martes, 23 de agosto de 2011

EMMA BOVARY, LA LUCHA ENTRE LO REAL Y LO IDEAL


 Perfil de Emma Bovary elaborado después de la lectura de la novela "Madame Bovary", de Gustavo Flaubert.


Siendo aún niña su padre la internó en el convento de las Ursulinas, donde recibió una educación esmerada y aprendió danza, geografía, dibujo, bordado y a tocar el piano. Allí, sin que se aburriera durante los primeros meses, “se encontró a gusto en compañía de las buenas hermanas, que, para entretenerla, la llevaban a la capilla…”  Jugaba muy poco y entendía bien el catecismo, “contestando siempre al señor vicario en las preguntas difíciles”. En el claustro “se fue adormeciendo en la languidez mística que se desprende del incienso, de la frescura de las pilas de agua bendita y del resplandor de las velas”. Se divertía más con las ilustraciones del misal que con la misa. “Intentó, para mortificarse, permanecer un día entero sin comer. Buscaba en su imaginación algún voto que cumplir. Cuando iba a confesarse, se inventaba pecaditos a fin de quedarse allí más tiempo, de rodillas en la sombra, con la cara pegada a la rejilla bajo el cuchicheo del sacerdote. Las comparaciones de novio, de esposo, de amante celestial y de matrimonio eterno que se repiten en los sermones suscitaban en el fondo de su alma dulzuras inesperadas”. Pensaba que si su infancia hubiera transcurrido en la trastienda de un barrio comercial, quizás se habría abierto entonces a las invasiones líricas de la naturaleza que, ordinariamente, no nos llegan más que por la traducción de los escritores... Acostumbraba a los ambientes tranquilos, se inclinaba, por el contrario, a los agitados. No le gustaba el mar sino por sus tempestades y el verdor sólo cuando aparecía salpicado entre ruinas. Necesitaba sacar de las cosas una especie de provecho personal; y rechazaba como inútil todo lo que no contribuía al consuelo inmediato de su corazón, pues, siendo de temperamento más sentimental que artístico, buscaba emociones y no paisajes”.

Apasionada por la lectura, aprovechaba los libros que ingresaba al convento una dama que iba todos los meses a “repasar la ropa”. Ella les “contaba cuentos, traía noticias, hacía los recados en la ciudad, y prestaba a las mayores, a escondidas, alguna novela que llevaba siempre en los bolsillos de su delantal, y de la cual la buena señorita devoraba largos capítulos en los descansos de su tarea. Sólo se trataba de amores, de galanes, amadas, damas perseguidas que se desmayaban en pabellones solitarios, mensajeros a quienes matan en todos los relevos, caballos reventados en todas las páginas, bosques sombríos, vuelcos de corazón, juramentos, sollozos, lágrimas y besos, barquillas a la luz de la luna, ruiseñores en los bosquecillos, señores bravos como leones, suaves como corderos, virtuosos como no hay, siempre de punta en blanco y que lloran como urnas funerarias”.

A sus quince años, ya se había sumido en el apasionante universo de la lectura. Leyendo a Walter Scott se aficionó por los temas históricos y “soñó con arcones, salas de guardias y trovadores”.En ese tiempo “rindió culto a María Estuardo y veneración entusiasta a las mujeres ilustres o desgraciadas: Juana de Arco, Eloísa, Inés Sorel, la bella Ferronniere, y Clemencia Isaura para ella se destacaban como cometas sobre la tenebrosa inmensidad de la historia, donde surgían de nuevo por todas partes, pero más difuminados y sin ninguna relación entre sí, San Luis con su encina, Bayardo moribundo, algunas ferocidades de Luis XI, un poco de San Bartolomé, el penacho del Bearnés, y siempre el recuerdo de los platos pintados donde se ensalzaba a Luis XIV”.

Estando en el convento murió su madre, dos años antes de conocerse con Carlos; “lloró mucho los primeros días”. Con los cabellos de su madre, mandó hacer un cuado fúnebre y pedió “que cuando muriese la enterrasen en la misma sepultura”. Preocupado por la salud física y mental de Emma, su padre la visitó. “Emma se sintió satisfecha de haber llegado al primer intento a ese raro ideal de las existencias pálidas, a donde jamás llegan los corazones mediocres. Se dejó, pues, llevar por los meandros lamartinianos, escuchó las arpas sobre los lagos, todos los cantos de cisnes moribundos, todas las caídas de las hojas, las vírgenes puras que suben al cielo y la voz del Padre Eterno resonando en los valles. Se cansó de ello y, no queriendo reconocerlo, continuó por hábito, después por vanidad, y finalmente se vio sorprendida de sentirse sosegada y sin más tristeza en el corazón que arrugas en su frente”.

Las religiosas, “que tanto habían profetizado su voca­ción, se dieron cuenta con gran asombro” que iba perdiendo su vocación y se tornaba difícil de controlar. “En efecto, ellas le habían prodigado tanto los oficios, los retiros, las novenas y los sermones, predicado tan bien el respeto que se debe a los santos y a los mártires, y dado tantos buenos consejos para la modestia del cuerpo y la salvación de su alma, que ella hizo como los caballos a los que tiran de la brida: se paró en seco y el bocado se le salió de los dientes. Aquella alma positiva, en medio de sus entusiasmos, que había amado la iglesia por sus flores, la música por la letra de las romanzas y la literatura por sus excitaciones pasionales, se sublevaba ante los misterios de la fe, lo mismo que se irritaba más contra la disciplina, que era algo que iba en contra de su constitución”. Entonces su padre la retiró del internado. Las monjas no sintieron pena por su partida. “La superiora encontraba incluso que se había vuelto, en los últimos tiempos, poco respetuosa con la comunidad”. De regreso en Les Bertaux intentó mandar a los trabajadores, pero se aburrió de la vida campesina y extrañó su vida conventual.

Pocos años después de abandonar el convento conoció a Carlos, con quien se casó después. Como su padre se mostró en desacuerdo, no pudo casarse como a ella le hubiera gustado: a media noche, a la luz de la luna. En esa época “se sentía como muy desilusionada, como quien no tiene ya nada que aprender, ni le queda nada por experimentar. Pero la ansiedad de un nuevo estado, o tal vez la irritación causada por la presencia de aquel hombre, había bastado para hacerle creer que por fin poseía aquella pasión maravillosa que hasta entonces se había mantenido como un gran pájaro de plumaje rosa planeando en el esplendor de los cielos poéticos, y no podía imaginarse ahora que aquella calma en que vivía fuera la felicidad que había soñado”.

Instalados en su casa de Tostes, Emma cavilaba sobre su pasado, su presente y su futuro. Se persuadió de que a pesar de que Carlos la amaba, no se sentía feliz con él. Antes de casarse creyó estar enamorada, “pero como la felicidad que esperaba de aquel amor no había aparecido, pensó que se había equivocado”. Entonces se interrogó sobre qué significaban las palabras “dicha, pasión y ebriedad” que le maravillaban en sus lecturas.

A pesar de que su situación de “tranquilidad” no coincidía con la ilusión de que con Carlos viviría una pasión maravillosa, la pasión soñada, pensaba que esos días eran los más hermosos de su vida, “la luna de miel”. Aunque no era feliz, “le parecía que en algún sitio de la tierra se tenía que darse la felicidad, como una planta oriunda de aquel suelo y que en cualquier otra parte prosperaba mal”.

Como en Carlos no encontraba los ideales del hombre soñado, su desapego de él era evidente a medida que sus vidas íntimas se estrechaban. Emma no se emocionaba con las conversaciones de Carlos, que “eran muy planas”. Éste no poseía las características de su hombre ideal. Era todo lo contrario. No sabía nada, esgrima ni manejar armas; no sobresalía en otras actividades ni sabía iniciar a una mujer en las pasiones ardientes, en los refinamientos de la vida o en todos los misterios. “Pero éste no enseñaba nada, no sabía nada, no deseaba nada. La creía feliz y ella le reprochaba aquella calma tan impasible, aquella pachorra apacible, hasta la felicidad que ella le proporcionaba”.

Las relaciones con su suegra eran distantes y poco armoniosas. Ésta le encontraba “demasiados humos para su posición”. Pensaba que no tenía sentido que su hijo la quisiera tanto, de manera tan exclusiva. Carlos, tratando de generar armonía entre las dos, procuraba pedirle a Emma que atendiera los consejos de su madre, pero Emma, despectivamente, le decía que se ocupara de sus pacientes.

Emma buscando “querer” a Carlos, se esmeraba por desempeñar el papel de esposa “enamorada” y le recitaba versos a la luz de la luna y le cantaba canciones. Carlos no se mostraba ni más enamorado ni menos apasionado. “Después de haber intentado de este modo sacarle chispas a su corazón sin conseguir ninguna reacción de su marido, quien, por lo demás, no podía comprender lo que ella no sentía, y sólo creía en lo que se manifestaba por medio de formas convencionales, se convenció sin dificultad de que la pasión de Carlos no tenía nada de exorbitante. Sus expansiones se habían hecho regulares; la besaba a ciertas horas, era un hábito entre otros, y como un postre previsto anticipadamente, después de la monotonía de la cena”.

Salía a pasear al bosque con su perrita Djali, ante quien se lamentaba por haberse casado y le pedía besos ya que ella no tenía penas. Se preguntaba si por algún capricho de la suerte hubiera encontrado otro esposo distinto. “Podía haber encontrado a uno guapo, distinguido, ingenioso, atractivo…”. Su vida era fría, y el aburrimiento era una araña silenciosa que “tejía su tela en la sombra en todos los rin­cones de su corazón”.

Se sintió muy bien durante la visita al castillo del marqués de Andervilliers. Allí se deslumbró con el lujo y el refinamiento. Todo le deleitó: la comida, el baile, los invitados, el vizconde. Le hubiera gustado permanecer despierta “para saborear por más tiempo la ilusión de aquella vida lujosa…” Ésa, precisamente, era la vida que ella añoraba vivir.

Quedó tan impactada y embrujada de esa visita, que durante mucho tiempo estuvo anhelando volver al castillo. “Su viaje a la Vaubyessard había abierto una brecha en su vida como esas grandes grietas que una tormenta en una sola noche excava a veces en las montañas. El recuerdo de aquel baile fue una ocupación para Emma. Cada miércoles se decía al despertar: Ah, hace ocho días... hace quince días..., hace tres semanas, yo estaba allí! Y poco a poco, las fisonomías se fueron confundiendo en su memoria, olvidó el aire de las contradanzas, no vio con tanta claridad las libreas y los salones; algunos detalles se le borraron, pero le quedó la añoranza”. Quedó tan prendada del vizconde con quien bailó hasta el punto de imaginar (y dar por sentado) que una petaca de seda verde, encontrada en el camino de regreso a Tostes, se le había caído al vizconde cuando regresaba a Paris. “La miraba, la abría, a incluso aspiraba el aroma de su forro, mezcla de verbena y de tabaco. ¿De quién era? Del vizconde. Era quizás un regalo de su amante. Habrían bordado aquello sobre algún bastidor de palisandro, mueble gracioso que se ocultaba a todas las miradas, delante del cual habían pasado muchas horas y sobre el que se habrían inclinado los suaves rizos de la bordadora pensativa. Un hálito de amor había pasado entre las mallas del cañamazo; cada puntada de aguja habría fijado allí una esperanza y un recuerdo, y todos estos hilos de seda entrelazados no eran más que la continuidad de la misma pasión silenciosa. Y después, el vizconde se la habría llevado consigo una mañana. ¿De qué habrían hablado cuando la cigarrera se quedaba en las chimeneas de ancha campana entre los jarrones de flores y los relojes Pompadour? Ella estaba en Tostes. ¡El estaba ahora en París, tan lejos!”

Se preguntaba cómo sería París, en donde tanto anhelaba vivir. “¡Qué nombre extraordinario! Ella se lo repetía a media voz, saboreándolo; sonaba a sus oídos como la campana de una catedral y resplandecía a sus ojos hasta en la etiqueta de sus tarros de cosméticos”. Por eso se compró un plano de París, “y con la punta de su dedo sobre el mapa, hacía recorridos por la capital...” Compraba revistas para estar enterada de los espectáculos culturales de París. Leía escritores parisinos “buscando satisfacciones imaginarias para sus más íntimos anhelos”.

En su mundo de quimeras, sueños, ensoñaciones y fantasías, Emma apartaba el pensamiento de las cosas entre más cerca estaba de ellas. “Todo lo que la rodeaba inmediatamente, ambiente rural aburrido, pequeños burgueses imbéciles, mediocridad de la existencia, le parecía una excepción en el mundo, un azar particular en que se encontraba presa; mientras que más allá se extendía hasta perderse de vista el inmenso país de las felicidades y de las pasiones. En su deseo confundía las sensualidades del lujo con las alegrías del corazón, la elegancia de las costumbres, con las delicadezas del sentimiento. ¿No necesitaba el amor como las plantas tropicales unos terrenos preparados, una temperatura particular?... Sentía ansias de correr el mundo o de volverse a vivir al convento. Anhelaba al mismo tiempo morirse y vivir en París”.

Emma al ver a su esposo se lamentaba por qué no se había casado con otro hombre, “con uno de esos hombres de entusiasmos callados que trabajaban por la noche con los libros y, por fin, a los sesenta años, cuando llega la edad de los reumatismos, lucen una sarta de condecoraciones sobre su traje negro mal hecho? Ella hubiera querido que este nombre de Bovary, que era el suyo, fuese ilustre, verlo exhibido en los escaparates de las librerías, repetido en los periódicos, conocido en toda Francia. ¡Pero Carlos no tenía ambición! Para Emma, Carlos no era más que un pobre desgraciado. Cada vez se exasperaba más de él hasta el extremo de volvérsele intolerantes sus modales grotescos. A veces se ocupaba del arreglo personal de Carlos, pero no por cariño hacia él sino por desahogar su egoísmo. “En el fondo de su alma, sin embargo, esperaba un acontecimiento. Como los náufragos, paseaba sobre la soledad de su vida sus ojos desesperados, buscando a lo lejos alguna vela blanca en las brumas del horizonte. No sabía cuál sería su suerte, el viento que la llevaría hasta ella, hacia qué orilla la conduciría, si sería chalupa o buque de tres puentes, cargado de angustias o lleno de felicidades hasta los topes. Pero cada mañana, al despertar, lo esperaba para aquel día, y escuchaba todos los ruidos, se levantaba sobresaltada, se extrañaba que no viniera; después, al ponerse el sol, más triste cada vez, deseaba estar ya en el día siguiente…”.

Su vida continuaba con sus días rutinarios, monótonos, aburridos. Su vida era vacua y monótona. Los días eran iguales y su corazón estaba cada vez más vacío. Seguirían así y ninguno traería nada nuevo. En las vidas de los demás habría acontecimientos; en los de ella, ninguno. “Una aventura ocasionaba a veces peripecias hasta el infinito y cambiaba el decorado. Pero para ella nada ocurría. ¡Dios lo había querido! El porvenir era un corredor todo negro, y que tenía en el fondo su puerta bien cerrada”. Entonces abandonó la música. ¿Para qué y quién tocar? Dejó de dibujar y de coser. “La costura la ponía nerviosa”. En su vida sólo había amargura.

Descuidó sus quehaceres y su salud empezó a decaer. Cambió notoriamente. Su suegra se percató de ello. Al decirle que había que cuidar de la religión de sus criados, Emma se indignó. Se tornó difícil y caprichosa. “Se encargaba platos para ella que luego no probaba, un día no bebía más que leche pura, y, al día siguiente, tazas de té por docenas. A menudo se empeñaba en no salir, después se sofocaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Reñía duro a su criada, luego le hacía regalos o la mandaba a visitar a las vecinas, lo mismo que echaba a veces a los pobres todas las monedas de plata de su bolso, aunque no era tierna, ni fácilmente accesible a la emoción del prójimo, como la mayor parte de la gente descendiente de campesinos, que conservan siempre en el alma algo de la callosidad de las manos paternas”. Sentía desdén por todo y por todos, “y a veces se ponía a expresar opiniones singulares, censurando lo que aprobaban, y aprobando cosas perversas o inmorales, lo cual hacía abrir ojos de asombro a su marido”. Se preguntaba si esa mezquindad iba a durar toda la vida y no podría salir de ella. “Abominaba de la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en las paredes para llorar; envidiaba la vida agitada, los bailes de disfraces, los placeres con todos los arrebatos que desconocía y que debían de dar”. Palidecía y tenía palpitaciones”. Como le diagnosticaron una enfermedad nerviosa, hubo necedad de cambiar de “aires” y se fueron a vivir a Yonville. Antes de irse, Emma quemó su ramo de novia.

En Yonville, Emma, que amaba la lectura y el ocaso a la orilla del mar, “porque sentía que su alma se desplazaba con mayor libertad surcando la extensión sin límites”, conoció a León. Compartían gustos análogos. Entre ellos surgió un vínculo platónico que ninguno fue capaz de confesarlo. Mientras tanto nació Berta, a pesar de que Emma anhelaba un niño que hubiera llamado Jorge. “… la idea de tener un hijo varón era como la revancha esperaba de todas sus impotencias pasadas. Un hombre, al menos, es libre; puede recorrer las pasiones y los países, atravesar los obstáculos, gustar los placeres más lejanos. Pero a una mujer esto le está continuamente vedado. Fuerte y flexible a la vez, tiene en contra de sí las molicies de la carne con las dependencias de la ley. Su voluntad, como el velo de su sombrero sujeto por un cordón, palpita a todos los vientos; siempre hay algún deseo que arrastra, pero alguna conveniencia social que retiene”. De  inmediato la entregó a una nodriza y ella prosiguió con su vida de ensoñaciones y fantasías.

Emma, perdida es su mundo fantástico, soñaba con el amor que llegaría “entre destellos y fulgores, a modo de huracán de los cielos que cae sobre la vida, la transforma, arrasa la voluntad como hoja al viento y arrastra el corazón hasta hundirlo en los abismos”. Ilusamente, pensaba que León sería aquel amor que le traería la felicidad anhelada. Entre más enamorada se sentía de León, más reprimía su amor para que éste no lo notara y lo ahogara. “Lo que más la refrenaba, sin duda, era la inercia y el miedo, pero el pudor también”. Sus apetitos de carne, la codicia por el dinero y la melancolía de la pasión se fundieron en un solo pensamiento.

Como Carlos no sospechaba de su suplicio, Emma se exasperaba. Él pensaba que la hacía feliz, y para Emma esto era un insulto. “¿No era él la traba para su felicidad, el causante de su desgracia y como la afilada hebilla de aquella complicada correa que la ataba por todas partes?” Su odio hacia Carlos crecía cada vez más, y a pesar de sus esfuerzos por apaciguarlo, éste se incrementaba. “La mezquindad de la vida doméstica la disparaba hacia delirios de grandeza, la armonía matrimonial sueños de adulterio”. Si Carlos hubiera tenido el valor de maltratarla, ella hubiera tenido motivos para odiarlo más. Tenía pensamientos atroces. “¿Y tendría que seguir sonriendo perfectamente, oír cómo todos decían lo feliz que era, fingir que lo era, dejarles creer que lo era?” Esa hipocresía le incomodaba y deseaba huir con León muy lejos “para iniciar una vida nueva”.

Cuando León se marchó a París, Emma cayó en un profundo abatimiento. Todo lo veía envuelto en una atmósfera negra y la tristeza se adueñaba de su ser. Era víctima de melancolía y desesperanza. Lo recordaba y, aunque estuviera lejos, lo sentía cerca. “Se había ido para siempre, ay, se había quedado sin el único aliciente de su vida, sin la última esperanza posible de felicidad”. Se maldecía por haberse prohibido amarlo y deseaba su boca. “Ganas le entraban de echar a correr a buscarlo, de arrojarse en sus brazos y decirle: ¡Aquí me tienes, tuya soy!” El recuerdo de León se convertía en su malestar. “En el abatimiento de su conciencia llegó a confundir la aversión al marido con la tendencia hacia el amante, las quemaduras del odio por el calor del cariño”. En sus repentinos cambios “se le metió en la cabeza aprender italiano”. Ensayó leer cosas más serias, historia y filosofía. Pronto desistió de este empeño. Se le ocurrían disparates y cuando se encontró una cana empezó a hablar de vejez.

Superficialmente superada la pena ocasionada con la partida de León, estableció un nuevo vínculo con Rodolfo, quien, con su mente abierta y sus calculadas intenciones, le decía que la dicha era posible algún día; que debemos sentir lo grande, gozar de lo bello y “rechazar todos los convencionalismos ignominiosos que nos impone la sociedad”; que no se puede ir en contra de las pasiones porque éstas son lo único hermoso que existe. Así mismo, le aclaraba que no es aconsejable la moral mezquina, convencional, la establecida por los hombres, sino adoptar la moral inmutable que “está por encima y nos rodea por todas partes…” Rodolfo, un hombre sibarita y mundano, no tardó en comprender el estado de ánimo de la joven señora. “En sus brazos madame Bovary aprendió que algunas de las locas pretensiones eran en realidad posibles, y que los hombres eran capaces, como en el caso del débil seductor, de entregarse plenamente a la sensualidad y al deleite sin que su corazón tenga que verse en nada comprometido”.

Gracias a la grandilocuencia, al torrente de elocuencia y a la convincente y seductora retórica de Rodolfo, terminó profundamente enamorada de éste hasta el extremo de consumar el adulterio. “Era la primera vez que Emma oía decir estas cosas; y su orgullo, como alguien que se solaza en un baño caliente, se satisfacía suavemente y por completo al calor de aquel lenguaje”. Ese vínculo la transformó de una manera tan importante como “si hubieran cambiado de sitio todas las montañas… Algo muy sutil bañaba y transfiguraba toda su persona… -¡Tengo un amante!, tengo un amante, se repetía, deleitándose en esta idea, como si sintiese renacer en ella otra pubertad. Iba, pues, a poseer por fin esos goces del amor, esa fiebre de felicidad que tanto había ansiado. Penetraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una azul inmensidad la envolvía, las cumbres del sentimiento resplandecían bajo su imaginación, y la existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de aquellas alturas. Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la legión lírica de esas mujeres adúlteras empezó a cantar en su memoria con voces de hermanas que la fascinaban. Ella venía a ser como una parte verdadera de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su juventud, contemplándose en ese tipo de enamorada que tanto había deseado. Además, Emma experimentaba una satisfacción de venganza. ¡Bastante había sufrido! Pero ahora triunfaba, y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero a gozosos borbotones. Lo saboreaba sin remordimiento, sin preocupación, sin turbación alguna”.

Sus excesos pasionales y sus cursilerías generaron indiferencia en Rodolfo. No sabía si arrepentirse por habérsele entregado o amarlo más. Estaba fascinada y era víctima de su seducción.

A pesar de su aparente dicha, se preguntaba quién la había hecho tan desgraciada y dónde estaba la catástrofe que había arruinado su vida. Se sentía más inconforme con su esposo. El fracaso de la operación de Hipólito incrementó su desprecio hacia Carlos. Lo veía vulgar, mediocre, fracasado, incapaz de hacerla feliz… Cómo se había “imaginado que un hombre semejante pudiese valer algo, como si veinte veces no se hubiese ya dado cuenta de su mediocridad”. Se recriminado por haber pensado ingenuamente que Carlos saldría airoso de la operación y conseguiría dinero, prestigio, éxito y reconocimiento. “¿Cómo era posible que ella, tan inteligente, se hubiera equivocado una vez más? Por lo demás, ¿por qué deplorable manía había destrozado su existencia en continuos sacrificios? Recordó todos sus instintos de lujo, todas las privaciones de su alma, las bajezas del matrimonio, del gobierno de la casa, sus sueños caídos en el barro, como golondrinas heridas, todo lo que había deseado, todas las privaciones pasadas, todo lo que hubiera podido tener, y ¿por qué?, ¿por qué?”.

Todo le irritaba de Carlos, no lo soportaba, lo aborrecía… El recuerdo de su amante la fascinaba. Toda su alma la tendía hacia él. Carlos estaba al margen de su vida. Mientras su amor por Rodolfo crecía, por Carlos disminuía. “Cuanto más se entregaba a uno, más abominable le parecía el otro”. Su esposo era insoportable y no lo aguantaba más. Entonces le propuso a Rodolfo que huyeran. Éste, al principio, se opuso pero ella terminó convenciéndolo.

La víspera de la huida, Rodolfo le envió una carta enterándola de las razones por las cuales no se fugaba con ella. Esta nueva decepción le trajo otro lamentable abatimiento, acompañado de una enfermedad nerviosa. Como paliativo para tratar de superar su inmensa pena, entró en un período místico, el cual no le prodigó el sosiego buscado. Como ningún deleite le “llovía del cielo” tuvo la “vaga sensación de estar siendo víctima de un inmenso fraude”. En su misticismo no pudo hallar alivio a sus fatigas. Enterró el recuerdo de Rodolfo en lo más profundo de su corazón, pero no lo olvidó… En su insoportable levedad se entregó a las obras de caridad y en su vida se operaron significativos cambios.

El reencuentro con León le trajo nuevos entusiasmos a su aciaga existencia. Rendida ante la insistencia y el atractivo de León, se arrojó nuevamente a los brazos del adulterio. Una febril pasión (ya no platónica sino carnal) se estableció entre los dos; y para encontrarse y vivir intensamente su furtivo romance, empezó a mentirle a Carlos. “A partir de este momento, su existencia no fue más que una sarta de mentiras en las que envolvía su amor como en velos para ocultarlo. Era una necesidad, una manía, un placer, hasta tal punto que, si decía que ayer había pasado por el lado derecho de una calle, había que creer que había sido por el lado izquierdo”. Con León disfrutó a plenitud, espléndidamente y vivió una auténtica luna de miel. “Emma saboreaba su amor de forma reconcentrada y absorta, lo alimentaba mediante todos los ardides de ternura imaginables y la idea de llegar a perderlo algún día le estremecía de miedo”. El apasionado romance con León le hizo olvidarse de sus deberes como madre y esposa, y contribuyó a que se endeudara.

Así estuviera viviendo una vida en apariencia placentera y dichosa, no era feliz, no lo había sido nunca. “¿De dónde venía aquella insatisfacción de la vida, aquella instantánea corrupción de las cosas en las que se apoyaba?... Pero si había en alguna parte un ser fuerte y bello, una naturaleza valerosa, llena a la vez de exaltación y de refinamientos, un corazón de poeta bajo una forma de ángel, lira con cuerdas de bronce, que tocara al cielo epitalamios elegiacos, ¿por qué, por azar, no lo encontraría ella? ¡Oh!, ¡qué dificultad! Por otra parte, nada valía la pena de una búsqueda; ¡todo era mentira! Cada sonrisa ocultaba un bostezo de aburrimiento, cada alegría una maldición, todo placer su hastío, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable deseo de una voluptuosidad más alta”. Su relación con León empezó a enfriarse, debido a que éste se sentía anulado y sometido por el imperio  de Emma. Todo lo que antes lo entusiasmaba empezaba a intimidarlo. Su estadía en París le había enseñado a alejarse de la desmesura de las mujeres posesivas y poco a poco se alejó de ella. Además, su madre, sus compañeros de trabajo y su jefe le recomendaron terminar con esa tormentosa relación que le podía hacer daño y ser un obstáculo para su futuro como notario.

Acosada por las deudas y la presión de su acreedor, acudió a banqueros, a León y a Rodolfo, pero ninguno le facilitó dinero. A partir de ese momento su vida empezó a tambalearse y a desintegrarse. Decepcionada de sus amantes y abatida por las deudas se suicidó, luego de haber convencido al cándido Justín (precisamente  el ser que tanto la amaba en silencio) que le entregara la llave para tener acceso al veneno. Concluía así la trágica vida de un ser soñador que, después de ocho años de matrimonio, con dos tempestuosas aventuras amorosas de las que su marido no se entera, contrae una agobiante carga de deudas que no puede satisfacer, y se suicida.

Murió tras haberse persuadido del fraude, la mezquindad y la indiferencia de sus amantes, de “reconocer en el adulterio aquella misma insulsez del matrimonio”, de “darse cuenta de lo sórdida que era su felicidad” a la que se aferró por rutina o por corrupción. Todo le resultó insoportable en la vida, hasta ella misma. Vivió con desidia y odió hacia Carlos, a quien nunca perdonó por haberla conocido. Buscando la felicidad en otros (y no dentro de ella) y añorando quiméricas vivencias y fantásticos ideales, se suicidó para no enfrentarse al absurdo y conflictivo mundo real. 

LUIS ANGEL RIOS PEREA

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