Extenuado por el
largo caminar, bajo el inclemente sol, cayó abruptamente de bruces sobre el
pedregoso camino. Experimentó la horrible sensación de quedarse sin signos
vitales, descendiendo por un oscuro laberinto que lo arrojó a un extraño paraje
totalmente desconocido para él. Inerte, oía voces familiares que gritaban por
su muerte. “¡Se murió!”, gritó al unísono un coro de voces lastimeras.
Horrorizado, intentó decirles que no estaba muerto. Exánime, como se
encontraba, no podía articular palabra alguna.
Cuerpos de
familiares, amigos y curiosos, con rostros asimétricos, se abalanzaron sobre
él. Manos grandes, como tenazas, tocaban escrutadoramente su cuerpo, yerto y
caliente a la vez. “¿Cómo murió?”, escuchó a su madre, con acento lúgubre,
preguntando con alaridos estridentes. “¡Se fue de este mundo mi hijo!”, aseguró
una voz que se escuchaba muy lejos, como fuera de este mundo. ¡Sin duda era la
de su padre! “¡Que le hagan la necropsia!”, dispuso uno de sus diecisiete
hermanos, sin poder precisar cuál de ellos. Impotente, aterrorizado por el
pánico, les gritaba en silencio que no lo hicieran porque estaba vivo. Era
inútil. No era escuchado.
En el tétrico y
surrealista espectro lo asediaban imágenes deformes de dagas, espadas, venenos
y todo tipo de armas de fuego. Pávido y trémulo intentaba, sin lograrlo, huir
de una jauría de perros que le destrozaban el cuerpo con sus afilados
colmillos. La muerte, manifestada en múltiples formas, se apoderaba de su
cuerpo. Inmóvil, pero no exánime, se resistía luchando contra ésta para evitar
que le arrebatara su postrer hálito vital. Un hombre alto y robusto, fuerte e
imponente como un toro de lidia, lo recogió del piso y lo descargó, sin
consideración, sobre una fría mesa de disección. El médico, raquítico y con su
cara huesuda, similar a la negra imagen con que se etiquetan los frascos de
veneno, blandiendo su enorme y afilada sierra, lo destajó. Cada uno de sus
órganos –muertos para el científico, pero vivos para él- los seccionó en cruz,
buscando la causa de su supuesta muerte. “¡Qué extraño! No encuentro la causa
de su deceso”, dictaminó con certeza científica el patólogo. Luego, uno a uno,
introdujo sus destrozados órganos dentro de su abdomen, y, con la ayuda de una
gruesa aguja oxidada y una larga cuerda de acero, de esas de sostener puentes,
lo cosió.
En un furgón, en
donde se carga la carne del ganado sacrificado,
lo trasladaron, colgado en un gancho, como se cuelga una vaca muerta, al
cementerio, y allí lo dejaron abandonado. “Mañana lo enterraremos”, susurró una
voz que se ahogó en la multitud. “¡No me
dejen sólo en la mansión de los muertos!
¡Estoy vivo! ¡Aquí no viven los vivos; sólo vienen de paso a enterrar o a
visitar a sus muertos! Pero yo no estoy muerto”. Sus lastimeros gritos, que se
escuchaban por todo el espacio sideral, no eran oídos por los mortales. Los
muertos, desesperados, le gritaban en tenebroso coro, desde ultratumba:
“¡Déjenos descansar en la inefable paz de los sepulcros, porque en vida no hay
paz!” El terror, matizado de pánico y confusión, se apoderó de todo su inerte
ser. Quiso levantarse, correr y gritar, sin que las invisibles y poderosas
cadenas que le ataban fuertemente se lo permitieran. Prisionero de la quietud,
pasó la amarga noche en la cárcel del terror.
Atado con
alambres de púas a un extremo de una inmensa grúa, de las que utilizan en la
construcción de edificios, lo introdujeron en un profundo hueco frío y
caliente, simultáneamente. “¡No me entierren!
¡No me sepulten! ¡Acaso no ven que estoy vivo; más vivo que nunca!”,
gritaba con su tenebrosa voz sin sonido. Cuando la grúa lo soltó, descendió
raudo por un abismo tan hondo, que al tocar la superficie ardiente y fría
sintió un dolor tan intenso que sacudió las entrañas de la tierra, ocasionando
un sismo que, a pesar de su magnitud, no dejó víctimas.
Segundos después,
cayeron sobre él toneladas de tierra y rocas, quedando sepultado en el centro
de la tierra. Allí, lentamente, durante varios días, fue muriendo poco a poco.
A medida que sus órganos iban perdiendo el movimiento, disminuían sus dolores y
el aliento vital empezaba a abandonarlo. Primero desaparecieron sus piernas,
luego sus brazos, seguidos de su tronco. Sólo le quedaban vivos el corazón y la
cabeza. Como cosa extraña, ya no sentía dolores ni terror. Después de un
tiempo, que no logró determinar, desapareció su cabeza. El oxígeno se agotó y
el corazón creció de manera tan exagerada que emergió una montaña de la tierra,
y empezó a vivir; sin poder precisar, con la debida certeza, si estaba vivo o
muerto, soñando o despierto.
LUIS ANGEL RIOS PEREA
2013
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