jueves, 28 de julio de 2016

EL UNIVERSO POLÍTICO Y PEDAGÓGICO EN “LA POLÍTICA” DE ARISTÓTELES






Debido a que el hombre es sociable por naturaleza, un animal político, “infinitamente más sociable que las abejas y que todos los animales que viven en grey”, se asocia en búsqueda de lo que le parece bueno; así funda el Estado, la asociación política autártica, “un fin y una felicidad”, compuesto de individuos y colectividades. “La naturaleza arrastra instintivamente a todos los hombres a la asociación política”, y el Estado es una asociación política. Según los designios de la naturaleza, unos seres mandan sobre otros. “La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado unos seres para mandar y otros para obedecer”. El hombre manda sobre la mujer y el señor sobre el esclavo. El esposo y la esposa y el señor y el esclavo son las bases de la familia. Ésta, que es una asociación natural y permanente, al unirse con otras forman el pueblo (“colonia natural de la familia”), y la agrupación de éstas conforman el Estado, que es una “asociación de ciudadanos que obedecen a una misma constitución”. (Ciudadano es para Aristóteles el hombre libre que tiene participación en la administración de la justicia y en el gobierno). El Estado procede de la naturaleza y tiene por origen las necesidades de la vida. “El Estado está naturalmente sobre la familia y cada individuo”.

En la ciencia doméstica es importante la propiedad, porque es un “instrumento de la existencia”. Como en la naturaleza unos nacen para mandar y otros para obedecer (“cada uno debe, según las exigencias de la naturaleza, ejercer el poder o someterse a él”), la esclavitud no va en contra de ésta. “Cuando uno es inferior a sus semejantes, se es esclavo por naturaleza”. Así como el alma gobierna al cuerpo y la razón al instinto, el señor manda sobre el esclavo, que es una de sus propiedades. Los esclavos y los animales domésticos son de la misma utilidad, debido a que “unos y otros nos ayudan con el auxilio de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de nuestra existencia”. La naturaleza hace diferentes en su aspecto corporal a los hombres libres y a los esclavos, “dando a éstos el vigor necesario para las obras penosas de la sociedad” y destinando a los hombres libres “solamente a las funciones de la vida civil… entre las ocupaciones de la guerra y de la paz”, ya que, por naturaleza, son “incapaces de doblar su erguido cuerpo para dedicarse a trabajos duros”. Para los esclavos, la esclavitud es tan útil como justa; así mismo, “la autoridad del señor sobre el esclavo esa la par justa y útil…” La familia, como elemento del Estado, para que sea completa, debe tener hombres libres y esclavos. El esclavo “no es sólo esclavo del señor, sino que depende de éste absolutamente”. El señor debe saber mandar a sus esclavos; la ciencia del señor “consiste en tan solo saber mandar lo que los esclavos deben saber hacer”.

La adquisición de bienes (comerciales y domésticos) corresponde al gobierno domestico. Los bienes de la familia debe adquirirlos el jefe de la familia y suministrarlos la naturaleza con la materia (“sustancia que sirve para fabricar un objeto”). La adquisición doméstica es natural y la comercial no lo es “sí sólo es resultado del tráfico”, razón por la cual es despreciada por generar usura, “porque es un modo de adquisición nacido del dinero mismo, al cual no se da el destino para que fue creado… El interés es dinero producido por el dinero mismo; y de todas las adquisiciones es ésta la más contraria a la naturaleza”. Esta forma de adquisición (comercial) “tiene por objeto el acrecentamiento indefinido del dinero”, considerando “que es preciso a todo trance conservar o aumentar hasta el infinito la suma de dinero que se posee”, pues se cree erróneamente que la riqueza no tiene límites. Cuando no se pueden satisfacer los placeres por adquisiciones naturales, que requieren de abundancia de dinero, “se acude a otras, y aplica uno sus facultades a usos a que no estaban destinado por naturaleza”. Es por ello que algunas “profesiones se ven convertidas en negocio de dinero, como si fuera éste su fin propio, y como si todo debiese tender a él”. El arte de adquirir la riqueza verdadera y necesaria (doméstica) “no es más que la economía natural, ocupada únicamente con el cuidado de las subsistencias”, que, al contrario del comercial, tiene límites positivos.

En cuanto al poder doméstico, el hombre, “salvo algunas excepciones contrarias a la naturaleza, es el llamado a mandar más bien que la mujer, así como el ser de más edad y de mejores cualidades es el llamado a mandar al más joven y aún incompleto”. Si tanto el que manda como el que obedece no tienen las virtudes de la prudencia y la equidad no pueden mandar bien y obedecer cumplidamente. El marido manda a la esposa y el padre al hijo. “El esclavo está absolutamente privado de voluntad; la mujer la tiene, pero subordinada; el niño la tiene incompleta”.

Disintiendo del comunismo platónico, Aristóteles propone que la ciudad es múltiple y no una unidad compacta, y que el poder, “ya sea un honor, ya sea una carga”, debe rotarse y los funcionarios permanecer poco tiempo en sus cargos. Un trabajador, un obrero o artesano pueden alternar sus labores y no estar destinados, como lo plantea Platón, a desempeñar de por vida una sola actividad. La propiedad común no es conveniente porque sólo se piensa en los intereses privados y se descuida lo público. En la República platónica no existe “la propiedad y la afección”, que son los dos grandes móviles de solicitud y amor en el hombre. Contrario a la comunidad de bienes, es “preferible que la propiedad sea particular, y que sólo mediante el uso se haga común” para satisfacer el encanto de socorrer a los demás debe existir la propiedad individual. El Estado y la familia deben tener una unidad, pero no absoluta. “Por medio de la educación es como conviene atraer a la comunidad a la unidad al Estado; la propiedad, el trabajo y la templanza son el remedio para evitar los crímenes”.

La definición del concepto de “ciudadano” es objeto de controversia, porque  según la clase de Estado y de la Constitución se tendrá una concepción de ciudadano. En una democracia “el rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce de las funciones de juez y de magistrado”; ciudadanos son los que gozan de la magistratura, y ésta es “la idea de juez y de miembro de la asamblea pública”. El ciudadano es “un individuo revestido de cierto poder” y para serlo basta gozar de este poder. Fuera de la democracia “es ciudadano el individuo que puede tener en la asamblea pública y en el tribunal voz deliberante, cualquiera que sea, por otra parte, el Estado de que es miembro; y por Estado entiendo positivamente una masa de hombres de este género, que posee todo lo preciso para satisfacer las necesidades de la existencia”. El Estado es una posición de ciudadanos que obedecen a una misma constitución. El gobierno es cierta organización impuesta a todos los integrantes de un Estado. Como la naturaleza y la condición del ciudadano varían de una constitución a otra, a Aristóteles le interesa encontrar la idea absoluta de ciudadano.

La virtud del ciudadano es distinta a la virtud del hombre privado. Como en un Estado no sólo hay hombres de bien, no hay identidad entre la virtud política y la virtud privada. El Estado se compone de elementos que no son semejantes, y por ello no hay unidad de virtud en todos los ciudadanos; así “la virtud del ciudadano y la virtud tomada en general, no son absolutamente idénticas”. El magistrado reúne la virtud del ciudadano y la virtud del hombre de bien; es digno del mando que ejerce y es virtuoso y hábil, debido a que la habilidad y la virtud son necesarias para el hombre de Estado; por eso se debe dar una educación especial a “los hombres destinados a ejercer el poder”. La virtud del ciudadano no puede ser idéntica a la del hombre de bien; la virtud de los ciudadanos no es idéntica a la del magistrado que los gobierna. “No se estima como menos elevado el talento de saber, a la par, obedecer y mandar; y en esta doble perfección, relativa al mando y a la obediencia, se hace consistir ordinariamente la suprema virtud del ciudadano. Pero si el mando debe ser patrimonio del hombre de bien, y el saber obedecer y el saber mandar son con­diciones indispensables en el ciudadano, no se puede, ciertamente, decir que sean ambos dignos de alabanzas absolutamente igua­les. Deben concederse estos dos puntos: primero, que el ser que obedece y el que manda no deben aprender las mismas cosas; segundo, que el ciudadano debe poseer ambas cualidades: la de saber ejercer la autoridad y la de resignarse a la obediencia. He aquí cómo se prueban estas dos aserciones”. El que manda no necesariamente debe ser capaz de trabajar, lo que sí necesita es saber emplear a los que obedecen; lo demás le toca al esclavo, es decir tener su fuerza necesaria para realizar todo el trabajo doméstico. Hay tantas especies de esclavos como hay tantos oficios: artesanos, obreros de profesiones mecánicas… La autoridad política se ejerce sobre seres libres e iguales por nacimiento. El magistrado manda, comenzando por obedecer el mismo, porque Solón decía  que la única verdadera escuela del mando es la obediencia. Al buen ciudadano le corresponde “reunir en sí la ciencia y la fuerza de la obediencia del mando, consistiendo su virtud precisamente en conocer estas dos fases opuestas del poder que se ejerce sobre los seres libres… La única virtud especial exclusiva del mando es la prudencia; todas las demás son igualmente propias de los que obedecen y de los que mandan. La prudencia no es la virtud del súbdito; la virtud es propia de éste es una justa confianza en su jefe…” Sólo es plenamente ciudadano el que tiene participación en los poderes públicos. En el Estado el ciudadano y el hombre virtuoso son uno solo. Solamente es ciudadano el hombre político, “que es o puede ser dueño de ocuparse, personal, o colectivamente, de los intereses comunes”.

La constitución, que se identifica con el gobierno, es pura cuando se elabora en procura del interés general ya que busca la práctica rigurosa de la justicia; está viciada cuando sólo busca el interés personal de los gobernantes, y no es más que una corrupción de las buenas constituciones. Así, existen las constituciones puras y las constituciones corrompidas. “Cuando la monarquía o gobierno de uno solo tiene por objeto el interés general, se le llama comúnmente reinado. Con la misma condición, al gobierno de la minoría, con tal que no esté limitada a un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la de­nomina así, ya porque el poder está en manos de los hombres de bien, ya porque el poder no tiene otro fin que el mayor bien del Estado y de los asociados. Por último, cuando la mayoría gobierna en bien del interés general, el gobierno recibe como de­nominación especial la genérica de todos los gobiernos, y se le llama república. La desviación de la monarquía degenera en tiranía; la de la aristocracia en oligarquía, y la de la república en demagogia. La tiranía es una monarquía que sólo tiene por fin el interés personal del monarca; la oligar­quía tiene en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, el de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés general… Lo que distingue esencialmente la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y donde­quiera que el poder está en manos de los ricos, sean mayoría o minoría, es una oligarquía; y dondequiera que esté en las de los pobres, es una demagogia”. El Estado, como asociación política, tiene por finalidad la existencia material de todos los asociados, su felicidad y su virtud. El primer cuidado de un Estado es la virtud; su fin es el bienestar de los ciudadanos, la virtud y la felicidad de los individuos y la vida en común.

La soberanía pertenece a las leyes fundadas en la razón (la soberanía de la razón). Las leyes son como los gobiernos: malos si el gobierno es malo, buenas si éste es bueno, justas si el gobierno es justo e injustas si el gobierno es injusto. Las leyes deben hacer relación al Estado; serán “buenas en los gobiernos puros, y viciosas en los gobiernos corrompidos”. La igualdad sólo reina entre iguales. Todos los ciudadanos tienen derechos, pero no derechos absolutos. Al dictar leyes justas, el legislador debe tener en cuenta el interés o el de los ciudadanos distinguidos. “La justicia en este caso es la igualdad, y esta igual­dad de la justicia se refiere tanto al interés general del Estado como al interés individual de los ciudadanos. Ahora bien, el ciu­dadano en general es el individuo que tiene participación en la autoridad y en la obediencia pública, siendo por otra parte la condición del ciudadano variable, según la constitución; y en la república perfecta es el individuo que puede y quiere libremente obedecer y gobernar sucesivamente de conformidad con los pre­ceptos de la virtud”. Los individuos iguales por su nacimiento y por sus facultades (“seres superiores”)  son la ley, pero ésta no se ha hecho para éstos. Los individuos “superiores” no pueden confundirse con la masa de la ciudad ni reducirlas a la igualdad común porque se procedería injustamente, pues esos “seres superiores” son dioses entre los hombres. “Ésta es una nueva prueba de que la legislación necesariamente debe recaer sobre individuos iguales por su nacimiento y por sus facultades”. Someterlos a la constitución es “el origen del ostracismo* en los Estados democráticos, que más que ningún otro son celosos de que conserve la igualdad”. El ostracismo aplicado a las superioridades reconocidas es políticamente injusto. En el ostracismo no se tiene en cuenta el interés de la República, porque es simplemente un arma de partido. En los gobiernos corrompidos el ostracismo es justo porque sirve al interés particular. (El ostracismo era el destierro político acostumbrado entre los atenienses). Los ciudadanos deben someterse a la superioridad de la virtud, ya que es un gran hombre, al que hay que “tomarse por rey mientras viva”.  

La letra y la ley no pueden constituir un buen gobierno. “La ley es impasible, mientras que toda alma humana es, por el contrario, necesariamente apasionada”.  La aristocracia (el gobierno de muchos ciudadanos virtuosos) es preferible al reinado “con tal que se componga de individuos que sean tan virtuosos los unos como los otros”. El reinado absoluto es rechazado porque “el Estado no es más que una asociación de seres iguales, y que entre seres naturalmente iguales las prerrogativas y los derechos deben ser necesariamente idénticos… la desigualdad entre iguales no es menos irracional. Es, por tanto, justo que la participación en el poder y en la obediencia sea para todos perfectamente igual y alternativa; por­que esto es, precisamente, lo que procura hacer la ley, y la ley es la constitución. Es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno de los ciudadanos; y por este mismo principio, si el poder debe ponerse en manos de muchos, sólo se les debe hacer guardianes y servidores de la ley; porque si la existencia de las magistraturas es cosa indispensable, es una injusticia patente dar una magistratura suprema a un solo hombre, con exclusión de todos los que valen tanto como él”. Cuando se reclama la soberanía de la ley se pide que la razón reine a la par con las leyes. La soberanía de un hombre (rey) no es procedente “porque los atractivos del instinto y las pasiones del corazón corrompen a los hombres cuando están en el poder, hasta a los mejores; la ley, por el contrario, es la inteligencia sin las ciegas pasiones”. En política, corrupción y favor ejercen poderosamente un funesto influjo. “Un pueblo mo­nárquico es aquel que naturalmente puede soportar la autori­dad de una familia dotada de todas las virtudes superiores que exige la dominación política. Un pueblo aristocrático es aquel que, teniendo las cualidades necesarias para tener la constitu­ción política que conviene a hombres libres, puede naturalmen­te soportar la autoridad de ciertos jefes llamados por su mérito a gobernar. Un pueblo republicano es aquel en que por natura­leza todo el mundo es guerrero, y sabe igualmente obedecer y mandar a la sombra de una ley que asegura a la clase pobre la parte de poder que debe corresponderle”.  Cuando una raza o un hombre sobresale por su elevada virtud superior que sobresalga sobre la virtud de todos los ciudadanos juntos el justo elevarlo al reinado, al supremo poder. Así, “no queda otra cosa que hacer que obedecer a este hombre y reconocer en él un poder, no alternativo, sino perpetuo”. El gobierno perfecto debe procurar la más perfecta felicidad.

La felicidad se encuentra en los bienes que el hombre puede gozar: “bienes que están fuera de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma; consistien­do la felicidad en la reunión de todos ellos. No hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que esté dispuesto, por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más queridos amigos y que, no menos de­gradado en punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan cré­dulo como un niño o un insensato. Cuando se presentan estos puntos en esta forma, se conviene en ellos sin dificultad. Pero en la práctica no hay esta conformidad, ni sobre la medida, ni sobre el valor relativo de estos bienes. Se considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga; pero tratándose de ri­queza, fortuna, poder, reputación y todos los demás bienes de este género, no encontramos límites que ponerles, cualquiera que sea la cantidad en que los poseamos”. Lo que creemos útil no es más que lo que nos complica y nos es inservible. Los bienes exteriores “y las cosas que se dicen útiles son precisamente aquellas cuya abundancia nos embaraza inevitablemente, o no nos sirven verdaderamente para nada”. Los bienes del alma son útiles debido a su abundancia, ya que son cosas esencialmente bellas. El alma es más preciosa que la riqueza y que el cuerpo. La felicidad la hallamos en la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, y no en la riqueza material, la fortuna, la reputación, el poder y todos los demás bines de este género, porque “la felicidad está siempre en proporción de la virtud y de la prudencia, y de la sumisión a las leyes de éstas…” El Estado más perfecto es simultáneamente el más dichoso y el más próspero. El Estado y el hombre valiente, prudente y virtuoso es justo, sabio y templado. El fin esencial del individuo y del Estado es “el más noble grado de virtud y hacer todo lo que ella ordena”.

La felicidad del individuo está constituida por los mismos elementos de la felicidad del Estado: si la felicidad del individuo está en la riqueza, el Estado rico será feliz. Si está en el poder tiránico, el Estado será también feliz si es grande su dominación; “si para el hombre la felicidad suprema consiste en la vir­tud, el Estado más virtuoso será igualmente el más afortunado”. El Estado más perfecto es aquel donde cualquier ciudadano, de acuerdo con la ley, “pueda practicar lo mejor posible la virtud y asegurar su mejor felicidad”.  Aunque la virtud es el fin capital de la vida, el hombre prudente elegirá el camino que le parezca mejor: el de la política o el de la filosofía. Para el ciudadano es preferible la acción (la vida política) que la inacción, “porque la felicidad sólo se encuentra en la actividad”. Éste debe participar en la vida política debido a que si no se obra, es imposible ejecutar actos de virtud, y la felicidad y las acciones virtuosas son cosas idénticas. “Estas opiniones son en parte verdaderas y en parte falsas. Que vale más vivir como un hombre libre que vivir como un señor de esclavos es muy cier­to; el empleo de un esclavo, en tanto que esclavo, no es cosa muy noble, y las órdenes de un señor, relativas a los pormeno­res de la vida diaria no tienen nada de encantador. Pero es un error creer que toda autoridad sea necesariamente la autoridad del señor. La que se ejerce sobre hombres libres y la que se ejer­ce sobre esclavos no difieren menos que la naturaleza del hom­bre libre y la naturaleza del esclavo, como ya hemos demostra­do en el principio de esta obra. Pero se incurre en una gran equivocación al preferir la inacción al trabajo, porque la felici­dad sólo se encuentra en la actividad, y los hombres justos y sa­bios se proponen siempre en sus acciones fines tan numerosos como dignos… y si la felicidad consiste en obrar bien, la actividad es para el Estado todo, lo mismo que para los individuos en particular, el asunto capital de la vida. No quiere decir esto que la vida activa deba, como se piensa generalmen­te, ser por necesidad de relación con los demás hombres, y que los únicos pensamientos verdaderamente activos sean tan sólo los que proponen resultados positivos, como consecuencia de la acción misma. Los pensamientos activos son más bien las refle­xiones y las meditaciones completamente personales, que no tie­nen otro objeto que su propio estudio; obrar bien es un fin; y esta volición es ya casi una acción; la idea de actividad se apli­ca, en primer término, al pensamiento ordenador que combina y dispone los actos exteriores. El aislamiento, hasta cuando es voluntario con todas las condiciones de existencia que lleva tras sí, no impone necesariamente al Estado la inacción. Cada una de las partes que componen la ciudad puede ser activa mediante las relaciones que necesariamente y siempre tienen las unas con las otras. Otro tanto puede decirse de todo individuo considera­do separadamente, cualquiera que él sea; porque de otra mane­ra resultaría que Dios y el mundo entero no existían, puesto que su acción no tiene nada de exterior, sino que permanece con­centrada en ellos mismos. Y así, el fin supremo de la vida es necesariamente el mismo para el individuo que para los hombres reunidos y para el Esta­do en general”.

El Estado perfecto no puede ser ni muy grande ni muy pequeño, ni muy populoso ni muy escaso de individuos. “La belleza resulta de ordinario de la armonía del número con la extensión; y la perfección para el Estado consistirá necesariamente en reunir justa extensión y un número conveniente de ciudadanos”. Es conveniente, para su seguridad y su comercio, que el Estado esté a la orilla del mar. La raza griega es la más indicada para conformar un Estado porque es inteligente, industriosa y tiene corazón para amar. “Posee a la par inteligencia y valor; sabe al mismo tiempo guardar su independencia y cons­tituir buenos gobiernos, y sería capaz, si formara un solo Esta­do, de conquistar el universo”.

Los elementos indispensables para la existencia de la ciudad son las subsistencias, las artes, las armas, las riquezas, los sacerdotes y los jueces. “Enumeremos las cosas mismas a fin de ilustrar la cuestión: en primer lugar, las subsistencias; después, las artes, indispen­sables a la vida, que tiene necesidad de muchos instrumentos; luego las armas, sin las que no se concibe la asociación, para apoyar la autoridad pública en el interior contra las facciones, y para rechazar los enemigos de fuera que puedan atacarlos; en cuarto lugar, cierta abundancia de riquezas, tanto para atender a las necesidades interiores como para la guerra; en quinto lugar, y bien podíamos haberlo puesto a la cabeza, el culto divino, o, como suele llamársele, el sacerdocio; en fin, y este es el objeto más importante, la decisión de los asuntos de interés general y de los procesos individuales… El Estado exige imperiosamente todas estas diversas funciones; necesita traba­jadores que aseguren la subsistencia de los ciudadanos; y nece­sita artistas, guerreros, gentes ricas, pontífices y jueces que velen por la satisfacción de sus necesidades y por sus intereses”.

En la república perfecta los ciudadanos no se ocuparán de las profesiones mecánicas, especulación mercantil, agricultura y otras contrarias a la virtud. La clase guerrera y la que delibera sobre los negocios estatales y juzga los procesos son los dos elementos políticos del Estado y los pontifica; la clase guerrera será perpetua y la deliberante alterna. Los bienes raíces están reservados para estas dos clases de ciudadanos. Los artesanos y las otras clases extrañas a las nobles ocupaciones de la virtud” no tienen derechos políticos. Los ciudadanos serán los propietarios de los bienes raíces y los labradores serán “esclavos, o bárbaros o siervos”. El cuerpo político se divide en la clase guerrera y en la deliberante. Las clases distintivas son la de los guerreros y la de los labradores. Un Estado oligárquico y monárquico debe estar situado en lo alto del terreno; el aristocrático en las altas fortificaciones, y el democrático en las llanuras.

Todos deseamos la virtud y la felicidad, pero las circunstancias y la naturaleza lo impiden a algunos. La virtud está reservada a los individuos afortunados y no a los menos favorecidos, pero es posible que esos afortunados se desvíen en el camino de su búsqueda. La administración perfecta del Estado perfecto debe procurar la mejor suma de felicidad para los ciudadanos; y “la felicidad es un desenvolvimiento y una práctica completa de la virtud, no relativa, sino absoluta”. La virtud relativa se refiere a las necesidades precisas de la vida, y la virtud absoluta únicamente a lo bello y al bien. El hombre virtuoso “es el que, a causa de su virtud, sólo tiene por bienes los bienes absolutos”. Es la voluntad inteligente del hombre la que asegura la virtud del Estado y no el azar, que a veces es el único dueño de las cosas. “El Estado no es virtuoso sino cuando todos los ciudadanos que forman parte del gobierno lo son”. La virtud general es el resultado de la virtud de todos los particulares. La naturaleza, el hábito y la razón hacen al hombre virtuoso. Como el hombre está sometido a la razón, a la costumbre y a la naturaleza, se requiere que las armonice.

Como la asociación política está compuesta de jefe y subordinados, la alternancia en el mando y la obediencia debe ser común a todos los ciudadanos. “La igualdad es la identidad de atribuciones entre seres semejantes, y el Estado no podría vivir de un modo contrario a las leyes de la equidad”. La virtud del ciudadano que manda es idéntica a la virtud del hombre perfecto. “La vida, cualquiera que ella sea, tiene dos partes: trabajo y reposo, guerra y paz. De los actos humanos, unos hacen rela­ción a lo necesario, a lo útil; otros únicamente a lo bello. Una distinción del todo semejante debe encontrarse necesariamente bajo estos diversos conceptos en las partes del alma y en sus actos: la guerra no se hace sino con la mira de la paz; el trabajo no se realiza sino pensando en el reposo; y no se busca lo necesario y lo útil sino en vista de lo bello. En todo esto el hombre de Es­tado debe arreglar sus leyes en vista de las partes del alma y de sus actos, pero, sobre todo, teniendo en cuenta el fin más eleva­do a que ambas puedan aspirar. Iguales distinciones se aplican a las distintas profesiones, a las diversas ocupaciones de la vida práctica. Es preciso estar dispuesto lo mismo para el trabajo que para el combate; pero el descanso y la paz son preferibles. Es preciso saber realizar lo necesario y lo útil; sin embargo, lo bello es superior a ambos. En este sentido conviene dirigir a los ciu­dadanos desde la infancia, y durante todo el tiempo que perma­nezcan sometidos a jefes”. Es necesario conocer la naturaleza del poder que el político debe esforzarse en saber, porque “mandar a hombres libres vale mucho más y es más conforme a la virtud que mandar a esclavos”. El Estado para gozar de paz debe ser prudente, valeroso y firme. Hay que tener valor y paciencia en el trabajo, y filosofía en el descanso; en el trabajo y en la guerra se requiere prudencia y templaza, especialmente en medio de la paz y el reposo.  La justicia, la moderación y la filosofía son virtudes necesarias para el bienestar y para la vida moral del Estado. Si en el alma ejercen influencia la naturaleza, las costumbres o el hábito y la razón (alma irracional, que le es propio el instinto, y al racional, que le es propia la inteligencia), se debe educar primero el cuerpo, luego el alma instintiva y, por último, el alma inteligente.

El legislador y el verdadero hombre de Estado deben saber cuál es la mejor forma y naturaleza de gobierno, mediante qué condiciones puede ser perfecto, qué constitución conviene adoptar, cuál es en sí y en absoluto el mejor gobierno, y cuál es la mejor relativamente a los elementos que han de constituirle. El primer deber del hombre de Estado consiste en conocer la constitución que pueda darse a la mayor parte de las ciudades. No basta imaginar un gobierno perfecto; se necesita, sobre todo, un gobierno practicable. El hombre de Estado deber ser capaz de mejorar la organización de un gobierno ya constituido.

En su orden, los gobiernos malos o peores, son: la tiranía, la oligarquía y la demagogia. Según Platón, la demagogia es el menos bueno de los buenos gobiernos y el mejor de los malos. Los elementos sociales del Estado son los labradores, los artesanos, los comerciantes, los mercenarios, los guerreros, los ricos y los magistrados. Los ricos y los pobres son las dos porciones más distintas del Estado; son los elementos políticos completamente opuestos, porque los ricos son minoría y los pobres mayoría; por eso la diferencia de constituciones que se reducen a la democracia y a la oligarquía.

En las clases inferior y elevada o distinguida hay diversos grados. En la clase inferior existen los labradores, los artesanos, los comerciantes, los marineros y los pobres; “en la clase elevada, las distinciones se fundan en la fortuna, la nobleza, el mérito, la instrucción, y en otras circunstancias análogas”. Hay cinco especies diversas de democracia. “La igualdad es la que caracteriza la primera especie de demo­cracia y la igualdad fundada por la ley en esta democracia signi­fica que los pobres no tendrán derechos más extensos que los ricos, y que ni unos ni otros serán exclusivamente soberanos, sino que lo serán todos en igual proporción. Por tanto, si la li­bertad y la igualdad son, como se asegura, las dos bases funda­mentales de la democracia, cuanto más completa sea esta igual­dad en los derechos políticos, tanto más se mantendrá la democracia en toda su pureza; porque siendo el pueblo en este caso el más numeroso, y dependiendo la ley del dictamen de la mayoría, esta constitución es necesariamente una democracia… Después de ella viene otra, en la que las funciones públicas se obtienen con arreglo a una renta, que de ordinario es muy moderada. Los empleos en esta democracia deben ser accesibles a todos los que tengan la renta fijada, e inaccesibles para todos los demás. En una tercera especie de democracia, todos los ciu­dadanos cuyo derecho no se pone en duda obtienen las magis­traturas, pero la ley reina soberanamente. En otra, basta para ser magistrado ser ciudadano con cualquier título, dejándose aún la soberanía a la ley. Una quinta especie tiene las mismas condi­ciones, pero traspasa la soberanía a la multitud, que reemplaza a la ley; porque entonces la decisión popular, no la ley, lo re­suelve todo. Esto es debido a la influencia de los demagogos. …en las democracias en que la ley gobierna, no hay demagogos, sino que corre a cargo de los ciudadanos más res­petados la dirección de los negocios. Los demagogos sólo apa­recen allí donde la ley ha perdido la soberanía. …el demagogo y el adulador tienen una manifiesta semejanza. Ambos tienen un crédito ili­mitado; el uno cerca del tirano, el otro cerca del pueblo corrup­to. Los demagogos, para sustituir la soberanía de los dere­chos populares a la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo porque su propio poder no puede menos de sacar prove­cho de la soberanía del pueblo de quien ellos soberanamente dis­ponen, gracias a la confianza que saben inspirarle… La especie que viene en segundo lugar en el orden que hemos trazado es aquella en la que todos los ciudadanos de cuyo ori­gen no se duda tienen derechos políticos, aunque realmente sólo los gozan los que pueden vivir sin trabajar. En esta democracia, las leyes son todavía soberanas, porque los ciudadanos, en ge­neral, no son bastante ricos, ni tienen bastantes rentas propias. En la tercera especie, basta ser libre para poseer derechos po­líticos. Pero aquí también la necesidad de trabajar impide a casi todos los ciudadanos el ejercerlos: y la soberanía de la ley no es menos indispensable que en las dos primeras especies. La cuarta es la más moderna, cronológicamente hablando. Ha­biendo alcanzado más extensión los Estados, que la tenían es­casa en un principio, y aumentado su bienestar con el crecimiento de las rentas públicas, la multitud adquirió, a causa de su im­portancia, todos los derechos políticos; y los ciudadanos pudie­ron entonces consagrarse en común a la dirección de los nego­cios generales, porque tenían tiempo de sobra, y se procuró a los menos acomodados, por medio de indemnizaciones, el tiempo necesario para consagrarse también a la cosa pública. Estos mis­mos ciudadanos pobres son los más desocupados, puesto que no tienen intereses particulares de que cuidar, circunstancia que con tanta frecuencia no permitía a los ricos concurrir a las asam­bleas del pueblo y a los tribunales de que son miembros, y así la multitud se hace soberana, ocupando el lugar de las leyes. Tales son las causas necesarias que determinan el número y las diversidades de las democracias”.

También existen diversas formas de oligarquía. “El carácter distintivo de la primera especie de oligarquía es la fijación de un censo bastante alto, para que los pobres, aun­que estén en mayoría, no puedan aspirar al poder, abierto sólo a los que poseen la renta fijada por la ley. En una segunda espe­cie, el censo exigido para tomar parte en el gobierno es de con­sideración, y el cuerpo de magistrados tiene el derecho de elegir sus propios miembros. Sin embargo, es preciso decir que si la elección ha de recaer entre todos los incluidos en el censo, la ins­titución parece más bien aristocrática; y sólo es oligárquica cuan­do el círculo de la elección es limitado. Una tercera especie de oligarquía se funda en la sucesión, a manera de herencia, en los empleos que pasan de padre a hijo. En otra, la cuarta, se une a este principio hereditario el de la soberanía de los magistra­dos, la cual sustituye al reinado de la ley. Esta última forma co­rresponde perfectamente a la tiranía en los gobiernos monárqui­cos; y en las democracias, a la especie de que últimamente hemos hablado. Esta especie de oligarquía se llama dinastía o gobier­no de la fuerza… La primera especie de oligarquía es aquella en la que la ma­yoría de los ciudadanos posee riquezas inferiores a las de que acabamos de hablar, y que son de poca consideración. El poder se atribuye a todos aquellos que tienen la renta legal; y el ser tantos los ciudadanos que adquieren de esta manera los dere­chos políticos ha sido causa de que se haya atribuido la sobera­nía a la ley y no a los hombres. Estando muy distantes a causa de su número de la unidad monárquica, y siendo muy poco ricos para vivir en un ocio absoluto, y no bastante pobres para deber vivir a expensas del Estado, tienen necesidad de proclamar la ley soberana, en vez de hacerse ellos mismos soberanos. Si su­ponemos que los poseedores de renta son menos numerosos que en la primera hipótesis, y las fortunas más pingues, tendremos la segunda especie de oligarquía. La ambición entonces se aviva con el poder, y los ricos nombran ellos mismos entre los demás ciudadanos a los que habrán de desempeñar los empleos del go­bierno. Poco poderosos aún para reinar sobre la ley, lo son bas­tante, sin embargo, para hacer dictar la que les concede estas inmensas prerrogativas. Concentrando en un número de manos todavía menor las fortunas que han llegado ya a ser demasiado grandes, se llega al tercer grado de la oligarquía, en el cual los miembros de la minoría desempeñan personalmente las funcio­nes, pero conforme a la ley que las hace hereditarias. Suponien­do en los miembros de la oligarquía un nuevo aumento de ri­quezas y de partidarios, este gobierno hereditario se aproxima mucho a la monarquía. Los hombres, no la ley, reinan en él. Esta cuarta forma de oligarquía corresponde a la última forma de democracia. Al lado de la democracia y de la oligarquía existen otras dos formas políticas, una de las cuales, según reconocen todos los autores y nosotros también, forma parte de las cuatro principa­les constituciones, si se admite, siguiendo la opinión común, que estas constituciones son la monarquía, la oligarquía, la demo­cracia y la llamada aristocracia. Una quinta forma política es aquella que recibe el nombre genérico de todas las demás, y que se llama comúnmente república; como es muy rara, pasa desa­percibida a los ojos de los autores que pretenden enumerar las especies diversas de gobierno y que sólo reconocen las cuatro que acabamos de indicar, como ha hecho Platón en sus dos re­públicas. Con razón se ha llamado el gobierno de los mejores a aquel de que hemos tratado precedentemente. Este hermoso nombre de aristocracia sólo se aplica verdaderamente con toda exacti­tud al Estado compuesto de ciudadanos que son virtuosos en toda la extensión de la palabra, y que no se limitan a tener sólo alguna virtud particular. Este Estado es el único en que el hom­bre de bien y el buen ciudadano se confunden en una identidad absoluta. En todos los demás sólo se tiene la virtud que está en relación con la constitución particular bajo que se vive. Tam­bién hay otras combinaciones políticas que, diferenciándose de la oligarquía y de lo que se llama república, reciben el nombre de aristocracias; estos son los sistemas en que los magistrados son escogidos tomando en cuenta el mérito, por lo menos tanto como la riqueza. Este gobierno entonces se aleja de la oligar­quía y de la república, y toma el nombre de aristocracia; y es que, en efecto, no hay necesidad de que la virtud sea el objeto especial del Estado mismo, para que encierre en su seno ciuda­danos tan distinguidos por sus virtudes como pueden serlo los de la aristocracia. Así pues, cuando la riqueza, la virtud y la multitud tienen derechos políticos, la constitución puede ser to­davía aristocrática…Y así, la aristocracia, además de su primera y más per­fecta especie, tiene también las dos formas que acabamos de decir, y hasta una tercera que presentan todos los Estados que se inclinan más que la república propiamente dicha hacia el principio oligárquico”.

Las diversas formas políticas, de gobierno o constituciones, son la monarquía, la oligarquía, la democracia y la aristocracia. La tiranía no es un verdadero gobierno. La república es una combinación de la democracia y la oligarquía. “Es costumbre dar el nombre república a los gobiernos que se inclinan a la democracia, y los de aristocracia a los que se inclinan a la oligarquía”. La ilustración y la riqueza son patrimonio de los ricos; el sistema aristocrático tiene por fin dar la supremacía a los ciudadanos eminentes. Todos los gobiernos son corrupciones de la constitución perfecta. No hay buen gobierno sino donde se obedece a la ley, y ésta está fundada en la razón. “El principio esencial de la aristocracia consiste, al parecer, en atribuir el predominio político a la virtud; porque el carácter es­pecial de la aristocracia es la virtud, como la riqueza es el de la oligarquía, y la libertad el de la democracia. Todas tres admi­ten, por otra parte, la supremacía de la mayoría, puesto que, en unas como en otras, la decisión acordada por el mayor nú­mero de miembros del cuerpo político tiene siempre fuerza de ley. Si los más de los gobiernos toman el nombre de república, es porque casi todos aspiran únicamente a combinar los dere­chos de los ricos y de los pobres, de la fortuna y de la libertad; pues la riqueza, al parecer, ocupa casi en todas partes el lugar del mérito y de la virtud”. La igualdad, la libertad, la riqueza y el mérito son los elementos que se disputan en el Estado. La combinación de la igualdad y la libertad produce la república, y la combinación de la riqueza, el mérito y la nobleza produce la aristocracia.

El Estado virtuoso, el Estado feliz, es el que su mayoría pertenece a la clase acomodada, la clase media (el justo medio – la virtud), porque los extremos (la riqueza y la pobreza) hacen que unos no obedezcan y otros sólo sepan obedecer. Los ricos son insumisos, vanidosos y esto impide la convivencia pacífica. La igualdad y la semejanza, que es la que requiere el Estado, se encuentra en las situaciones medias, en el justo medio. Es una gran ventaja que la mayoría tenga una fortuna modesta, pero suficiente para atender a todas sus necesidades.  “Una constitución no se consolida sino donde la clase media es más numerosa que las otras dos clases extremas…”.

Los tres elementos o poderes del gobierno o del Estado son el legislativo (asamblea general, asamblea deliberante o soberano), el ejecutivo (los magistrados) y el judicial (los tribunales).

En cuanto a la organización del poder en la democracia, tenemos: “El principio del gobierno democrático es la libertad. Al oír repetir este axioma, podría creerse que sólo en ella puede encon­trarse la libertad; porque ésta, según se dice, es el fin constante de toda democracia. El primer carácter de la libertad es la alterna­tiva en el mando y en la obediencia. En la democracia el derecho político es la igualdad, no con relación al mérito, sino según el número. Una vez sentada esta base de derecho, se sigue como consecuencia que la multitud debe ser necesariamente soberana, y que las decisiones de la mayoría deben ser la ley definitiva, la justicia absoluta; porque se parte del principio de que todos los ciudadanos deben ser iguales. Y así, en la democracia, los pobres son soberanos, con exclusión de los ricos, porque son los más, y el dictamen de la mayoría es ley. Este es uno de los caracteres distintivos de la libertad, la cual es para los partidarios de la de­mocracia una condición indispensable del Estado. Su segundo carácter es la facultad que tiene cada uno de vivir como le agrade, porque, como suele decirse, esto es lo propio de la libertad, como lo es de la esclavitud el no tener libre albedrío. Tal es el segundo carácter de la libertad democrática. Resulta de esto que en la democracia el ciudadano no está obligado a obedecer a cualquie­ra; o si obedece es a condición de mandar él a su vez; y he aquí cómo en este sistema se concilia la libertad con la igualdad. Estando el poder en la democracia sometido a estas necesida­des, las únicas combinaciones de que es susceptible son las si­guientes. Todos los ciudadanos deben ser electores y elegibles. Todos deben mandar a cada uno y cada uno a todos, alternati­vamente. Todos los cargos deben proveerse por suerte, por lo menos todos aquellos que no exigen experiencia o talentos espe­ciales. No debe exigirse ninguna condición de riqueza, y si la hay ha de ser muy moderada. Nadie debe ejercer dos veces el mismo cargo, o por lo menos muy rara vez, y sólo los menos importan­tes, exceptuando, sin embargo, las funciones militares. Los em­pleos deben ser de corta duración, si no todos, por lo menos todos aquellos a que se puede imponer esta condición. Todos los ciu­dadanos deben ser jueces en todos, o por lo menos en casi todos los asuntos, en los más interesantes y más graves, como las cuen­tas del Estado y los negocios puramente políticos; y también en los convenios particulares. La asamblea general debe ser sobe­rana en todas las materias, o por lo menos en las principales, y se debe quitar todo poder a las magistraturas secundarias, de­jándoselo sólo en cosas insignificantes… Si los caracteres de la oligarquía son el nacimiento ilus­tre, la riqueza y la instrucción, los de la democracia serán el nacimiento humilde, la pobreza, el ejercicio de un oficio. Es pre­ciso cuidarse mucho de no crear ningún cargo vitalicio; y si alguna magistratura antigua ha conservado este privilegio en medio de la revolución democrática, es preciso limitar sus poderes y con­ferirla por suerte en lugar de hacerlo por elección. Tales son las instituciones comunes a todas las democracias. Se desprenden directamente del principio que se considera como democrático, es decir, de la igualdad perfecta de todos los ciudadanos, sin que haya entre ellos otra diferencia que la del nú­mero, condición que parece esencial a la democracia y querida a la multitud. La igualdad pide que los pobres no tengan más poder que los ricos, que no sean ellos los únicos soberanos, sino que lo sean todos en la proporción misma de su número; no en­contrándose otro medio más eficaz de garantizar al Estado la igualdad y la libertad… Al decir de los partidarios de la democracia, la justicia está únicamente en la decisión de la mayoría; y si nos atenemos a lo que dicen los partidarios de la oligarquía, la justicia está en la decisión de los ricos, porque a sus ojos la riqueza es la única base racional en política. De una y otra parte veo siempre la des­igualdad y la injusticia. Los principios oligárquicos conducen derechamente a la tiranía; porque si un individuo es más rico por sí solo que todos los demás ricos juntos, es preciso, confor­me a las máximas del derecho oligárquico, que este individuo sea soberano, porque solamente él tiene el derecho de serlo. Los principios democráticos conducen derechamente a la injusticia; porque la mayoría, soberana a causa del número, se repartirá bien pronto los bienes de los ricos, como he dicho en otro lugar… La debilidad reclama siempre igual­dad y justicia; la fuerza no se cuida para nada de esto”.

La ciudad necesita de las siguientes magistraturas: 1. La del mercado público. 2. La de la conservación de las propiedades públicas y particulares, tanto en el campo como en la ciudad. 3. La encargada de recibir las rentas y custodiar y repartir el tesoro público. 4. La encargada de regular y revisar los negocios jurídicos. 5. La encargada de las condenas judiciales y del cuidado de los presos. 6. La encargada de la defensa de la ciudad y los asuntos militares. 7. La encargada de presidir la asamblea en los Estados en que el pueblo es soberano. 8. La encargada del culto a los dioses. 9. La encargada del cuidado de los sacrificios públicos que la ley no encomienda a los pontífices. “En resumen, puede decirse que las magistraturas indispensa­bles al Estado tienen por objeto el culto, la guerra, las contribu­ciones y gastos públicos, los mercados, la policía de la ciudad, los puertos y los campos, así como también los tribunales, las convenciones entre particulares, los procedimientos judiciales, la ejecución de los juicios, la custodia de los penados, el exa­men, comprobación y liquidación de las cuentas públicas; y por último, las deliberaciones sobre los negocios generales del Estado”.

La desigualdad es siempre la causa de las revoluciones. Las revoluciones se hacen para conquistar la igualdad. Como es peligroso pretender constituir la igualdad real o proporcional entre los pertenecientes a la nobleza y a la virtud, que son minoría, y los pobres, que son mayoría, “lo más prudente es combinar la igualdad relativa al número con la igualdad relativa al mérito”. La democracia está menos sujeta a las revoluciones que la oligarquía. “La república en que domina la clase media y que se acerca más a la democracia que a la oligarquía, es también el más estable de los gobiernos”.

Las causas y origen de la revoluciones son “la disposición moral de los que se revelan, el fin de la insurrección y las circunstancias determinantes que producen la turbación y la discordia entre los ciudadanos”. Los ciudadanos se sublevan, ya en defensa de la igualdad, ya por el deseo de la desigualdad y predominio político. Un inferior se rebela para conseguir la igualdad, y cuando la consigue se rebela para dominar. “Su propósito, cuando se insurrecciona, es alcanzar fortuna y honores, o también para evitar la oscuridad y la miseria…”. El ansia de riquezas y de honores puede encender la discordia. El ansia de riquezas y de honores, el insulto, el miedo, la superioridad, el desprecio, el acrecentamiento desproporcionado de algunas parcialidades de la ciudad, las cábalas, la negligencia, las causas imperceptibles y la diversidad de origen son las causas de las revoluciones. Si los gobernantes son insolentes y codiciosos generan motivos para la sublevación. La posición topográfica también a veces acarrea revoluciones. “Pero el más poderoso motivo de desacuerdo nace cuando están la virtud de una parte y el vicio de otras; la riqueza y la pobreza vienen después; y, por último, vienen todas las demás causas, más o menos influyentes…”. Las revoluciones proceden empleando la violencia y la astucia.

En la democracia las revoluciones nacen del carácter turbulento de los demagogos. En las oligarquías las revoluciones proceden de la opresión de las clases inferiores y de que el jefe del movimiento sale de las filas mismas de la oligarquía. En las aristocracias proceden de que las funciones públicas son patrimonio de una minoría demasiado reducida, y de la miseria extrema de los unos y de la opulencia excesiva de los otros.

Para conservar los estados es necesario: 1. No derogar la ley ni atentar contra ella, porque “la ilegalidad mina sordamente al Estado”. 2. Conducta prudente de los gobernantes. 3. No permanecer tanto tiempo en el poder. 4. Vigilar la ciudad. 5. Prevenir las luchas y las disensiones de los ciudadanos poderosos por medios legales. 6. Cuidar que no surja una superioridad desproporcionada. 7. No perder de vista el acrecentamiento de prosperidad y de fortuna que pueden adquirir las diversas clases de la sociedad. 8. Impedir que los cargos públicos enriquezcan a quienes lo ejercen. 9. En las aristocracias sólo se debe confiar el poder a los ciudadanos eminentes. 10. Ejercer controles para evitar la dilapidación de las rentas públicas. 11. Apreciar la moderación y la mesura. 12. Acomodar la educación al principio mismo de la constitución. “Una educación con­forme a la constitución no es la que enseña a hacer todo lo que parezca bien a los miembros de la oligarquía o a los partidarios de la democracia; sino que es la que enseña a poder vivir bajo un gobierno oligárquico o bajo un gobierno democrático. En las oligarquías actuales, los hijos de los que ocupan el poder viven en la molicie, mientras que los hijos de los pobres, endurecidos con el trabajo y la fatiga, adquieren el deseo y la fuerza para hacer una revolución. En las democracias, sobre todo en las que están constituidas más democráticamente, el interés del Estado está muy mal comprendido, porque se forman en ellas una idea muy falsa de la libertad. Según la opinión común, los dos ca­racteres distintivos de la democracia son la soberanía del mayor número y la libertad. La igualdad es el derecho común; y esta igualdad consiste en que la voluntad de la mayoría sea sobera­na. Desde entonces libertad e igualdad se confunden en la fa­cultad que tiene cada cual de hacer lo que quiera: «todo a su gusto», como dice Eurípides. Este es un sistema muy peligroso, porque no deben creer los ciudadanos que vivir conforme a la constitución es una esclavitud; antes, por el contrario, deben en­contrar en ella protección y una garantía de felicidad”.

ARISTOTELES Y LA EDUCACIÓN EN “LA POLÍTICA”

CAPÍTULO XIV

DE LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS EN LA CIUDAD PERFECTA

Si es un deber del legislador asegurar robustez corporal desde el principio a los ciudadanos que ha de formar, su primer cui­dado debe tener por objeto los matrimonios de los padres y las condiciones, relativas al tiempo y a los individuos, que se requie­ren para contraerlos. Dos cosas deben tenerse presentes: las per­sonas y la duración probable de su unión, a fin de que haya entre las edades una conveniente relación, y que las facultades de los dos esposos no estén nunca en discordancia, pudiendo el mari­do tener aún hijos cuando la mujer se ha hecho estéril, o al con­trario; porque estas diferencias en las uniones son origen de que­rellas y disgustos. Esto importa, en segundo lugar, a causa de la relación que debe haber entre los padres y los hijos que deben reemplazar a aquéllos. No es conveniente que haya entre padres e hijos una excesiva diferencia, porque entonces la gratitud de éstos para con aquéllos, que son demasiado ancianos, es com­pletamente vana, no pudiendo los padres procurar a su familia los recursos de que tiene necesidad. Tampoco conviene que esta diferencia de edades sea muy poca, porque se tropieza con otros inconvenientes no menos graves. Los hijos entonces no tienen a sus padres mayor respeto que a sus compañeros de edad; y esta igualdad puede dar lugar en la administración de la familia a discusiones poco oportunas.
Pero volvamos a nuestro punto de partida, y veamos cómo el legislador podrá formar, casi como le plazca, los cuerpos de los niños tan pronto como son engendrados.
Todo esto descansa en un punto, al que hay que prestar una particular atención. Como la naturaleza ha limitado la facultad generadora hasta los sesenta años, a lo más, para los hombres, y hasta los cincuenta para las mujeres, ajustándose a estas eda­des extremas puede fijarse la edad en que puede comenzar la unión conyugal. Las uniones prematuras son poco favorables para los hijos que de ellas salen. En toda clase de animales, el emparejamiento de individuos demasiado jóvenes produce crías débiles, las más veces hembras y de formas raquíticas. La espe­cie humana está necesariamente sometida a la misma ley. Puede uno convencerse de ello viendo que en todos los países donde los jóvenes se unen ordinariamente muy pronto, la raza es débil y de pequeñas proporciones. De esto también resulta otro peli­gro: las mujeres jóvenes padecen más en los partos y sucumben con más frecuencia. Así se dice que, habiendo los trecenios con­sultado al oráculo sobre la frecuencia con que morían sus jóve­nes mujeres, éste respondió: que se las casaba muy pronto «sin tomar en cuenta el fruto que debían dar». La unión en una edad más adelantada no es menos útil para asegurar la templanza de las pasiones. Las jóvenes que han sentido el amor muy pronto parecen dotadas en general de un temperamento ardiente. Res­pecto a los hombres, el uso de la venus (deleite sexual o acto  carnal) durante su crecimiento daña al desarrollo del cuerpo, que no cesa de adquirir fuerza sino en el momento fijado por la naturaleza, más allá del cual no puede crecer más.
Se puede fijar la edad para el matrimonio en los dieciocho años para las mujeres y en los treinta y siete o un poco menos para los hombres. Dentro de estos límites, el momento de la unión será el de mayor vigor; y los esposos tendrán un tiempo igual para procrear convenientemente, hasta que la naturaleza quite a ambos el poder generador. De esta manera su unión podrá ser fecunda, y lo será desde el momento de mayor vigor, si, como debe suponerse, el nacimiento de los hijos sigue inmediatamen­te al matrimonio, hasta la declinación de la edad, es decir, hacia los setenta años para los maridos. Tales son nuestros principios sobre la época y la duración de los matrimonios. En cuanto al momento mismo de la unión, participamos de la opinión de aque­llos que, en vista de los buenos resultados de su propia experien­cia, creen que la época más favorable es el invierno. Es preciso consultar también lo que los médicos y los naturalistas han dicho sobre la generación. Los primeros podrán decir cuáles son las cualidades requeridas en cuanto a la salud, y los segundos dirán qué vientos conviene esperar. En general el viento del Norte es, según ellos, preferible al del Mediodía.
No nos detendremos en las condiciones de temperamento que han de tener los padres para que nazcan con vigor sus hijos. Estos pormenores, si se tratase el asunto profundamente, tendrían su verdadero lugar en un tratado de educación. Aquí podremos ocu­parnos de él en pocas palabras. No hay necesidad de que el tem­peramento sea atlético, ni para las faenas políticas, ni para la salud, ni para la procreación; tampoco es conveniente que sea valetudinario e incapaz de rudos trabajos, sino que es preciso que ocupe un término medio entre estos extremos. El cuerpo debe agitarse por medio de la fatiga, pero de modo que ésta no sea demasiado violenta. Tampoco deben limitarse estos ejercicios a un solo género, como hacen los atletas, sino que debe poder soportar el cuerpo todos los trabajos dignos de un hombre libre. Estas condiciones me parecen igualmente aplicables a las muje­res que a los hombres. Las madres, durante el embarazo, aten­derán con cuidado a su propio régimen, y se guardarán bien de permanecer inactivas y de alimentarse ligeramente. El medio es fácil, pues bastará que el legislador les ordene que vayan todos los días al templo para implorar el favor de los dioses que presiden a los nacimientos. Pero si su cuerpo necesita la activi­dad, convendrá que su espíritu conserve, por el contrario, la calma más perfecta. Los fetos sienten las impresiones de las ma­dres que los llevan en su seno, lo mismo que los frutos de la tie­rra penden del suelo que los alimenta.
Para distinguir los hijos que es preciso abandonar de los que hay que educar, convendrá que la ley prohíba que se cuide en manera alguna a los que nazcan deformes; y en cuanto al nú­mero de hijos, si las costumbres resisten el abandono completo, y si algunos matrimonios se hacen fecundos traspasando los lí­mites formalmente impuestos a la población, será preciso pro­vocar el aborto antes de que el embrión haya recibido la sensi­bilidad y la vida. El carácter criminal o inocente de este hecho depende absolutamente sólo de esta circunstancia relativa a la vida y a la sensibilidad.

Pero no basta haber fijado la edad en que el hombre y la mujer podrán llevar a cabo la unión conyugal; es preciso determinar también la época en que la generación deberá cesar. Los hom­bres muy ancianos, y lo mismo los muy jóvenes, sólo producen seres incompletos de cuerpo y de espíritu, y los hijos de los pri­meros son de una debilidad irremediable. Se debe cesar de en­gendrar en el momento mismo en que la inteligencia ha adquiri­do todo su desenvolvimiento, y esta época, si nos atenemos al cálculo de algunos poetas que miden la vida por septenarios, coin­cide generalmente con los cincuenta años. Y así se debe renun­ciar a procrear hijos a los cuatro o cinco años a contar desde este término, y no usar de los placeres del amor sino por moti­vos de salud o por consideraciones no menos graves.
En cuanto a la infidelidad, cualquiera que sea la parte de que proceda y cualquiera el grado en que se verifique, es preciso con­siderarla como cosa deshonrosa, mientras uno sea esposo de hecho o de nombre; y si la falta ha sido cometida durante el tiem­po fijado para la fecundidad, deberá ser castigada con una pena infamante y con toda la severidad que merece.

CAPÍTULO XV

DE LA EDUCACIÓN DURANTE LA PRIMERA INFANCIA

Una vez nacidos los hijos, es preciso convencerse de que la calidad del alimento que se les dé ha de ejercer un gran influjo sobre sus fuerzas corporales. El ejemplo mismo de los anima­les, así como el de todas las naciones que hacen un estudio par­ticular de los temperamentos propios para la guerra, nos prue­ba que el alimento más sustancial y que más conviene al cuerpo es la leche, y que es preciso abstenerse de dar vino a los niños por temor a las enfermedades que engendra.
Importa igualmente saber hasta qué punto conviene dejarles libertad en sus movimientos; y para evitar que sus miembros, tan delicados, no se deformen, algunas naciones se sirven aún en nuestros días de ciertas máquinas que procuran a estos pe­queños cuerpos un desenvolvimiento regular. También es útil ha­bituarlos, desde la más tierna infancia, a las impresiones del frío, costumbre que no es menos útil para la salud que para los trabajos de la guerra. Asimismo hay muchos pueblos bárba­ros que tienen la costumbre de bañar a sus hijos en agua fría, o de vestirlos con ropa muy ligera, que es lo que hacen los celtas.

Todos los hábitos que deben contraer los niños conviene que comiencen desde la más tierna edad, teniendo cuidado de pro­ceder por grados; así, el calor natural de los niños hace que arros­tren muy fácilmente el frío. Tales son sobre poco más o menos los cuidados que más importa tener en la primera edad. En cuan­to a la edad que sigue a ésta y que se extiende hasta los cinco años, no se puede exigir ni la aplicación intelectual, ni ciertas fatigas violentas que impedirían el crecimiento. Pero se les puede exigir la actividad necesaria para evitar una pereza total del cuer­po. A los niños se les debe excitar al movimiento empleando di­versos medios, sobre todo el juego, los cuales no deben ser in­dignos de hombres libres, ni demasiado penosos, ni demasiado fáciles. Pero sobre todo, que los magistrados encargados de la educación, y que se llaman pedónomos, vigilen con el mayor cui­dado las palabras y los cuentos que lleguen a estos tiernos oídos. Todo esto debe hacerse a fin de prepararles para los trabajos que más tarde les esperan; y así sus juegos deben ser en general ensayos de los ejercicios a que habrán de dedicarse en edad más avanzada. Es un gran error ordenar en las leyes que se compri­man los gritos y las lágrimas de los niños, cuando son un medio de desarrollo y un género de ejercicio para el cuerpo. Retenien­do el aliento se adquiere una nueva fuerza en medio de un pe­noso esfuerzo, y los niños también se aprovechan de esta con­tención cuando gritan. Entre otras muchas cosas, los pedónomos cuidarán también de que los niños se comuniquen lo menos posi­ble con los esclavos, ya que hasta los siete años han de perma­necer necesariamente en la casa paterna. Mas, no obstante esta circunstancia, conviene alejar de sus miradas y de sus oídos toda palabra y todo espectáculo indignos de un hombre libre. El le­gislador deberá desterrar severamente de su ciudad la obsceni­dad en las palabras, como lo hace con cualquier otro vicio. El que se permite decir cosas deshonestas está muy cerca de permi­tirse ejecutarlas, y, por tanto, debe proscribirse desde la infan­cia toda palabra y toda acción de este género. Si algún hombre libre por su nacimiento, pero demasiado joven para ser admiti­do en las comidas en común, se permite una palabra, una ac­ción prohibida, que se le castigue poniéndole a la vergüenza, que se le apalee, y si es de edad ya madura, que se le pene como a un vil esclavo con castigos convenientes a su edad, porque su falta es propia de un esclavo. Si proscribimos las palabras inde­centes, hemos de hacer lo mismo con las pinturas y las repre­sentaciones obscenas. El magistrado debe cuidar de que ninguna estatua ni dibujo recuerde ideas de este género, a no ser en los templos de aquellos dioses a quienes la ley misma permite la obscenidad. Pero la ley prescribe, en una edad más avanza­da, no dirigir súplicas a estos dioses ni en favor de uno mismo, ni de su mujer, ni de sus hijos.
La ley debe prohibir a los jóvenes asistir a la representación de piezas satíricas y de las comedias, hasta la edad en que pue­dan tomar asiento en las comidas comunes y beber vino puro. Entonces la educación los resguardará de los peligros de estas reuniones.
No hemos hecho hasta aquí más que tratar someramente esta materia; pero más adelante veremos, al insistir más en ella, si será conveniente privar a la juventud absolutamente de todo es­pectáculo, o en caso de admitir este principio, cómo deberá mo­dificarse. Por ahora nos hemos limitado a las generalidades más indispensables.
Teodoro, el actor trágico, quizá tenía razón para decir que no podía tolerar que un cómico, aunque fuese malo, se presen­tase en escena antes que él, porque los espectadores se acomo­daban fácilmente a la voz del primero que oían. Esto es igual­mente exacto en las relaciones con nuestros semejantes y con las cosas que nos rodean. La novedad es siempre la que más nos encanta; y así debe alejarse de la infancia todo lo que lleve el sello de algo malo, y principalmente todo aquello que tenga que ver con el vicio o con la malevolencia.
Desde los cinco a los siete años es preciso que los niños asis­tan, durante dos, a las lecciones que más adelante habrán de re­cibir ellos mismos. Después, la educación comprenderá necesa­riamente dos épocas distintas: desde los siete años hasta la pubertad, y desde la pubertad hasta los veintiún años. Es una equivocación el querer contar la vida sólo por septenarios. Debe seguirse más bien para esta división la marcha misma de la na­turaleza, porque las artes y la educación tienen por único fin lle­nar sus vacíos.
Veamos, pues, en primer lugar, si conviene que el legislador imponga una regla a la infancia. Después veremos si vale más que la educación se haga en común por el Estado, o si ha de dejarse a las familias, como sucede en la mayor parte de los go­biernos actuales; y diremos, por fin, sobre qué objetos debe recaer.


LIBRO QUINTO

DE LA EDUCACIÓN EN LA CIUDAD PERFECTA

CAPÍTULO I

CONDICIONES DE LA EDUCACIÓN

No puede negarse, por consiguiente, que la educación de los niños debe ser uno de los objetos principales de que debe cuidar el legislador. Dondequiera que la educación ha sido desatendi­da, el Estado ha recibido un golpe funesto. Esto consiste en que las leyes deben estar siempre en relación con el principio de la constitución, y en que las costumbres particulares de cada ciu­dad afianzan el sostenimiento del Estado, por lo mismo que han sido ellas mismas las únicas que han dado existencia a la forma primera. Las costumbres democráticas conservan la democra­cia, así como las costumbres oligárquicas conservan la oligar­quía, y cuanto más puras son las costumbres, tanto más se afian­za el Estado.

Todas las ciencias y todas las artes exigen, si han de dar bue­nos resultados, nociones previas y hábitos anteriores. Lo mismo sucede evidentemente con el ejercicio de la virtud. Como el Es­tado todo sólo tiene un solo y mismo fin, la educación debe ser necesariamente una e idéntica para todos sus miembros, de donde se sigue que la educación debe ser objeto de una vigilancia pú­blica y no particular, por más que este último sistema haya ge­neralmente prevalecido, y que hoy cada cual educa a sus hijos en su casa según el método que le parece y en aquello que le place. Sin embargo, lo que es común debe aprenderse en común, y es un error grave creer que cada ciudadano sea dueño de sí mismo, siendo así que todos pertenecen al Estado, puesto que consti­tuyen sus elementos y que los cuidados de que son objeto las partes deben concordar con aquellos de que es objeto el con­junto. En este punto nunca se alabará bastante a los lacedemo­nios. La educación de sus hijos se verifica en común, y le dan una extrema importancia. En nuestra opinión, es de toda evi­dencia que la ley debe arreglar la educación, y que ésta debe ser pública. Pero es muy esencial saber con precisión lo que debe ser esta educación, y el método que conviene seguir. En gene­ral, no están hoy todos conformes acerca de los objetos que debe abrazar; antes, por el contrario, están muy lejos de ponerse de acuerdo sobre lo que los jóvenes deben aprender para alcanzar la virtud y la vida más perfecta; Ni aún se sabe a qué debe darse la preferencia, si a la educación de la inteligencia o a la del co­razón. El sistema actual de educación contribuye mucho a hacer difícil la cuestión. No se sabe, ni poco ni mucho, si la educación ha de dirigirse exclusivamente a las cosas de utilidad real, o si debe hacerse de ella una escuela de virtud, o si ha de compren­der también las cosas de puro entretenimiento. Estos diferentes sistemas han tenido sus partidarios, y no hay aún nada que sea generalmente aceptado sobre los medios de hacer a la juventud virtuosa; pero siendo tan diversas las opiniones acerca de la esen­cia misma de la virtud, no debe extrañarse que lo sean igual­mente sobre la manera de ponerla en práctica.

CAPÍTULO II

COSAS QUE DEBE COMPRENDER LA EDUCACIÓN

Es un punto incontestable que la educación debe compren­der, entre las cosas útiles, las que son de absoluta necesidad, pero no todas sin excepción. Debiendo distinguirse todas las ocupa­ciones en liberales y serviles, la juventud sólo aprenderá, entre las cosas útiles, aquellas que no tiendan a convertir en artesa­nos a los que las practiquen. Se llaman ocupaciones propias de artesanos todas aquellas, pertenezcan al arte o a la ciencia, que son completamente inútiles para preparar el cuerpo, el alma o el espíritu de un hombre libre para los actos y la práctica de la virtud. También se da el mismo nombre a todos los oficios que pueden desfigurar el cuerpo y a todos los trabajos cuya recom­pensa consiste en un salario, porque unos y otros quitan al pen­samiento toda actividad y toda elevación. Bien que no haya cier­tamente nada de servil en estudiar hasta cierto punto las ciencias liberales; cuando se quiere llevar esto demasiado adelante se está expuesto a incurrir en los inconvenientes que acabamos de se­ñalar. La gran diferencia depende en este caso de la intención que motiva el trabajo o el estudio. Se puede, sin degradarse, hacer para sí, para sus amigos, o con intención virtuosa, una cosa que, hecha de esta manera, no rebaja al hombre libre, pero que, hecha para otros, envuelve la idea del mercenario y del esclavo. Los objetos que abraza la educación actual, lo repito, presentan, en general, este doble carácter, y sirven poco para ilustrar la cues­tión. Hoy la educación se compone ordinariamente de cuatro partes distintas: las letras, la gimnástica, la música y, a veces, el dibujo; la primera y la última, por considerarlas de una utili­dad tan positiva como variada en la vida; y la segunda, como propia para formar el valor. En cuanto a la música, se suscitan dudas acerca de su utilidad. Ordinariamente, se la mira como cosa de mero entretenimiento, pero los antiguos hicieron de ella una parte necesaria de la educación, persuadidos de que la na­turaleza misma, como he dicho muchas veces, exige de noso­tros, no sólo un loable empleo de nuestra actividad, sino tam­bién un empleo noble de nuestros momentos de ocio. La natu­raleza, repito, es el principio de todo. Si el trabajo y el descanso son dos cosas necesarias, el último es, sin contradicción, prefe­rible, pero es preciso el mayor cuidado para emplearlo como con­viene. No se dedicará, en verdad, al juego, porque sería cosa imposible hacer aquél el fin mismo de la vida. El juego es prin­cipalmente útil en medio del trabajo. El hombre que trabaja tiene necesidad de descanso, y el juego no tiene otro objeto que el pro­curarlo. El trabajo produce siempre la fatiga y una fuerte ten­sión de nuestras facultades, y es preciso, por lo mismo, saber emplear oportunamente el juego como un remedio saludable. El movimiento que el juego proporciona afloja el espíritu y le procura descanso mediante el placer que causa.

El ocio parece asegurarnos también el placer, el bienestar, la felicidad; porque éstos son bienes que alcanzan no los que tra­bajan, sino los que viven descansados. No se trabaja sino para llegar a un fin que aún no se ha conseguido, y, según opinión de todos los hombres, el bienestar es, precisamente, el fin que debe conseguirse, no mediante el dolor, sino en el seno del pla­cer. Es cierto que el placer no es uniforme para todos, pues cada uno le imagina a su manera y según su temperamento. Cuanto más perfecto es el individuo, más pura es la felicidad que él ima­gina y más elevado su origen. Y así es preciso confesar que para ocupar dignamente el tiempo de sobra hay necesidad de conoci­mientos y de una educación especial; y que esta educación y estos estudios deben tener por objeto único al individuo que goza de ellos, lo mismo que los estudios que tienen la actividad por ob­jeto deben ser considerados como necesidades y no tomar nunca en cuenta a los demás. Nuestros padres no han incluido la mú­sica en la educación a título de necesidad, porque no lo es; ni a título de cosa útil, como la gramática, que es indispensable en el comercio, en la economía doméstica, en el estudio de las ciencias y en una multitud de ocupaciones políticas; ni como el dibujo, que nos capacita para juzgar mejor las obras de arte; ni como la gimnástica, que da salud y vigor; porque la música no posee, evidentemente, ninguna de estas ventajas. En la mú­sica sólo han encontrado una digna ocupación para matar el ocio, y esto ha tenido en cuenta en la práctica; porque, según ellos, si hay un solaz digno de un hombre libre, éste es la música. Ho­rnero es del mismo dictamen cuando pone en boca de uno de sus héroes estas palabras:

Convidemos al festín a un cantor armonioso,

o cuando dice que algunos de sus personajes llaman

Al cantor, cuya voz sabrá hechizar a todos, y en otro pasaje Ulises dice que el más dulce de los placeres para los hombres, cuando se entregan a la alegría,

Escuchar en el festín, en que todos toman parte,
los acentos del poeta...

CAPÍTULO III

DE LA GIMNÁSTICA COMO ELEMENTO DE LA EDUCACIÓN

Se debe, pues, reconocer que hay ciertas cosas que es preciso enseñar a los jóvenes, no como cosas útiles o necesarias, sino como cosas dignas de ocupar a un hombre libre, como cosas que son bellas. ¿Hay sólo una ciencia de esta clase?, ¿hay muchas?, ¿cuáles son?, ¿cómo deben enseñarse? He aquí una serie de cues­tiones que examinaremos más tarde. Lo que aquí queremos hacer constar es que la opinión de los antiguos sobre los objetos esen­ciales de la educación coincide con la nuestra, y que de la músi­ca pensaban absolutamente lo mismo que nosotros. Añadire­mos, también, que si la juventud debe adquirir conocimientos útiles, tales como la gramática, no es sólo a causa de la utili­dad especial de estos conocimientos, sino también porque facilitan la adquisición de otros muchos. Otro tanto debe decir­se del dibujo. Se aprende éste, no tanto para evitar los errores y equivocaciones en las compras y ventas de muebles y utensi­lios, como para formar un conocimiento más exquisito de la be­lleza de los cuerpos. Por otra parte, esta preocupación exclusi­va de la idea de utilidad no conviene ni a almas nobles ni a hombres libres.
Se ha demostrado que se debe pensar en formar las costum­bres antes que la razón, y el cuerpo antes que el espíritu; de donde se sigue que es preciso someter los jóvenes al arte de la pedotri­bia y a la gimnástica: aquélla para procurar al cuerpo una buena constitución; ésta para que adquiera soltura. En los go­biernos, que parecen ocuparse con especial cuidado de la edu­cación de los jóvenes, se intenta las más veces hacer de ellos atle­tas, lo cual perjudica tanto a la gracia como al crecimiento del cuerpo. Los espartanos8 evitan esta falta, pero cometen otra; a fuerza de endurecer a los jóvenes, los hacen feroces con el pre­texto de hacerlos valientes. Pero, lo repito, no hay que fijarse en su solo fin exclusivamente, y en éste menos que en cualquier otro. Si sólo se intenta inspirar valor, tampoco se consigue por este medio. El valor, lo mismo en los animales que en los hom­bres, no es patrimonio de los más salvajes, sino que lo es, por el contrario, de los que reúnen la dulzura y la magnanimidad del león. Algunas tribus de las orillas del Ponto Euxino, los aqueos y los heniocos, tienen por costumbre el asesinato y son antropófagos; otras naciones, situadas más al interior, tienen há­bitos semejantes, y a veces todavía más horribles; y, sin embar­go, no son más que bandoleros y no tienen verdadero valor. Ahí están los mismos lacedemonios, que debieron al principio su su­perioridad a sus hábitos de ejercicio y de fatiga, y que hoy son sobrepujados por muchos pueblos en la gimnástica y hasta en el combate; y es que su superioridad descansaba no tanto en la educación de su juventud, como en la ignorancia de sus adver­sarios en gimnástica.

Es preciso, pues, poner en primer lugar un valor generoso, y no la ferocidad. Desafiar noblemente el peligro no es cualidad propia de un lobo, ni de una bestia salvaje; es propio exclusiva­mente del hombre valiente. Dando demasiada importancia a esta parte secundaria de la educación, y despreciando los puntos prin­cipales de la misma, no hacéis de vuestros hijos más que obre­ros; habéis querido hacerlos aptos tan sólo para una ocupación de la sociedad, y resulta que son, hasta en esta especialidad, muy inferiores a otros muchos, como lo dice claramente la razón. Es preciso juzgar de las cosas en vista, no de los hechos pasados, sino de los actuales: hoy encontramos rivales tan instruidos como puede serlo uno mismo; en otro tiempo no los había.
Debe, por tanto, concedérsenos que la ocupación de la gim­nástica es necesaria y que los límites que le hemos fijado son los verdaderos. Hasta la adolescencia los ejercicios deben ser li­geros; y se evitará la alimentación demasiado sustanciosa, así como los trabajos demasiado duros, no sea que vayan a detener el crecimiento del cuerpo. El peligro de estas fatigas prematuras se prueba con un notable testimonio: apenas se encuentran en los fastos de Olimpia dos o tres vencedores de los premiados cuando eran niños, que hayan conseguido el premio más tarde en edad madura; los ejercicios demasiado violentos de la prime­ra edad les habían privado de todo su vigor. Los tres años que siguen a la adolescencia serán consagrados a estudios de otro género; y se podrá, ya sin peligro, someterlos en los años siguien­tes a ejercicios rudos y a un régimen más severo. De esta mane­ra se evitará fatigar a la vez el cuerpo y el espíritu, cuyos traba­jos producen, en el orden natural de las cosas, efectos del todo contrarios: los trabajos del cuerpo dañan el espíritu; los traba­jos del espíritu son funestos al cuerpo.

CAPÍTULO IV

DE LA MÚSICA COMO ELEMENTO DE LA EDUCACIÓN

Ya hemos expuesto acerca de la música algunos principios dic­tados por la razón; creemos conveniente volver sobre esta dis­cusión y desarrollarla más, a fin de suministrar alguna dirección a las indagaciones ulteriores que otros podrán hacer sobre esta materia. Dificultoso es decir en qué consiste su poder y cuál es su verdadera utilidad. ¿Es sólo un juego? ¿Es un puro pasatiem­po, como el sueño y los placeres de la mesa, entretenimientos poco nobles en sí mismos, sin duda, pero que, como ha dicho Eurípides,

¿Nos agradan... y sirven de desahogo?

¿Se debe poner la música al mismo nivel, y tomarla como se toma el vino, no deteniéndose hasta la embriaguez, o como se toma el baile? Hay gentes que dan otro valor a la música. Pero la música, ¿no es más bien uno de los medios de llegar a la vir­tud? Así como la gimnástica influye en los cuerpos, ¿no puede ella influir en las almas, acostumbrándolas a un placer noble y puro? Y, en fin, ¿no tiene como tercera ventaja, que debe unir­se a aquellas dos, la de que, al procurar descanso a la inteligen­cia, contribuye también a perfeccionarla?
Se convendrá sin dificultad en que la instrucción que se da a los jóvenes no es cosa de juego. Instruirse no es una burla, y el estudio es siempre penoso. Añadamos que el ocio no con­viene durante la infancia, ni en los años que la siguen: el ocio es el término de una carrera; y un ser incompleto no debe, mien­tras lo sea, detenerse. Si se cree que el estudio de la música, du­rante la infancia, puede tener por fin el preparar una diversión para la edad viril, para la edad madura, ¿a qué viene adquirir personalmente esta habilidad, en lugar de valerse, para gozar de este placer y alcanzar esta instrucción, del talento de artistas especiales, como hacen los reyes de los persas y de los medos? Los hombres prácticos que se han consagrado a la música como una profesión, ¿no alcanzarán en ella una ejecución mucho más perfecta que los que sólo han dedicado a la misma el tiempo es­trictamente necesario para conocerla? Y si cada ciudadano debe hacer personalmente estos largos y penosos estudios, ¿por qué no ha de aprender también los secretos de la cocina, educación que sería completamente absurda? Esta objeción no tiene menos fuerza si se supone que la música forma las costumbres. Porque en este caso también, ¿para qué aprenderla personalmente? ¿No se podrá también gozar con ella, y juzgarla bien, oyéndola a los demás? Los espartanos han adoptado este método, y sin poseer ellos mismos este conocimiento pueden, según se asegura, juz­gar muy bien el mérito de la música y decidir si es buena o mala. La misma respuesta puede darse si se pretende que la música es el verdadero placer, el verdadero solaz de los hombres libres. ¿Para qué aprenderla uno mismo, y no gozar de ella mediante la habilidad de otro? ¿No es esta la idea que nos formamos de los dioses? ¿Nos han presentado jamás los poetas a Júpiter can­tando y tocando la lira? En una palabra, hay algo de servil en hacerse uno mismo artista de este género en música; y a un hom­bre libre sólo se le permite en la embriaguez o por pasatiempo.
Más adelante tendremos quizá ocasión de examinar el valor de todas estas objeciones.

CAPÍTULO V

CONTINUACIÓN DE LO RELATIVO A LA MÚSICA COMO ELEMENTO
DE LA EDUCACIÓN

Ante todo, ¿debe la música ser comprendida en la educación o debe ser excluida?; ¿qué es realmente de los tres caracteres que se le atribuyen?; ¿es una ciencia, un juego o un simple pasatiem­po? Es posible la duda, porque la música presenta igualmente estos tres caracteres. El juego no tiene otro objeto que la dis­tracción; pero es preciso que ésta sea agradable, porque es un remedio para las penalidades del trabajo. También es preciso que el pasatiempo, honesto como es, sea agradable, porque el bienestar sólo existe mediante estas dos condiciones; y la músi­ca, según parecer de todo el mundo, es un delicioso placer, ais­lado o acompañado por el canto. Museo lo ha dicho:

El canto, verdadero hechizo de la vida.

Y así no deja de tenerse presente en toda reunión, en toda di­versión, como un verdadero goce. Este motivo bastaría por sí solo para incluirla en la educación. Todo lo que procura place­res inocentes y puros puede concurrir al fin de la vida, y, sobre todo, puede ser un medio de descanso. Raras veces el hombre consigue el objeto supremo de la vida, pero tiene con frecuen­cia necesidad de descanso y de diversiones; y aunque no fuera más que por el sencillo placer que causa, siempre se sacaría buen partido de la música tomándola como un pasatiempo. Los hom­bres hacen a veces del placer el fin capital de la vida; el fin su­premo, cuando el hombre lo consigue, procura también, si se quiere, placer; pero no es el placer que se encuentra a cada paso; buscando uno, se fija en otro, y se confunde las más de las veces con lo que debe ser el objeto de todos nuestros esfuerzos. Este fin esencial de la vida no debe buscarse a causa de los bienes que puede darnos; y, de igual modo, los placeres de que aquí se trata se buscan, no por los resultados que deban producir, sino a causa de lo que les ha precedido, es decir, del trabajo y las penalidades. He aquí, sin duda, por qué se cree encontrar la verdadera felicidad en estos placeres, que, sin embargo, no la proporcionan.
En cuanto a cierta opinión común que recomienda el cultivo de la música, no por sí misma, sino como un utilísimo medio de descanso, puede preguntarse, aun aceptándola, si la música es verdaderamente cosa tan secundaria, y si no se le puede asig­nar un fin más noble que aquel vulgar empleo. ¿Es posible que no pueda esperarse de ella otra cosa que este vano placer que excita en todos los hombres? Porque no se puede negar que causa un placer físico que encanta sin distinción a todas las edades y a todos los caracteres. ¿O es cosa que debe averiguarse si ejerce algún influjo en los corazones y en las almas? Para demostrar su poder moral, bastaría probar que puede modificar nuestros sentimientos. Y, ciertamente, los modifica. Véase la impresión que producen en los oyentes las obras de tantos músicos, sobre todo de Olimpo. ¿Quién negará que entusiasme a las almas? ¿Y qué es el entusiasmo más que una modificación puramente moral? Basta, para renovar las vivas impresiones que la música nos proporciona, oírla repetir aunque sea sin el acompañamiento o sin la letra.

La música es, pues, un verdadero goce; y como la virtud con­siste en saber gozar, amar, aborrecer, como pide la razón, se sigue que nada es más digno de nuestro estudio y de nuestros cuidados que el hábito de juzgar sanamente las cosas y de poner nuestro placer en las sensaciones honestas y en las acciones vir­tuosas. Ahora bien, nada hay tan poderoso como el ritmo y el canto de la música, para imitar, aproximándose a la realidad tanto como es posible, la cólera, la bondad, el valor, la misma prudencia, y todos los sentimientos del alma, como igualmente todos los opuestos a éstos. Los hechos bastan para demostrar cómo la simple narración de cosas de este género puede mudar la disposición del alma; y cuando en presencia de simples imita­ciones se deja uno llevar del dolor y de la alegría, se está muy cerca de sentir las mismas afecciones en presencia de la reali­dad. Si al ver un retrato, siente uno placer sólo con mirar la copia que tiene delante de sus ojos, se consideraría ciertamente dicho­so si llegara a contemplar a la persona misma, cuya imagen tanto le había encantado. Los demás sentidos, como el tacto y el gusto, no reproducen ni poco ni mucho las impresiones morales; el sen­tido de la vista lo hace suavemente y por grados, y las imágenes a que aplicamos este sentido concluyen poco a poco por obrar sobre los espectadores que las contemplan. Pero ésta no es, precisamente, una imitación de las afecciones morales; no es más que el signo revestido con la forma y el color que ellas toman, limitándose a las modificaciones puramente corporales que revelan la pasión. Pero cualquiera que sea la importancia que se atribuya a estas sensaciones de la vista, jamás se aconse­jará a la juventud que contemple las obras de Pauson, mientras que se le pueden recomendar las de Polignoto o las de cual­quier otro pintor que sea tan moral como él.
La música, por el contrario, es evidentemente una imitación directa de las sensaciones morales. Cada vez que las armonías varían, las impresiones de los oyentes mudan a la par que cada una de ellas y las siguen en sus modificaciones. Al oír una ar­monía lastimosa, como la del modo llamado mixolidio, el alma se entristece y se comprime; otras armonías enternecen el corazón, y son las menos graves; entre estos extremos hay otra que proporciona al alma una calma perfecta, y este es el modo dórico, único que, al parecer, causa esta última impresión; el modo frigio, por el contrario, nos llena de entusiasmo. Estas diversas cualidades de la armonía han sido bien comprendidas por los filósofos que han tratado de esta parte de la educación, y su teoría no se apoya sino en el testimonio de los hechos. Los ritmos no varían menos que los modos. Los unos calman el alma, los otros la conmueven; pudiendo ser las formas de estos últi­mos más o menos vulgares, de mejor o peor gusto.
Es, por tanto, imposible, vistos todos estos hechos, no reco­nocer el poder moral de la música; y puesto que este poder es muy verdadero, es absolutamente necesario hacer que la músi­ca forme parte de la educación de los jóvenes. Este estudio guarda también una perfecta analogía con las condiciones de esta edad, que jamás sufre con paciencia lo que le causa fastidio, y la mú­sica, por su naturaleza, no lo causa nunca. La armonía y el ritmo parecen cosas inherentes a la naturaleza humana, y algunos sa­bios no han temido sostener que el alma no es más que una ar­monía, o, por lo menos, que es armoniosa.

CAPÍTULO VI

CONTINUACIÓN DE LO RELATIVO A LA MÚSICA

Pero ¿debe enseñarse a los jóvenes a ejecutar por sí mismos la música vocal y la instrumental? Esta es una cuestión que ya indicamos antes, y que ahora vamos a tratar. No se puede negar que la influencia moral de la música varía necesariamente mucho, según que se practique o no personalmente, porque es imposi­ble, o, por lo menos, muy difícil ser buen juez en cosas que uno no practica por sí mismo. Además, la infancia necesita una ocu­pación manual. El mismo sonajero de Arquitas no fue mala invención, puesto que, haciendo que los niños tuviesen las manos ocupadas, les impedía romper alguna cosa en la casa, porque los niños no pueden estar quietos ni un solo instante. El sonaje­ro es un juguete excelente para la primera edad, y el estudio es el sonajero de la edad que sigue; y aunque no sea más que por esto, nos parece evidente que es preciso enseñar también a los jóvenes a cultivar por sí mismos la música. Es fácil, por otra parte, determinar hasta dónde debe extenderse este estudio en las diferentes edades, para que no exceda los límites debidos, a fin de poder rechazar las objeciones de los que pretenden que la música sólo puede crear virtudes vulgares. Por lo pronto, pues­to que para juzgar bien en este arte es preciso practicarlo por sí mismo, concluyo de aquí que es necesario que los jóvenes aprendan a ejecutar la música. Más tarde podrán abandonar este trabajo personal, pero entonces serán capaces de apreciar y de gozar como es debido de las obras de mérito, gracias a los estu­dios que han hecho cuando eran jóvenes. En cuanto al inconve­niente que se pone a veces a la ejecución musical diciendo que ella reduce al hombre al papel de simple artista, basta para con­testar a este cargo precisar lo que conviene exigir en punto al talento de ejecución musical a los hombres que hayan de for­marse en la virtud política; qué cantos y qué ritmos se les debe obligar a aprender y qué instrumentos deben estudiar. Todas estas distinciones son muy importantes, puesto que, mediante ellas, se puede responder a los que hablan de aquel supuesto inconve­niente, porque no niego que cierta clase de música produce el mal efecto que se denuncia. Es preciso, pues, evidentemente, re­conocer que el estudio de la música no debe perjudicar en nada a la carrera ulterior que se emprenda; que no debe degradar el cuerpo, haciéndolo incapaz de las fatigas de la guerra o de las ocupaciones políticas; en fin, que no debe ser un obstáculo a que a la sazón se practiquen los ejercicios del cuerpo, ni más tarde se adquieran los conocimientos serios. Para que el estudio de la música sea verdaderamente lo que debe ser no se ha de as­pirar ni a formar discípulos que hayan de presentarse en los con­cursos solemnes de artistas, ni a enseñar a los jóvenes esos vanos prodigios de ejecución que en nuestros días han comenzado por introducirse en los conciertos, y que han pasado después a la esfera de la educación común. De estas delicadezas del arte sólo debe tomarse lo necesario para sentir toda la belleza de los rit­mos y de los cantos, y tener para apreciar la música un senti­miento más completo que el vulgar que produce hasta en algu­nas especies de animales, así como en la muchedumbre de esclavos y de niños.

Con arreglo a los mismos principios se han de elegir los ins­trumentos para esta parte de la educación. Es preciso proscribir la flauta y los instrumentos de que sólo se sirven los artistas, como la cítara y los que a ella se parecen; y admitir solamente los que son propios para formar el oído y desenvolver general­mente la inteligencia. La flauta, por otra parte, no es instrumento moral; sólo es buena para excitar las pasiones, y se debe li­mitar su uso a aquellas circunstancias en que nos proponemos corregir más bien que instruir. Además, otro de los inconvenien­tes de la flauta, desde el punto de vista de la educación, es que impide el uso de la palabra mientras se la estudia. No sin razón han renunciado a ella hace mucho tiempo los jóvenes y los hom­bres libres, por más que en un principio se les obligara a estu­diarla. Tan pronto como nuestros padres pudieron gustar las dul­zuras del ocio, como resultado de su prosperidad, se consagra­ron con un ardor magnánimo a la virtud, y, orgullosos de sus campañas pasadas y, sobre todo, de sus victorias en la Guerra Médica, cultivaron todas las ciencias con más pasión que dis­cernimiento y elevaron el arte de la flauta a la dignidad de cien­cia. Se vio en Lacedemonia a un corista dar el tono al coro, to­cando él mismo la flauta; y en Atenas este gusto se hizo tan nacional que no había hombre libre que no aprendiese este arte; como lo prueba bien el cuadro que Trasipo consagró a los dio­ses cuando tomó a su cargo la representación de una de las co­medias de Ecfantides. Pero la experiencia hizo que bien pronto se desechara la flauta, cuando se reflexionó con más detenimiento sobre lo que podía contribuir o perjudicar a la virtud. Se pros­cribieron también muchos de los antiguos instrumentos, los pec­tides, los barbitonos, los que sólo excitan en los oyentes ideas voluptuosas, los heptágonos, los trígonos y los sambucos, y todos los que exigen un extremado ejercicio de la mano. Una antigua tradición mitológica, que es muy razonable, proscribe asimis­mo la flauta, diciéndonos que Minerva, que la había inventado, no tardó en abandonarla. Se ha dicho también, con mucha gra­cia, que la antipatía de la diosa a este instrumento procedía que afeaba el semblante; pero puede creerse que Minerva recha­zaba el estudio de la flauta porque no sirve para perfeccionar la inteligencia, ya que, realmente, Minerva es a nuestros ojos el símbolo de la ciencia y del arte.

CAPÍTULO VII

CONCLUSIÓN DE LO RELATIVO A LA MÚSICA

En punto a instrumentos y a ejecución, rechazamos, por tanto, aquellos estudios que son propios de los que se dedican a ser profesores, esto es, de los que se destinan a tomar parte en los combates solemnes de la música. Los que tal hacen no se pro­ponen mejorarse a sí mismos moralmente, sino que sólo tienen en cuenta el placer grosero de los futuros oyentes. Y así no con­sidero esta como una ocupación digna de un hombre libre y sí como un trabajo de mercenario, que sólo sirve para hacer artis­tas de profesión. El fin a que el artista aspira en este caso con el mayor empeño es malo, porque tiene que rebajar su obra po­niéndola al alcance de los espectadores, cuya grosería envilece muchas veces a los artistas que intentan complacerles, degradan­do hasta su cuerpo a causa de los movimientos que han de hacer para tocar su instrumento.
En cuanto a armonías y a ritmos, ¿se deben incluir todos in­distintamente en la educación, o se deben elegir algunos? ¿Ad­mitiremos solamente, como hacen hoy los que se ocupan de esta parte de la enseñanza, dos elementos en música, la melopea y el ritmo, o añadiremos uno más? Importa conocer con preci­sión el poder de la melopea y del ritmo desde el punto de vista de la educación. ¿Debe preferirse la perfección de la una o la de la otra? Como todas estas cuestiones han sido, a nuestro pa­recer, muy discutidas por algunos músicos de profesión y por algunos filósofos que practicaron la misma enseñanza de la mú­sica, recomendamos los exactos pormenores de sus obras a todos los que quieran profundizar esta materia; y ya que aquí trata­mos de la música sólo desde el punto de vista del legislador, nos limitaremos a algunas generalidades fundamentales.
Admitimos la división de los cantos hecha por algunos filó­sofos, y distinguimos, como ellos, el canto moral, el animado y el apasionado. Dentro de la teoría de estos autores, cada uno de estos cantos corresponde a una armonía especial, que es aná­loga a él. Partiendo de estos principios creemos que de la músi­ca se puede sacar más de un género de utilidad, puesto que puede servir a la vez para instruir el espíritu y para purificar el alma. Decimos aquí, en general, que puede purificar el alma, pero ya trataremos este punto con más claridad en nuestros estudios sobre la Poética. En tercer lugar, la música puede emplearse como un solaz y servir para distraer el espíritu y procurarle descanso después del trabajo. Igual uso deberá hacerse, evidentemente, de todas las armonías, pero con fines diversos en cada una de ellas. Para el estudio se escogerán las más morales; y para los conciertos, en lo que uno oye pero no toca, se escogerán las ani­madas y apasionadas. Estas impresiones que ciertas almas ex­perimentan de un modo tan poderoso, alcanzan a todos los hom­bres, aunque en grados diversos; porque todos, sin excepción, se ven arrastrados por la música a la compasión, al temor, al entusiasmo. Algunos se dejan dominar más fácilmente que otros por estas impresiones; y así puede verse cómo, después de haber oído una música que ha conmovido su alma, se tranquilizan de repente al escuchar los cantos sagrados, que vienen a ser para ésta una especie de curación y purificación moral. Estos cam­bios bruscos tienen lugar también necesariamente en aquellas almas que se dejan arrastrar por el encanto de la música a la compasión, al terror, o a cualquier otra pasión. Cada oyente se siente conmovido, según que estas sensaciones han influido más o menos en él; pero todos han experimentado una especie de purificación y se sienten aliviados de este peso por el placer que han experimentado. Por el mismo motivo, los cantos que purifican el alma nos producen una alegría pura; y deben dejar­se estas armonías y estos cantos tan impresionables a los músi­cos que tocan en el teatro. Pero los oyentes son de dos especies; unos que son libres e ilustrados, y otros, artesanos y groseros mercenarios, que tienen necesidad de juegos y espectáculos para descansar de sus fatigas. Como en estas naturalezas inferiores el alma se ha torcido y separado de su debido camino, tiene ne­cesidad de armonías tan degradadas como ella y de cantos de un color falso y de una rudeza que no pierden jamás. Cada cual sólo encuentra placer en lo que responde a su naturaleza, y he aquí por qué concedemos a los artistas que han de disputarse el premio el derecho de acomodar la música a los groseros oídos de los que deben escucharla.

Pero en la educación, lo repito, sólo se admitirán los can­tos y las armonías que tiene un carácter moral, como, por ejemplo, según hemos dicho ya, la armonía dórica. También es preciso aceptar cualquiera otra que propongan los versados en la teoría filosófica o en la enseñanza de la música. Sócrates, en la República de Platón, al no admitir más que el modo fri­gio al lado del dórico, incurre en una equivocación tanto más ex­traña cuanto que ha proscrito el estudio de la flauta. Es el modo frigio en las armonías poco más o menos lo que la flauta entre los instrumentos, puesto que ambos producen igualmente en el alma sensaciones impetuosas y apasionadas. La poesía misma lo prueba bien, porque en los cantos que consagra a Baco y en todas sus producciones análogas a éstas exige, ante todo, el acompañamiento de la flauta. En los cantos frigios es donde particularmente tiene lugar este género de poesía, por ejemplo, el ditirambo, cuyo carácter completamente frigio nadie desco­noce. Las gentes versadas en estas materias citan de esto mu­chos ejemplos, entre otros, el de Filóxeno, el cual, después de haber intentado componer su ditirambo, las Fábulas, según el modo dórico, se vio obligado, por la naturaleza misma de su poema, a emplear el modo frigio, único que convenía bien en aquel caso.
En cuanto a la armonía dórica, todos convienen en que tiene más gravedad que todas las demás, y que su tono es más varonil y más moral. Partidarios declarados, como lo somos nosotros, del principio que busca siempre el término medio entre los ex­tremos, sostendremos que la armonía dórica, que es la que tiene este carácter entre todas las demás, debe ser evidentemente en­señada con preferencia a la juventud. Dos cosas deben tenerse aquí presentes: lo posible y lo oportuno; porque lo posible y lo oportuno son principios que deben guiar a todos los hombres; pero la edad de los individuos es la única que puede determinar lo uno y lo otro. A los hombres fatigados por la edad les sería muy difícil modular cantos vigorosamente sostenidos, y la na­turaleza misma les inspira más bien modulaciones suaves y dul­ces. Así es que algunos autores que se han ocupado de la músi­ca han echado en cara a Sócrates, y con razón, el haber proscrito las armonías dulces de la educación, con el pretexto de que sólo eran propias de la embriaguez. Sócrates se ha equivocado al creer que tenía que ver con la embriaguez, cuyo carácter consiste en una especie de frenesí, mientras que el dé los cantos no es más que el de una dulce dejadez. Cuando llega la época próxima a la edad senil es bueno estudiar las armonías y los cantos de esta especie, y hasta creo que se podría encontrar entre ellos uno que convendría perfectamente a la infancia, y que reuniría, a la vez, la decencia y la instrucción; y, a nuestro juicio, tal sería con pre­ferencia a cualquiera otro el modo lidio. Y así en punto a edu­cación musical, se requieren esencialmente tres cosas: primero, evitar todo exceso; segundo, hacer lo que sea posible, y, final­mente, hacer lo que sea oportuno.



COMENTARIO

Esta grandiosa obra de Aristóteles, a pesar del tiempo trascurrido desde su composición, todavía, en algunos aspectos, tiene una gran vigencia en la actualidad. Este pensador, gracias a su irrefutable genialidad, se adelantó a su época y nos legó un tratado político muy actual. Para citar un solo ejemplo tenemos la división tripartita del poder público (legislativo, ejecutivo y judicial), de vital importancia en las democracias contemporáneas y en nuestro país.

Asombra y deleita la manera cómo discurre su pensamiento comparando la naturaleza con el hombre, para sacar de aquella los principios para plantear el arte de gobernar. Sorprende el hecho de que en esa época no contaba con la información teórica con que hoy contamos para su estudio de las diversas constituciones y los tipos de gobiernos.

En esta obra, además del Aristóteles filósofo, encontramos al Aristóteles pedagogo, psicólogo, antropólogo, biólogo, sociólogo, político, economista, constitucionalista, abogado, educador… Refleja en su libro todo su amplio saber enciclopédico. Este filósofo genial escrutó los intrincados laberintos del alma humana y descubrió sus grandezas y miserias.