“¡El hormiguero humano! ¡He ahí al
hormiguero humano!” —exclamó el escritor, mientras transitaba por encima de un
puente, dentro de un autobús, al llegar a la ciudad, adonde había ido para
asistir a una cita médica con un especialista. El escritor, un hombre de 50
años, detestaba el hormiguero humano. No lo hacía porque fuera homofóbico, sino
porque dentro de éste la persona perdía su individualidad; era una más del
montón, un ser más entre otros seres, perdido en la masa amorfa y anodina. Él,
que era un individuo con espíritu crítico, no le atraía estar inmerso en el
anonimato y la confusión del hormiguero humano. Como no le simpatizaba éste,
tiempo atrás, había decidido buscar la apacible tranquilidad del campo, lejos
de la ciudad que lo convertía en uno más, extraviado en el hormiguero humano.
Después de descender del autobús,
emprendió su desplazamiento rápido hacia el centro de la ciudad populosa, y, mientras
se adentraba en ésta, se confundía como uno más de la masa, del hormiguero
humano. A pesar de que no tenía un humor tétrico en el trato humano, que no se
comportaba como misántropo, caminaba raudo dentro del hormiguero humano con un
libro en la mano, tratando de eludir el contacto físico con los transeúntes, un
poco porque lo intimidaba la inseguridad propia de las ciudades populosas y
otro poco porque le estorbaban en su traslado raudo hacia el consultorio del
especialista. Abriéndose paso por las calles atestadas de vendedores
informales, empleados, indigentes, desocupados, ladrones, policías y demás
personas que, coincidencialmente, transitaban por las calles que le servían de
camino, sentía que escaseaba el aire y su respiración se agitaba progresivamente,
producto de su apresurado agite y del sofocante calor vespertino.
Cuando le faltaba una cuadra para
llegar al consultorio, el escritor se desplomó sobre el andén. El hormiguero
humano se aglomeró junto al escritor que yacía inerte en el piso asfaltado.
“¿Qué pasó?” —preguntó uno. “¿Quién lo mató?” —preguntó otro. “¡Auxílienlo!” —exclamaron
al acorde varios curiosos. Dos fisgones, que brotaron del hormiguero humano, lo
recogieron e introdujeron dentro de un automóvil “fantasma” y huyeron raudos,
desapareciendo dentro de los demás vehículos que, también raudamente, se
desplazaban por las estrechas calles, contaminando el ambiente con humo y el
ruido de los motores y de las estentóreas bocinas.
—Con que no le simpatiza el hormiguero
humano.
—No me simpatiza. Mi vida es milicia contra la estulticia.
—¿Por qué?
—Porque en el hormiguero humano la persona pierde
su individualidad.
—¿Qué es el hormiguero humano?
—El rebaño. La aglomeración de personas que
deambulan de aquí para allá, de allí para acá, sin saber para dónde van.
—¿Cómo que no saben para dónde van?
—¿Saben, en realidad, para dónde van?
—Sí lo saben.
—En apariencia, sí. Saben que van para el
trabajo, para la oficina, para su casa, para el colegio, para la universidad,
para el templo… Pero, ¿saben para dónde van? No lo saben. Saber pada dónde va
uno no es simplemente tener en mente el lugar hacia donde nos dirigimos.
—Entonces, ¿qué es saber para dónde vamos?
—Es más que caminar y caminar sin un
sentido en la vida. Sabemos para dónde vamos cuando tenemos una identidad que va
más allá de nuestro nombre. La identidad, así considerada, es todo el acervo de
características propias de cada persona que la diferencian de las demás como un
ser único e irrepetible dentro de un horizonte infinito en posibilidades. Ser uno mismo y diferenciarse de los demás. La identidad coincide con la totalidad del
ser…
—¿Por qué no
sabemos para dónde vamos? —interrumpió el que indagaba.
—Quienes aún
no saben para dónde van es porque no han construido su identidad, porque no
piensan con conciencia o espíritu crítico, porque no piensan por sí mismos; y
como no saben para dónde van confunden el ser con el hacer, y están perdidos en
la existencia.
—¿Entonces
muchos conformamos el hormiguero humano y estamos extraviados en la existencia,
no sabemos para dónde vamos, y al no saberlo llegamos a otra parte? —preguntó
con ironía.
—En efecto,
así es.
Atado de pies
y manos a un árbol seco, el escritor observaba asustado cómo el hormiguero
humano se acercaba con mirada intimidadora. Más que personas parecían fichas
simétricas, vistiendo las mismas ropas; todos se veían iguales, era imposible
diferenciar uno del otro; no se miraban individuos sino una bandada, un rebaño,
una masa amorfa y anónima. Mientras contemplaba el hormiguero humano, el
escritor era presa del pánico que le infundía éste.
—¿Por qué
existe el hormiguero humano? —preguntó un integrante de la muchedumbre.
—Porque
nuestra cultura, que es producto del quehacer humano, ha masificado y
estandarizado a las personas. Con invisibles cadenas el quehacer cultural les
impide ser libres tras subyugarlas bajo el imperio tiránico y acrítico de
tradiciones, costumbres, creencias y absurdos convencionalismos sociales.
Prisioneros de esas gruesas cadenas los individuos no pueden vivir su genuina
individualidad y terminan pensando y actuando como la mayoría, como el rebaño,
como el montón; haciendo lo que los demás hacen, porque así se ha venido
haciendo siempre y porque “toca”. La persona dentro del hormiguero humano anula
su capacidad reflexiva y no piensa por sí misma, sino que permite que los demás
lo hagan por ella; porque pensar reflexivamente es difícil, y a la mayoría no
le gustan las empresas difíciles.
—¿Quién tiene
la culpa de esa lamentable realidad?
—El hormiguero
humano.
—¿Cómo salir
del hormiguero humano?
—Pensando por
uno mismo.
Luego de
escuchar esto, el hormiguero, en actitud revoltosa, se abalanzó con odio sobre
el inmovilizado escritor.
—¡Usted nos
quiere liberar del hormiguero humano, y eso no lo podemos permitir! —gritó uno entre
la multitud—. Debe morir; es necesario que muera.
—Sí, sí, hay
que matarlo —vociferó enardecido al unísono el hormiguero humano—. No queremos
pensar por nosotros mismos. Pensar es difícil y no queremos cosas difíciles.
Dentro del hormiguero humano hemos vivido cómodos durante toda nuestra vida, y
no tenemos por qué cambiar. Así hemos vivido y así seguiremos viviendo.
¡Matémoslo! ¡Que muera!
Al término de
estas arengas, uno de los integrantes del hormiguero humano descargó una pesada
hacha contra la cabeza del escritor, y éste volvió en sí, se recuperó de la
súbita y abrupta caída. Cuando abrió sus ojos observó al médico especialista,
quien lo ayudó a incorporarse del andén donde había permanecido de bruces.
—Doctor voy
para su consultorio —le notificó el escritor.
—Vamos y allá
lo atiendo —le invitó el medicó, y los dos se fueron caminando a paso lento,
seguidos de la mirada fisgona del hormiguero humano.
2012
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