás me definen.
—Yo le pregunto por su identidad
—¿Mi identidad? ¿Es necesario referirle mi identidad?
—Sí, necesito saber cuál es su identidad.
—Aunque es una pregunta difícil, trataré de responderla.
—¿Difícil?
—Sí, ¡muy difícil!
—Necesito saber quién es usted.
—¿Quién soy yo? Ésta sí que es una pregunta más difícil aún de responder. ¡Qué mortal puede comprender su propia esencia! A mí me llaman con un nombre que me fue impuesto, pero éste no define mi esencia, ni mi naturaleza humana. Ni el nombre, ni el apodo constituyen la identidad más íntima de una persona, su núcleo de identidad personal, que es el ser más íntimo que cada uno es. Más allá del nombre al cual respondo, soy una persona infinita en posibilidades, gregaria y contingente, con sueños y metas, que busca una identidad auténtica; me considero un ser frágil ante la acción de la naturaleza, y persigo la esquiva felicidad en una sociedad, producto de una cultura programada de absurdos convencionalismos, inveteradas tradiciones y acríticas costumbres que no me dejan vivir…
—¿Acaso no sabe quién es usted? Yo sí sé. Yo soy el juez. Y de ahora en adelante llámame señor juez.
—¿Entonces usted confunde el ser con el hacer?
—¿Cómo así que confundo el ser con el hacer?
—Porque pretende definir su esencia y su naturaleza intrínseca con la profesión que desempeña, confundiendo así su ser con su hacer…
—¡Basta! ¿Quién es usted?
—¡Qué pregunta tan compleja! Saber quién soy implica conocerme a mí mismo. Señor juez, el conocimiento de uno mismo es uno de los problemas que más ha inquietado al hombre desde que es hombre, y cuando digo hombre me refiero a los seres humanos. Responder a sus preguntas demandaría de un tiempo prudencial, porque…
—La justicia no dispone de tiempo…
—Si sus preguntas de cuál es mi identidad y quién soy me las formula de manera superficial, se las puedo responder de manera superficial; pero si me las plantea con profundidad, necesito tiempo prudencial para tratar de contestárselas.
—Como el tiempo apremia, contéstamelas de manera superficial.
—A mí me llaman Libertario Dialéctico Iconoclasta.
—¿Ése es un nombre de persona?
—Los nombres, señor juez, son convención y consentimiento de los hombres, tienen su origen en la ley y en el uso…
—Le pregunto qué si ése es su nombre…
—Sí, a si me llaman.
—¿Por qué dices que las preguntas sobre la identidad y la del saber quién es usted, formuladas con profundidad, no son fáciles de contestar?
—Porque resolver el problema de la identidad es una tarea compleja que se inicia en los albores de nuestra adolescencia, y si no lo sabemos hacer, es posible que nunca definamos nuestra identidad. El logro satisfactorio de nuestra identidad implica saber, entre otras inquietudes existenciales, ¿quiénes somos?, ¿dónde estamos? y ¿para dónde vamos? La identidad es la esencia de nuestro ser…
—En aras de la rapidez y la eficacia de la justicia no hay tiempo para responder a esas preguntas que no le interesan a la justicia.
—¿No le interesan a la justicia? Entonces, ¿qué le interesa a la justicia?
—Lo justo.
—¿Y qué es lo justo?
—Lo justo es… ¿Lo justo? Lo justo es lo justo… Ah, pero no trate de confundirme. Lo que, por ahora, le interesa a la justicia es, precisamente, hacer justicia.
—¿Qué es hacer justicia?
—Investigar y esclarecer los crímenes.
—¿Eso es hacer justicia, señor juez?
—No más preguntas. Aquí el que pregunta soy yo. Por ahora, para cumplir con los formalismos de ley, necesito que jures decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
—¿Qué es jurar?
—Según el diccionario, es “afirmar o negar algo, poniendo por testigo a Dios, o en sí mismo o en sus criaturas”.
—¿Testigo a Dios”? ¿Qué es Dios? ¿Quién es Dios?
—¿No sabes qué es y quién es Dios? Todos lo saben.
—¿Todos? Yo no lo sé.
—El único Dios, el creador, el todopoderoso, el rey de reyes, el amo de todo lo existente.
—Ese es el Dios judeocristiano. ¿Luego no hay otros dioses?
—Sí, pero esos dioses no nos interesan.
—A mí me interesan todos y no me interesa ninguno…
—No siga, Libertario, porque este tema es sagrado y la justicia no permite la herejía. Aunque reconozco que el problema de Dios es complejo, necesito que me diga la verdad.
—¿Que es la verdad, señor juez?
—La verdad es la verdad. ¿Acaso no sabe qué es la verdad?
—No lo sé, y no creo que haya persona alguna que sepa ¿qué es la verdad?
—¿Qué no sabe qué es la verdad?
—¿Y usted si lo sabe, señor juez?
—¡Claro que lo sé! Por algo represento a la justicia, que es la encargada de buscar y hacer brillar la luz de la verdad en el limbo oscuro de la criminalidad.
—Si lo sabe, entonces ¿qué es la verdad, señor juez?
—La verdad es decir lo que es.
—¿Esa es la verdad?
—Sí.
— Esa es una definición de la verdad, su “verdad”. ¿Pero qué tipo de verdad quiere que yo le diga? ¿La verdad lógica? ¿La verdad ontológica? ¿La verdad de hecho? ¿La verdad de razón? ¿La verdad pragmática? ¿La verdad sintética? ¿La verdad analítica? ¿La verdad semántica? ¿La verdad verbal? ¿La verdad apodíctica? ¿La verdad moral? ¿La verdad diacrónica? ¿La verdad sincrónica? Examinemos, por ejemplo, la verdad ontológica y la verdad lógica. La verdad ontológica es la adecuación o la conformidad de la cosa, el ser, el ente, la realidad, el fenómeno o el objeto con el pensamiento, el yo, el intelecto, la inteligencia, el entendimiento o la idea. La verdad lógica es la adecuación o la conformidad del pensamiento, el yo, el intelecto, la inteligencia, el entendimiento o la idea con la cosa, el ser, el ente, la realidad, el fenómeno o el objeto. La verdad ontológica se da a nivel del concepto. La verdad lógica se da a nivel del juicio. A través de la verdad ontológica logramos un conocimiento sintético, absoluto, especulativo e intuitivo, propio de la metafísica; busca conocer la realidad inefable o la esencia de las cosas. Mediante la verdad lógica se obtiene un conocimiento analítico, reflexivo, relativo, práctico, fragmentario y abstracto, propio de la ciencia; tiende a la manipulación de los objetos…
—No trate de confundirme. Quiero que me diga la verdad, la verdad verdadera.
—No sé qué es la verdad. Ésta es una de las preguntas más complejas que ha formulado la humanidad, y todavía no se ha encontrado una respuesta definitiva a tan insondable pregunta...
—Usted me desespera con su dialéctica. Me da la impresión que quisiera eludir la acción de la justicia.
—Yo no lo desespero, usted mismo se desespera. Esa es su “impresión”, mas no mi intención. Soy un defensor de la justicia y, aunque no tengo bien claro qué es, no quiero eludir su acción.
—Entonces limítese a contestar a mis preguntas.
—Pero es que usted, señor juez, me hace unas preguntas para las cuales no tengo una respuesta concreta.
—Decir la verdad es narrar lo que usted presenció.
—¿Me pides entonces la correspondencia con la realidad objetiva?
—Sí, efectivamente.
—Pero, ¿qué es la realidad? Definir el concepto de realidad depende de la concepción del mundo que tengamos. El idealista dirá que es el pensamiento el que impone las condiciones de la realidad. El materialista expresará que es la realidad la que impone las condiciones del pensamiento. Así mismo, depende de la concepción que del ser se tenga. Un seguidor de Heráclito argumentará que la realidad es devenir, dinamismo, cambio. Un prosélito de Parménides asegurará que la realidad es estática, no cambia; la realidad es siempre la misma. La mecánica cuántica pone en duda el concepto de realidad. Y como si todo esto no representara una dificultad compleja, se nos aparece el problema del lenguaje, debido a que éste crea la realidad y la enmascara…
—Sea como sea, realidad es la existencia real y efectiva de algo.
—¿Esa es su definición de realidad?
—Sí, esa.
—¿Acaso la realidad no depende también de lo que entendamos por “real”?
—¿Qué es lo real?
—Depende de la cosmovisión…
—¡No siga, que ya sé que va a decir! Intentas confundirme con su dialéctica. Yo lo que quiero es que exponga la realidad objetiva sin tantos rodeos.
—¿Llama usted, señor juez, “rodeos” a la precisión semántica?  A la búsqueda de la verdad semántica. ¿No es este despacho un “templo de la verdad”? Si queremos hablar con claridad es necesario tener claridad conceptual…
—¡Basta! La realidad objetiva es lo que coincide con la realidad en general.
—Tornamos otra vez al problema de la realidad y de lo real…
—Usted, Dialéctico, me desespera con su dialéctica.
—¿Qué hacemos? No busques quietud en los seres inquietos. Ya sabe usted que la dialéctica se basa en el diálogo, en la discusión con el adversario, con el fin de convencerlo o refutarlo. Si uno no es dialéctico, entonces “traga” entero. Y “tragar” entero es ser credulón, incapaz de cuestionar todo aquello que los demás dan por sentado o prefieren no cuestionar. Si “tragamos” entero significa que no tenemos conciencia crítica…
—¡Deténgase Dialéctico! Aquí lo que interesa a este despacho es conocer la existencia real y efectiva de un hecho punible.
—¿Pero cómo puede ser “real y efectiva”, si los sentidos nos engañan?
—No siempre.
—Si nos adentramos en los profundos laberintos epistemológicos, podremos constatar que los sentidos nos engañan permanentemente: lo que percibimos no corresponde con la llamada realidad. Los datos sensibles son sólo apariencias de lo real. El auténtico ser de las cosas no se revela ante nuestros sentidos. De los fenómenos no conocemos su realidad sino sus apariencias. Carecemos de la habilidad para ver detrás de las apariencias. No percibimos las cosas como son en realidad, sino como somos nosotros. Si analizamos el problema del conocimiento, tendríamos que reflexionar sobre la posibilidad, el origen y la esencia de éste, adentrándonos en los intrincados laberintos del dogmatismo, del escepticismo, del relativismo, del pragmatismo, del racionalismo, del empirismo, del intelectualismo, del apriorismo, del objetivismo, del realismo…
—¡Basta, Libertario!
—¿Acaso no dice que le relate lo que supuestamente presencié?
—¡Sí! ¡Eso es lo que quiero!
—Entonces volvemos al fundamento epistemológico. Y además de analizar el problema del conocimiento, desde la cosmovisión filosófica y científica, habría que examinarlo desde el paradigma de la mecánica cuántica. Como sabemos, desde este nuevo paradigma, indeterminista, que vino a superar el paradigma de la mecánica clásica, determinista, con el sólo hecho de percibir un fenómeno ya estamos alterándolo…
—¡Ya no más, por favor, Libertario! ¡Diga la verdad!
—Ni quiero, ni puedo decir la verdad porque no sé qué es la verdad. En el hipotético evento que pudiera decirle la verdad, surgiría otro problema: el criterio de verdad. El criterio de verdad es la norma o regla que nos sirve para distinguir un conocimiento verdadero de uno falso. La norma para distinguir la verdad de lo falso no puede ser la autoridad de quien dice saber o quiere imponer su saber o su poder…
—¡No siga! Para la justicia, la verdad es relatar los hechos como ocurrieron.
—Señor juez, volvemos otra vez al fundamento epistemológico. Pero si no quiere oír mis razonamientos, entonces acepto que, para la justicia, la verdad es “relatar los hechos como ocurrieron”.
—Sí, eso es, más o menos. ¿Cómo ocurrieron los hechos?
—¿Cuáles hechos?
—Los hechos en que fue asesinado el señor Noé Rey Roa, en que murió esta persona.
—¿No estaría ya muerto antes de ser asesinado?
—¿Cómo así? ¡Explíquese!
—Porque hay muchas personas “muertas en vida”. Recuerde que “no son muertos los que en paz descansan en la tumba fría; muertos son los que teniendo el alma muerta viven toda vía”, como dijera el poeta. Vivir no es sólo estar en el mundo…
—Prosiga, Libertario, sin tanta retórica.
—¿Retórica? Pero, en fin, ¿quién dijo que yo presencié tales hechos?
—Lo dicen los hechos y la investigación.
—¿Eso dicen?
—Eso dicen.
—¿Y si dijeran otra cosa? ¿Acaso no le dije que los sentidos nos engañan? Si los sentidos nos engañan, ¿no nos engañará también el entendimiento?
—¡No nos engañan! ¡Las cosas son así!
—¿Las cosas son así? Si el señor juez  piensa y dice que las cosas son así, ¿las cosas son así? ¿Se puede uno contentar aceptando que las cosas son así? ¿Será que las cosas no podrán ser de otro modo? Las cosas no son lo que parecen ni parecen lo que son…
—Le repito que las cosas son así, y a los representantes de la justicia no nos engañan nuestros sentidos, ni mucho menos nuestro entendimiento. Nuevamente pregunto: ¿cómo ocurrieron los hechos?
—Ocurrieron como ocurrieron.
—Veo que no quiere decir la verdad.
—Otra vez con la “verdad”. ¿Qué es la verdad?
—Libertario, ¿usted por qué pregunta tanto?
—Porque el ser humano es problema, y como tal pregunta y se pregunta. El hombre, según el poeta, pregunta y pregunta hasta que un puñado de tierra le cierra la boca…
—¿Pero para qué tanto preguntar?
—Porque el preguntar es un modo de ser de la existencia. Preguntamos para saber qué somos. Sólo aquél que posea un espíritu crítico y se atreva a pensar por sí mismo tendrá el hábito y el deleite de preguntar y preguntarse, no en procura de respuestas definitivas y absolutas, sino temporales y relativas, por cuanto no hay respuestas definitivas y absolutas para las preguntas fundamentales y esenciales que formulamos los seres humanos, que nunca se cierran, que están siempre abiertas. Nuestra condición humana nos plantea muchos interrogantes. El hombre es el único ser que se pregunta por su ser. La existencia es pregunta.
—¿Hasta dónde pretende llevarme con su dialéctica?
—Como dialéctico, tengo el hábito de  dialogar, razonar, argumentar y discutir. Señor juez, no pretendo llevarlo a ningún lado; lo que pretendo es que se atreva a pensar…
—¿A pensar? Yo sé pensar.
—¿Está seguro que sabe pensar?
—¡Claro que sé pensar! Todos pensamos.
—Eso es cierto, pero sólo en apariencia, porque…
—¡Detente, Libertario!
—Usted y su manía de interrumpir. ¿Por qué me interrumpe cada vez que pretendo razonar?
—Porque no tengo tiempo para razonar. La justicia sólo tiene tiempo para investigar, juzgar y condenar, y yo tengo que investigar, juzgar y condenar. Además, la justicia tiene que ofrecer resultados; ésta trabaja por resultados. Las víctimas y sus familiares piden resultados. El legislativo pide resultados. El ejecutivo pide resultados. El judicial pide resultados. Los entes de control piden resultados. Los medios de información piden resultados. La opinión pública pide resultados. ¡Todos piden resultados! Las personas necesitan satisfacer su necesidad de justicia. La justicia tiene el imperativo de hacer justicia.
—¿Investigar, juzgar, condenar, dar resultados y hacer justicia?
—Sí.
—A propósito de justicia, ¿qué es la justicia, señor juez?
—No estoy para entrar en disquisiciones jurídicas, filosóficas y epistemológicas sobre la justicia; estoy para investigar, juzgar y condenar, porque la justicia tiene muchos casos que investigar, juzgar y condenar. Si la justicia se dedica a reflexionar con toda esa profundidad que usted pretende, no tendría tiempo para investigar, juzgar y condenar, y entonces se generaría impunidad, no se podría hacer justicia.
—¿Pero si no sabe que es la justicia, entonces cómo pretende investigar, juzgar, condenar, dar resultados y hacer justicia?
—Para investigar, juzgar y condenar no se necesita saber el concepto de justicia; lo importante es hacer justicia. Y como presiento que con usted no se puede hacer justicia, le ruego abandone este despacho judicial, porque el fin de la justicia es evitar la impunidad.
—¿Mi dialéctica puede contribuir a la impunidad?
—Es posible.
—Entonces me someto a sus preguntas, sin cuestionar, ni refutar.
—Así se facilitan las cosas para la justicia. Libertario, ¿dónde se encontraba el día de los hechos?
—El día de los hechos en que fue asesinado Noé Rey Roa me encontraba fuera del país. Afirmar que yo me encontraba en el país el día de los hechos materia de investigación, es atentar contra la lógica, el arte de razonar correctamente, por cuanto se violentaría el principio de no contradicción que sostiene que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Si yo estaba allá no podía estar acá…
—¿Me puede repetir su nombre completo?
—Libertario Dialéctico Iconoclasta. Así me llaman.
—¿Su segundo apellido es Iconoclasta?
—Sí, Iconoclasta.
—Me temo que aquí hay una confusión semántica, Dialéctico. El testigo que requerí a este despacho fue a Libertario Dialéctico Idoloclasta. Usted no pudo ser el testigo del hecho investigado, afortunadamente para la justicia.
—¿Por qué “afortunadamente para la justicia”?
—Porque con dialécticos como usted a la justicia se le dificulta hacer justicia.
—Sí, en todas partes los intelectuales somos un problema para el sistema dominante.
—Los intelectuales, en lugar de disentir y ser contradictorios del sistema imperante, deberían acomodarse a éste y vivir felices.
—¿Señor juez, qué es la felicidad?
—¡Libertario Dialéctico Iconoclasta, con usted no se puede dialogar! ¡Ni una pregunta más!



FIN, POR FIN