viernes, 14 de diciembre de 2012

EL NARRADOR (cuento)





Por encima de las nubes el narrador observaba extasiado la inefable belleza de éstas que se extendían por el horizonte infinito iluminadas por los rayos del resplandeciente sol. Maravillado por el encantador y fantástico espectáculo natural, oteaba en lontananza a través de la ventana del avión, en momentos en que regresaba, luego de haber recibido el premio por haber ganado el concurso de narrativas locales “Escribamos: realidad e imaginación. Costumbres y tradiciones de mi pueblo”.
—Papá, participa en ese concurso —le había instado su hija—. Estoy segura que ganarás.
—Hija, disiento un poco de los concursos literarios; por eso no me atrae participar. Soy un crítico mordaz de “costumbres y tradiciones”, tema del concurso. Además, no me interesa la competencia con los demás; me gusta competir conmigo mismo, en procura de perfeccionar mi hábito de leer y escribir. Con que me gusten mis escritos a mí mismo, ya me siento ganador.  El premio más codiciado que puedo recibir es que mis hijos lean lo que escribo y que desarrollen el gusto por la lectura. Es el único premio que me hace sentir un auténtico ganador...
—Pero en esta oportunidad haga una excepción y participe, sé que ganarás —le interrumpió la niña.
—Si mi participación en el concurso contribuye a que cultives el gusto por la lectura, tendré un motivo para participar en ese evento literario —aceptó el narrador—. Si participo será para expresar mi posición contestataria, iconoclasta, desmitificadora, controversial e irreverente de las “costumbres y tradiciones”. Si el jurado está integrado por intelectuales, comprenderá la hondura sociológica y filosófica de mi narración.

El narrador, cómodamente sentado, contemplaba extasiado desde la comba altura todo lo que podía abarcar su expectante mirada. Cuando el avión volaba sobre las nubes, sólo veía éstas y el ancho espacio que la tradición llama “cielo”, coloreado de azul.  Cuando navegaba bajo las nubes avizoraba el paisaje matizado de valles, cordilleras, mesetas, montañas, ríos, quebradas, lagos, lagunas, carreteras, caminos, ciudades, pueblos, caseríos, cercas, potreros y muchos árboles. A pesar de los vuelos rasantes no se veían personas, pero sí se avistaban vacas, caballos y las aves que revoloteaban libres por encima de los árboles. ¡Qué paradójico: el ser humano, que neciamente se precia de ser el “amo del universo”, no era captado por los ojos del narrador!

Adormecido por el agradable ambiente que disfrutaba dentro de la aeronave y por la contemplación exquisita del paisaje, reflexionaba sobre la importancia de no prestar atención a las palabras sandias de las personas que se entrometían en sus gustos literarios, en su particular estilo de vida hondamente inclinado hacia el apasionante y extraordinario universo de la lectura, que para el narrador era no sólo un “hobby”, sino una manera de ser y de estar en el mundo.  “Si uno quiere vivir una vida auténtica necesita hacer lo que a uno le guste, sin ceder a las presiones o gustos de los demás”, reflexionó y prosiguió observando atento detrás de la ventana. Entonces recordó momentos de la ceremonia de entrega del premio.

—En representación de la organización del concurso hago entrega del premio al ganador por ser el mejor –expresó ceremoniosamente el funcionario al momento de entregarle el estímulo.
—¿El mejor en qué? –preguntó el narrador, abrumado por el ceremonial.
—El mejor del concurso –contestó el funcionario.
—¿Qué es ser el mejor? –interrogó críticamente el narrador—. A pesar de haber ganado el concurso no me considero “el mejor”. Los demás participantes tienen igual mérito para ser los “mejores”. Lo que ocurre es que el jurado, que obedeciendo a tradiciones, costumbres y convenciones, estimó pertinente declararme “el mejor”.  Pero no me considero mejor o peor que los demás participantes; simplemente somos diferentes, con distintos talentos y habilidades narrativas…
—Sin embargo, fue escogido como el mejor, como el ganador –interrumpió el funcionario.
—Como el ganador, nada más —aclaró el escritor.
—Reconozca que su narrativa es buena —le instó el funcionario.
—¿Qué es lo bueno o lo malo en literatura? ¿Quién puede decir qué es lo bueno y qué es lo malo? ¿Quién puede decir qué escrito es bueno o malo? indagó con vehemencia el narrador—. En literatura, ¿quién puede decir con toda objetividad, qué es “bueno” o qué es “malo”? Eso de lo “bueno” y lo “malo” no son más que meros convencionalismos, oposiciones binarias, que impone nuestra sociedad de competencia, en donde sólo hay espacio para lo que el consenso llama “bueno”. Uno escribe sin pensar que eso sea “bueno” o “malo”. Uno escribe porque le gusta, y nada más. Las objetivaciones del espíritu, producto de la subjetividad, de la creatividad y de la genialidad de cada persona, no pueden ser “buenas” o “malas”; simplemente son, y eso es lo que importa. La literatura está hecha para disfrutarla, sin tantos juicios de valor…
—¿Acaso no le agrada recibir un premio? interrumpío el funcionario con este interrogante.
—Sí, me agradó. El sólo hecho de haberme gustado mi escrito se constituyó en el premio más significativo. Independiente de que les haya gustado a los jurados, el mérito consiste en haberme agradado…
—Yo simplemente cumplo con el deber de entergarle el premio, sin que me interesen sus argumentaciones dialécticas interrumpió visiblemente molesto el sicorrígido funcionario, y prosiguó con el estricto protocolo ceremonial.

Ensimismado en sus observaciones y lejos de la tierra, el narrador cavilaba y en su mente, cual libérrimas aves, revoloteaban pensamientos, ideas, remembranzas, sueños y fantasías.
—No pierdas el tiempo leyendo —le recriminó en una ocasión su esposa.
—¡Perder el tiempo! ¿Qué es perder el tiempo? —preguntó el narrador.
—Leer es perder el tiempo —le contestó su mujer con una mirada torva.
—Si eso “es perder el tiempo”, seguiré perdiéndolo —se defendió el narrador, a la vez que preguntó a su cónyuge—: “¿Qué es el tiempo?”.
—No lo sé, ni necesito saberlo. Uno sólo necesita saber aquello que le resulte de utilidad, solamente lo práctico; nada de fantasías y de ensoñaciones. Éste es un mundo de competencia, en donde no hay tiempo ni espacio para lo inútil.
—Leer puede ser causa de locura —le pronosticó su obcecada esposa.
—¿Qué es la locura? —interrogó el narrador.
—Pues la locura es estar loco —respondió ella como para salir del paso.
—Viviendo en esta sociedad de apariencias, imposturas, mentiras e inautenticidad, ¿acaso no estamos expuestos a la locura? Hay cuerdos que están locos y locos que están cuerdos, porque en la cordura como en la locura hay un poco de lucidez y desvaríos. Ya lo decía el filósofo Pascal que “tan acusado de locura es el espíritu pequeño como el extremadamente grande; sólo es buena la mediocridad; la mayoría ha establecido esto, y muerde a quien intenta escapar de ellos por algún extremo”.
—Si usted lo dice —se limitó a asentuir su mujer, y calló.
Ante los razonamientos de su amada esposa, reconociendo la libertad de expresión y respetando el derecho a la diferencia, calló y siguió leyendo. “Quienes asumimos la lectura como una forma de ser somos incomprendidos”, reconoció recreando su mirada con el grandioso espectáculo que el reluciente día le brindaba.

Olvidándose del mundo “práctico”, en alas de su impetuosa e indomable fantasía, se arrojó del avión y, con indescriptible fruición, saltaba de nube en nube y de montaña en montaña. Libre de la tiranía de las tradiciones, costumbres, esquemas, marcos referenciales, prejuicios, creencias, ideologías, simbolismos, imposturas, supuestos, pareceres, pensamiento grupal, inconsciente colectivo, modelos sociales acríticos y todas las demás convenciones sociales que nos aprisionan cuando se tienen los “pies en la tierra”, se entregó al deleite de sus ensoñaciones, inmerso en su fabuloso mundo de levedad. Como en su universo de fantasías no existía ni el espacio ni el tiempo, se sentía realmente libre. ¡Y cómo disfrutaba de su libertad!

Fuera de los confines terrenales vagaba libre en el aire y sentía indecibles sensaciones que lo maravillaban hasta el éxtasis. En ese aletargador estado de embelesos irrumpió en un paraje indescriptible que lo atraía sin que él pudiera impedir que esa inevitable seducción lo devorara. Dentro de ese inefable y enigmático lugar experimentó furores reservados a las personas que vivencian el esquivo goce que produce el zambullirse en la profundidad de los libros. Sólo el narrador pudo experimentar tan inexpresable dicha.
Cuando recorría profundamente extasiado esa extensión  ilimitada se encontró con todo tipo de atracciones que jamás hubiera podido imaginar y hallar en su mundo terrenal. Hondamente alucinado con tanto prodigio que nunca había contemplado en la tierra, se fundió en tan arrobador universo, y cuando comenzaba el mayor disfrute que un ser humano pueda imaginar, una meliflua y sensual voz lo sorprendió cuando anunció:
—Señores pasajeros, hemos llegado a la ciudad de destino. Hemos aterrizado en el mundo práctico. Gracias por volar con nosotros.

LUIS ANGEL RIOS PEREA, 2012

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