—Hemos llegado al Olvido
—informó el conductor, mientras estacionaba el autobús frente a la concurrida y
pintoresca plaza principal.
Un
individuo descendió del automotor y, presuroso, se abrió paso dentro de la
multitud, dirigiéndose al hotel que el chofer le había indicado. Mientras
caminaba, en su mente bullían, en agitada vorágine, confusos pensamientos. “Ya
estoy en El Olvido; haré lo que tengo que hacer”, pensó.
—¿Qué
se le ofrece, señor? —preguntó la hermosa jovencita que lo atendió en la
recepción del hotel El Olvidado.
—Necesito
una habitación —musitó el visitante, cabizbajo, con voz apagada.
—¿Cuánto
tiempo se va a quedar? —interrogó con una sonrisa la vivaz y alegre muchachita.
—No
sé. Eso depende…
—Depende,
¿de qué? —interrumpió la inquieta adolescente.
—De
las circunstancias —respondió, levantando la cabeza para mirar torvamente a su
interlocutora.
—¿Se
puede saber a qué viene, si no es indiscreción? —siguió interrogando la
camarera.
—Lo
sabrá en su debido momento.
Sin
hacer más preguntas, la doméstica le indicó la habitación y le entregó las
llaves. Él ingresó en la pieza y se tendió en la mullida cama, mientras
contemplaba con atención la agradable decoración de las paredes y disfrutaba
del clima tan delicioso que lo envolvía en un profundo y reparador sueño.
Al
despertar se encontró dentro de un caluroso cuarto, sin ventanas, con las
paredes húmedas y sin ninguna decoración. Con extrañeza se persuadió que había dormido
en el suelo porque en la habitación no había mobiliario alguno. Con su cabeza
agitada de sensaciones y pensamientos tétricos, salió raudo del viejo y
maloliente aposento. “¡Camarera! ¡Camarera!”, llamó sin obtener respuesta.
Asustado
y sudoroso abandonó el destartalado hotel, cuyas ruinas ofrecían la sensación
de precipitarse pronto al suelo. El vetusto letrero del establecimiento cayó al
piso, y en él se leían sus borrosas letras: “Hotel El Olvidado”. Agobiado por
el insoportable calor se dirigió raudo a la plaza principal. Estaba desierta.
Ni una persona deambulaba por allí. Recorrió apresurado las calles y observó,
con sorpresa, que todas las puertas de las casas estaban cerradas. Veía las vetustas
viviendas a punto de derrumbarse. No oteaba ni escuchaba personas. “¿Dónde
estoy? ¿Dónde están las personas del pueblo? ¿Qué ocurre? ¿Por qué todo esto?
¿Qué hago?” Estas preguntas lo intimidaban, en tanto que el incontrolable
maremágnum de pensamientos lo confundían hasta temer por perder la cordura.
Después
de recorrer durante todo el día el pueblo buscando infructuosamente personas y
alimentos, cayó rendido por el cansancio y el desespero en una banca de la
plaza, perdiéndose en la profundidad del sueño. La mañana siguiente lo despertó
con un aterido día, nublado y lluvioso. Ingresó rápido a una vetusta casa, sin
encontrar abrigo ni alimentos. Dentro sentía el mismo frío que sintió afuera.
Acurrucado en un rincón de la añosa vivienda no lograba calentarse, y su cabeza
era presa de la insoportable batahola de pensamientos. Luego de permanecer en
esa incómoda posición durante varias horas, aterido se durmió, zambulléndose en
la tremolina de sus agitados sueños.
Con
una temperatura sofocante lo recibió el nuevo día. Inmediatamente salió de la vivienda y corrió
hacia la desolada plaza. “¿Hay alguien en este pueblo?”, preguntó con voz
estentórea. Le respondió el silencio. “¡Estoy completamente solo!”, reconoció
desesperado, con el torbellino de pensamientos en su cabeza calenturienta.
Buscó la salida del pueblo, y no encontró sólo una, sino muchas. “¿Por cuál de
ellas podré salir de este pueblo olvidado?”, se preguntó. Intentó por un
camino, y luego de varias horas de recorrido encontró el inmenso mar. Se
devolvió e emprendió otro, que lo condujo, tras muchas horas de recorrido, al
desierto. A su regreso, se fue por el sendero que lo llevó, al cabo de muchos
kilómetros, a una tupida selva. Nuevamente, en el centro de la plaza principal,
atribulado por el cansancio y el hambre, y sintiendo su cabeza arder, resolvió optar por otro camino, que lo condujo
a la cima de una montaña. Escrutó expectante el horizonte. Sólo observó imponentes
montañas. Extenuado y hambriento se sentó sobre un barranco. Sintiendo que su
cabeza estallaba, perdió la razón y se extravió en el delirio. Cayó en un
abismo profundo y su cabeza se desprendió del tronco; sus brazos se fracturaron
y sus piernas se astillaron tras el impacto con una enorme roca. Soportando un
dolor intenso intentó, con sus fracturados brazos, poner su cabeza sobre el
inerte tronco, pero sucumbió por falta de oxígeno…
—¡Despierta,
esposo! Pronto saldrá el autobús que va para El Olvido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario