viernes, 14 de diciembre de 2012

EL HORMIGUERO HUMANO



“¡El hormiguero humano! ¡He ahí al hormiguero humano!” —exclamó el escritor, mientras transitaba por encima de un puente, dentro de un autobús, al llegar a la ciudad, adonde había ido para asistir a una cita médica con un especialista. El escritor, un hombre de 50 años, detestaba el hormiguero humano. No lo hacía porque fuera homofóbico, sino porque dentro de éste la persona perdía su individualidad; era una más del montón, un ser más entre otros seres, perdido en la masa amorfa y anodina. Él, que era un individuo con espíritu crítico, no le atraía estar inmerso en el anonimato y la confusión del hormiguero humano. Como no le simpatizaba éste, tiempo atrás, había decidido buscar la apacible tranquilidad del campo, lejos de la ciudad que lo convertía en uno más, extraviado en el hormiguero humano.
Después de descender del autobús, emprendió su desplazamiento rápido hacia el centro de la ciudad populosa, y, mientras se adentraba en ésta, se confundía como uno más de la masa, del hormiguero humano. A pesar de que no tenía un humor tétrico en el trato humano, que no se comportaba como misántropo, caminaba raudo dentro del hormiguero humano con un libro en la mano, tratando de eludir el contacto físico con los transeúntes, un poco porque lo intimidaba la inseguridad propia de las ciudades populosas y otro poco porque le estorbaban en su traslado raudo hacia el consultorio del especialista. Abriéndose paso por las calles atestadas de vendedores informales, empleados, indigentes, desocupados, ladrones, policías y demás personas que, coincidencialmente, transitaban por las calles que le servían de camino, sentía que escaseaba el aire y su respiración se agitaba progresivamente, producto de su apresurado agite y del sofocante calor vespertino.
Cuando le faltaba una cuadra para llegar al consultorio, el escritor se desplomó sobre el andén. El hormiguero humano se aglomeró junto al escritor que yacía inerte en el piso asfaltado. “¿Qué pasó?” —preguntó uno. “¿Quién lo mató?” —preguntó otro. “¡Auxílienlo!” —exclamaron al acorde varios curiosos. Dos fisgones, que brotaron del hormiguero humano, lo recogieron e introdujeron dentro de un automóvil “fantasma” y huyeron raudos, desapareciendo dentro de los demás vehículos que, también raudamente, se desplazaban por las estrechas calles, contaminando el ambiente con humo y el ruido de los motores y de las estentóreas bocinas.      
—Con que no le simpatiza el hormiguero humano.
—No me simpatiza. Mi vida es milicia contra la estulticia.
—¿Por qué?
—Porque en el hormiguero humano la persona pierde su individualidad.
—¿Qué es el hormiguero humano?
—El rebaño. La aglomeración de personas que deambulan de aquí para allá, de allí para acá, sin saber para dónde van.
—¿Cómo que no saben para dónde van?
—¿Saben, en realidad, para dónde van?
—Sí lo saben.
—En apariencia, sí. Saben que van para el trabajo, para la oficina, para su casa, para el colegio, para la universidad, para el templo… Pero, ¿saben para dónde van? No lo saben. Saber pada dónde va uno no es simplemente tener en mente el lugar hacia donde nos dirigimos.
—Entonces, ¿qué es saber para dónde vamos?
—Es más que caminar y caminar sin un sentido en la vida. Sabemos para dónde vamos cuando tenemos una identidad que va más allá de nuestro nombre. La identidad, así considerada, es todo el acervo de características propias de cada persona que la diferencian de las demás como un ser único e irrepetible dentro de un horizonte infinito en posibilidades. Ser uno mismo y diferenciarse de los demás.  La identidad coincide con la totalidad del ser…
—¿Por qué no sabemos para dónde vamos? —interrumpió el que indagaba.
—Quienes aún no saben para dónde van es porque no han construido su identidad, porque no piensan con conciencia o espíritu crítico, porque no piensan por sí mismos; y como no saben para dónde van confunden el ser con el hacer, y están perdidos en la existencia.
—¿Entonces muchos conformamos el hormiguero humano y estamos extraviados en la existencia, no sabemos para dónde vamos, y al no saberlo llegamos a otra parte? —preguntó con ironía.
—En efecto, así es.

Atado de pies y manos a un árbol seco, el escritor observaba asustado cómo el hormiguero humano se acercaba con mirada intimidadora. Más que personas parecían fichas simétricas, vistiendo las mismas ropas; todos se veían iguales, era imposible diferenciar uno del otro; no se miraban individuos sino una bandada, un rebaño, una masa amorfa y anónima. Mientras contemplaba el hormiguero humano, el escritor era presa del pánico que le infundía éste.
—¿Por qué existe el hormiguero humano? —preguntó un integrante de la muchedumbre.
—Porque nuestra cultura, que es producto del quehacer humano, ha masificado y estandarizado a las personas. Con invisibles cadenas el quehacer cultural les impide ser libres tras subyugarlas bajo el imperio tiránico y acrítico de tradiciones, costumbres, creencias y absurdos convencionalismos sociales. Prisioneros de esas gruesas cadenas los individuos no pueden vivir su genuina individualidad y terminan pensando y actuando como la mayoría, como el rebaño, como el montón; haciendo lo que los demás hacen, porque así se ha venido haciendo siempre y porque “toca”. La persona dentro del hormiguero humano anula su capacidad reflexiva y no piensa por sí misma, sino que permite que los demás lo hagan por ella; porque pensar reflexivamente es difícil, y a la mayoría no le gustan las empresas difíciles.
—¿Quién tiene la culpa de esa lamentable realidad?
—El hormiguero humano.
—¿Cómo salir del hormiguero humano?
—Pensando por uno mismo.

Luego de escuchar esto, el hormiguero, en actitud revoltosa, se abalanzó con odio sobre el inmovilizado escritor.
—¡Usted nos quiere liberar del hormiguero humano, y eso no lo podemos permitir! —gritó uno entre la multitud—. Debe morir; es necesario que muera.
—Sí, sí, hay que matarlo —vociferó enardecido al unísono el hormiguero humano—. No queremos pensar por nosotros mismos. Pensar es difícil y no queremos cosas difíciles. Dentro del hormiguero humano hemos vivido cómodos durante toda nuestra vida, y no tenemos por qué cambiar. Así hemos vivido y así seguiremos viviendo. ¡Matémoslo! ¡Que muera!
Al término de estas arengas, uno de los integrantes del hormiguero humano descargó una pesada hacha contra la cabeza del escritor, y éste volvió en sí, se recuperó de la súbita y abrupta caída. Cuando abrió sus ojos observó al médico especialista, quien lo ayudó a incorporarse del andén donde había permanecido de bruces.
—Doctor voy para su consultorio —le notificó el escritor.
—Vamos y allá lo atiendo —le invitó el medicó, y los dos se fueron caminando a paso lento, seguidos de la mirada fisgona del hormiguero humano.


2012

No hay comentarios:

Publicar un comentario