lunes, 9 de mayo de 2011

MI COSMOVISION DE “CIEN AÑOS DE SOLEDAD”



Esta novela, una equilibrada y armónica mezcla de realidad y fantasía, es el espejo de una sociedad marginada, inexpugnable, solitaria, conflictiva, soñadora, guerrera, alienada, sometida y perdida en el espacio y el tiempo. Sus personajes son seres inauténticos, solitarios, vacíos, perdidos en la existencia, sin esperanzas, sin criterio propio ni sentido crítico; viven sólo por la inercia de la existencia. Cual leños en embravecidos remolinos, se dejan arrastrar por la corriente de las circunstancias. Nacen, se reproducen y mueren; algunos ni se reproducen. El amor pasional, filial o fraternal es ajeno a su naturaleza humana. Las mujeres son objetos para tomar, utilizar y dejar. Los habitantes de Macondo y sus visitantes son personas intrascendentes, anodinas, mediocres y viven una existencia sin sentido, expectativas ni propósitos.
La sociedad macondiana, profundamente afectada por la guerra civil, el diluvio, el militarismo, el abandono estatal, la incomunicación y el aislamiento, no emerge de la cotidianidad; solamente se enclaustra en su marginado universo a vivir por vivir. Los lugareños se conforman con lo que les llevan los escasos visitantes (gitanos, árabes y comerciantes). Pareciere que sólo cuenta la familia Buendía (“locos de nacimiento”[1]) con su compleja problemática de falta de reales y estrechos vínculos afectivos. Gran parte de ésta vivió en la misma casa (remodelada por Úrsula), pero cada quién por su lado, cada quién absorto en sus ocupaciones, sus quimeras, su holgazanería y en su locura.
La casa de los Buendía, escenario propicio para la ubicuidad de Úrsula y el deambular de espectros de los muertos (Prudencio Aguilar, Melquíades y los familiares de Úrsula), es el teatro principal para la representación histriónica y aciaga de la dinámica de tan extraña, misteriosa y compleja familia. Es allí donde fluyen las pasiones ocultas e insanas de Amaranta, Aureliano José, Arcadio, Meme, Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula. También es lugar de presagios, de alucinaciones, de profecías, de quimeras, de luchas estériles e inútiles. Úrsula ahí se convirtió en madre de Aureliano y de Amaranta; sufrió por sus eternos temores del nacimiento en su familia de un descendiente con cola de cerdo. A pesar de que esta fue su peor pesadilla en vida, el destino no le permitió presenciar esa premonición, ese temor; cuando nació un niño de su saga con cola de cerdo, ella ya había muerto. Esta omnipresente y valerosa mujer desde ese microuniverso construyó y dominó su macrouniverso; su sistema planetario funcionó con mecanismo de relojería. Fue la esposa, la madre, la abuela y la bisabuela que dirigió rítmicamente la orquesta, ya fuera mandando, disponiendo, ordenando, educando y trabajando. Ella fue la persona que llevó las riendas de ese potro brioso y desenfrenado que fue su familia, una familia de locos.
Llama poderosamente la atención la profunda soledad y el desolador sinsentido de la vida de las mujeres macondianas: seres anónimos, solitarios, ensimismados, tristes, alienados. Úrsula, la matrona; una trabajadora incansable, que murió ciega, relegada y como instrumento de juego de sus descendientes Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula. Pilar Ternera, la pitonisa, la prostituta, la “alegre, indiferente, dicharachera”; la “mujer alegre, deslenguada, provocativa, que ayudaba en los oficios domésticos y sabía leer el porvenir en la baraja”; la mujer que fue madre de dos Buendía, pero que no fue tenida en cuenta por la familia como persona sino como objeto; la mujer que fue violada a sus catorce años por un hombre casado, la que “conservaba intacta la locura del corazón”, la que hizo hombres a los hermanos José Arcadio y Aureliano Buendía, la de la risa explosiva que “espantaba a las palomas”, la que tuvo un romance secreto con José Arcadio Buendía (hijo); la que enterraron sin ataúd, la que conoció todos los misterios del corazón de los Buendía. Rebeca, la pobre huérfana (con los huesos de sus padres a cuestas), la que, gracias a Úrsula, se ganó un lugar digno en la familia Buendía; la que nunca se alimentó de la leche de Úrsula “sino de la tierra y la cal de las paredes”; la del “corazón impaciente, la del vientre desaforado”; la “única que tuvo la valentía sin frenos que Úrsula había deseado para su estirpe”; la que no pudo decidir sobre su destino amoroso, porque fue sometida por la fuerza y la imponencia de José Arcadio para convertirla en su esposa; la mujer abandonada, solitaria, encerrada, sin hijos, sin ilusiones, sin nada… Amaranta, la solterona, la de la “voluntad de piedra”, la que murió virgen; “la mujer más tierna que había existido jamás”; la que perdió el rumbo de su vida por una decepción amorosa, la que odió a Rebeca y Fernanda, la que soportó estoicamente el tormento de sus atribulados y equívocos instintos, la que murió sin amor y sin hijos, la que expió sus culpas con el fuego que le quemó su mano… Santa Sofía de la Piedad, “la silenciosa, la condescendiente, la que nunca contrarió ni a sus propios hijos”, la concubina a la fuerza, la concubina comprada; la del “cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que parecían artificiales”; la mujer que no se le tomó en cuenta para escoger su esposo, la madre abnegada, la esclava, la ama de casa silenciosa, sufrida; la “mujer sigilosa, impenetrable”, a la que nunca se le oyó un lamento; la que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela”. Fernanda, la frustrada, la amargada; la mujer que sacrificó sus sueños, sus quimeras y sus fantasías para convertirse en la esposa de un hombre holgazán y desleal, la mujer nacida en cuna de oro y muerta en el lodazal del olvido; “la mujer más hermosa que se había dado sobre la tierra… cuya belleza se había reposado con la madurez”. Remedios, la bella, el ser que no nació para el amor ni para lo terrenal sino para lo celestial; la que no fue hecha para amar y ser amada, la que ocasionó (sin quererlo) la fatalidad de sus pretendientes… Petra Cotes, la compartida por los hermanos, la de las rifas, la de la entrega a cambio de nada, “la del misterioso corazón”, la concubina, la resignada; “la de los desafueros jubilosos”; la mujer cuyo rostro tenía “la ferocidad de una pantera”, la del “corazón generoso” y su “magnífica vocación para el amor”; la mujer que le trajo porvenir a su amante Aureliano Segundo, la que se humilló ante su rival (Fernanda) y en secreto le dio de comer, luego de la muerte de Aureliano Segundo… Meme, la dócil, la sometida; la mujer que no dispuso de su destino porque su férrea y dominante madre se lo trazó a su imagen y semejanza; la mujer que fue un títere de su madre y de las circunstancias, la que tuvo que deshacerse de su hijo (Aureliano Babilonia) y morir lejos, con su nombre cambiado, alejada de su terruño y de su patria. Amaranta Úrsula, la libertina, la caprichosa; la de la “voluntad resuelta y vigorosa”, la “mujer sin prejuicios, alegre y moderna, con los pies bien asentados en el mundo”; la activa e indomable “y casi tan provocativa como Remedios, la bella”, la que estaba dotada de un raro instinto para anticiparse a la moda; la del buen humor, la espontánea, la emancipada, la de espíritu moderno y libre; la mujer que dio rienda suelta a sus instintos, a su insana pasión, la que disfrutó del amor y de la satisfacción carnal con su sobrino Aureliano Babilonia, la que murió cuando tuvo un hijo con cola de cerdo…
Tanto los hombres como las mujeres que desfilaron por el solitario y triste escenario de Macondo son seres que despiertan en el lector sentimientos de ternura, conmiseración, desazón, porque son seres inauténticos, sin identidad propia, sin rumbo y sin destino; movidos apenas por la corriente y la vorágine de la existencia que, cual hidra de Lerna, los devoró con sus múltiples cabezas…
Los tristes seres macondianos, las pobres miserias humanas, fueron personas que vivían sin saber por qué vivían. Azotados por el absurdo de la guerra, por la peste del insomnio y del olvido, por el dominio militar y por la hegemonía conservadora; agobiados por la influencia imperialista, el diluvio, la decadencia y la destrucción, estos seres pasaron por este mundo, pero sin vivir, sin existir; fueron simplemente sombras, marionetas del destino.
El coronel Aureliano Buendía, que había revelado desde niño “una rara intuición alquímica”, a pesar de sus locuras, ideales y sueños, no fue más que una persona del montón, un ser que nunca supo por qué o por quién luchó; un “chafarote” que jugó a la guerra, sin saber qué era ésta; un estafermo que fue liberal, porque algo había que ser… En fin, un hombre anodino y mediocre que guerreó  sin saber lo que hacía y que perdió sus inútiles guerras. En palabras de José Arcadio Segundo, “el coronel Aureliano Buendía no fue más que un farsante o un imbécil”. No obstante, en mi concepto, a pesar de la enorme influencia de Úrsula, el coronel Aureliano Buendía es el personaje principal de la novela.
Como lector atento me conmovieron y afectaron profundamente las vidas inauténticas de los personajes, principalmente las mujeres… ¡Qué vida tan superflua y vacía la de las mujeres Buendía, incluyendo a Pilar Ternera, Rebeca, Santa Sofía de la Piedad, Petra Cotes y Fernanda! Con la partida de la casa Buendía de Santa Sofía de la Piedad, vieja y acabada, se fue una parte de mí…  Como si yo fuera Aureliano Babilonia  la vi “atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años”, y también la vi  meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido…”  Y para rematar mi tristeza: “Jamás se volvió a saber de ella”.
Uno se compadece de seres como una vida tan inauténtica y miserable como la de Santa Sofía de la Piedad y Meme. La primera, un ser anónimo, que sólo vivió para criar hijos y servirle a los demás; un ser que a quien se le murieron dos hijos en el mismo instante, y a uno le tocó degollarlo en cumplimiento de una promesa; una mujer utilizada por los demás e ignorada por su esposo e hijos; la que soportó a un esposo bárbaro e irracional, que la convirtió en viuda aún siendo joven. Es triste saber cómo al final se quedó sola en el mundo: sin esposo, sin hijos, sin padres, sin casa… ¡Qué vida tan miserable la de Meme! Todo el tiempo sumisa a su severa madre, quien decidía por los demás. Esta mujer sí que estuvo extraviada en la existencia, pero no por voluntad propia; su madre dispuso a su antojo de ella. Además de la infame condición de estudiar lo que Fernanda le impuso, también debió renunciar al intenso amor que sentía por Mauricio Babilonia y, como si esto fuera poco, “deshacerse” de su hijo Aureliano y morir lejos de su pueblo y de su familia, como una más del montón.
A pesar del infortunio y la fatal condición de Amaranta Úrsula, es digno de rescatar en esta mujer la lucha por su independencia, su alegría de vivir, el disfrute de su cuerpo y de su genitalidad; el hecho de haberse atrevido a decidir por ella misma, a ser ella misma, rompiendo convencionalismos, moralidad y otras absurdas prohibiciones y convenciones que impiden vivir una vida personal y auténtica. Ese aire de libertad que ella respiró es el aire que deben respirar las mujeres que en realidad estén interesadas en vivir, especialmente su aquí y su ahora…
Otro personaje que me impactó fue José Arcadio Buendía, un viejo soñador –que “se le secó la mollera buscando la piedra filosofal”-, un alfarero de ilusiones, un quijote; un ser que dejó su vida pragmática y sin sentido para ir tras ideales, locuras, quimeras… Este tipo de hombre representa a la persona que no quiere vivir una vida en una sola dirección, que no quiere recorrer los caminos andados, trillados, sino que busca nuevos caminos, nuevos horizontes por donde y para dónde ir. Este hombre que hizo de sus últimos años un remanso de locura, de ideales, de experimentos y que quiso construir alas para echar a volar sus sueños, es un hombre que nos invita a salir del estrecho mundo de lo cotidiano, de lo establecido, de lo dado. José Arcadio Buendía fue ese hombre que, a pesar de que ya estaba en las fauces de la muerte, tuvo el valor de no morirse sin haber dado un dictamen concreto y rotundo a sus creencias infundidas: Dios no existe.
Es apasionante su delirante empeño por sacar provecho de lo nuevo, de lo moderno. Sobrecoge la manera como se apasionaba, como niño inquieto, por saber para qué servían los inventos, cómo estaban hechos y hacer nuevos. Todo nuevo objeto, todo nuevo invento, lo disfrutaba con esa curiosidad y espontaneidad de un niño. Su decisión de “dejar de ser serio” y tomarse la vida en delirantes empresas, sueños y “locuras” tiene que sensibilizarnos, es  un vehemente llamado a vivir nuestra vida oníricamente, de cierta manera en forma “irracional”, distanciados “racionalmente” de la vida “práctica”, instrumentalizada y condicionada por esquemas meramente racionales. Nos invita a tener nuestras propias convicciones e ideales (sin importar cuan delirantes sean) y defenderlos… así haya que “perder” el juicio…
Sólo encuentro reprochable en José Arcadio Buendía el haber golpeado violentamente con el revés de su mano en la boca a su hijo José Arcadio, ocasionándole sangre y lágrimas, porque le dijo a su padre que el oro despegado del casquete metálico era “mierda de perro”. Por esto José Arcadio sintió rencor contra su progenitor.
Me identifico con José Arcadio Buendía, Pilar Ternera, Petra Cotes, Aureliano Segundo y Amaranta Úrsula por el intento de vivir una vida personal, como ellos quisieron, sin imposiciones ni ataduras, solamente escuchando a sus instintos y sus convicciones. Si hubiera que “ser” un personaje de éstos me inclinaría por Aureliano Segundo porque disfrutó de la riqueza y de su monogamia y no se dejó esclavizar por el trabajo agotador… No me identifico con seres como Úrsula, porque vivió llena de temores, trabajando en exceso, mandando y disponiendo de la vida de los demás a su antojo. Con Fernanda tampoco por su imponencia y arrogancia; por decidir e imponerse sobre la voluntad de sus hijos y renegar de la vida que ella y sus padres “eligieron”. Menos con Amaranta, un ser que hizo de su vida una miseria y un desastre. Esta mujer, que se condenó a sí misma, no merece el reconocimiento como modelo a imitar: ella misma creó la cárcel en la que deliberadamente se encerró y no pudo salir. Se negó al amor, se autoflaglageló, se atormentó y, lo más degradante, se negó a vivir…
Úrsula y José Arcadio Buendía parecían estar determinados desde su nacimiento por cuanto su matrimonio era previsible; determinismo que prosiguió con la denominación de su descendencia con nombres similares o parecidos.
A pesar de que los hombres de la familia Buendía Iguarán fueron unos “locos”, también fueron hombres soñadores e idealistas. Aunque fracasaron, Aureliano quiso ser militar; José Arcadio Buendía, “inventor”; Arcadio, militar y educador; José Arcadio Segundo, establecer la navegación por el río de Macondo; José Arcadio, “Papa”…
Úrsula insistía que los Buendía eran “locos de nacimiento” y vivían en una “casa de locos”, y Fernanda decía que Macondo era un “pueblo de bastardos” y una “paila del infierno”. Los Buendía, además de retraídos, eran ensimismados y retraídos; no hacían alarde ni expresaban sus sentimientos; cada uno se encontraba perdido en su estrecho y alienado mundo; todos se dejaban arrastrar por la corriente de las circunstancias; aunque tenían ambiciones y proyectos no lograban concretarlos, y se caracterizaban por “el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio Segundo con los pergaminos y Úrsula con los recuerdos”. Lo mismo que atemorizaba a José Arcadio (el seminarista), era la causa de perdición de la familia Buendía: “las mujeres de la calle, que echaban a perder la sangre; las mujeres de la casa, que parían hijos con cola de puerco; los gallos de pelea, que provocaban muertes de hombres y remordimientos de conciencia para el resto de la vida; las armas de fuego, que con sólo tocarlas condenaban a veinte años de guerra; las empresas desacertadas, que sólo conducían al desencanto y la locura, y todo, en fin, todo cuanto Dios había creado con su infinita bondad, y que el diablo había pervertido”.
Es evidente la denuncia sobre la influencia y el poder de los Estados Unidos en la nación, ya que los directivos de la compañía bananera hacían y deshacían en Macondo y sus alrededores con el beneplácito y protección del régimen conservador.

LUIS ANGEL RIOS PEREA
2011


[1] Las frases entre comillas pertenecen a Cien años de soledad, Gabriel García Márquez. Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1983.

1 comentario:

  1. Esta "cosmovisión" forma parte de un extenso análisis que realicé de la novela CIEN AÑOS DE SOLEDAD, de Gabriel García Márquez, que publiqué en www.monografias.com

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