miércoles, 12 de octubre de 2016

UNA DISERTACIÓN CRÍTICA SOBRE RELIGIÓN





Introducción

Amparado en mis derechos a la libertad de pensamiento, expresión, opinión, conciencia y religión, consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la Constitución Política de Colombia, me propongo elaborar un escrito crítico y contestatario sobre la religión católica.

Sé que los amables lectores se van a molestar un poco (y por ello anticipo mis excusas) por referirme a la religión como lo haré en el presente escrito; pero es que ella ya habló unilateralmente durante milenios, y ahora es preciso que hable yo, en mi condición de filósofo, o si prefiere, en mi condición de lector apasionado, compulsivo y voraz, que, inquieto por el fenómeno religioso en todas sus manifestaciones, ha leído y releído diversos libros religiosos, sagrados y otros textos relacionados con el tema, en búsqueda de allegar la mayor información posible, con el ánimo de obtener cierta claridad al respecto. Es importante aclarar que con los libros leídos guardo la prudente distancia que me aconseja mi espíritu crítico, para no asumir una actitud crédula y repetir todo al pie de la letra, como si ellos contuvieran la “verdad revelada”. La Iglesia Católica, y el cristianismo en general, ha tenido sus detractores, y no falta quien escriba libros condenando a la iglesia o denostando de ésta, por el solo hecho de no estar de acuerdo con sus doctrinas, dogmas, ortodoxia, ceremoniales,  y rituales o porque se consideran antirreligiosos. Así mismo, he reflexionado profundamente sobre el hecho religioso desde niño, porque éste me ha inquietado hondamente y no lo he aceptado acríticamente, como lo hacen los creyentes, a quienes les resulta más fácil creer que pensar, porque pensar es difícil, y, como sabemos, a muchos nos les gustan las cosas difíciles. Pero un día perdí la fe y nunca más la he recobrado. Creo que la perdí apenas empecé a pensar. Para ser creyente no conviene pensar mucho”[1].

Mi actitud ante el fenómeno religioso

Mis inquietudes y dudas respecto al fenómeno religioso surgieron en los albores de mi niñez. No se puede culpar a Copérnico, Galileo, Meslier, Maquiavelo, Lutero, Vesalio, Bruno, Spinoza, Hume, Voltaire, Diderot, Marx, Freud, Nietzsche, Lenin, Trotsky, Bakunin, Schopenhauer, Russell, Fromm, Sartre, Deschner, Sagan, Russel, Saramago, Eduardo Galeano, Hawking, Asimov, Higgs, Savater, Fernando Vallejo y otros intelectuales contestatarios e iconoclastas de ser los responsables de mi escepticismo religioso, fundamentalmente del Cristianismo en ninguna de sus múltiples expresiones. Mi criticidad al respecto empezó mucho antes de leer a estos y otros autores geniales. Aclaro que me identifico con muchas de sus posturas críticas en contra de la religión, pero también disiento de otras. Por ejemplo, no estoy de acuerdo con el lenguaje procaz, agonístico e incendiario de Fernando Vallejo con el que vierte sus virulentas y mordaces diatribas y anatemas en contra de la Iglesia Católica, porque los integrantes de esta inveterada y cuestionada institución son personas, y éstas, aunque se hayan equivocado en su práctica religiosa, cometiendo vejámenes, fechorías y otras tropelías (Inquisición, cacería de brujas, Cruzadas, persecución a los judíos, guerras religiosas, ideología política, pedofilia, etc.), merecen trato digno. No obstante este reparo, comparto sus planteamientos, producto de sus profundas y exhaustivas investigaciones, en contra de la religión Católica, porque muchos de sus altos jerarcas han sido “unos tartufos bellacos”[2].

Nací y crecí en un hogar católico de acción y de alusión. Mi madre era “una de las representantes de Dios en la tierra” y,  como tal, una de las “damas adoratrices”. Hizo todo lo posible por inocularme el dogma católico. Mi educación primaria estuvo permeada por todo el acervo católico. Mi entorno social estaba saturado de prácticas religiosas por doquier. Sin embargo, mi espíritu crítico empezó a aflorar desde muy niño. Inquieto por el saber y la verdad, como siempre lo he sido y lo seguiré siendo hasta que descienda al insondable abismo de la nada, empecé a cuestionar y cuestionarme sobre este fenómeno que afecta e impacta a tantos seguidores.

Observaba que la inmensa mayoría de los habitantes de mi pueblo vivenciaban el hecho religioso con un fervor tan vehemente hasta el punto de despertar en mi curioso espíritu el asombro y la admiración. Analizaba y reflexionaba extasiado y embelesado la cotidianidad religiosa de mi “prójimo”. Me percaté de la falta de coherencia de los creyentes entre las enseñanzas religiosas, las disertaciones de los sacerdotes y lo que las personas realizaban en su práctica. Yo había escuchado de quienes pretendían vanamente adoctrinarme con dogmas, doctrinas y ortodoxia religiosa, que los pilares del Cristianismo eran la justicia, el amor y el perdón. No obstante, muchos de mis “paisanos” eran injustos, odiaban y les animaba un espíritu de venganza.

La religión era la encargada de tratar sobre la moral, y yo percibía en algunos ciudadanos, e incluso de ciertos predicadores, una evidente y descarada doble moral. ¿Por qué la dinámica religiosa lograba alienar, masificar y cosificar fácilmente?, fue uno de mis primeros interrogantes. Lo que los contrayentes matrimoniales prometían en el momento de la boda no se cumplía rigurosamente. Además, eran evidentes las transgresiones a los 10 mandamientos (que me “enseñaban” mis profesoras de religión con la intimidación violenta de una regla de madera) por parte de los más “fervientes”. Los sacerdotes predicaban la supuesta pobreza, sin embargo la iglesia pedía limosnas y ofrendas, y cobraba por sus “servicios”: bautizos, primeras comuniones, confirmaciones, matrimonios, entierros, etc.  Éstas y otras inconsecuencias me convencieron de que debía adoptar una actitud dubitativa y escéptica ante el fenómeno religioso. Entonces surgieron en mi conciencia muchas preguntas. Indagando y, sobre todo, reflexionando sistemáticamente, empecé a encontrar mis primeras respuestas. A pesar de mi edad aún pueril, inferí que detrás de la religión se ocultaba la mentira y que muchos no eran creyentes por convicción y vocación, sino por convención, tradición y costumbre.

Era tal la influencia religiosa en mi contexto espacio-temporal que por doquier se percibía la contundencia del fenómeno: nombres bíblicos y del santoral católico (Moisés, David, Abraham, Raquel, Sara, Antonio, José, Isidro, etc.),  fiestas religiosas, actos litúrgicos, libros religiosos (Biblias, catecismos, devocionarios, cartas encíclicas, epístolas encíclicas, constitución apostólica, exhortaciones apostólicas, cartas apostólicas, bulas y breves, etc.), objetos y símbolos religiosos, representaciones e imágenes religiosas (Jesús, Virgen, niño Jesús, sagrado corazón, santos, sacerdotes, etc.), sacramentos (bautizos, confirmaciones, matrimonios, etc.), confesión, expresiones religiosas (“¡Dios mío”!, “¡Virgen Santísima!” “¡Dios me libre y guarde!”, “¡Mañana nos vemos, si Dios nos presta la vida!”, “Dios lo puede castigar”, etc.), juramentos poniendo a Dios como testigo, templos (grandes y llenos de boato: costosas obras de arte, objetos en oro y plata, pianos, etc., como símbolo del poder de Dios), capillas, pesebres, árboles de navidad, villancicos, novenas, altares, cruces de diversos tamaños (en el templo, cementerio, casas, oficinas, campos, etc.), templos o iglesias en el cementerio, en el hospital, en las veredas y otros lugares, cruces y monumentos a la virgen en la ciudad y en el campo, monjas o religiosas en colegios y hospitales, campanas llamando a misa, oraciones y rezos por aquí, por allá y por acullá, etcétera, etcétera, etcétera. En fin, religión por todas partes: templos, familias, colegios, lugares de trabajo, sitios de diversión, calles, transporte público, etc. Me hablaban de religión mis padres, familiares, vecinos, sacerdotes, maestros, etc. El contexto familiar y social estaba lleno del acervo religioso. Ante la ocurrencia de un fenómeno natural (tormentas, sismos, derrumbes, relámpagos, truenos, etc.) se acudía a invocar santos para  “refrenar” y “controlar” el poder de la naturaleza.  Es imposible que la mente acrítica de un niño no quede permeada por la dinámica religiosa y su impronta no resulte impresa de manera indeleble a nivel consciente e inconsciente.

Sumado a lo anterior, la influencia religiosa en mí fue demasiado contundente por cuanto nací en un Estado confesional (“encomendado al Sagrado Corazón”) y en un pueblecito profundamente religioso, y en estas pequeñas poblaciones el acervo religioso impacta más a las personas que en las grandes ciudades: homilías en templos, escuelas y otros sitios públicos, perifoneo religioso, celebraciones religiosas transmitidas por emisoras y televisión, escenificaciones en vivo de la Semana Santa, fiestas patronales y en honor de la virgen y de santos, etc.). La llamada “Fiesta de la Virgen del Carmen” era celebrada con pólvora y desfiles de automotores, porque, supuestamente, es la patrona de éstos. ¿Quién podía escapar a tan ensordecedor “bombardeo” de la religión católica? En ese pueblo no existían otras iglesias (las llamadas “iglesias protestantes”; el monopolio espiritual lo tenía la Iglesia Católica.

Sin embargo, toda esta arremetida religiosa, en lugar de adoctrinarme, me hizo dudar… Si la religión condicionaba la manera de ser y de estar en el mundo, decidiendo sobre la vida espiritual y material de las personas, empecé a preguntarme si eso era todo lo que uno debía y podía vivir. Sin adoptar posiciones extremas de rechazar radicalmente ese universo místico, continué viviendo en ese mundo pero sin pertenecer a él, por cuanto mi naciente espíritu crítico me exigía investigar y reflexionar al respecto por mí mismo, sin la mediación, dirección e imposición de los demás.

Intrigado por las “enseñanzas” de la religión Católica, me dediqué, por mi cuenta y riego, sin la mediación de mi madre, mis “profesores” y de los sacerdotes, a leer la Biblia Católica, inicialmente, y después otros textos “sagrados” de otras religiones. (Valga aclarar: no sólo existe la religión Católica y otras de las más conocidas; hay más de cinco mil religiones). Yo leí la Biblia, no porque alguien me la impusiera; lo hice porque quería zambullirme en la profundidad de ese libro tradicional, que veía en mi casa, en el colegio, en las casas de los vecinos, en el templo, en fin, la Biblia por aquí, la Biblia por allá, la Biblia por acullá, la Biblia por todas partes. La leí por convicción, mas no por imposición. En mi niñez era común que padres, vecinos, profesores y sacerdotes insistieran en que se leyera la Biblia. ¿Todos éstos por qué no se afanaban por recomendarnos la lectura de otros libros? Parodiando a Proust, me atrevo a afirmar que no estaba de acuerdo con estos agentes socializadores del niño que impusieran la atención de “cosas insignificantes,  mientras  que  los  libros  que  contienen  cosas  esenciales”[3] se leen poco en la vida.

Se puede leer la Biblia sin que uno se deje condicionar o alienar por ella. Para poder cuestionarla o refutarla, o (en el peor de los casos) someterse acríticamente a sus “enseñanzas” y dogmas, es necesario leerla. El libro contiene algunas “enseñanzas” que pueden resultar “útiles” para la vida. Entre ellas destaco una pregunta del Nuevo Testamento, interrogante que, despojado de su tinte religioso e interpretándolo a mi manera, considero encierra cierta “sabiduría”: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?”[4]. Yo reformularía la pregunta de la siguiente manera: “De qué le sirve al hombre conquistar el mundo entero, si se pierde a sí mismo”. Algunas personas, en ciertas ocasiones, incapaces de dominar racionalmente sus instintos, pasiones, emociones, apetitos, afectos o deseos (dominar no reprimir), toman decisiones inadecuadas que, en la mayoría de las veces, les hacen perder o poner en riesgo su libertad exterior e interior. Cuántas personas, eclipsados por el brillo oropelesco de sucedáneos como la fama, la riqueza, el poder, los cargos públicos, los títulos y los vicios, descuidan el cultivo de su ser por ir tras la conquista de los entes, cosas y objetos, que son  efímeros, fugaces, contingentes, perecederos, fungibles, cambiantes, etc. Les interesa más parecer que ser. En esa lógica ilógica se pierde la autenticidad, la genuina identidad (núcleo esencial del ser humano) y, de paso, a sí mismo. Con cuánto fundamento nos dice Proust: “¡Y sacrificamos tantas veces a la impaciencia de un placer inmediato la realización de muchas posibles venturas!”[5]. 

Leyendo y releyendo la Biblia hallé ciertas contradicciones, pasajes oscuros, exabruptos, muchos desatinos e incoherencias y episodios violentos. Descubrí que se narran mitos, fábulas e “historias” ocurridas en un contexto social, político, económico y espacio-temporal determinado y lejano, muy diferente al continente americano.  Encontré en el texto sagrado gran dificultad para entenderlo, porque me persuadí que encierra alegorías, metáforas, parábolas, signos, símbolos, imágenes, lenguaje cifrado y elementos crípticos. Tiempo después me enteré que la hermenéutica (el arte de interpretar textos) había surgido como una necesidad para tratar de interpretar la complejidad de las sagradas escrituras; así mismo, que para poder tener una mediana comprensión de éstas había que abordarlas con las herramientas adecuadas: exégesis, hermenéutica, semiología, semántica, lingüística, historia, retórica y gramática. Luego escuché a un sacerdote afirmar que la vida no alcanzaba para entender la Biblia…

Siendo niño ingenuo y acrítico, me predicaron muchos atributos de Dios: infinito, eterno, sabio, infalible, bueno, justo, amoroso, perfecto… Analizando y reflexionando sobre estas cualidades divinas, de estos atributos del ser de Dios, afloraron en mí diversas preguntas. ¿Cómo así que Dios, siendo justo, eligió solamente al pueblo judío? ¿Y los demás pueblos no merecían la elección de Dios? Siendo Dios amoroso, ¿por qué tanta violencia en las “sagradas escrituras”? Si Dios, que es bueno, creó al hombre a su imagen u semejanza, ¿entonces por qué el hombre no es bueno? Preguntas y más preguntas respecto al contenido de la Biblia me siguen y me seguirán inquietando. Si me tocara creer, bajo coerción, en lo que dice la Biblia, lo haría; pero en lo que no creo ni creeré, así me intimiden, es que las construcciones lingüísticas y los juegos y artificios del lenguaje, no son inspiración de Dios, que la Biblia no fue “dictada” por Dios a los profetas. Hay que ser muy cándido para creer en los mitos, fábulas, parábolas, cuentos, leyendas y demás narraciones bíblicas. Como me considero un buscador de la verdad (así sepa que ésta no existe), impelido por mi acendrado espíritu crítico, he investigado y seguiré investigando sobre este inquietante y apasionante tema.

Como filósofo contestatario e iconoclasta, no me conformo con lo que me dice y trata de imponerme el “rebaño”, no me gusta “tragar entero” y no me resigno a que el inconsciente colectivo me condicione a vivir la vida de una determinada manera. La hoguera de mi antagonismo (moderado y respetuoso) hacia la religión se encuentra atizada con la combustión que genera el hecho absurdo de que la Biblia pretenda decirnos cómo vivir, qué hacer, qué comer, qué beber, cómo vestirnos, qué pensar, qué decir, qué esperar, qué desear, qué no desear, cómo ejercer nuestro libre y autónomo ejercicio de la genitalidad… Algo que no puedo “perdonarle” a la religión Cristiana es que haya “contaminado” las mentes de los grandes escritores: Dante, Cervantes, Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstoi, etc., y por eso la literatura clásica está plagada de cristianismo.  Además de contaminar la literatura, también se opuso a la ciencia. En todo se entrometió la entrometida Iglesia Católica, condicionando y prohibiendo a su antojo. “Al dictado de la teología estaban sometidas la filosofía y la literatura; en cuanto a la historia como ciencia, era desconocida por completo. Se condenó la experimentación y la investigación inductiva; las ciencias experimentales quedaron ahogadas por la Biblia y el dogma; los científicos arrojados a las mazmorras, o a la hoguera. En 1163, el papa Alejandro III (recordemos de paso que por esa época existían cuatro antipapas) prohibió a todos los clérigos el estudio de la física”[6].

Suscitados en mí el escepticismo y la duda racional, inicié una exhaustiva búsqueda de “mi verdad” sobre este inquietante fenómeno denominado “religión”; investigación (exegética, hermenéutica, semiológica, filológica, lingüística, metafísica, cosmológica, sicológica, fenomenológica, histórica, literaria, teológica, antropológica, sociológica y filosófica), que culminará cuando expire mi efímera y fugaz existencia, como ser temporal, contingente y finito en un mundo intemporal, necesario e infinito. Mis indagaciones, experiencias y reflexiones efectuadas hasta la fecha me han permitido colegir, entre otras conclusiones, que la religión nos ha mantenido en una deliberada y descarada mentira. Es necesario creer en Dios para salvarse. Este dogma mal comprendido es el comienzo de la intolerancia sangrienta y la causa de todas estas vanas instrucciones que han producido un golpe mortal a la razón humana, habiéndola acostumbrado a que se quede satisfecha con palabras”[7]. Las religiones predican la mentira para convencernos que predica “la verdad”.

La Iglesia Católica ha utilizado, de manera pragmática, su dogmática como un instrumento propagandístico, a través de intrincados y alienadores fundamentos conceptuales y terminológicos, con el propósito de legitimar un saber y una verdad unívocos, sin importar la apertura a una verdad pluralista, multívoca, sino a la adhesión acrítica, con la ayuda de un método retórico y argumentativo fundado en el arte de persuadir y convencer así como lo hace la propaganda. “Uno de los factores esenciales de la propaganda —tal como se ha desarrollado sobre todo en el siglo xx, pero cuyo uso era muy conocido desde la antigüedad y que ha aprovechado con un arte incomparable la Iglesia católica— es el condicionamiento del auditorio mediante numerosas y variadas técnicas que utilizan todo lo que puede influir en el comportamiento humano. Estas técnicas ejercen un efecto innegable para preparar al auditorio, para hacerlo más accesible a los argumentos que se le presentarán”[8].

La Iglesia Católica Apostólica y Romana ha sido objeto de cuestionamientos espetados por diversos sectores de la humanidad, entre los que se destacan algunos reconocidos e influyentes intelectuales. Dostoievski (uno de ellos), quien fuera reconocido por el escritor Stefan Zweig como “el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos”, enfiló su mordacidad crítica en contra de ésta en el pasaje alegórico “El Gran Inquisidor” (en concepto de Freud, una de las cumbres de la literatura universal),  célebre episodio de su genial novela “Los Hermanos Karámazov” (considerada “como la expresión artística más poderosa de la habilidad del escritor”[9]), denunciándola como hipócrita y malévola. “En ese corto texto el genio del escritor ruso toma partido por Cristo, directamente y sin mediadores, frente a los cristianos que lo niegan”[10]. Según el filósofo Mario Gutiérrez, el genio de este escritor “está en haber hecho obra de arte un relato que había tomado una interpretación unívoca, que había adquirido una imagen y contenido estático (icónico) en la fe y doctrina cristiana, convirtiéndolo en una imagen fantástica”[11]. El tema de esta inquietante pieza metafísica se centra en sus posturas sobre la libertad. “La genialidad de esta discusión está en cómo la libertad es fundamento para probar la pertinencia de la fe para la realización de la felicidad del hombre… Si la libertad le es desgarrada al hombre de su ontología, éste se convierte en un ser des-naturalizado, se vuelve un algo inconsistente, que ya no puede posarse para constituirse como tal y menos reposar en sí mismo, se vuelve en lo que Dostoievski entiende como un endemoniado… En tal poema se plantean tesis sobre la Libertad, y la pertinencia de la vida espiritual para el hombre… La libertad no debe pertenecer a la ontología del hombre, es causa angustia y desgracia para el hombre que no sabe qué hacer con ella. El Gran Inquisidor, sin decirlo, muestra lo problemático que es la libertad: su peso. Es decir, la inherente responsabilidad que acarrea ser-libre y, por tanto, la posibilidad siempre presente de llegar a ser responsable de algo: culpable”[12]. Dostoievski muestra cómo el hombre renuncia  a la libertad (concedida a los hombres por Jesús al renunciar a las tentaciones de Satanás: “La fuente y línea argumental del discurso del Gran Inquisidor se puede visualizar en las tentaciones que le hizo el Diablo a Jesús, y éste venció, en el desierto. Esto se relata en el Nuevo Testamento y, con más fuerza, en Lucas 4,1. Tal relato bíblico está lleno de metáforas y alusiones sobre lo que es la fe y el arte del demonio… Dostoievski ve, en estas tres tentaciones, una interpretación de la naturaleza humana, de sus deseos, ambiciones y flaquezas, por eso a través de Iván Karamazov, va a convertir estas tres tentaciones en su conjunción en un método de control y dominio sobre la propia naturaleza humana y, así, sobre la humanidad. Va a mostrar cómo la Iglesia se ha apartado del camino que Cristo mostró y la imposibilidad, según el Inquisidor, de realizar el proyecto de fe que deseaba Cristo para su pueblo pues tal fe desconoce la naturaleza humana que entrañan las tres tentaciones demoníacas… La crítica principal del Gran Inquisidor se centra contra la libertad que promovió y enseñó Cristo cuando vino y bendijo a los hombres en su estancia en la tierra, pero tal libertad no puede ser una bendición si está en contradicción con el modo de ser del hombre”[13]), a cambio de seguridad y comodidad, por cuanto el hombre es incapaz de soportar el peso y la responsabilidad que implica la libertad. El gran Inquisidor (reflexión filosófica que “busca diseccionar uno de los rasgos más trágicos y dramáticos de la condición humana”[14]) muestra cómo se renuncia a la libertad para obtener la “cómoda” esclavitud.  “Mejor es que nos esclavicéis, pero danos de comer”[15]. Los hombres saben que son incompatibles la libertad y el pan terrenal. “Negar el pan terrenal, en pos de una libertad que mostrara que no sólo de pan vive el hombre, fue no entender al hombre que necesita de pan para vivir y ser feliz. Está totalmente determinado por su naturaleza. La idea de libertad, promovida por Jesús, sólo podía traer grandes sufrimientos a los hombres que después de intentarlo, es decir, vivir pensando qué hacer con la libertad acudieron a la Iglesia a exigirle: ¡Dadnos de comer! Tal frase revela que es mejor entregar la libertad y esclavizarse que sufrir la ausencia del pan para la vida. Esta elección muestra que el pan terrenal en abundancia y la libertad que Cristo proponía son absolutamente incompatibles. Los hombres en la definición del Inquisidor al someterse, al convencerse de que es imposible ser libres, entregando su libertad, causa de angustia y dolor, se dan cuenta, así, de su verdadera naturaleza viciosa, insignificante y rebelde[16]. La Iglesia, valiéndose de la mentira, urdirá ardides para engañar a los hombres. “Les diremos que todo pecado puede ser redimido, si se ha cometido con nuestro consentimiento; les permitiremos pecar porque los amamos; en cambio, los castigos correspondientes, los cargaremos sobre nosotros, ¡qué le vamos  hacer! Cargaremos con sus pecados, pero ellos nos adorarán como a sus bienhechores que cargan con sus pecados ante Dios. No tendrán secreto alguno para nosotros. Les permitiremos y les prohibiremos vivir con sus mujeres y amantes, tener o no tener hijos, según sea su obediencia, y ellos se nos someterán con satisfacción y alegría. Nos comunicarán los secretos más atormentadores de sus conciencias, todo, todo lo pondrán en nuestro conocimiento, y todo se lo resolveremos nosotros; ellos aceptarán con alegría nuestras resoluciones porque así les ahorraremos de la gran preocupación y de los terribles sufrimientos que sienten ahora al tener que tomar una resolución personal y libre”[17]. La respetada Iglesia, paradigma de moral y de verdad, convertida en vulgar y utilitaria titiritera, con su concepción cosificadora y determinista del hombre. “Dostoievski rechaza todo tipo de idea del hombre que no entienda al hombre mismo, es decir, que niegue la pertinencia de la interioridad humana. Cualquier teoría psicológica que proponga (imponga) determinismos o cosifique al hombre, antes de intentar comprender qué pasa dentro de él, es inerte, pues el hombre, en su interioridad, es un ser lleno de vitalidad y elasticidad. No hay determinismos que valgan y lo expliquen”[18]. El escritor ruso, precisamente, niega cualquier concepción que predetermine y cosifique al hombre. El discurso del gran Inquisidor es crítica mordaz a la fe. “La crítica del Inquisidor se centra en que la doctrina de la libertad enseñada por Cristo no logra la felicidad de los hombres, inclusive la libertad que él enseñó es fuente de angustia, preocupación y dolor para la existencia, por tanto, aquella fe-libre es un fin impracticable. La libertad, para el Inquisidor, es un talento que debe ser controlado, dominado y poseído por la Iglesia para realizar y asegurar la felicidad de los hombres… El hombre antes de ser alguien que practique la libertad o una fe libre está más cerca, según el razonamiento del Inquisidor, de ser rebaño y la Iglesia su pastor[19].

Dostoievski, a través de su personaje, afirma enfáticamente  que “ahora estas gentes están convencidas más que nunca de que son completamente libres, cuando ellas mismas nos han traído su libertad y la han puesto sumisamente a nuestros pies”[20]. El inquisidor reprocha a Jesús la libertad que les otorgó a los hombres (que éstos, por su malignidad, ingratitud, depravación, insignificancia, mezquindad, vicios, cobardía, vileza, estupidez y debilidad, no comprenden) al no ceder a las tentaciones satánicas, debido a que ésta los ha hecho miserables y desdichados. “Por ello, como miserables e insignificantes que son los hombres claman todo el tiempo por un patrón, un amo: la Iglesia”[21]. El escritor nos pone frente al drama de libertad de elección, que “reside en la duda e incertidumbre que genera el ejercicio de decidir y elegir”[22]. Ante esto, la Iglesia aprovechó el misterio, el milagro y la autoridad para manipular la supuesta libertad que el hombre cree tener, la cual no es más que un engaño, que esa institución religiosa ha sabido manejar hábilmente, después que aquél la pusiera a los pies de los jerarcas católicos. Es por eso que el hombre, temiendo equivocarse, se libera del tormento de que pueda equivocarse al embarcarse en la aventura de elegir por sí mismo. “No puede determinar de manera total su vida, pues se enfrenta a las circunstancias, las cuales, por su naturaleza, no responden a ninguna lógica sino al azar y al absurdo... Por ello, el Gran inquisidor no sólo nos facilita la existencia al arrebatarnos la libertad de elección; asimismo, ante la ambigüedad del hombre, ante una vida sin sentido (un absurdo decía Camus), ante un mundo caótico, cruel, disonante e ininteligible, funge como patrón de referencia, el cual determina las pautas y parámetros en todas las esferas de un individuo: políticas, económicas, sociales, morales, estéticas, lúdicas, etcétera”[23]. El autor considera, teniendo en cuenta la estulticia humana, a la libertad como una carga insoportable (aspecto en que, sumados a otros planteamientos de éste, constituye el origen del Existencialismo). El sentido de la primera tentación, según el Inquisidor, sería la decisión de ir por el mundo con las manos vacías, “con cierta promesa de libertad que los hombres por su simplicidad y su depravada naturaleza, no pueden ni siquiera concebir, y que, además, temen con pavor, pues para el hombre y la sociedad humana no existe ni ha existido nunca nada más insoportable que la libertad”[24]. Los míseros y depravados hombres, incapaces de asumir su compromiso libertario, dejan que la Iglesia “administre” su libertad. “Quedarán admirados de nosotros y nos tendrán por dioses porque, al ponernos al frente de ellos, habremos aceptado la carga de la libertad y su gobierno, ¡hasta tal punto les resultará, al fin, ser libres!... Para el hombre no hay preocupación más constante y atormentadora que la de buscar cuanto antes, siendo libre, ante quién inclinarse… Te digo que no existe para el hombre preocupación más atormentadora que la de encontrar a quien hacer ofrenda, cuanto antes, del don de la libertad con el que este desgraciado ser nace. Pero sólo llega a dominar la libertad de los hombres aquel que tranquiliza sus conciencias… Hay tres fuerzas, en la tierra, únicamente tres fuerzas que pueden vencer y cautivar por los siglos de los siglos la conciencia de estos canijos rebeldes, por su propia felicidad, y estas fuerzas son: el milagro, el misterio y la autoridad… Porque, ¿quién va a dominar a las gentes, sino aquellos que dominen las conciencias de los hombres y tengan el pan en sus manos?”[25].

Creer para vivir en la mentira

Ser felices es la finalidad de los seres humanos mientras vivamos. Sin embargo, este ideal en nuestro contexto cultural se dificulta; simplemente aspiramos a buscarla, sin que podamos alcanzarla. Son muchos los obstáculos que impiden la conquista de la felicidad, entre los que destacaré la imposibilidad de vivir en la verdad. La mentira se apodera de nuestra existencia, condicionando la manera como percibimos, interpretamos y sistematizamos la realidad. La mentira procede, en ciertas ocasiones, de la política, la historia, las ideologías, la economía y hasta de la ciencia. Pero una de las principales fuentes de la mentira son las religiones; todas se ufanan en declararse poseedoras de la “verdad absoluta”. ¿Qué es la verdad? Ya lo decía Hume y lo reiteraba Russel que la religión es un obstáculo para la conquista de la felicidad.

Cada religión predica y defiende supuestamente su “verdad absoluta”; las demás son tildadas de falsas. Cada una enaltece a sus dioses o a su dios; algunas no tienen dios. ¿Cuál es la que contiene “la verdad absoluta”, o al menos “la verdad”? ¿Todas? ¡Ninguna! Hay que ser ingenuo para creer en estas supuestas “verdades absolutas”. ¿Cuál es el fundamento epistemológico de estas “verdades”? ¿Cuál es el Dios legítimo? ¿El de los judíos, el de los cristianos o el de los musulmanes? ¿Cuáles dioses? ¿Los 33 millones de los hinduistas…? Y las religiones que no tienen dioses, ¿qué? Todas estas “verdades absolutas” no llevan más que a la confusión de los cándidos creyentes; por eso viven en la mentira. Las personas tienen derecho a tener creencias, es decir, a vivir en la mentira…

Mi reflexión no se extiende a las religiones en particular, sino a una en general: la católica, debido a que es la más influyente en nuestro contexto. Los “creadores” de esta religión la plagaron de todo un acervo de creencias irracionales, ilógicas y absurdas, procedentes de la Biblia. Muchos “católicos” no han comprendido que los textos bíblicos contienen mitos, y éstos no son más que narraciones fantásticas… Personas a las que les gustan las cosas fáciles (algo que no necesite sino creer en lugar de pensar) los leen e interpretan acrítica y literalmente, encontrando en ellos “la verdad absoluta”. Pero quienes preferimos las cosas difíciles, el pensamiento crítico para reflexionar en vez de creer (creer es fácil, reflexionar es difícil), leemos esos textos exegética, hermenéutica, semiológica, retórica, lógica y gramaticalmente, y no encontramos ni siquiera la “verdad relativa”. Esa “verdad absoluta” que encuentran tan “fácil” los creyentes, la ponemos en duda y la cuestionamos quienes abordamos los textos “sagrados” con espíritu crítico, conciencia crítica, mente abierta o criticidad.

Leyendo a los filósofos me llama profundamente la atención el punto de vista de Hume, quien encontraba dificultades insalvables que le impedían defender el carácter razonable de la creencia en la verdad de la revelación cristiana. Y por ello se preguntaba: “¿cómo podemos estar seguros de que lo que se declara revelado es de genuina procedencia divina y no, por ejemplo, fruto del deseo de engañarnos de determinados individuos o de sus ardientes fantasías?”[26]. Con este espolique de Hume se incrementa la actitud escéptica de cualquier persona pensante, asumiendo una postura más crítica y cuestionadora, proclive a fortalecer la idea de que la religión miente deliberadamente para alienar. Para no ir tan lejos: los milagros no son más que burdas mentiras, ilusiones, fantasías, ficciones, supersticiones, fantasmagorías… “Según Hume, hemos de considerar que se trata de una narración escrita por personas sin ningún crédito ni reputación (es decir, que tendrían muy poco que perder en caso de ser sorprendidas divulgando falsedades) y en la que se nos presentan unos sucesos que violan completamente el curso regular de la naturaleza. Estos milagros, además, habrían ocurrido en un apartado rincón del mundo romano y entre personas incultas e ignorantes. ¿No nos lleva esto a una cierta sospecha? ¿Quién había allí con conocimientos suficientes para detectar un posible engaño? ¿Acaso no ha habido otras narraciones semejantes cuya falsedad ha sido rápidamente descubierta? Al fin y al cabo, el que muchas personas aceptaran el testimonio de los apóstoles sobre la resurrección de su maestro puede explicarse por la credulidad y el gusto por el asombro de las masas ignorantes… Dicho sin ambages, el Nuevo Testamento (y, si a ello vamos, toda la Biblia) es o un fraude o una ilusión. Ningún individuo que aspire a la racionalidad puede conceder credibilidad alguna a lo que allí se cuenta…  Solo cabe concluir, por tanto, que nunca podremos convencernos de la realidad de un milagro y que, consiguientemente, el cristianismo carece de pruebas de su verdad. … los principios religiosos que de hecho han prevalecido en el mundo no son sino «sueños de hombres enfermos». No es solo que la religión surge del temor, sino que en vez de servir de consuelo aumenta ese mismo miedo, por ejemplo con la amenaza de castigos infinitos en el infierno. El desequilibrio mental, un espíritu sombrío y descentrado, parece ser el destino que aguarda al creyente[27]. Nietzsche, en su Ecce Homo, decía que la religión era cosa del populacho.

¡Qué mentira tan grande ha construido la cristiandad! No el cristianismo, si es que en realidad existió Cristo, sino la cristiandad; porque la supuesta existencia de éste hay que ponerla en duda, si es que a uno le gustan las cosas difíciles. En más de dos mil años se han podido inventar muchas mentiras. ¿Cómo así que una sola persona elegida por Dios? Una persona que muere violentamente por “voluntad de Dios” y que luego resucita y sube al “cielo”, cuando la ciencia ha demostrado que hasta ahora nadie resucita después de haber muerto. Un salvador. ¿Salvador de qué? ¡Cómo pretenden imponer una doctrina divorciada del capitalismo —con el cual ha convivido y defendido subrepticiamente, con una doble moralidad— que es el sistema económico que  condiciona nuestra manera de ser y de estar en el mundo, en donde el dinero ocupa el lugar de dios, así muchos no estemos de acuerdo con su voracidad consumista! ¡Como así que solamente los pobres se salvan! ¿De qué se salvan? Y los ricos, ¿qué culpa tienen de ser ricos? ¡Qué son todos estos disparates, todas estas mentiras!
  
No pretendo defender el capitalismo, un sistema profundamente injusto, fundado en la explotación del hombre por el hombre. Desgraciadamente, el inicuo capitalismo es el mundo real en que vivimos. Pero las doctrinas religiosas son incapaces de una revolución que logre subvertirlo, o al menos humanizarlo.  Las revoluciones tienen como fundamento el pensamiento filosófico, racional, y no  irracionales creencias religiosas. “La victoria de la razón sólo puede ser la victoria de los que razonan… Y le digo: quien no sabe la verdad sólo es un estúpido, pero quien la sabe y la llama mentira, es un criminal… El sabio engreimiento es una de las principales causas de la pobreza en las ciencias. Su fin no es abrir una puerta a la infinita sabiduría sino poner un límite al infinito error”[28]. La divisa debe ser: “¡Aquí la razón!” y no: “¡Aquí la Iglesia!”.

Cuando uno les pregunta a muchos de los que dicen “ser católicos” sobre los pilares del cristianismo, doctrina del catolicismo, enmudecen porque no saben cuáles son. ¿Saben los creyentes qué intereses políticos, doctrinarios, ideológicos,  manipuladores, domesticadores, alienadores y masificadores se ocultan detrás de la religión? ¡Que van a saber si les encanta la mentira! Duermen profundamente bajo el aletargador poder de la mentira. Igualmente, se percibe que algunos “católicos” no son consecuentes con sus creencias, ya que practican una moral que riñe con los principios católicos cristianos. Muchos son creyentes pero de sólo nombre, no saben con la debida certeza en qué creen; tienen creencias arraigadas porque así les “enseñaron”, y así se lo ha impuesto y se lo exige la sociedad en que viven. Cuántos son “católicos”, no por convicción o por vocación, sino por tradición, costumbre y convención. David Hume pensaba que muchos van a la iglesia como ir al teatro: van allí a entretenerse, pero sin creer en lo que en ese lugar se representa. Por eso viven en la mentira, y ésta los hace sentir “felices”. ¿Sabrán, en realidad, qué es la felicidad?

La religión como problema de inquietante  hondura metafísica

Así como se asigna, sin preguntar ni reflexionar, valor e importancia a la religión y a otros saberes irracionales, el filosofar presta un invaluable servicio, porque es un saber racional, riguroso, metódico, reflexivo, crítico, analítico y argumentado. Y no es que, como filósofo, sea un detractor o defensor de la religión; lo que ocurre es que voy en búsqueda de respuestas, pregunto y me pregunto por el fenómeno religioso en todo su fantástico y complejo universo, buscando desentrañar qué hay dentro y fuera de él. Por ejemplo, pregunto y me pregunto por el insondable problema de Dios, no para negarlo o afirmarlo; lo que quiero saber es qué se esconde detrás de esta problemática que, gracias a nuestra cultura, nos inquieta. Me pregunto por el problema de Dios porque no me gustan las salidas facilistas: afirmarlo o negarlo porque otros ya lo han hecho. Cuando reflexiono sobre el insondable origen del universo no acudo al facilismo, sosteniendo que éste fue creado por Dios; reflexiono y formulo otras preguntas, indago en las ciencias y otros saberes, no me atiego a la mera cosmovisión religiosa. Los espíritus acríticos creen o no creen en Dios porque otros les han dicho que hay que creer o no creer, que Dios existe o que Dios no existe; pero nunca han reflexionado con la debida profundidad filosófica, por sí mismos, para llegar a sus propias conclusiones, para afirmar o para negar por sus propias reflexiones y por sus propias convicciones. Quien piensa por sí mismo, quien tiene espíritu crítico, será capaz de adentrarse en los intrincados e insondables laberintos del problema teológico para creer o no creer en Dios, para afirmar o negar la existencia de Dios o asumir otras posturas críticas al respecto, previa reflexión, previo cuestionamiento, previa duda razonable, previo razonamiento argumentado y profundo, pero producto de su propio entendimiento, pensando por sí mismo.

Respecto al problema de Dios, un filósofo como yo se zambulle en la profundidad de ese inquietante enigma, desde el punto de vista fenomenológico, ontológico, simbólico, metafísico, epistemológico, antropológico, lingüístico, sociológico y psicológico. Mi ansia desmedida de respuestas me llevan a preguntar y preguntarme, mientras viva, tratando de allegar claridad a esta cuestión que ha influido y permeado hondamente al hecho religioso, que ha condicionado radicalmente la cosmovisión de una inmensa mayoría de seres humanos y su manera de ser y de estar en el mundo.

El discurso religioso gira en torno a una única verdad, a un único sentido, un modelo donde todo está dicho y no puede ser de forma distinta. El relato religioso pretende acríticamente legitimar la verdad y el control social. El relato religioso es un modelo que impone cuál es nuestro sitio en la sociedad y qué debemos esperar de ella. El genial compositor Richard Wagner afirmaba que la doctrina de la Iglesia nos debilita a menudo más que fortalecernos. Es por eso, que, antes que acudir al facilismo de creer o no creer, la religión me exige investigar en ésta, desde los puntos de vista histórico, teológico, fenomenológico, sicológico, antropológico, sociológico y filosófico. En síntesis, como filósofo, con mi actitud de preguntar e investigar, pretendo obtener claridad y acercarme a una comprensión más cercana de esta subjetiva “realidad” irracional lo más diáfanamente posible. “Lo que importa no es lo que uno cree o dice creer, sino cómo vive”[29].

“Yo creo en Dios” o “Yo no creo en Dios”. Son comunes estas expresiones coloquiales para las personas acríticas, que les gustan las cosas fáciles. Pero a quienes nos apetece pensar críticamente las ponemos en duda. Antes que afirmar o negar la existencia de Dios, nos preguntamos ¿qué es Dios?, ¿quién es Dios?, ¿cuál Dios: el de los judíos, el de los musulmanes o el de los cristianos?, ¿los dioses de los politeístas: los mitológicos de los griegos, los de los romanos, los de los egipcios, los de los celtas, los de los nórdicos, los de los pueblos africanos y asiáticos, los de los mayas, los de los incas, los de los aztecas, etcétera?, ¿los dioses paganos?, ¿los dioses de los filósofos?, ¿el dios de los deístas?, ¿el dios de los gnósticos?, ¿el dios de los agnósticos?, ¿el Dios de los monoteístas?, ¿Dios creó al hombre?, ¿el hombre creó a Dios?, ¿Dios creó al hombre a su imagen y semejanza?, ¿el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza?... ¿Demostrar la existencia de Dios racionalmente, a través de los argumentos cosmológico (Dios como primera causa de todo lo existente), teleológico (Dios creador como garante y explicación del orden y la complejidad del universo), moral (fundamentación de la necesaria moran en Dios indispensable para ésta) y ontológico (Dios existe en la mente por cuanto es el ser más grande y perfecto que pueda pensarse o concebirse; la idea de un ser perfecto implica su existencia), si muchos pensadores críticos ya comprobaron que es imposible concebir a Dios mediante el poder de la razón? Aquí ya no se trata simplemente de afirmar o negar la existencia de un ente metafísico, sino de problematizar aquello que muchos se conforman con afirmar o negar. En las dos aserciones solamente se trata de expresar creencias (una afirmativa y otra negativa); es asunto de creer o no creer, y esto es fácil. Pero preguntar ¿qué es Dios?, ¿quién es Dios?  y formular otros interrogantes implica pensar, y pensar es difícil.

Debo aclarar que respeto el derecho a la libertad de conciencia, de cultos y de creencias religiosas. Ya lo decía en su tiempo el genial Spinoza que cada cual tenía un derecho inalienable a elegir su propia religión y, lo más inquietante, a no tener ninguna. En aras del reconocimiento y respeto por las diferencias, soy tolerante con quienes disfrutan de este inviolable e inalienable derecho. Pero en mi condición de apasionado por la filosofía, el filosofar y el pensamiento crítico, libertario, contestatario, iconoclasta y controversial, y sobre todo como persona, también disfruto de mi derecho a la libertad de pensamiento, de opinión y de expresión para afirmar que, desde que nacemos, los agentes socializadores en general y la familia en particular, nos “encarcelan” en el hecho religioso, sin que la mayoría intente salir de esa “prisión” y sea capaz de reflexionar crítica y profundamente sobre el fenómeno religioso. “Los profesionales de la religión han procurado siempre, a través de los siglos, ser los únicos intérpretes de los misterios. Les es muy útil”[30]. Reflexionar no para combatirlo o “defenderlo”, sino para tratar de entenderlo. La filosofía no es religión, ni la religión es filosofía. “Creer es lo contrario de pensar; por eso el mayor riesgo de la filosofía es la creencia en Dios”[31]. Aunque ciertos religiosos, “disfrazados de filósofos”, hayan intentado conciliar la razón con la fe, la filosofía no es compatible con la religión, ya que ésta se alimenta de saberes irracionales, míticos, mágicos, supersticiosos y fantásticos. Los predicadores con sus supuestas “verdades” pretenden caprichosamente someternos a la servidumbre dogmática de las religiones para no dejarnos pensar por nosotros mismos, intentan eclipsar nuestra criticidad. “¿Por qué el ser humano lucha por su servidumbre como si lo hiciera por su salvación? ¿Por qué escucha más a los que lo envilecen, engañan y lo llenan de ideas falsas que a quienes aspiran a independizarlo?”[32]. Los prejuicios de religiosos o de los predicadores, “teólogos” (“caterva de ensotanados”, como los llama Fernando Vallejo) o “jerarquía eclesiástica” (responsables del fanatismo y la intolerancia), nos decía Spinoza, “son el principal obstáculo para que los hombres consagren sus mentes a la filosofía;  por eso me esfuerzo en poner en evidencia estos prejuicios y arrancarlos de las mentes de los hombres sensatos…  la libertad de filosofar y de poder decir lo que pensamos; deseo vindicarla por todos los medios, porque aquí siempre se suprime por completo debido a la excesiva autoridad y petulancia de los predicadores[33].

Como no fuera suficiente la servidumbre de las pasiones a la que nos someten nuestros incontrolables e insaciables deseos, ante los cuales el poder y guía de la razón es muy poco lo que puede hacer, la religión, mediante sus dogmas, rituales, ceremoniales, rutinas, doctrinas y todo el acerco religioso irracional, nos somete a la servidumbre del rebaño, impidiéndonos pensar por nosotros mismos y ser espíritus libertarios. Nuestras indómitas pasiones, que no pueden ser controladas por la fuerza de la razón, ¿cómo pretende la religión que las reprimamos y nos privemos del disfrute natural de algunas de ellas? Si bien es cierto que los seres humanos para vivir pacíficamente en comunidad deben atemperar razonadamente su vida instintiva (más no reprimirla), y hasta renunciar a su estado de naturaleza, se debe realizar a través de la inteligencia, la lógica o la razón, y no a través de oraciones, como pretende hacerlo la religión, para someter los instintos como si éstos fueran una serpiente que hay que adormecer mediante conjuros y “rezos”.  ¿Cómo es posible que algunos seres humanos (supuestamente racionales) se postren a rezar ante la cruz, que es el símbolo del martirio, el tormento y la muerte? ¿Cómo es posible que los sacerdotes, que son personas “tan lustradas e instruidas”, propaguen semejantes supersticiones?

Los filósofos, en nuestra condición de intelectuales, pensamos y repensamos, interpretamos, desinterpretamos  y reinterpretamos el fenómeno religioso desde sus diferentes aristas, y somos conscientes que tenemos que contextualizar los escritos, las doctrinas, ortodoxia y dogmas religiosos, vivenciándolos y experimentándolos como si estuviéramos en el tiempo, en el espacio y en las circunstancias naturales, sociales, económicas, políticas y culturales de la época en que fue establecido. En consecuencia, muchos aceptamos que en esa entonces tenían su razón de ser los códigos morales, las leyes “divinas”, los preceptos ético—morales, las prohibiciones, los castigos, los rituales, los ceremoniales y todo el enorme acervo dogmático y doctrinario. Era necesario, en ese contexto hostil, violento y anárquico, una “legislación divina” para impedir todo tipo de vejámenes y tropelías de quienes alteraban la convivencia en sociedad, ya sea violando, robando, invadiendo,  matando o dando “rienda suelta” a sus desaforados instintos e indómitas pasiones. Era pertinente atemorizarlos con normas “divinas” y condenarlos al fuego eterno del “infierno”… “Para Epicuro, Spinoza y Hobbes, los dioses nacieron del miedo de los hombres, mientras que para otros pensadores eran invenciones políticas del arte de gobernar, o bien héroes y gobernantes elevados a esa dignidad”[34]. La religión se necesitaba para ejercer el control social y, lo más importante, para legitimar impunemente la verdad y el saber. Y también para que los gobernantes y los poderosos pudieran conservar sus gobiernos y su poder… “Esta horrible situación sería la misma con independencia de la manera en que se conceptualizara el origen de los principios éticos que guían la vida social. Por ejemplo, si se considera que los principios éticos surgieron de un proceso de negociaciones culturales realizado bajo la influencia de emociones sociales, los seres humanos con lesiones prefrontales no se habrían implicado en él y ni siquiera habrían empezado a construir un código ético. Pero el problema persiste si uno cree que dichos principios proceden de la profecía religiosa que fue entregada a un número de seres humanos elegidos. En esta segunda opción, la de que la religión sea una de las más extraordinarias creaciones humanas, resulta improbable que seres humanos sin emociones y sentimientos sociales básicos hubieran creado nunca un sistema religioso. […]los relatos religiosos pudieron haber surgido como respuesta a presiones importantes, a saber, la alegría y la pena conscientemente analizadas y la necesidad de crear una autoridad capaz de validar y reforzar las normas éticas. En ausencia de emociones normales, no hubiera existido ningún impulso hacia la creación de la religión. No hubiera habido profetas, ni existido seguidores animados por la tendencia emocional a someterse con temor respetuoso y admiración a una figura dominante a la que se confía un papel de liderazgo, o a una entidad con el poder de proteger y compensar las pérdidas y la capacidad de explicar lo inexplicable. El concepto de Dios, aplicado a uno o a varios, hubiera  sido de muy difícil aparición […]. En resumen, tanto si uno considera que los principios éticos están en su mayor parte basados en la naturaleza como si cree que lo están en la religión, parece que obstaculizar la emoción y el sentimiento en una etapa temprana del desarrollo humano no hubiera sido un buen presagio para la aparición del comportamiento ético[35]. A falta del poder coercitivo del Estado, del derecho positivo, de la democracia, de la ciencia y de los demás productos del quehacer cultural, encaminados al apaciguamiento y represión de la vida instintiva y las pasiones desbordadas, era indispensable y “sano” instaurar una contundente “legislación divina”. ¿Pero en la actualidad, con todo el avance cultural, todavía es procedente continuar con esas tradiciones religiosas, con esa “legislación divina” para que el ser humano conviva pacífica y armoniosamente en sociedad? ¿Entonces para qué las democracias modernas, los Estados sociales de derecho, la Declaración Universal de los derechos humanos, el avance científico y tecnológico, el derecho positivo y natural, el poder coercitivo de las diferentes autoridades y el poder civilizador de la razón? También se necesitaba la religión porque las personas vivían atemorizadas, agobiadas por las supersticiones y buscaban respuestas a sus preguntas e inquietudes y explicaciones a los “misterios” o fenómenos de la naturaleza, a falta de otros saberes seculares. “Yo creo que el motivo de la superstición en todas esas culturas era que el hombre antiguo estaba aterrado por la misteriosa inestabilidad de la existencia. Carecía del conocimiento que pudiese proporcionar la única cosa que necesitaba más que ninguna otra: explicaciones. En aquellos tiempos antiguos el hombre se aferraba a la única forma asequible de explicación, la sobrenatural, como oraciones y sacrificios y normas… La explicación tranquiliza. Alivia la angustia de la inseguridad. El hombre antiguo quería persistir, temía a la muerte, se sentía desvalido frente a gran parte de su entorno, y la explicación proporcionaba la sensación, o al menos la ilusión, de control. Llegó a la conclusión de que si todo lo que ocurre tiene una causa sobrenatural, entonces quizá se pudiese hallar un medio de aplacar a lo sobrenatural… Se intentaba controlar al pueblo a través del poder del miedo y la esperanza, los garrotes tradicionales de los dirigentes religiosos a lo largo de la historia”[36]. ¿Esa “sabiduría divina” que sirve de sustento a las religiones, no será una subrepticia o velada manera de adormecer conciencias? ¿Cuáles serán las reales intenciones de los predicadores de esa “sabiduría”? ¿No pretenderán adormecernos esos “sabios”, tornarnos, con su “sabiduría”, en “pobres de espíritu”? Con su característica mordacidad y causticidad, Nietzsche nos inquieta en su Zarathustra cuando nos advierte que los “sabios” nos enseñan a honrar y reverenciar el sueño. “Un buen dormir reclama estar a bien con Dios…”[37]. Al “sabio” mucho lo complacen los pobres de espíritu, porque “hacen conciliar el sueño”[38]. El que duerme “el sueño de los justos”, siente que, con la sabiduría divina, “el sueño llama a las puertas de mis ojos, y éstas se sienten pesadas”, y que “el sueño toca mi boca, y ésta se queda entreabierta”[39]. Por ello se dice que el sabio “es como el más encantador de los ladrones, que se me acerca sigiloso y me roba mis pensamientos”[40]; entonces, según Nietzsche, se queda en pié como un tonto, como en la cama en que se acuesta a dormir. Como este brillante y genial intelectual, pienso que un necio es para mí ese dechado de sabiduría, “y en su cátedra mora un hechizo”[41]. Aclaro: esta es “mi verdad”, no “la verdad”. ¿Quién poseerá “la verdad”? ¿Qué será “la verdad”?

Muchos de los que filosofamos, no negamos la religión ni estamos en contra de ésta. Somos tolerantes y aceptamos y respetamos las diferencias, porque las personas tienen el inalienable derecho a creer o no creer, a profesar o no profesar la religión de su preferencia, vocación o la que “le conviene”; pueden acudir a ella en “situaciones límite” para salir del abismo en que caen por sus vicios, caprichos, ignorancia o incontrolables pasiones. Los profetas, sacerdotes, pastores, rabinos, en fin, toda laya de “predicadores” tienen el “sagrado” derecho  de divulgar los dogmas y doctrinas religiosas y, lo más conveniente,  de convencer a los creyentes, fieles, feligreses o seguidores. Los pastores no pueden vivir sin el rebaño, y éste no puede vivir sin aquéllos. Los amos no pueden existir sin sus esclavos, ni los esclavos sin sus amos; existe una relación dialéctica entre ellos; en términos hegelianos: “la dialéctica del amo y del esclavo”. Cada quien es autónomo para luchar por su libertad o para conservar sus cadenas. Los creyentes corren, apresurados, en pos de sus cadenas. “¿Por qué los hombres luchan valientemente por la servidumbre como si lo hicieran por la salvación? ¿Por qué la religión, que se supone basada en el amor, fomenta la intolerancia y la guerra? ¿Por qué los hombres temen su libertad y se refugian en la esclavitud? ¿Por qué escuchan a los que envilecen, engañan y los llenan de ideas falsas que a quienes aspiran a independizarlos? ¿Por qué la sinrazón es vivida con agrado por quienes deberían sentirla como abrumadora?”[42].

David Hume pensaba que los hombres encuentran placer en ser aterrorizados en cuestiones de religión, a través de predicadores que excitan las pasiones más lúgubres y melancólicas. “Ahuyentados del campo abierto, estos bandidos se refugian en el bosque y esperan emboscados para irrumpir en todas las vías desguarnecidas de la mente y subyugarla con temores y prejuicios religiosos. Incluso el antagonista más fuerte, si por un momento abandona la vigilancia, es reducido. Y muchos, por cobardía y desatino, abren las puertas a sus enemigos y de buena gana les acogen con reverencias y sumisión como sus soberanos legítimos”[43].

Rousseau, un intelectual perseguido por el poder eclesiástico  y civil, pensaba que el cristianismo sólo predica servidumbre y dependencia, y que los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos. “El cristianismo no predica sino sumisión y dependencia. Su espíritu es harto favorable a la tiranía para que ella no se aproveche de ello siempre. Los verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos; lo saben, y no se conmueven demasiado: esta corta vida ofrece poco valor a sus ojos… Los esclavos pierden todo en sus cadenas, hasta el deseo de salir de ellas; aman su servilismo… La fuerza ha hecho los primeros esclavos; su cobardía los ha perpetuado”[44]. Igualmente, Rousseau, crítico acérrimo de las instituciones, sostiene que éstas (y la religión es una de ellas) encadenan. “Cuando con mayor detalle analizo la obra de los hombres en sus instituciones, más me doy cuenta de que a fuerza de aspirar a ser independientes se hacen esclavos, y que invierten su propia libertad en inútiles esfuerzos para asegurarla[45]”. Este insigne pensador, además de ser perseguido físicamente, también le incineraron de algunas objetivaciones del espíritu: El contrato social y Emilio, o de la educación. “La obra (El contrato social) fue condenada a la hoguera por el Parlamento de París. En una Francia donde todavía imperaba el absolutismo y los reyes detentaban el poder por derecho divino, resultaba peligroso hacer recaer la soberanía en el pueblo y hablar de una voluntad general que velaba por el interés público, además de proponer una religión civil que condenaba la intolerancia… Emilio, o de la educación (1762) no sólo se publica al mismo tiempo que El contrato social, sino que corre su misma suerte, viéndose condenada igualmente a la hoguera, en este caso por atentar no tanto contra el trono como contra el altar, dado que en  La profesión de fe del vicario saboyano se mantiene un deísmo muy escasamente compatible con el dogmatismo de la religión católica del momento. Por otra parte, la teoría pedagógica expuesta resultaba revolucionaria, al apostar por una educación negativa que, lejos de inculcar unas doctrinas determinadas, solo buscaba preparar al discípulo para elegir su destino y su profesión cuando estuviera en disposición de hacerlo”[46]. Su autobiografía, titulada Las confesiones, fue publicada póstumamente, por petición de Rousseau, para evitar inconvenientes con el poder terrenal y celestial. En este texto, el intelectual relata un fragmento de la animadversión que le profesaba el establecimiento religioso y político. “Yo era un impío, un ateo, un forajido, un furioso, una bestia feroz, un lobo. El continuador del Journal de Trévoux hizo una digresión sobre mi pretendida licantropía que revelaba la suya con bastante claridad. En fin: hubiérase dicho que las gentes de París temían tener que habérselas con la policía si al publicar algún escrito, cualquiera que fuese el asunto que tratase, se olvidaban meter en él algún insulto a mí encaminado. Buscando en vano la causa de esta unánime animosidad, estuve tentado por creer que todo el mundo se había vuelto loco. ¡Cómo!, el redactor de La paz perpetua alimenta la discordia; el editor de El vicario saboyano es un impío; el autor de La nueva Eloísa, un lobo; el del Emilio, un furioso. ¡Dios mío!, ¿qué hubiera sido a haber publicado el Libro del espíritu o cualquier otra obra semejante? Y sin embargo, en la tempestad que se movió contra el autor de este libro, el público, lejos de unir su voz a la de sus perseguidores, le vengó con sus elogios”[47].  Mantenía que el cristianismo tenía un espíritu dominador y que sólo predicaba sumisión y dependencia. “Su posición laicista, práctica, realista y crudamente crítica respecto a las anquilosadas reglamentaciones educativas de la tradición cristiana, le granjearon enemistades mayores”[48]. Me pregunto que si sufrió todo este tipo de persecución, a pesar no haber negado la existencia y magnificencia de Dios,  cómo hubiera sido si hubiera hecho lo contrario. “Este ser que quiere y puede, este ser activo por sí mismo, este ser, sea cual sea, que mueve el universo y coordina todas las cosas, yo le llamo Dios. A este nombre agrego las ideas de inteligencia, potencia y voluntad que he reunido, y la de bondad, que es consecuencia de ellas, mas no por eso conozco mejor al ser que he llamado de este modo; se esconde por igual a mis sentidos y a mi entendimiento; cuanto más pienso en él, más me confundo; sé con toda seguridad que existe y que existe por sí mismo; sé que mi existencia está subordinada a la suya, y que todas cuantas cosas conozco se encuentran en el mismo caso. En todas partes reconozco a Dios en sus obras, le siento en mí, le veo alrededor mío, pero tan pronto como quiero contemplarlo en sí mismo, así que quiero averiguar dónde está, quién es, cuál es su sustancia, huye de mí, y perturbado mi espíritu, nada distingo”[49].

¿Qué querría, entonces, la Iglesia Católica de sus creyentes? ¿Que se dejaran imponer dócilmente todos sus dogmas, doctrinas, ortodoxia, “verdades”, rituales, ceremoniales y culto de manera acrítica? ¿No se podía abrazar el ideal de una religión natural? “No debemos confundir la religión con su ceremonial. El culto que pide Dios es del corazón, y éste, cuando es sincero, siempre es uniforme. Es una loca vanidad imaginarse que Dios tenga el menor interés en la forma de vestir del sacerdote, en el orden de las palabras que pronuncia, en los ademanes que hace en el altar y en todas sus genuflexiones. Amigo mío, por mucho que te eleves, te quedarás siempre a ras de tierra; Dios quiere ser adorado en espíritu y en verdad. Ésta es la obligación de todas las religiones, de todos los países y de todos los hombres. En cuanto al culto exterior, si debe ser uniforme para el buen orden, ése es puro asunto de policía, y para eso no se necesita revelación”[50]. ¡Cuánto atropello para un genio que nos legó los principios del derecho político, estableció la fundamentación de la legitimidad democrática mediante el consenso y determinó la constitución de la sociedad civil, regida por la máxima de la voluntad general (cuya finalidad es socializar todos intereses en disputa), la fuente de todo poder político!

Federico Nietzsche, una “autoridad” muy reconocida y aceptada (profundamente iconoclasta), por cuanto ha influido en los intelectuales y en las conciencias de librepensadores, a partir del ocaso del siglo XIX, ha despertado y sacudido la mente de quienes quieren pensar por sí mismo. Su quehacer intelectual está íntimamente ligado a la vida terrena y a los esfuerzos por conservarla. El cristianismo (que de acuerdo con Nietzsche, “la más grande desgracia de la humanidad”) sufrió un profundo cuestionamiento a través de sus planteamientos filosóficos. Lo acusó de ser el responsable de que el hombre huyera de sí mismo y renegara de su vida terrenal, que éste perdiera “el sentido de la tierra” y anhelara ilusamente una supuesta “vida ultraterrena”. Según él, la moral cristiana, que es la moral de los esclavos, ha matado la vida. El cristianismo ha luchado contra este tipo de humano superior. Ha defendido a los débiles, bajos y malogrados. Ha repudiado los instintos de conservación de la vida pletórica. Los valores cristianos en que la humanidad sintetiza su aspiración suprema, son valores de la decadencia. Quien pierde sus instintos y elige o prefiere lo que no le conviene (los valores cristianos) es un corrupto (decadente). “La vida se me aparece como instinto de crecimiento, de supervivencia, de acumulación de fuerzas, de poder; donde falta la voluntad de poder, aparece la decadencia [...]. Ni la moral ni la religión corresponden en el cristianismo a punto alguno de la realidad. Todo son causas imaginarias (Dios, alma, yo, espíritu, el libre albedrío, o bien el determinismo); todo son efectos imaginarios (pecado, redención, gracia, castigo, perdón). Todo son relaciones entre seres imaginarios (Dios, almas, ánimas); ciencias naturales imaginarias (antropocentricidad, ausencia total del concepto de las causas naturales); una psicología imaginarias (sin excepción, malentendidos sobre sí mismo, interpretaciones de sentimientos generales agradables o desagradables…); una teleología imaginaria (el reino de Dios, el juicio final, la eterna bienaventuranza)”[51]. Estudiando la cultura griega antigua y la genealogía de la moral, encuentra que la moral cristiana pretende matar la dimensión instintiva del hombre. “Como consecuencia, el hombre se convierte en culpable, en enfermo. Ahora, envuelto por la presión de los juicios morales, el hombre se encuentra distraído, amargado contra la vida y consigo mismo [...]. El Dios cristiano y el cristianismo son una mentira, la contradicción de la vida, la hostilidad declarada a la naturaleza, la ‘pésima nueva’ que coloca el centro de gravedad de la vida, no en la vida misma, sino en el más allá, en la nada [...]. Por ello el cristianismo es nihilista, una enfermedad, la más grande desgracia de la humanidad, un emponzoñamiento en contra de la vida”[52]. Con mordacidad cáustica señaló a los sacerdotes de ser “predicadores de la muerte”. A éstos los llamó “decadentes”, “envenenadores”, “amarillos”, “terribles”, “abominables engendros”, “tísicos del alma”, “santos del conocimiento”, “pérfida especie de enanos”, “subterráneos”, etcétera. Escuchemos su diatriba:

“Existen predicadores de la muerte: y la tierra está llena de individuos a quienes hay que predicarles que se alejen de la vida.

Repleta está la tierra de gentes que sobran, corrompida está la vida por los superfluos. ¡Bueno será que alguien les saque de esta vida, con el señuelo de la ‘vida eterna’! [...].

Esta es la enseñanza de vuestra virtud: ‘¡Debes arrancarte la vida!’ ‘¡Debes huir de ti mismo!’ [...].

La voz de los predicadores de la muerte resuena por todas partes. Es que la tierra está repleta de seres a quienes hay que predicar la muerte”[53].

Reitero enfáticamente: ¡En mi condición de filósofo no estoy ni a favor ni en contra de la religión (sea cual sea), ni de los creyentes! Soy demasiado respetuoso con la libertad de pensamiento y de conciencia. Cada quién tiene el derecho inalienable de creer o no creer. Lo que ocurre es que los intelectuales no podemos “matricularnos”, declararlos seguidores o adoptar dogmáticamente alguna religión determinada, por cuanto estaríamos desconociendo otras religiones, que igualmente tienen sus dogmas y sus doctrinas, y su derecho a existir y coexistir… En el oscuro pasado algunos filósofos eran  (¿les tocaba?) “creyentes”, porque el estricto contexto social y cultural así lo exigía; el pensador (¿”librepensador”?) que osara negar sus creencias públicamente en sus discusiones y o en sus escritos era rechazado y condenado por los “amos” o altos jerarcas religiosos, tal como les ocurrió a brillantes y excelsos pensadores o científicos como Giordano Bruno, Galileo Galilei, Baruch de Spinoza, Karlheinz Deschner, por citar sólo a estos hombres geniales, que, culturalmente, nos aportaron valiosos, revolucionarios e novadores saberes aún vigentes. Pero los “dioses” de los filósofos, en su gran mayoría, son diferentes a los dioses tradicionales: el “dios” de Platón no es similar al “dios” de Aristóteles; el “dios” de Descartes no es el mismo “dios” de Spinoza o del “dios” de Leibniz, etcétera.

No se trata de creer o no creer; porque, para un filósofo como yo, el fenómeno religioso es un inquietante problema de inextricable hondura metafísica que le impele a reflexionar profunda y críticamente, para plantear preguntas en búsqueda de respuestas que le permitan dilucidar ese profundo e insondable misterio. Dios es un problema de interrogación, mas que un problema de exclamación. Si Dios es signo de interrogación nos activa la duda, pero si lo asumimos sólo como signo de exclamación lo afirmamos credulonamente, asombrándonos y alegrándonos de su existencia y no cuestionando y cuestionándonos a través de la pregunta y de la búsqueda inquieta y crítica. “Dios es signo de exclamación con el cual se unen todos los añicos: si uno cree en él quiere decir que está cansado, que ya no logra componérselas por su cuenta. Tú no estás cansada porque eres la apoteosis de la duda. Para ti Dios es un signo de interrogación; mejor dicho, el primero de una serie infinita de interrogantes. Y sólo quien se destriza en las preguntas para obtener respuestas logra avanzar; sólo quien no cree en la comodidad de creer en Dios para aferrarse a la balsa y descansar, puede comenzar nuevamente para volver a contradecirse, a desmentirse, a producirse más dolor”[54]. Es tal la magnitud del problema que el filósofo explora minuciosamente en la fenomenología de la religión, la sicología de la religión, la sociología de la religión, la antropología de la religión, la filosofía de la religión y la historia de las religiones. Históricamente, la religión ha impuesto, evidente y subrepticiamente, los fundamentos conceptuales, metodológicos, epistemológicos, cultuales y simbólicos para legitimar el saber, la verdad, la justicia, la moral, el orden social y el condicionamiento espiritual. Y la religión, como relato legitimador de un componente de la realidad, ha establecido dogmáticamente su manera acomodaticia y pragmática de ser y de estar en el mundo de los creyentes. Es por eso que el fenómeno religioso requiere, de los intelectuales, investigación y reflexión crítica e iconoclasta. Quienes creen en lugar de pensar se dejan adormecer por aletargador efecto de las religiones. “Con tus teologías y tiquismiquis celestiales, has sido como el pícaro y desalmado cazador, que atrae con el silbato a los zorzales bobalicones para que se ahorquen en la percha”[55]. Nuestra conciencia crítica y libertaria no se amolda dócilmente a ningún tipo de creencia religiosa, porque estaríamos desconociendo la diferencia y la pluralidad.

La religión, sea cual sea su nombre y sus doctrinas, es un sistema de creencias, rituales, mitos, leyendas y cultos, cargado de elementos irracionales, alienadores y masificadores; un sucedáneo para las auténticas respuestas que nos ofrece el pensamiento filosófico. La filosofía, como saber riguroso, reflexivo, metódico, analítico, desmitificador, crítico y sistemático, reflexiona sobre el problema de Dios en el hombre y sobre Dios como problema para el hombre, con el ánimo de tratar de esclarecer estos problemas tan complejos e insondables.


Las tropelías de la Iglesia Católica

La religión ha sido descarada o subrepticiamente manipulada, en muchas circunstancias, para alienar y someter a los ingenuos “fieles”, quienes por falta de una conciencia crítica no la han cuestionado, revisado y sometido a criterios de verdad. Sus velados elementos alienadores y masificadores  han acabado con una considerable muchedumbre cristiana. “Una religión que acaba con el individuo, se acaba”, se dice popularmente. ¿Cómo es posible que en estos tiempos en que la ciencia y la filosofía han contestado muchas preguntas que antes eran del dominio de los mitos y la magia, se siga alienando a la gente con absurdas ideas de otra vida en el “Reino de los Cielos”? ¿Cuál cielo si ya sabemos que no existe el cielo ni el infierno? Vida sólo hay una y hay que vivirla intensamente aquí y ahora, sin pensar en ilusiones ultraterrenales. Para una mejor claridad sobre esta problemática, léase a Nietzsche. La religión debe abrir “los ojos” a sus fieles para que no sean sometidos por los sistemas imperantes y no alienarnos con falsas esperanzas de “vida eterna”. Según Martín Luther King, “cualquier religión cuya doctrina se preocupe por las almas de los hombres y no por las condiciones económicas y sociales que hieren el alma, es una religión espiritualmente agonizante que sólo aguarda el día de su entierro”. Richard Bach sostiene que un “reto que nos plantea nuestra aventura en la tierra es el de elevarnos por encima de los sistemas muertos —guerras, religiones, naciones, destrucciones—, negarnos a formar parte de ellos y dar expresión al ser más elevado que sabemos cómo llegar a ser”[56].

A juzgar por algunos pasajes de los Evangelios, Jesucristo, en ciertas ocasiones, se comportó con acciones y expresiones ofensivas, en actitud agresiva y beligerante. En el evangelio de San Lucas (por citar sólo a uno), capítulo 12, se puede leer a manera de título: “Jesús, causa división”. Y desde el versículo 49 al 53 se relata que Jesús vino a la tierra a prender fuego (“Fuego vine a echar a la tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha incendiado?”), sin ánimo pacificador (“¿Pensáis que he venido para dar paz a la tierra? Os digo: No, sino disensión”) y a generar división (“Estará dividido en padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra”). ¿Y qué decir, cuando, furioso, expulsó, con látigo en mano, a unos mercaderes del templo, luego de agraviarlos con improperios y de tumbar las mesas de los cambistas y regarles el dinero? No contento con este vejamen, ordenó destruir el templo para reconstruirlo en tres días. Si bien es cierto que los Evangelios también relatan actos buenos, milagros y enseñanzas de Jesús, ese comportamiento antisocial contradice la misión de quien supuestamente estaba destinado a “salvarnos” y conducirnos al “Reino de los Cielos”. ¿Acaso su labor no fue la de predicar el mensaje de la justicia, el amor y el perdón?

En la “sagrada” Biblia, texto con el que han dogmatizado y “educado” a muchas personas, se relatan hechos violentos (algunos supuestamente dispuestos por Dios) y casos de esclavitud, incesto, poligamia e intolerancia, entre otros vejámenes y tropelías. Como una pequeña muestra de casos de intolerancia, cito los siguientes. “Los que adoren a otros dioses o al sol, la luna o todo ejército del cielo, morirán lapidados” (Deuteronomio 17). “Todo hombre o mujer que llame a los espíritus o practique la adivinación morirá apedreado” (Levítico 20). “Saca al blasfemo del campamento y que muera apedreado” (Levítico 24). “A los hechiceros no los dejaréis con vida” (Éxodo 22). “Si alguien tiene un hijo rebelde que no obedece y escucha cuando lo corrigen, lo sacarán de la ciudad y todo el pueblo apedreará hasta que muera” (Deuteronomio 21). “Si un  hombre yace con otro, los dos morirán” (Levítico 20). “Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, ambos morirán” (Deuteronomio 22). “Si un hombre yace con su nuera, los dos morirán” (Levítico 20). “Si la hija de un sacerdote se prostituye, será quemada viva” (Levítico 21).

La religión ha sido utilizada por muchos gobernantes como una ideología de gobierno, como un instrumento de sometimiento y dominio. Su profunda influencia ha facilitado la intimidación de súbditos por parte de tiranos y déspotas, especialmente en tiempos remotos. Con los supuestos castigos de los dioses por no obedecer a los gobernantes, se ha mantenido al pueblo en la ignorancia y en la sumisión. Los poderosos se han inventado todo tipo de tretas y mentiras para atemorizar con “castigos divinos” a quienes se rebelen en contra de su poder. Mijail Bakunin nos advierte que “todas las religiones son crueles, todas están fundadas en la sangre, porque todas reposan principalmente sobre la idea del sacrificio, es decir, sobre la inmolación perpetua de la humanidad a la insaciable venganza de la divinidad. En ese sangriento misterio, el hombre es siempre la víctima, y el sacerdote, hombre también, pero hombre privilegiado por la gracia, es el divino verdugo… Jehová, que de todos los buenos dioses que han sido adorados por los hombres, es ciertamente el más envidioso, el más vanidoso, el más feroz, el más injusto, el más sanguinario, el más déspota y el más enemigo de la dignidad y de la libertad humanas… ¿Es necesario recordar cuánto y cómo embrutecen y corrompen las religiones a los pueblos? Matan en ellos la razón, ese instrumento principal de la emancipación humana, y los reducen a la imbecilidad, condición esencial de su esclavitud. Deshonran el trabajo humano y hacen de él un signo y una fuente de servidumbre. Matan la noción y el sentimiento de la justicia humana, haciendo inclinar siempre la balanza del lado de los pícaros triunfantes, objetos privilegiados de la gracia divina. Matan la altivez y la dignidad, no protegiendo más que a los que se arrastran y a los que se humillan. Ahogan en el corazón de los pueblos todo sentimiento de fraternidad humana, llenándolo de crueldad divina… Eso nos explica por qué los sacerdotes de todas las religiones, los mejores, los más humanos, los más suaves, tienen casi siempre en el fondo de su corazón — y si no en el corazón, en su imaginación, en espíritu (y ya se sabe la influencia formidable que una y otro ejercen sobre el corazón de los hombres) — por qué hay, digo, en los sentimientos de todo sacerdote algo de cruel y de sanguinario”[57]. Nietzsche llamaba “decadentes” a los sacerdotes. “La       ira de los sacerdotes ha hecho verter muchas lágrimas y ha causado males horribles. Esta ira, consejera tremenda, tal vez los ha persuadido de que era menester que los pueblos sudaran sangre bajo la presión divina, y ha traído a sus encarnizados ojos la visión de Isaías, y han visto y han hecho ver a sus secuaces fanáticos al manso Cordero convertido en vengador inexorable, descendiendo de la cumbre de Edón, soberbio con la muchedumbre de su fuerza, pisoteando a las naciones como el pisador pisa las uvas en el lagar, y con la vestimenta levantada y cubierto de sangre hasta los muslos… El sacerdote, el que va a ser sacerdote, ha de ser humilde, pacífico, manso de corazón. No como la encina, que se levanta orgullosa hasta que el rayo la hiere sino como las hierbecillas fragantes de las selvas y las modestas flores de los prados, que dan más suave y grato aroma cuando el villano las pisa”[58].

La lucha entre las religiones ha generado algunas guerras, muchas veces “justificadas” con la excusa o pretexto de “perseguir” infieles, herejes, opositores, ateos, brujos, cismáticos…  Son tan absurdos estos conflictos que se ha llegado al extremo de llamarlos “guerras santas”. ¿Qué es una guerra santa? Guerra por motivos religiosos. Según el Diccionario de las religiones, “en torno a la idea de la guerra encontramos en las religiones posturas extremas e irreconciliables, incluso dentro de escuelas o sectas de una misma religión”[59]. En el islamismo la guerra santa es un mandato y un concepto básico. Las Cruzadas, efectuadas por el cristianismo, fueron consideradas como “guerra santa”. La causa de la Guerra de los Treinta Años, que se desarrolló en Europa entre 1618 y 1648, y que afectó sobre todo  al Imperio Germánico entre Francia y España, fue el conflicto existente en Alemania entre católicos y protestantes. Las denominadas Guerras de la Religión, que se desarrollaron en Francia entre 1562 y 1598, tuvieron su origen en las rivalidades de protestantes (hugonotes) y católicos. Así ha habido otras guerras por motivos religiosos y disputas de poder entre emperadores y papas. “La sociedad quiere huir de toda causa que en nombre de la religión  justifique la muerte, la violencia y la discriminación. Ninguna guerra es santa, todas las guerras y todas las armas las inspiran un corazón confundido por la oscuridad del odio, del rencor y la venganza. No seamos tan hipócritas y saquemos a Dios de nuestros propios conflictos y no usemos su santo nombre para asesinar a nuestros hermanos y hermanas y en último término asesinarlo a Él en ellos y ellas. Tengo pavor a creer que la misma violencia se ha convertido en una religión ansiosa de víctimas y sacrificios humanos, en una sed insaciable de sangre que nos llevará a nuestra propia destrucción”[60]. Savater, interpretando el sentir volteriano, decía que “la credulidad popular puede ser aprovechada por un desaprensivo para convertir la religión en arma de guerra y justificación de crímenes”[61].

Elizabet Anderson, en su libro Si Dios ha muerto, ¿todo está permitidoo?, escribe lo siguiente:

“Este punto de vista reconoce mi objeción al teísmo, la de que fomenta actos terribles de genocidio, esclavitud y demás, pero niega su fuerza moral. Ya sabemos en qué ha desembocado esta opción: en la guerra santa, en la erradicación sistemática de los herejes, en las Cruzadas, en la Inquisición, en la guerra de los Treinta Años, en la guerra civil inglesa, en la caza de brujas, en el genocidio cultural de la civilización maya, en la conquista brutal de los aztecas y los incas, en el respaldo religioso a la limpieza étnica de los indios norteamericanos, en la esclavitud de los africanos en América, en la tiranía colonialista por todo el planeta, y en el confinamiento en guetos de los judíos, sometidos a pogromos cada cierto tiempo, cada uno de ellos un paso más hacia el Holocausto”[62].

Desde niños nos han “enseñado” y nos han hecho “creer” que la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y  Romana es la portadora del mensaje de Cristo, para que nos salvemos y seamos mejores seres humanos; pero, a juzgar por el libro La Puta de Babilonia, escrito por Fernando Vallejo, parece que la misión no ha sido tan “santa”, puesto que la pequeña, muestra que resalto a continuación, nos dice que “la puta de Babilonia”(como llamaban los albigenses a la Iglesia Católica) creó tribunales tan ignominiosos como la Inquisición y la Caza de Brujas, organizó las Cruzadas; ha perpetrado múltiples fechorías, vejámenes y tropelías; ha observado una doble moral y ha tenido unos “papas” (supuestos representantes de Dios en la tierra) que han cometido crímenes, asesinatos y “pecados”: lujuria, incesto, homosexualismo, pedofilia, simonía, desear y poseer la mujer del prójimo… ¡Qué bandidos esos papas! ¿Acaso ellos mismos, con sus bulas, sus encíclicas, sus doctrinas y sus dogmas no condenaban este tipo de prácticas por “impúdicas”, “inmorales” y que atentan contra Dios? Con la represión que impusieron (los “papas” y la Iglesia Católica) a los instintos naturales del ser humano, convirtieron la genitalidad (el acto más sublime del universo) en algo sucio, indebido, despreciable, indecente, inmoral, prohibido, generando un desprecio por el cuerpo, por el disfrute del cuerpo, haciendo que las personas sientan vergüenza de su cuerpo. Michel Onfray afirma que las religiones son únicamente instrumentos de dominación y de alienación, y agrega que los tres monoteísmos profesan el mismo odio a las mujeres, a la sexualidad y que detestan la libertad. “El monoteísmo es una ideología que, en sus principios, detesta que la gente piense o reflexione y prefiere que obedezca y que se someta a la Ley, a la palabra de Dios y a sus Mandamientos”[63].

La Inquisición

Este ignominioso tribunal fue fundado en el siglo XII por el papa Gregorio IX  para combatir y castigar (torturar y quemar) la herejía, la brujería o cualquier otra manifestación, pública o privada, contraria a la fe católica. Acabó cruel y brutalmente con las herejías cátara y albigense. Luego pasó a quemar brujas, judíos, mahometanos, protestantes y cuantos se negaran a prestarle obediencia al papa. La suprema razón de ser no era el enriquecimiento de unos monjes, sino asegurar el dominio absoluto del papa sobre príncipes y vasallos, lo visible e invisible, los actos y las conciencias. Para la Inquisición nunca hubo inocentes; la presunción de inocencia atentaba contra su razón de ser. Lo que tenían que decidir los inquisidores no era la culpabilidad o la inculpabilidad del sindicado, sino el grado de culpabilidad. Y no sólo tenía que confesar el indiciado sino que tenía que denunciar a su mujer, a sus hijos y a sus amigos como enemigos de Dios. El inquisidor actuaba como acusador y juez. Juzgaban y condenaban hasta los muertos: los desenterraban, los trituraban y quemaban sus huesos. Los inquisidores se enriquecían como los obispos: recibían sobornos, se apoderaban de las riquezas de los que condenaban, y los ricos les pagaban contribuciones anuales para que no los acusaran. El eclesiástico español Tomás de Torquemada (1420—1498), en sus once años como inquisidor, entre herejes, apóstatas, brujas, bígamos, usureros, judíos, moros y cristianos, condenó a ciento catorce mil a variadas penas y quemó a diez mil. Torturado por su represión sexual que a sí mismo se imponía, fue un abominable e infeliz torturador y asesino. Se caracterizó por su dureza, crueldad e intolerancia. Otros inquisidores, como Robert le Bourge, Bernardo Gui y Conrado de Marburgo enviaron a la hoguera a unos doscientos. En su clima de evidente intolerancia disponía la muerte para los impenitentes, excomunión y tortura para los relapsos, cadena perpetua a los dogmatizantes, y adjuración, penitencia y prisión a los reconciliados. A las víctimas desmembradas las tiraban en pozos llenos de serpientes, las entregaban desnudas y atadas a ratas hambrientas y las enterraban vivas. Dentro de la dinámica “procesal” de la oprobiosa Inquisición cualquier persona podía ser perseguida por una simple denuncia y lo esencial para los jueces era obtener la confesión de los acusados, acudiendo a la tortura para conseguirla. “Quemar víctimas en estado de indefensión ha sido en todo caso la gran especialidad de la Puta desde que se montó al poder en el 313 y lo que había sido hasta entonces una religión de necios se convirtió en una empresa de asesinos”[64]. Cuál sería la intolerancia de la Iglesia Católica que, desconociendo el auténtico sentido del término herejía, empezó a perseguir criminalmente a quienes “elegían” o a quienes “tomaban partido”, pues la etimología de este concepto nos dice que herejía deriva del griego hairetikós,  que significa “el que elige” o “el que toma partido”. “La noción de herejía surgió en la Iglesia Católica, como parte del esfuerzo por mantener la disciplina interna de la institución en materia doctrinaria, y expresa una concepción autoritaria de la vida religiosa y de la organización política de la sociedad. La lucha contra herejías ha dado lugar a grandes crímenes como la destrucción de los cátaros o albigenses por la Iglesia católica en el siglo XIII, que se resolvió en una guerra de exterminio en la creación del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, uno de los aparatos represivos y punitivos más siniestros en la historia de Occidente. …la Inquisición se puso al servicio de las monarquías absolutistas europeas aliadas con la Iglesia en su lucha contra la reforma protestante, contra el judaísmo y contra todas las manifestaciones de libertad intelectual y política que anunciaron el Renacimiento, el Barroco y la Ilustración en Occidente”[65].

El libro Manual del perfecto ateo[66] precisa que la creencia en lo que dice la Biblia fue impuesta a sangre y fuego en casi todo el mundo: recuérdese la inquisición, la conquista de América, la colonización de Asia y África, las cruzadas, la toma de China y Japón por los misioneros, las cruzadas jesuitas, las guerras contra los infieles... y pare usted de contar. En toda la historia de la humanidad, los dioses del pueblo conquistado han pasado a la categoría de dioses falsos y su religión, sus libros sagrados, sus ritos, prohibidos y destruidos... (La historia la escriben los vencedores dicen por ahí). Desde sus inicios —prosigue dicho texto—, el papado se constituyó en un feroz perseguidor de los “herejes, infieles y ateos”, que ponían en duda a Jesucristo como hijo de dios y a la Iglesia como su representante. Por siglos y siglos, la Iglesia obligó a la gente a creer en sus doctrinas, bajo pena de muerte (y de pilón, infierno en la otra vida). Quien se atrevía a dudar de las enseñanzas del papa, se las tenía que ver con la santísima inquisición (cristiana of course). No pensar, era garantía de seguir con vida (y lleno de fe). De 1481 a 1808, solo en España, la santa inquisición quemó vivos a 32,472 por cuestiones de religión (sin contar las victimas de Holanda, Francia, Italia o las indias), todo en nombre de Jesucristo En Alemania solo, de 1450 a 1550, más de 100,000 mujeres fueron muertas por la Iglesia por herejes y brujas. ¿Cuántos millones de seres humanos murieron durante la conquista de América al defenderse del cristianismo invasor?, ¿Cuántos otros millones de infieles cayeron bajo la implacable y cristiana espada de las cruzadas? Y no olvidar que la Iglesia católica fue la madre inventora de antisemitismo, siendo Hitler sólo un modesto discípulo seguidor de las enseñanzas de Roma. ¿Quién mató más judíos: la Iglesia católica o Hitler? Hijos predilectos de dios (según la Biblia), los judíos cayeron de la gracia de su hijo (dijo la Iglesia) y durante 19 siglos fueron perseguidos y asesinados por los católicos y demás cristianos (por no creer en Jesús como dios); y por lo mismo murieron miles de africanos, asiáticos, australianos, árabes, latinos y demás infieles: por falta de fe en el nuevo dios de los blancos.

Según Voltaire[67] (Cartas filosóficas), la Inquisición es, como todo el mundo sabe, una invención admirable y completamente cristiana para que gocen de extraordinario poder el Papa y los frailes y para convertir en hipócritas las naciones.

La Caza o Cacería de Brujas

Persecución desatada por Inocencio VIII (mediante la bula Summis desidrantes affectibus) contra personas acusadas de canibalismo, de bestialidad, de volar en escobas, de arruinar las cosechas, de hacer abortar a las mujeres, de causar impotencia a los hombres, de beber sangre de niños, de participar en orgías, de besarle el trasero a satanás y de copular con él en los aquelarres y de darle hijos, de convertirse en ranas y gatos. Les pinchaban los ojos con agujas, las empalaban por la vagina o el recto hasta desmembrarlas en castigo por haberse ayuntado con el diablo, las arrastraban tiradas por caballos hasta despedazarlas, las asfixiaban…  Durante tan brutal cacería, el obispo de Tréveris quemó a 368, el de Ginebra a 500, el de Bamberg a 600 y el de Wurzburgo a 900. Entre dominicos y obispos arrasaron con pueblos y regiones enteras. En Oppenau, entre 1631 y 1632, quemaron cerca del 2% de la población. Para detener la tortura, las supuestas brujas denunciaban a otras, y éstas a otras en una reacción en cadena que podía arrastrarse por décadas. La cifra total de los quemados por brujería nunca se sabrá. Lo que sí se sabe era que la mayoría eran mujeres. La familia de la víctima debía correr con los gastos derivados del proceso, en el cual no podían defenderse, en los que se incluían desde los honorarios de los jueces, torturadores y verdugos hasta el coste de la madera utilizada en la quema y el banquete que seguía a ésta. La caza de brujas sirvió a las fuerzas políticas para contrarrestar el creciente descontento de las clases populares, y para imponer la cultura oficial persiguiendo las manifestaciones culturales heterodoxas o simplemente paganizantes de raíz precristiana.

Sobre este particular, el escritor francés Dan Brown nos dice que la “Inquisición publicó el libro que algunos consideran como la publicación más manchada de sangre de todos los tiempos: El martillo de las brujas, mediante el que se adoctrinaba al mundo de «los peligros de las mujeres librepensadoras» e instruía al clero sobre cómo localizarlas, torturarlas y destruirlas. Entre las mujeres a las que la Iglesia consideraba «brujas» estaban las que tenían estudios, las sacerdotisas, las gitanas, las místicas, las amantes de la naturaleza, las que recogían hierbas medicinales, y «cualquier mujer sospechosamente interesada por el mundo natural». A las comadronas también las mataban por su práctica herética de aplicar conocimientos médicos para aliviar los dolores del parto —un sufrimiento que, para la Iglesia, era el justo castigo divino por haber comido Eva del fruto del Árbol de la Ciencia, originando así el pecado original. Durante trescientos años de caza de brujas, la Iglesia quemó en la hoguera nada menos que a cinco millones de mujeres”[68].

La “caza de brujas” es institución abominable, y detrás de ella estaba la “Iglesia Católica”. Leamos lo que nos dice el científico Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios:

“El Papa nombró a Kramer y a Sprenger para que escribieran un estudio completo utilizando toda la artillería académica de finales del siglo xv. Con citas exhaustivas de las Escrituras y de eruditos antiguos y modernos, produjeron el Malleus maleficarum, «martillo de brujas», descrito con razón como uno de los documentos más aterradores de la historia humana. Thomas Ady, en Una vela en la oscuridad, lo calificó de «doctrinas e invenciones infames», «horribles mentiras e imposibilidades» que servían para ocultar «su crueldad sin parangón a los oídos del mundo». Lo que el Malleus venía a decir, prácticamente, era que, si a una mujer la acusan de brujería, es que es bruja. La tortura es un medio infalible para demostrar la validez de la acusación. El acusado no tiene derechos. No tiene oportunidad de enfrentarse a los acusadores. Se presta poca atención a la posibilidad de que las acusaciones puedan hacerse con propósitos impíos: celos, por ejemplo, o venganza, o la avaricia de los inquisidores que rutinariamente confiscaban las propiedades de los acusados para su propio uso y disfrute. Su manual técnico para torturadores también incluye métodos de castigo diseñados para liberar los demonios del cuerpo de la víctima antes de que el proceso la mate. Con el Malleus en mano, con la garantía del aliento del Papa, empezaron a surgir inquisidores por toda Europa.

Rápidamente se convirtió en un provechoso fraude. Todos los costes de la investigación, juicio y ejecución recaían sobre los acusados o sus familias; hasta las dietas de los detectives privados contratados para espiar a la bruja potencial, el vino para los centinelas, los banquetes para los jueces, los gastos de viaje de un mensajero enviado a buscar a un torturador más experimentado a otra ciudad, y los haces de leña, el alquitrán y la cuerda del verdugo. Además, cada miembro del tribunal tenía una gratificación por bruja quemada. El resto de las propiedades de la bruja condenada, si las había, se dividían entre la Iglesia y el Estado. A medida que se institucionalizaban estos asesinatos y robos masivos y se sancionaban legal y moralmente, iba surgiendo una inmensa burocracia para servirla y la atención se fue ampliando desde las brujas y viejas pobres hasta la clase media y acaudalada de ambos sexos.

Cuantas más confesiones de brujería se conseguían bajo tortura, más difícil era sostener que todo el asunto era pura fantasía. Como a cada «bruja» se la obligaba a implicar a algunas más, los números crecían exponencialmente. Constituían «pruebas temibles de que el diablo sigue vivo», como se dijo más tarde en América en los juicios de brujas de Salem. En una era de credulidad, se aceptaba tranquilamente el testimonio más fantástico: que decenas de miles de brujas se habían reunido para celebrar un aquelarre en las plazas públicas de Francia, y que el cielo se había oscurecido cuando doce mil de ellas se echaron a volar hacia Terranova. En la Biblia se aconsejaba: «No dejarás que viva una bruja». Se quemaron legiones de mujeres en la hoguera. Y se aplicaban las torturas más horrendas a toda acusada, joven o vieja, una vez los curas habían bendecido los instrumentos de tortura. Inocencio murió en 1492, tras varios intentos fallidos de mantenerlo con vida mediante transfusiones (que provocaron la muerte de tres jóvenes) y amamantándose del pecho de una madre lactante. Le lloraron sus amantes y sus hijos.

En Gran Bretaña se contrató a buscadores de brujas, también llamados «punzadores», que recibían una buena gratificación por cada chica o mujer que entregaban para su ejecución. No tenían ningún aliciente para ser cautos en sus acusaciones. Solían buscar «marcas del diablo» —cicatrices, manchas de nacimiento o nevi— que, al pincharlas con una aguja, no producían dolor ni sangraban. Una simple inclinación de la mano solía producir la impresión de que la aguja penetraba profundamente en la carne de la bruja. Cuando no había marcas visibles, bastaba con las «marcas invisibles». En las galeras, un punzador de mediados del siglo x v n «confesó que había causado la muerte de más de doscientas veinte mujeres en Inglaterra y Escocia por el beneficio de veinte chelines la pieza».

En los juicios de brujas no se admitían pruebas atenuantes o testigos de la defensa. En todo caso, era casi imposible para las brujas acusadas presentar buenas coartadas: las normas de las pruebas tenían un carácter especial. Por ejemplo, en más de un caso el marido atestiguó que su esposa estaba durmiendo en sus brazos en el preciso instante en que la acusaban de estar retozando con el diablo en un aquelarre de brujas; pero el arzobispo, pacientemente, explicó que un demonio había ocupado el lugar de la esposa. Los maridos no debían pensar que sus poderes de percepción podían exceder los poderes de engaño de Satanás. Las mujeres jóvenes y bellas eran enviadas forzosamente a la hoguera.

Los elementos eróticos y misóginos eran fuertes, como puede esperarse de una sociedad reprimida sexualmente, dominada por varones, con inquisidores procedentes de la clase de los curas, nominalmente célibes. En los juicios se prestaba atención minuciosa a la calidad y cantidad de los orgasmos en las supuestas copulaciones de las acusadas con demonios o el diablo (aunque Agustín estaba seguro de que «no podemos llamar fornicador al diablo») y a la naturaleza del «miembro» del diablo (frío, según todos los informes). Las «marcas del diablo» se encontraban «generalmente en los pechos o partes íntimas», según el libro de 1700 de Ludovico Sinistrari. Como resultado, los inquisidores, exclusivamente varones, afeitaban el vello púbico de las acusadas y les inspeccionaban cuidadosamente los genitales. En la inmolación de la joven Juana de Arco a los veinte años, tras habérsele incendiado el vestido, el verdugo de Ruán apagó las llamas para que los espectadores pudieran ver «todos los secretos que puede o debe haber en una mujer».

La crónica de los que fueron consumidos por el fuego solo en la ciudad alemana de Wurzburgo en el año 1598 revela la estadística y nos da una pequeña muestra de la realidad humana:

El administrador del Senado, llamado Gering; la anciana señora Kanzler; la rolliza esposa del sastre; la cocinera del señor Mengerdorf; una extranjera; una mujer extraña; Baunach, un senador, el ciudadano más gordo de Wurzburgo; el antiguo herrero de la corte; una vieja; una niña pequeña, de nueve o diez años; su hermana pequeña; la madre de las dos niñas pequeñas antes mencionadas; la hija de Liebler; la hija de Goebel, la chica más guapa de Wurzburgo; un estudiante que sabía muchos idiomas; dos niños de la Iglesia, de doce años de edad cada uno; la hija pequeña de Stepper; la mujer que vigilaba la puerta del puente; una anciana; el hijo pequeño del alguacil del ayuntamiento; la esposa de Knertz, el carnicero; la hija pequeña del doctor Schultz; una chica ciega; Schwartz, canónigo de Hach...

Y así sigue. Algunos recibieron una atención humana especial: «La hija pequeña de Valkenberger fue ejecutada y quemada en la intimidad». En un solo año hubo veintiocho inmolaciones públicas, con cuatro a seis víctimas de promedio en cada una de ellas, en esta pequeña ciudad. Era un microcosmos de lo que ocurría en toda Europa. Nadie sabe cuántos fueron ejecutados en total: quizá cientos de miles, quizá millones. Los responsables de la persecución, tortura, juicio, quema y justificación actuaban desinteresadamente. Solo había que preguntárselo.

No se podían equivocar. Las confesiones de brujería no podían basarse en alucinaciones, por ejemplo, o en intentos desesperados de satisfacer a los inquisidores y detener la tortura. En este caso, explicaba el juez de brujas Pierre de Lancre (en su libro de 1612, Descripción de la inconstancia de los ángeles malos), la Iglesia católica estaría cometiendo un gran crimen por quemar brujas. En consecuencia, los que plantean estas posibilidades atacan a la Iglesia y cometen ipsofacto un pecado mortal. Se castigaba a los críticos de las quemas de brujas y, en algunos casos, también ellos morían en la hoguera. Los inquisidores y torturadores realizaban el trabajo de Dios. Estaban salvando almas, aniquilando a los demonios…

En la última ejecución judicial de brujas en Inglaterra se colgó a una mujer y a su hija de nueve años. Su crimen fue provocar una tormenta por haberse quitado las medias”[69].

Las cruzadas

Se trata de ocho expediciones militares (impulsadas por el papa Urbano II para la supuesta defensa de la fe católica) realizadas por los cruzados (el brazo armado del papado), con el “santo” propósito de arrebatarles Jerusalén y Palestina (“la tierra santa”) a los musulmanes. Estas oprobiosas expediciones belicosas dejaron miles de muertos entre cristianos, judíos y musulmanes (su blanco declarado).  “La oculta y verdadera razón era el ansia insaciable de poder y riquezas que nunca han dejado en paz a la Iglesia Católica, que se ha valido de maquinaciones e intrigas, ha coronado y derrocado príncipes, reyes, emperadores, prendido hogueras y quemado herejes, vendido indulgencias y reliquias, mentido y calumniado”[70].

Las tropelías de los papas

Algunos papas involucrados en hechos y conductas repudiables para la Iglesia y la sociedad:

Anastasio I (399—401). Engendró al papa Inocencio I.

Hormisdas (514—523). Engendró al papa Silverio.

Pelagio I (556—561). Mató al papa Virgilio por corrupto. Fue impuesto por el emperador Justiniano.

Juan VIII (872—882).  Adulador y servil, coronó a Carlos el Calvo como emperador, afirmando que Dios había decretado su elección como emperador desde antes de la creación del mundo. A cambio obtuvo amplios dominios papales. Fue pródigo en excomuniones y mató a muchos sarracenos (árabes, musulmanes y moros, especialmente piratas que actuaron en el Mediterráneo occidental durante la Edad Media) como “animales salvajes”.

Adriano III (884—885). Mandó azotar desnuda a una dama noble por las calles de Roma, la cual le había sacado los ojos a un alto oficial del palacio Laterano.

Sergio III (904—911). Asesinó a su antecesor León V y al antipapa Cristóbal.

Esteban VII (928—931). Hijo de sacerdote. Lo encarcelaron y estrangularon. Hizo exhumar el cadáver de Formoso, su antecesor, nueve meses después de su muerte, para juzgarlo en el famoso Sínodo del Cadáver, y lo condenó por “ambición desmedida al papado”: le arrancaron las vestiduras papales, lo vistieron con harapos, le cortaron tres dedos de la mano derecha para que se curara del vicio de bendecir, lo arrastraron por las calles entre risotadas y burlas, lo volvieron a enterrar en una cueva, lo volvieron a desenterrar, lo desnudaron, y, mutilado, vejado y putrefacto, fue arrojado al Tíber.

Juan XI (931—936).  Hijo ilegítimo de Marozia y del Papa Sergio III. Su hermano Alberico II lo puso en prisión.

Esteban VIII (939—942). Murió desorejado y desnarigado por conspirar contra el todopoderoso señor de Roma Alberico II.

Juan XII (955—964). Octaviano (937—964). Nieto y biznieto de prostituta. Era gran cazador y jugador de dado, tenía pacto con el diablo, ordenó obispo a un niño de diez años en un establo, hizo castrar a un cardenal causándole la muerte, le sacó los ojos a su director espiritual y en una fuga apurada de Roma desvalijó a San Pedro y huyó con lo que pudo cargar con su tesoro. Cohabitó con la viuda de su vasallo Rainer a la que le regaló cálices de oro y ciudades, y con la concubina de su padre Stefana y con la hermana de Stefana y hasta con sus propias hermanas. Violó peregrinas, casadas, viudas, doncellas, y convirtió el palacio Laterano en un burdel. Un marido celoso lo sorprendió en la cama con su mujer y lo mató de un martillazo en la cabeza.

Benedicto V (964—966). Deshonró a una doncella y huyó a Constantinopla con parte del tesoro de San Pedro. A su regreso a Roma, León VIII le desgarró las vestiduras, le arrancó las insignias papales y el báculo; tras hacerlo arrodillar, le rompió la cabeza a baculazos. Murió de más de cien puñaladas propinadas por un marido vejado, quien luego lo arrastró y arrojó a un pozo.

Juan XIII (965—972). Solía sacarles los ojos a sus enemigos y pasó por la espada a la mitad de la población de Roma.

Benedicto VII (974—983). Murió en pleno adulterio a manos de un marido burlado.

Bonifacio VII (974—984—985). Francon. Considerado ilegítimo. Estranguló a Benedicto VI y envenenó a Juan XIV, luego de apalearlo. Murió asesinado.

Gregorio V (996—999). Bruno de Corintia (972—999). Cegó, desorejó, desnarigó y le cortó la lengua, los labios y las manos del antipapa Juan XVI; lo coronó con una ubre de vaca, lo paseó por Roma montado en un asno y lo encerró en un monasterio donde murió desconectado del mundo.

Sergio IV 1009—1012). Pietro.  Murió asesinado durante una revuelta en Roma.

Adriano IV (1154—1159). Nicolás Breakspear (1100—1159). Hizo condenar y ejecutar por herejía a Arnaldo de Brescia. ¿Qué hizo? Denunciar la riqueza y la corrupción de los clérigos y oponerse al poder temporal del papado. Luego de ahorcado, su cadáver fue quemado y sus cenizas arrojadas al Tíber.

Inocencio III (antipapa 1179—1180). Landi de Sezze. Fue el más asesino. Con sus tres cruzadas (contra los albigenses, contra los infieles y la de los niños) fue quien más mató y empujó a la muerte.

Inocencio VIII (1198—1216). Giovanni Lotario, conde de Segni (1160—1216). Promulgó la bula Summis desiderantes affectibusque desató la más feroz persecución contra las brujas. A su hijo Franceschetto lo casó con una Médicis y nombró cardenal a un hijo de Lorenzo el Magnífico.

Gregorio IX (1227—1241). Ugolino, conde de Segni (1170—1241).  Decretó la pena de muerte para los herejes.

Inocencio IV (1243—1254). Sinibaldo Fieschi (1195—1254). Azuzó a la Inquisición, con su bula Ad extirpanda, a usar la tortura para sacarles a sus víctimas la confesión de herejía.

Inocencio IV (1243—1254). Sinibaldo Fieschi (1195—1254). Autorizó la tortura, y las cámaras de la Inquisición se convirtieron en las mazmorras del terror y el sufrimiento.

Juan XXII (1316—1334) Jacques Duese (1245—1334). Declaró herejes a los fraticelli (de la orden franciscana), al año siguiente quemó a cuatro en Marsella, y en los años siguientes entregó más de un centenar a la Inquisición por insistir en la pobreza de cristo y de los apóstoles. Condenó póstumamente al filósofo alemán Meister (Maestro) Eckhart (1258—1327) por ideas religiosas, entre ellas su concepción panteísta,  y excomulgó al filósofo inglés Guillermo de Occam (1290—1249) por estar de acuerdo con la tesis sobre la pobreza de Cristo y considerar como hereje a Juan XXII, quien no compartía y se oponía a dicha tesis.

Urbano VI (1378—1389). Bartolomeo Prignamo (1318—1289). Murió envenenado.

Alejandro VI (1492—1503).  Rodrigo Borgia y Borgia (1421—1503). Tuvo amantes, engendró hijos, cometió incesto con  su hija Lucrecia, sobornó cardenales, vendió indulgencias, quemó a Girolamo Savonarola (1452—1498) porque convocó a un concilio desde Florencia con el propósito de deponer a ese papa por pecados de la carne y por corrupto. Fue precursor de la Reforma. Adolfo Valle Berrío, con respecto a este papa, nos dice lo siguiente: “Rodrigo quería hacerse Papa como fuese, y se dice que el día en que fue coronado todos sus coterráneos respiraron tranquilos, pues para lograr tal distinción había hecho envenenar o asesinar a 220 de sus oponentes, en sólo 17 días…”[71]. Inés Plana escribe que los Borgia fueron papas, cardenales y duques, y no duraron en asesinar a quien se les interpusiera para alanzar el poder y la gloria, y agrega que el tráfico y el incesto coronaron su leyenda negra. Con respecto a la muerte de Savonarola, afirma que el Papa Alejandro VI lo llamó “judío borracho” y lo acusó de rebelión. “Tras crueles interrogatorios bajo tortura, en los que Savonarola sufrió el desgarro de todos sus músculos, refirmó la sentencia de muerte”. Luego de su ahorcamiento fue quemado en la pira. “La osadía de enfrentarse a un Borgia la pagó el dominico, al igual que muchos otros, con su propia vida”[72]. Este “papa” intolerante, que tuvo unos siete hijos, cometió incesto y dispuso asesinatos, entre otros vejámenes, ¿fue un auténtico “representante” de Dios en la tierra?

León X (1513—1521). Juan de Médicis (1475—1521). Era homosexual y los burdeles de Roma le pagaban diezmos. Mató al pérfido cardenal Alfonso Petrucci de Siena, quien pretendió envenenarlo. Practicó la simonía (negociar con objetos sagrados, bienes espirituales o cargos eclesiásticos).

Julio III (1550—1555). Giovanni María del Monte (1487—1555). Tuvo relaciones homosexuales con un joven de 15 años. Fue a la cárcel por criminal.

Pío V (1566—1572). Antonio Ghislleri (1504—1572). Expulsó a todos los judíos de los Estados Pontificios, dejando tan solo a los de Roma y Ancona. Expulsó a todas las prostitutas de Roma. Promulgó la bula que prohibía las corridas de toros en Europa, menos en España.

Gregorio XIII (1572—1585). Ugo Boncompagni (1502—1585). Celebró con júbilo la matanza de la noche de San Bartolomé, donde la Iglesia católica asesinó a varios protestantes franceses o hugonotes, sindicados de herejía. En una carta a Carlos IX, dijo: “Os acompañamos en vuestra alegría porque por la gracia de Dios habéis librado al mundo de esos desgraciados herejes”.

Sixto V (1585—1590). Felice Peretti (1520—1590). Asesino, inquisidor y simoniaco.

Pío XI (1922—1939). Achile Ratti (1857—1939). Alcahueta del nazismo.

Pío XII (1939—1958). Eugenio Pacelli (1876—1958). Alcahueta del nazismo y del fascismo. Tuvo relaciones íntimas con la monja Pascalina. Combatió el comunismo.

Pablo VI (1963—1978). Giovanni Batista Montini (1897—1978). Revivió el viejo tema de que los judíos no habían querido reconocer en Jesús al Mesías que llevaban siglos esperando, al cual habían calumniado y matado.

¿Todo eso hicieron los llamados “representantes de Dios en la tierra? La Iglesia les debe muchas explicaciones a sus feligreses y creyentes, debido a que, de una u otra forma, los ha guiado y les ha impuesto formas y estilo de vida. ¡La Iglesia también es responsable de la violencia!

La cristiandad ya habló, ahora hablamos nosotros

Como la religión ya ha “hablado” demasiado (ha sido muy “parlanchina” y mentirosa), es el momento de que también escuche; los filósofos tenemos nuestras cosas que decir. La religión, concretamente el Cristianismo (en sus versiones Católica y Protestante) —debido a que es la religión que impera y nos somete en nuestro contexto—, ya nos “escupió” sus “verdades”, y ya es hora de que calle. Nuestros oídos son sordos a sus discursos que pretenden ilusamente legitimar la verdad y el saber. Sus prédicas mendaces ya no hacen eco en los oídos de quienes pensamos críticamente, tenemos una actitud iconoclasta y contestaría, cuestionamos y ponemos en ducha tradiciones, costumbres y convenciones. ¿Qué puede decirnos la religión que nos incline a creerle ingenuamente?

Además de haber hablado mentiras, ha “hablado” violentamente: Cruzadas, Inquisición, Cacería de Brujas, guerras religiosas, crímenes, tropelías papales (el papado, “el más artificial de los edificios” que, como dijo Schiller, sólo se mantiene en pie “gracias a una persistente negación de la verdad”[73]), vejámenes de la jerarquía eclesiástica, pederastia, prohibición y quema de libros, persecución de intelectuales y científicos: Galileo, Bruno, Servet, Spinoza… Con la incineración de Giordano Bruno (1600), la Iglesia Católica quedó “muy mal sentada” para la posteridad. Una gran mayoría de personas desaprueban semejante tropelía. Con el asesinato de Bruno, la Iglesia perdió más de lo que ganó: ésta perdió prestigio y Bruno se ganó la inmortalidad. Sus perseguidores cayeron en el olvido, mientras la grandeza de Bruno ha crecido, “y actualmente su legado es más apreciado y honrado que en ningún otro momento desde su muerte”[74]. Muchos hemos quedado estupefactos al conocer la ocurrencia de tan cruel exabrupto. No podíamos “creer” que una institución “sagrada”, puesta ante nosotros, desde niños, como fuente de moral y patrón de vida correcta, hubiera sido capaz de un vejamen tan aberrante. Que se hayan enfrentado católicos y protestantes en épocas intolerancia y oscurantismo, eso no me importa; eso es problema deborregos”. Lo que me causa inconformismo es que la Iglesia Católica, encargada de difundir el mensaje de Jesús (el amor, el perdón y la justica), hubiera perpetrado tan cobarde tropelía, quemando vivo al intelectual y filósofo más grande del Renacimiento. Un pensador que luchó por pensar diferente, ¿tenía que ser asesinado por los “representantes de Dios en la tierra”? Semejante crimen tan absurdo, merece todo el rechazo de los intelectuales, y esa es una de las razones para que pensemos críticamente en lugar de creer ingenuamente en el acervo dogmático y doctrinario con el que la iglesia aliena y masifica a los cándidos creyentes. ¡Qué paradójico: mientras la iglesia mentirosa predicaba el amor, el perdón y la justicia, asesinaba a un librepensador! Pienso que con esa tropelía, la iglesia hizo de Bruno un mártir del pensamiento diferente. El intelectual Óscar Gómez, a pesar de ser católico, es contundente con respecto al crimen de Bruno:

“Ante la escalofriante magnitud de este drama, uno se cuestiona horrorizado cómo es posible que un crimen de semejante atrocidad haya podido consumarse, ¡vaya paradoja!, justamente en nombre de una religión que, como la cristiana, si de algo se precia es de su mensaje de amor y de perdón, porque se sustenta en las palabras de un gran hombre que vino a predicarlo todo, menos el odio, la venganza o la brutalidad, y que enseñó siempre su filosofía a base de parábolas y de paciencia y dulzura infinitas…

Es  también un homenaje,  inútil pero  honesto, al mártir de Nola, conducido  a  la  muerte en  absoluto  estado de indefensión por sujetos que nada entendieron nunca sobre derechos y libertades, ni sobre avances científicos, ni sobre nada que no fuera su propia torpeza, su fanatismo irreductible, y la prepotencia que da el poder político, económico y militar cuando se ejerce para la escueta satisfacción de los propios intereses

Lo que interesa es poner de relieve que atentar contra la vida de quien piensa distinto de uno es acción injustificable, y que, por desgracia, hasta el cristianismo apeló a métodos brutales para imponer una filosofía de vida que, dada su coherencia y bondad, no necesitaba de ellos, y privó del don de la vida a personas que no habían cometido ningún crimen atroz, como para merecer tal castigo extremo, sino que simplemente estaban ejerciendo la facultad de discernir, implícita en la naturaleza del hombre, y la cual justamente lo diferencia de los brutos

Bruno es una víctima del endurecimiento de la Iglesia, pero también de la incomprensión de Roma ante la transformación de la reflexión cosmológica… En todo  caso, dígase lo que se quiera,  quemar   a   una   persona  viva  en la hoguera, en medio de sus ayes desgarrados, es  un  procedimiento  de   crueldad  extrema que lleva enseguida a la idea de matar con sevicia.  La idea de matar con sevicia, que está asociada a la de quitar la vida con odio extremo y desprecio por la víctima, a quien el verdugo debe hacer padecer hasta el último instante, data de mucho tiempo

En tiempos de Bruno, los acusados de herejía eran obligados a abjurar, so pena de ejecutarlos en el fuego. Las salvajes torturas en el potro encaminadas a obtener la confesión del acusado a fuerza de estirarle músculos, nervios y tendones, las ordalías o “juicios de Dios”, como la de hacer que el reo caminara sobre brasas encendidas a ver si los terribles dolores del sufrimiento lo conducían a decir lo que sus torturadores querían oír de sus labios mustios (caso en el cual era culpable) o soportaba el tormento (paso en el cual era inocente y contaba con el apoyo de Dios), los testigos de cargo sin rostro y sin nombre, amparados en el anonimato; la aceptación del “secreto de confesión” como suficiente argumento para no explicar de dónde procedía el señalamiento acusador, y, en fin, todas las atrocidades más inenarrables, que nunca podrán dejar de avergonzar al género humano, florecían silvestres en aquella época obscura y aciaga para el pensamiento libre… Lo que sí resulta inexplicable es la presentación decente de la atrocidad, de métodos tan bárbaros de investigación y castigo, de la pena capital impuesta con tales características de sevicia, abuso y cobardía, como algo no sólo permitido, sino, peor aún, abiertamente patrocinado por la Iglesia de Cristo… Así, el agresor  de  la  libertad de conciencia  y  expresión,  que es   igualmente agresor del derecho a la vida, acude a frases de  comodín  para tratar de ganarse la comprensión cómplice del conglomerado social que  presencia  su atroz infamia. Conceptos etéreos como "el  nombre  del verdadero Dios", "la verdad", "la lucha  contra  la  herejía", "la defensa de la civilización", etcétera, han estado en la base filosófica de sangrientos crímenes que algún día sonrojarán al género humano

¿En qué estado se encuentra  hoy en día el respeto por la ideología ajena y por la dignidad de la persona humana? ¿Existe, sí o no, el "delito" de pensar diferente, de simpatizar, de apoyar con las palabras, el cual se castiga siempre con la pena de muerte? ¿Es tan grave verter una opinión contraria? ¿Es matar, matar, y siempre matar, la única forma de rivalizar con quien no está de acuerdo con lo que nosotros pensamos?...

Quien mata a otro por pensar distinto comete un crimen, un crimen burdo contra la inteligencia y contra la libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión. Que la memoria de Giordano Bruno, torturado y quemado vivo solamente por pensar distinto, se reviva en la mente de todos los hombres libres del mundo actual, en la conciencia de la juventud de ahora, en el alma de quienes luchan por un mañana más justo

Apasiona el caso de Bruno, desde luego, por todo lo que encierra de absurdo y de heroico. No todos los días nacen hombres dispuestos a que los quemen vivos con tal de mantenerse firmes en sus ideas.

Con el filósofo y humanista italiano empieza en el mundo quizás, por lo menos con evidente claridad, la lucha del hombre por el respeto de su fuero interno. Una lucha que, en su caso, aparece sellada con su tormento y sus cenizas.

Con un  componente adicional que la hace todavía más dramática: Bruno no estaba equivocado. En la cosmología de hoy, en efecto, el universo, ciertamente, se nos presenta infinito, y nadie se atreve ya a insinuar siquiera que el Sol gira alrededor de la Tierra o que ésta es el centro del universo. De otra parte, el descubrimiento de que la Vía Láctea es apenas una galaxia entre un número indeterminado de ellas, y muchas otras observaciones con las que nos siguen sorprendiendo los astrónomos, apoyados en los formidables instrumentos de observación y medición del cosmos propios de los tiempos actuales, y con los que obviamente no contó Bruno, vienen  a poner de presente la grandeza histórica del pensador nolano inmolado”[75].

Pareciere que este nefasto y aberrante “ejemplo” de la “santa madre Iglesia Católica Apostólica y Romana” hubiera cundido en los regímenes totalitarios, persiguiendo (y muchas veces eliminando) a intelectuales de toda laya, quienes, como parias, han tenido que vivir una existencia nómada y errabunda para poder huir de la férrea mano que pretende silenciarlos. Voltaire, Diderot, Marx, Dostoievski, Freud, Kafka, Lawrence, Kundera, Lorca, Alberti, Hernández y Zuleta constituyen una pequeña muestra de la infinidad de intelectuales incordiados por los sistemas sociales, políticos y económicos imperantes, por el “delito” de pensar diferente. “Sus planteamientos resultaban muy peligrosos tanto para la monarquía absoluta como para el dogmatismo eclesiástico”[76]. El mérito de estos pensadores geniales y muchos otros más radica en que pusieron en tela de juicio y cuestionaron el presunto “derecho divino de los reyes” y su poder absoluto, además dudar de la existencia de Dios. Esta actitud intelectual atemorizaba a los gobernantes todopoderosos y a la iglesia. Por eso los persiguieron y quemaron sus libros.

Los intelectuales no podemos aceptar y estamos profundamente dolidos con la Iglesia Católica por las tropelías que cometieron en contra los intelectuales citados y de otros filósofos y científicos. ¿Acaso es que los intelectuales están “a la vuelta de la esquina” o se dan por manadas, como para perseguirlos y asesinarnos? La humanidad necesita de intelectuales, porque ellos son quienes transforman la sociedad sin imponer dogmas ni acudir a la violencia. Borregos hay muchos, por millones; intelectuales muy pocos, ha sido una especie que no se reproduce masivamente. No son mayoría, y la iglesia los persiguió como a una plaga que había que eliminar… A pesar de que la Iglesia Católica, recientemente, a través del papa Juan Pablo II, reconoció su fatal error, rehabilitó y pidió perdón por la persecución y muerte de Giordano Bruno y Galileo Galilei, ¿ya para qué, si el daño ya estaba hecho? Al menos reconoció que había se había equivocado la que nunca creyó equivocarse, la legitimadora del saber y de la verdad… ¿Cuándo pedirá perdón por los otros intelectuales asesinados y perseguidos y por la quema de libros? Cuántos intelectuales, en tiempos de persecución, tuvieron que publicar sus textos con seudónimos o anónimamente. Y cuántos se abstuvieron de hacerlo por temor a las persecuciones de la religión. Muchos de los grandes filósofos, con sistemas de pensamiento sorprendentemente originales, debieron sustentarlos en Dios (Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley…) y seguir creyendo en Dios (Pascal, Rousseau, Kant, Hegel, Kierkegaard, Jaspers…), posiblemente por no entrar en disputas con la Iglesia Católica o con los gobernantes de su tiempo, que eran títeres de ésta, con el absurdo argumento falaz del “derecho divino de los reyes”.  Los filósofos anteriores a Hume fueron frecuentemente acusados de ateísmo, pero Hume fue el primero en admitirlo. El ser tildado de ateo no era un honor envidiable, ni para los filósofos ni para los que no lo eran; la sociedad tenía sus maneras de tratar a los pensadores heterodoxos, desde la antigua Grecia (el veneno) hasta la Edad Media (la Inquisición). Los filósofos se esforzaban por tanto en convencer a todo el mundo —y a sí mismos— de que no eran ateos”[77]. Sin embargo, a Hume no le ocurrió como a muchos de sus antecesores por el “delito” de ser ateo. A pesar que vivió en pleno siglo de la Ilustración, Hume tuvo que publicar anónimamente algunas de sus obras. Muchos pensadores no pudieron disfrutar en vida del arrollador éxito e influencia de sus libros. ¡Qué despropósito! ¡Descartes acusado de ser el origen del ateísmo moderno! ¿Acaso él recurrió a Dios como  garantía del pensamiento y la extensión? ¿Acaso no sentó su sistema original y revolucionario en Dios? Descartes no negó a Dios. En 1662, doce años después de su muerte, sus obras son condenadas por la Congregación del Índice de los libros prohibidos del Tribunal del Santo Oficio de la Iglesia Católica y aún hoy no son pocos los que consideran a Descartes como el origen de los ateísmos modernos”[78]. Los textos de estos y otros filósofos cambiaron algunos aspectos culturales, inspiraron grandes revoluciones sociales, políticas, económicas y científicas y se convirtieron en modelos pedagógicos de enorme vigencia en el presente. ¿Con qué autoridad moral pretende la Iglesia Católica  motivarnos a creer a los filósofos que no somos credulones, sino pensantes? ¿Para qué seguir alienando a ingenuos con sus mentiras? Si quiere seguir “reinando”, es mejor que calle, que “calladita” aliena menos… Nos llegó el momento de hablar por quienes no pudieron hablar en el pasado; los que se atrevieron, qué infame destino los agobió. Al hablar ahora, los que podemos y nos atrevemos a hacerlo, los estamos reivindicando y les estamos agradeciendo todo ese invaluable legado intelectual que nos dejaron con su obra y su ejemplo de mártires del pensamiento libre.

El Manual del perfecto ateo señala que ante las abrumadoras verdades que han salido a la luz, la Iglesia ha tenido que reconocer (en 1969) que la mayoría de los llamados “santos” venerados durante siglos, no fueron más que leyenda o dioses romanos rebautizados con nombre cristiano. Así como que la inmensa mayoría de papas “sucesores de San Pedro” no fueron más que ambiciosos obispos ansiosos de poder, asesinos muchos de ellos, corruptos principitos llenos de hijos bastardos, interesados solo en el trono de los enormes territorios controlados por la “Iglesia de Cristo”. Y que la historia del cristianismo es una historia fraudulenta llena de mentiras, cuentos, falsedades y mitos, utilizados sabiamente para hacer aparecer a la religión cristiana como la única inspirada por Dios y a su Iglesia como la Iglesia de Jesucristo. “La doctrina dogmática de la religión cristiana traería como consecuencia una lucha encarnizada por defender "la pureza de la doctrina" y mantener la estructura jerárquica, legitimando su dominio de la sociedad medieval. San Agustín condenó a los herejes y creyó legítimo emplear medidas de fuerza contra ellos porque consideraba la herejía como un alejamiento del dogma y un desorden del alma que podría llevar al hombre a la condenación eterna”[79].

La Iglesia Católica y la persecución y asesinato de muchos intelectuales

Por cuenta de la religión ha corrido mucha sangre… Por supuesta herejía o estar en desacuerdo con la Iglesia católica no fueron pocos los asesinados. He aquí una pequeña muestra:
Marsilio de Padua (1280—1343), filósofo italiano (teórico del estado), fue excomulgado y condenado como hereje por sus ideas de avanzada y tesis filosóficas en las que defendía el estado fundado en la soberanía popular (el rey libremente elegido por el pueblo, debía ser independiente de la jerarquía eclesiástica; los obispos respecto al papa, la comunidad eclesial respecto al párroco).
Fray Dulcino de Novara. El Papa Clemente V (1305—1314) ordenó que lo condenaran a muerte. ¿Por qué? Este monje tenía su propia interpretación de los Evangelios.

John Wyclif o Wycliffe (1320—1384), teólogo inglés, que cuestionó la autoridad espiritual del papa, las indulgencias, la confesión obligatoria y predicó un retorno a las prácticas religiosas fundadas en la meditación de las Sagradas Escrituras, fue condenado en el Concilio de Constanza (1415) e incinerado su cadáver.

Juan Hus (1369—1415), reformador religioso checo, que denunció los vicios del clero y de los defectos de la Iglesia, fue condenado por herejía, encarcelado y quemado vivo. El principal discípulo de Hus, Girolamo de Praga, que había indo a Constanza a defenderlo, lo detuvieron y encarcelaron, lo juzgaron y lo quemaron vivo por hereje el 26 de mayo de 1416.

Girolamo Savonarola (1452—1498) Precursor de la Reforma. Fue condenado a la hoguera por Alejandro VI. ¿Por qué? Haber convocado a un concilio desde Florencia con el propósito de deponer a ese papa por pecados de la carne y por corrupto.
William Tyndale (1494—1536). Quemado en la hoguera. ¿Por qué? Traducir la Biblia al inglés. Leamos lo que dice al respecto el libro El mundo y sus demonios, de Carl Sagan:
“En el siglo xvi, el erudito William Tyndale cometió la temeridad de pensar en traducir el Nuevo Testamento al inglés. Pero si la gente podía leer la Biblia en su propio idioma en lugar de hacerlo en latín, se podría formar sus propios puntos de vista religiosos independientes. Podrían pensar en establecer una línea privada con Dios sin intermediarios. Era un desafío para la seguridad del trabajo de los curas católicos romanos. Cuando Tyndale intentó publicar su traducción, le acosaron y persiguieron por toda Europa. Finalmente le detuvieron, le pasaron a garrote y después, por añadidura, le quemaron en la hoguera”.

Éttiene Dolet (1509—1546). Humanista francés.  ¿Por qué? Fue acusado de brujería. Por usar la sátira contra el catolicismo romano. La Iglesia católica ordenó la tortura y la quema vivo, luego de que hubiera sido condenado por la facultad de teología de la Sorbona por ateísmo y por publicar un diálogo de Platón que negaba la inmortalidad del alma.  Fue el “primer mártir del Renacimiento”.
Miguel Servet (1511—1553), médico y teólogo español. ¿Por qué? Mantener una concepción personal sobre el dogma de la Santísima Trinidad. Las opiniones religiosas de Servet fueron combatidas por los católicos y por los protestantes de la época. Este español rebelde, que descubrió el intercambio de sangre entre el corazón y los pulmones, contradiciendo a católicos y protestantes, negó la doctrina del pecado original y la doctrina de la Santísima Trinidad.  En Del error de la Trinidad (1531) repudió la personalidad tripartita de Dios y el ritual del bautismo. Sus contribuciones científicas también fueron notables: La restauración del cristianismo, publicado poco antes de su muerte, contiene la primera descripción rigurosa del sistema circulatorio pulmonar. Acusado de herejía y blasfemia contra la cristiandad, murió quemado en la hoguera.
Giordano Bruno (1548—1600), filósofo y poeta renacentista italiano, pagó con su vida en la hoguera por sus “desviaciones doctrinales, herejías y blasfemias”. ¿Pero cuál fue su osadía para merecer tan absurdo castigo? Haber planteado que el universo es infinito, que Dios es el alma del universo y que las cosas materiales no son más que manifestaciones de un único principio infinito; afirmar que las estrellas no parecen cambiar de situación por las enormes distancias que las separaban de la tierra; sostener la infinitud el universo físico, y sugerir que podían existir numerosos sistemas planetarios como el nuestro y multitud de planetas habitables. Defendió, al igual que Galileo, la tesis copernicana de que la tierra gira en torno al sol. Sostuvo que las estrellas son soles distantes con sus propios planetas, que el universo es infinito, que se puede convocar a las almas de los muertos por la necromancia y la magia, y que es mentira el dogma de la Santísima Trinidad. ¿Mereció morir así uno de los precursores de la filosofía y la astronomía moderna? La ciencia fue menos perseguida en los países protestantes porque allí la dominación eclesiástica no era tan fuerte. La vida y obra de Bruno son clara manifestación del dramático enfrentamiento que se vivía en la época. En el mundo medieval, teocrático, inmovilista, con pretensiones de conocimiento absoluto frente al cual no tenían los hombres otra opción que la recta interpretación y recta opinión, la ortodoxia resistía el advenimiento de una nueva e inquietante postura intelectual.
Fernando Savater, en una biografía novelada de Voltaire, cuenta:
“Aún más espeluznante resultó la condena contra dos jóvenes de la Picardía, el caballero de La Barre y el señor D’Etallondes, ninguno de los cuales había cumplido aún los veinte años. Por lo visto se habían cruzado con una procesión sin descubrirse y más tarde alguien los oyó cantar entre copas una canción irreverente: fue suficiente para que se les achacase el destrozo de un viejo crucifijo que presidía el puente de Abbeville, hecho caer probablemente por algún carro. El obispo de Amiens intervino con entusiasmo en esta ridícula cruzada y consiguió que el joven D’Etallondes fuese condenado a sufrir la amputación de la lengua hasta la raíz y de la mano derecha, todo ello ante la puerta principal de la catedral, tras lo cual sería atado y quemado a fuego lento… Al subir al cadalso, el desventurado adolescente comentó con serenidad: «No creí que se pudiera matar a un joven por tan poca cosa». Cuando constató la reacción mayoritariamente adversa ante esta sentencia, el nuncio la criticó discretamente y dijo que en Roma no hubiera podido llevarse a cabo la ejecución. Es singular la capacidad de la Iglesia católica para no ser nunca menos cruel de lo que le permite su poder social, ni más tolerante de lo que le imponen las circunstancias históricas”.[80]
En la novela de José Saramago, El evangelio según Jesucristo, encontramos las siguientes tropelías:
Dios suspiró y, en el tono monocorde de quien ha preferido adormecer la piedad y la misericordia, comenzó la letanía, por orden alfabético, para evitar problemas de precedencias, Adalberto de Praga, muerto con una alabarda de siete puntas, Adriano, muerto a martillazos sobre un yunque, Afra de Ausburgo, muerta en la hoguera, Agapito de Preneste, muerto en la hoguera, colgado por los pies, Agrícola de Bolonia, muerto crucificado y atravesado por clavos, Águeda de Sicilia, muerta con los senos cortados, Alfegio de Cantuaria, muerto de una paliza, Anastasio de Salona, muerto en la horca y decapitado, Anastasia de Sirmio, muerta en la hoguera y con los senos cortados, Ansano de Sena, a quien arrancaron las vísceras, Antonino de Pamiers, descuartizado, Antonio de Rívoli, muerto a pedradas y quemado, Apolinar de Rávena, muerto a mazazos, Apolonia de Alejandría, muerta en la hoguera después de arrancarle los dientes, Augusta de Treviso, decapitada y quemada, Aura de Ostia, muerta ahogada con una rueda de molino al cuello, áurea de Siria, muerta desangrada, sentada en una silla forrada de clavos, Auta, muerta a flechazos, Babilas de Antioquía, decapitado, Bárbara de Nicomedia, decapitada, Bernabé de Chipre, muerto por lapidación y quemado, Beatriz de Roma, estrangulada, Benigno de Dijon, muerto a lanzazos, Blandina de Lyon, muerta a cornadas de un toro bravo, Blas de Sebaste, muerto por cardas de hierro, Calixto, muerto con una rueda atada al cuello, Casiano de Ímola, muerto por sus alumnos con un estilete, Cástulo, enterrado en vida, Catalina de Alejandría, decapitada, Cecilia de Roma, degollada, Cipriano de Cartago, decapitado, Ciro de Tarso, muerto, niño aún, por un juez que le golpeó la cabeza en las escaleras del tribunal, Claro de Nantes, decapitado, Claro de Viena, decapitdo, Clemente, ahogado con un ancla al cuello, Crispín y Crispiniano de Soissons, decapitados, Cristina de Bolsano, muerta por todo cuanto se pueda hacer con muela de molino, rueda, tenazas, flechas y serpientes, Cucufate de Barcelona, despanzurrado, y al llegar al final de la letra C, Dios dijo, Más adelante es todo igual, o casi, son ya pocas las variaciones posibles, excepto las de detalle, que, por su refinamiento, serían muy largas de explicar, quedémonos aquí, Continúa, dijo Jesús, y Dios continuó, abreviando en lo posible, Donato de Arezzo, decapitado, Elifio de Rampillon, le cortarán la cubierta craneana, Emérita, quemada, Emilio de Trevi, decapitado, Esmerano de Ratisbona, amarrado a una escalera y muerto, Engracia de Zaragoza, decapitada, Erasmo de Gaeta, también llamado Telmo, descoyuntado por un cabrestante, Escubíbulo, decapitado, Esquilo de Suecia, lapidado, Esteban, lapidado, Eufemia de Calcedonia, le clavarán una espada, Eulalia de Mérida, decapitada, Eutropio de Saintes, cabeza cortada de un hachazo, Fabián, espada y cardas de hierro, Fe de Agen, degollada, Felicidad y sus Siete Hijos, cabezas cortadas a espada, Félix y su hermano Adauto, ídem, Ferreolo de Besancon, decapitado, Fiel de Sigmaringen, con una maza erizada de púas, Filomena, flechas y áncora, Fermín de Pamplona, decapitado, Flavia Domitila, ídem, Fortunato de {évora, tal vez ídem, Fructuoso de Tarragona, quemado, Gaudencio de Francia, decapitado, Gelasio, ídem más cardas de hierro, Gengulfo de Borgoña, cuernos, asesinado por el amante de su mujer, Gerardo de Budapest, lanza, Gedeón de Colonia, decapitado, Gervasio y Protasio, gemelos, ídem, Godeliva de Ghistelles, estrangulada, Goretti, María, ídem, Grato de Aosta, decapitado, Hermenegildo, hacha, Hierón, espada, Hipólito, arrastrado por un caballo, Ignacio de Azevedo, muerto por los calvinistas, estos no son católicos, Inés de Roma, desventrada, Genaro de Nápoles, decapitado tras lanzarlo a las fieras y meterlo en un horno, Juana de Arco, quemada viva, Juan de Brito, degollado, Juan Fisher, decapitado, Juan Nepomuceno, de Praga, ahogado, Juan de Prado, apuñalado en la cabeza, Julia de Córcega, le cortarán los senos y luego la crucificarán, Juliana de Nicomedia, decapitada, Justa y Rufina de Sevilla, una en la rueda, otra estrangulada, Justina de Antioquía, quemada con pez hirviendo y decapitada, Justo y Pastor, pero no éste aquí presente, de Alcalá de Henares, decapitados, Killian de Würzburg, decapitado, Léger de Autun, ídem, después de arrancarle los ojos y la lengua, Leocadia de Toledo, despeñada, Lievin de Gante, le arrancarán la lengua y lo decapitarán, Longinos, decapitado, Lorenzo, quemado en la parrilla, Ludmila de Praga, estrangulada, Lucía de Siracusa, degollada tras arrancarle los ojos, Magín de Tarragona, decapitado con una hoz de filo de sierra, Mamed de Capadocia, destripado, Manuel, Sabel e Ismael, Manuel con un clavo de hierro a cada lado del pecho, y otro clavo atravesándole la cabeza de oído a oído, todos degollados, Margarita de Antioquía, hachón y peine de hierro, Mario de Persia, espada, amputación de las manos, Martina de Roma, decapitada, los mártires de Marruecos, Berardo de Cobio, Pedro de Gemianino, Otón, Adjuto y Acursio, degollados, los del Japón, veintiséis crucificados, lanceados y quemados, Mauricio de Agaune, espada, Meinrad de Einsiedeln, maza, Menas de Alejandría, espada, Mercurio de Capadocia, decapitado, Moro, Tomás, ídem, Nicasio de Reims, ídem, Odilia de Huy, flechas, Pafnucio, crucificado, Payo, descuartizado, Pancracio, decapitado, Pantaleón de Nicomedia, ídem, Patroclo de Troyes y de Soest, ídem, Paulo de Tarso, a quien deberás tu primera Iglesia, ídem, Pedro de Rates, espada, Pedro de Verona, cuchillo en la cabeza y puñal en el pecho, Perpetua y Felicidad de Cartago, Felicidad era la esclava de Perpetua, corneadas por una vaca furiosa, Pia de Tournai, le cortarán el cráneo, Policarpo, apuñalado y quemado, Prisca de Roma, comida por los leones, Proceso y Martiniano, la misma muerte, creo, Quintino, clavos en la cabeza y en otras partes, Quirino de Ruan, cráneo serrado por arriba, Quiteria de Coimbra, decapitada por su propio padre, un horror, Renaud de Dormund, maza de cantero, Reine de Alise, gladio, Restituta de Nápoles, hoguera, Rolando, espada, Román de Antioquía, lengua arrancada, estrangulamiento, aún no estás harto, preguntó Dios a Jesús, y Jesús respondió, Esa pregunta deberías hacértela a ti mismo, continúa, y Dios continuó, Sabiniano de Sens, degollado, Sabino de Asís, lapidado, Saturnino de Tolosa, arrastrado por un toro, Sebastián, flechas, Segismundo, rey de los Burgundios, lanzado a un pozo, Segundo de Asti, decapitado, Servacio de Tongres y de Maastricht, muerto a golpes con un zueco, por imposible que parezca, Severo de Barcelona, un clavo en la cabeza, Sidwel de Exeter, decapitado, Sinforiano de Autun, ídem, Sixto, ídem, Tarsicio, lapidado, Tecla de Iconio, amputada y quemada, Teodoro, hoguera, Tiburcio, decapitado, Timoteo de éfeso, lapidado, Tirso, serrado, Tomás Becket, con una espada clavada en el cráneo, Torcuato y los Veintisiete, muertos por el general Muza a las puertas de Guimaräes, Tropez de Pisa, decapitado, Urbano, ídem, Valeria de Limoges, ídem, Valeriano, ídem, Venancio de Camerino, degollado, Vicente de Zaragoza, rueda y parrilla con púas, Virgilio de Trento, otro muerto a golpes de zueco, Vital de Rávena, lanza, Víctor, decapitado, Víctor de Marsella, degollado, Victoria de Roma, muerta después de arrancarle la lengua, Wilgeforte, o Liberata, o Eutropía, virgen, barbada, crucificada, y otros, otros, otros, ídem, ídem, ídem, basta”.
El escritor Stefan Zweig nos dice:
“…Hus se asfixia entre las llamas ardientes; Savonarola es amarrado al poste de la hoguera en Florencia; Servet, arrojado al fuego por el fanático Calvino. Cada cual tiene su hora trágica: Thomas Münzer es tenaceado con tenazas de fuego; John Knox, clavado en su propia galera… A Thomas Moro y a John Fisher les ponen la cabeza sobre el tajo de los criminales; Zwingli, acogotado por la maza de armas, yace en la llanura de Cappel: todos ellos figuras inolvidables, intrépidos en su creyente furor, extáticos en sus cuitas, grandes en su destino. Mas detrás de ellos prosigue ardiendo la llama fatal del delirio religioso; los destruidos castillos de la Guerra de los Aldeanos son testigos infamadores de aquel Cristo, mal comprendido, cada cual según su modo, por aquellos fanáticos; las ciudades arruinadas, las granjas saqueadas de la Guerra de los Treinta Años y de la de los Cien Años, estos panoramas apocalípticos claman a los cielos la sinrazón terrena del "no querer ceder"… Durante siglos quedará partido el orbe cristiano y europeo en católicos contra protestantes, gentes del norte contra gentes del sur, germanos contra romanos: en este momento sólo hay una elección, una decisión posible para los alemanes, para los hombres de Occidente: o papistas o luteranos, o el poder de las llaves de San Pedro o el Evangelio. …la Roma del esplendor papal rechazaba cualquier protesta, hasta las mejor intencionadas; en la hoguera, con una mordaza en la boca, expiaban su culpa todos los que hablaban demasiado alto, con demasiada pasión; sólo en agrias coplas populares o en picantes anécdotas podía descargarse secretamente la irritación por el abuso del comercio de reliquias y de indulgencias; subterráneamente, iban de mano en mano ciertas hojas sueltas con la imagen del papa como una gran araña chupadora de sangre”. Sobre el reformador de la Iglesia Católica, el monje alemán Martín Lutero, señala que éste “prorrumpe en clamores de alegría cuando Thomas Münzer y diez mil aldeanos son degollados vilmente, y se alaba y glorifica, en voz bien alta, "de que su sangre la lleva él sobre su cabeza"; se regocija de que el "marrano" de Zwingli, Karlstadt y todos los otros que alguna vez se le han opuesto mueran miserablemente: jamás este hombre, ardiente y violento en sus odios, tuvo una palabra justa para un enemigo ya muerto. En el pulpito, una voz humana que arrebata; en su casa, un amable padre de familia; artista y poeta capaz de expresar la más alta cultura, Lutero, en cuanto comienza una contienda, se convierte en un lobo, en un endemoniado, presa de gigantescos furores, al cual no detiene ninguna obligación o justicia. Esta salvaje necesidad de su naturaleza le lleva siempre, durante toda su vida, a buscar la guerra, pues el combatir no sólo le parece la forma de vida más llena de goces, sino también la moralmente más justa. "Un ser humano, y especialmente un cristiano, tiene que ser hombre de guerra", dice con orgullo mirándose al espejo, y en una carta posterior (1541) alza esta declaración hasta los cielos al afirmar misteriosamente "que es seguro que Dios también combate"... "Dios me ha ordenado que enseñe y juzgue en tierra alemana, como uno de los apóstoles y evangelistas". Por el propio Dios siente el extático que le ha sido atribuida la misión de purificar la Iglesia, de libertar al pueblo alemán de las manos del "Anticristo", del papa, ese "enmascarado y auténtico diablo", de libertarlo con la palabra, y, si no queda otro remedio, con la espada y a sangre y fuego… "Quien perece en defensa de los príncipes —predica—, será bienaventurado mártir; quien cae frente a ellos, se va con el diablo; por eso, el que pueda hacerlo debe combatir, estrangular y apuñalar, secreta o públicamente, pensando que no puede haber nada más venenoso, más pernicioso y diabólico que un hombre rebelde". Sin consideración alguna, se coloca para siempre del lado de la autoridad contra el pueblo. "El asno quiere palos y el populacho ser regido por la fuerza"… Cierto que muchos partidarios de Lutero se apoyan en la frase evangélica que dice: No he venido a traeros la paz sino la espada… No pienses que la cuestión podrá quedar arreglada sin tumulto, escándalo y revueltas. De una espada no puedes hacer una pluma ni de una guerra una paz. La palabra de Dios es guerra, es escándalo, es ruina, es veneno… Esta es la guerra de Nuestro Señor, el cual la ha suscitado y no cesará hasta que hayan perecido todos los enemigos de su palabra… Este hombre lleno de furia combativa no tolera ningún otro final a una discusión, sino el pleno e incondicional aniquilamiento de su contradictor… Lutero, propiamente, con su acción resuelta, no hace más que poner fuego a la cargada mina”. Esta exaltación a la violencia, en nombre de la religión, fue aprovechada por los poderosos de su época, que, al igual que los actuales, son hombres pragmáticos, oportunistas, logreros, violentos y manipuladores. Fue así que Lutero, “sin desearlo, y acaso también sin comprenderlo del todo, con sus exigencias sólo pensadas para el orden espiritual, ha llegado a ser el exponente de los más diversos intereses terrenos, el ariete de los asuntos nacionales alemanes, una importante figura en el ajedrez político que se juega entre el papa, el emperador y los príncipes alemanes”. Como se colige, Martín Lutero, que oportunamente le “puso su tatequieto” a los desmanes y corrupción de la Iglesia Católica, también, con su “apostolado”, propició la violencia. El mismo Lutero lo reconoce en los siguientes términos: "Yo, Martín Lutero, he matado en la sublevación a todos los campesinos, pues les he dicho que pegaran hasta la muerte; toda su sangre está sobre mi conciencia"[81].
La madre del científico Johanness  Kepler (1571—1630) fue procesada dizque por bruja… ¿Qué tal esos dementes “defensores” de la religión?

El estadista, político, escritor y filósofo Nicolás Maquiavelo (después de su muerte) también fue perseguido por la Iglesia Católica. “Cuando la Iglesia de Roma emprendió la contrarreforma, obra del Concilio de Trento (1543-1573), surgió una nueva severidad hacia aquellas obras que escarnecían la moral cristiana. La obra de Maquiavelo fue proscrita en 1557, bajo el pontificado de Pablo IV, y la condenación se confirmó bajo el pontificado de Pío IV, su sucesor. No sólo se reprochaba a Maquiavelo la inmoralidad política del Príncipe, sino también los juicios severos que, en los Discursos, dirigía a la Iglesia romana. En 1575, el escritor protestante Inocente Gentillet publicó una obra intitulada Discurso sobre los medios de gobernar un reino contra Nicolás Maquiavelo. En 1592 fue un jesuita, el padre Antonio Possevino, quien atacó a Maquiavelo y lo hizo responsable de todos los males del siglo. En Baviera, Maquiavelo fue quemado en efigie. En Inglaterra, el cardenal Pole declaró que el tratado del Príncipe había sido escrito por la mano del diablo”[82].

El brillante y genial filósofo Benito Espinosa (1632—1677) fue excomulgado y expulsado de la sinagoga judía y víctima de un atentado. ¿Por qué? Intolerancia. La comunidad judía lo repudió por realizar críticas a la religión oficial. Afirmar que el cristianismo y el judaísmo están vivos por sus dogmas anticuados y ritos externos. Negar que la Biblia estuviera escrita por Dios. Decir que Dios y la naturaleza eran una misma cosa. Pensar que Dios es naturaleza y un Dios titiritero. Y eso que no negó a Dios. ¿Qué tal que lo hubiera negado? Seguramente, con la vida hubiera pagado su ateísmo. Valientes estos hombres como Espinosa que disentían de lo establecido. “El joven que había crecido y estudiado en el seno de la ortodoxia judía y después se había abierto a concepciones paganas y gentiles sostenía pareceres muy seculares: los dogmas religiosos eran supersticiones, no había un Dios trascendente y personal, el alma no era inmortal, el pueblo judío no tenía una categoría privilegiada (no era el pueblo elegido) y el orden establecido de la Sinagoga representaba un obstáculo para el libre desarrollo del pensamiento autónomo y riguroso”[83].

Uno de los ideólogos de la Ilustración y promotores del Enciclopedismo, el filósofo francés Denis Diderot (1713—1784), tuvo serios problemas con la Iglesia y el Estado, quienes lo condenaron, ya que fue “el primero en expresar la idea de que todos los seres vivos pudieron provenir de un antepasado común”[84]. Además, fue enviado a prisión por dudar de la perfección de la naturaleza. “Con ayuda de los más prestigiosos escritores de la época, entre los que figuraban Voltaire y Montesquieu, el escéptico y racionalista Diderot empleó la Enciclopedia como una poderosa arma de propaganda contra la autoridad eclesiástica, la superstición, el conservadurismo y el orden semifeudal de la época. En consecuencia, Diderot y sus colaboradores se convirtieron en el blanco de las críticas clericales y reales. En 1759 el Conseil du Roi suprimió formalmente los diez primeros volúmenes (publicados a partir de 1751) y prohibió la publicación de la obra”[85]. Como si esta absurda e infanda tropelía en contra de un grande hombre que propendió por la democracia, la libertad religiosa, la tolerancia, el control racional de las pasiones y la libertad de pensamiento, y al que se le considera el fundador de la neurociencia, su amigo Adriaan Koerbagh, “que había publicado críticas contra la irracionalidad de la mayoría de las religiones y, muy espinozianamente, había sostenido que Dios era la sustancia del universo, al tiempo que atacaba a la jerarquía eclesiástica, fue arrestado y condenado a diez años de prisión en 1669 y después a diez más de exilio, condena que no llegó a cumplir porque murió al cabo de nueve meses de ingresar en la cárcel”[86].

El Papa Juan XXII (1316—1334) dispuso enviar a la hoguera a supuestos herejes de la orden franciscana conocidos como “franciscanos espirituales” porque sostenían que Cristo había sido pobre. En la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco, encontramos que Arnaldo Amalrico, abad de Citeaux, cuando le preguntaron qué había de hacer con los ciudadanos de Béziers, ciudad sospechosa de herejía, respondió: “¡Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos!”.  Dice el libro que “la ciudad de Beziers fue tomada, y los nuestros no hicieron diferencias de dignidad ni de sexo ni de edad, y pasaron por las armas a casi veinte mil hombres. Después de la matanza, la ciudad fue saqueada y quemada”[87]. Luego se tomó a Carcasona donde dejó ciego a todos sus habitantes.

Sobre este oprobioso episodio “religioso”, Fernando Vallejo precisa lo siguiente:

“A mediados de 1209 y al mando de un ejército de asesinos, el legado papal Arnoldo Amalrico le puso sitio a Beziers, baluarte de los albigenses occitanos, con la exigencia de que le entregaran a doscientos de los más conocidos de esos herejes que allí se refugiaban, a cambio de perdonar la ciudad. Almarico era un monje cistenciense al servicio de Inocencio III; su ejército era una turba de mercenarios, duques, condes, criados, burgueses, campesinos, obispos feudales y caballeros desocupados; y los albigenses eran los más devotos continuadores de Cristo… Los ciudadanos de Beziers decidieron resistir y no entregar a sus protegidos… pero cayó en manos de los sitiadores y éstos, con católico celo, se entregaron a la rapiña y al exterminio… Y así, sin distingos, herejes y católicos por igual iban cayendo todos degollados… En la sola Iglesia de Santa María Magdalena masacraron a siete mil sin perdonar mujeres, niños ni viejos… Albigenses o n o, los veinte mil eran todos cristianos”[88].

A éste y otros exabruptos han tenido la desfachatez histórica de llamarlos eufemísticamente  guerras santas. “Una guerra santa sigue siendo una guerra. Quizá por eso no deberían existir guerras santas”[89]. La misma religión no ha respetado el precepto de bíblico: ¡No matarás! (que en la filosofía kantiana es un imperativo categórico). “Las religiones, por otra parte, han respetado muy mal esta exigencia inventando las doctrinas de la guerra justa y aún de la guerra santa”[90]. Dizque guerra santa con la promesa del cielo para los que mueran en ella. ¡Qué desfachatez!

En muchas ocasiones la religión se ha convertido en “el opio del pueblo”, porque ha sido utilizada para dominar y adormecer las masas y embrutecerlas, y hacerlas pensar en cosas distintas de sus intereses inmediatos. Según Marx, la religión es un engaño, una ilusión utópica, con que se pretende acallar la miseria del hombre; la expresión de un orden social vituperable, el arma con que los ricos pretenden mantener su opresión sobre los desheredados; el opio del pueblo; la enemiga de la ciencia; y, en manos de la Iglesia, la aliada incondicional del capitalismo. El opio del pueblo significa que la religión, al señalar la existencia de una vida futura, le impide al hombre reaccionar contra las miserias de la vida presente. La religión le inculca al hombre amor y compasión para con sus semejantes, en vez de infundirle odio y venganza; así lo incapacita para la violencia y la revolución sangrienta. “A lo largo de la historia las religiones han sido manipuladas por sus sacerdotes y por los dirigentes de las sociedades”[91].

Antonio Caballero sostiene que “si la Iglesia Católica ha sido un lastre retardatario en el mundo entero, la Iglesia colombiana ha sido una de las más reaccionarias del orbe cristiano. Las jerarquías de la Iglesia colombiana han estado siempre al servicio de los intereses de las estructuras sociales existentes, del injusto orden político y social tradicional, y han puesto siempre el prestigio que les da la doctrina cristiana del amor, por una parte, y, por la otra, el poder que les da la riqueza al servicio de lo más reaccionario que ha habido en Colombia y, en consecuencia, al servicio de que hoy estemos sumidos en un mar de sangre”[92].

Un intelectual de la categoría de José Saramago, premio Nobel de literatura, en su brevísimo ensayo El factor Dios, escribió algo que nos invita a reflexionar:

“Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda matar en nombre de Dios.

Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar y congraciar a los hombres; que, por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana. Al menos en señal de respeto por la vida, deberíamos tener el valor de proclamar en todas las circunstancias esta verdad evidente y demostrable, pero la mayoría de los creyentes de cualquier religión no sólo fingen ignorarlo, sino que se yerguen iracundos e intolerantes contra aquellos para quienes Dios no es más que un nombre, nada más que un nombre, el nombre que, por miedo a morir, le pusimos un día y que vendría a dificultar nuestro paso a una humanización real. A cambio nos prometía paraísos y nos amenazaba con infiernos, tan falsos los unos como los otros, insultos descarados a una inteligencia y aun sentido común que tanto trabajo nos costó conseguir.

Dice Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiese, y yo respondo que precisamente por causa y en nombre de Dios es por lo que se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor, principalmente lo más horrendo y cruel.

Durante siglos, la Inquisición fue, también, como hoy los talibán, una organización terrorista dedicada a interpretar perversamente textos sagrados que deberían merecer el respeto de quien en ellos decía creer, un monstruoso connubio pactado entre la religión y el Estado contra la libertad de conciencia y contra el más humano de los derechos: el derecho a decir no, el derecho a la herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la palabra herejía significa.

Y, con todo, Dios es inocente. Inocente como algo que no existe, que no ha existido ni existirá nunca, inocente de haber creado un universo entero para colocar en él seres capaces de cometer los mayores crímenes para luego justificarlos diciendo que son celebraciones de su poder y de su gloria, mientras los muertos se van acumulando, estos de las torres gemelas de Nueva York, y todos los demás que, en nombre de un Dios convertido en asesino por la voluntad y por la acción de los hombres, han cubierto e insisten en cubrir de terror y sangre las páginas de la Historia.

Los dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se deterioran dentro del mismo universo que los ha inventado, pero el "factor Dios", ese, está presente en la vida como si efectivamente fuese dueño y señor de ella. No es un dios, sino el "factor Dios" el que se exhibe en los billetes de dólar y se muestra en los carteles que piden para América (la de Estados Unidos, no la otra...) la bendición divina. Y fue en el "factor Dios" en lo que se transformó el dios islámico que lanzó contra las torres del World Trade Center los aviones de la revuelta contra los desprecios y de la venganza contra las humillaciones.

Se dirá que un dios se dedicó a sembrar vientos y que otro dios responde ahora con tempestades. Es posible, y quizá sea cierto. Pero no han sido ellos, pobres dioses sin culpa, ha sido el "factor Dios", ese que es terriblemente igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la bestia un hombre acabó por hacer del hombre una bestia.

Al lector creyente (de cualquier creencia...) que haya conseguido soportar la repugnancia que probablemente le inspiren estas palabras, no le pido que se pase al ateísmo de quien las ha escrito. Simplemente le ruego que comprenda, con el sentimiento, si no puede ser con la razón, que, si hay Dios, hay un solo Dios, y que, en su relación con él, lo que menos importa es el nombre que le han enseñado a darle. Y que desconfíe del "factor Dios". No le faltan enemigos al espíritu humano, mas ese es uno de los más pertinaces y corrosivos. Como ha quedado demostrado y desgraciadamente seguirá demostrándose”.

La religión, instrumento criminal

Comoquiera que el fenómeno religioso es muy influyente en la sociedad colombiana y se encuentra en la base de nuestra principal cosmovisión, es importante conocer el punto de vista de personas que tienen diferentes maneras de percibir, interpretar y sistematizar la realidad con relación al problema de la religión. En consecuencia, extracto algunos apartes de un juicioso ensayo titulado La religión: instrumento del delito y consuelo de los ingenuos, los ignorantes y los pobres:[93]
“El fenómeno religioso ha generado en la humanidad y en el planeta tierra catástrofes de inmensa gravedad, catástrofes, incluso, de mayor gravedad que las catástrofes naturales del planeta tierra en que vivimos; sin embargo, el fenómeno religioso no es más que otro de los que caracterizan al ser humano y, como fenómeno humano, ha tenido su nacimiento, su desarrollo, y se dirige hacia su muerte, hacia su desaparición, lenta pero inexorable. El culto a los fenómenos naturales, que es el comienzo de lo que llega a ser posteriormente la religión, sigue teniendo vigencia aunque el humano no lo perciba, como tal, en su conciencia…
Las religiones predominantes en el mundo de hoy representan un inmenso poder económico, social, político, cultural e incluso militar. De acuerdo con estimaciones de entidades e instituciones dedicadas a la investigación social, las principales religiones están representadas en el Cristianismo, el Islam, el Hinduismo, el Budismo y algunas otras religiones chinas; cada una de estas religiones posee diversas corrientes o expresiones que representan la existencia de sectores o grupos humanos de menor significación cuantitativa y cualitativa dentro del conjunto de la humanidad. El cristianismo se encuentra dividido entre católicos romanos, protestantes, cristianos ortodoxos, anglicanos y otros; a la vez, el Islam se encuentra dividido en las corrientes sunnitas, shiitas y otras de menor importancia, el hinduismo es un verdadero mosaico de manifestaciones rituales y de creencias innumerables en variedad. Otras manifestaciones religiosas son las tribales de regiones en donde aún no se han consolidado sus pueblos como naciones modernas; entre ellas encontramos el sikhismo, el shamanismo, el confucianismo, el brahmanismo, el jainismo, el shintoismo y otras; hay una población, en el planeta, que no se manifiesta como religiosa y que alcanza unos novecientos millones de personas; se calcula en unos doscientos cuarenta millones las personas que se manifiestan como ateos, es decir, de personas que no creen en dioses; sin embargo, es fundamental precisar, aquí, que ateo no es todo aquel que en un momento determinado de su existencia afirma que no hay dios o que no cree en dioses…
Quienes han llegado a la cima del poder religioso pertenecen a los grandes poderes económicos de sus respectivos pueblos y para ello han tenido que acudir a la intriga, al fraude, al engaño, al crimen organizado, a toda una serie de conductas que no son, precisamente, las que propagan y anuncian en sus innumerables textos religiosos y en sus permanentes discursos y sermones. Nada más significativo, en ese sentido, que los acontecimientos de finales del siglo XX en los que el Pontífice romano, el más alto jerarca del catolicismo, se convirtió en cómplice y usufructuario de los más escandalosos fraudes financieros de que tengan noticia la historia moderna: La quiebra del Banco Ambrosiano dentro de la cual se cometieron no solamente defraudaciones financieras, que toda la banca mundial comete, sino asesinatos, torturas, represiones políticas en países bajo regímenes militares, etc. Los miles de millones, en dinero, que el Vaticano ha acumulado, han sido producto del crimen, del asesinato, del envenenamiento, de la defraudación, de todo acto criminoso y de lesa humanidad; y si volvemos la vista hacia otras religiones como el Islam, los jeques y sus correligionarios no han sido muy diferentes a los jerarcas del cristianismo católico y el cristianismo protestante; se diferencian en las formas: unos son más sofisticados que otros, de acuerdo al desarrollo de sus propios medios de enriquecimiento criminal. El delito de las jerarquías religiosas comienza en las mismas bases de sus dogmas. Porque en lo que se refiere a los "principios", ellos no han cambiado: todas las religiones siguen agitando como doctrina los textos más antiguos de que se tenga conocimiento en la historia de la humanidad. Y todos esos textos son falsificaciones de todo tipo mediante los cuales se va transmitiendo, como si fuese una verdad revelada y dicha por personajes de teatro que van por el mundo sembrando la mentira, arropada con el vestido brillante del culto y el rito. En este sentido, la tradición ejerce un completo dominio sobre todos los seres humanos creyentes…
En esta perspectiva y retrospectiva es que hoy podemos afirmar que las religiones han sido instrumento del delito, el crimen atroz, el fraude, el engaño por parte de quienes asumieron su liderazgo y, al mismo tiempo, son el refugio de los pobres, el espacio de los ignorantes y el campo de acción de personajes cuyo carácter de ingenuidad y naturaleza idealista les hace creer que mediante la religión van a lograr el mejoramiento material y cultural de la humanidad que ellos desean humanístamente…
Cientos de obras se han escrito para demostrar, con fehacientes pruebas, que el cristianismo ha sido un fenómeno esencialmente criminal; pero la inmensa mayoría de la humanidad no lee, otra gran parte no cree lo que se escribe y se demuestra en contra de sus creencias y, el resto, los que leen, lo hacen para sostener la dominación, el fraude y el delito dentro de sus campos económicos y religiosos. Por eso es que quienes nos aventuramos a denunciar la verdadera esencia del fenómeno religioso somos como extraños personajes de otros mundos que arriesgamos, en este trabajo, hasta la propia vida. Sin embargo, lo hacemos porque esa es nuestra naturaleza de seres humanos que hemos mutado el carácter tradicional de la especie humana en su particularidad, individualidad y excepcionalidad.
El fanatismo islámico condenó a muerte a un escritor que reveló lo ridículo del "profeta" y los ayatollahs islámicos viven el lujo que la explotación del petróleo les permite, porque en algunos países ellos son los gobernantes; la sumisión de toda esa multitud de gentes ignorantes y fanáticas a sus prédicas absurdas, es su elemento existencial. Un cantante norteamericano programa un concierto que los jerarcas islámicos condenan, pero ante una "donación" dineraria de altas cifras para el culto, le conceden el permiso para el evento y la música se ejecuta ante millares de creyentes. Entonces, ¿qué es lo que domina?
Que siga dominando la religión, cuando la ciencia ha alcanzado niveles nunca antes conocidos, cuando en el planeta hay suficientes medios para que el hombre sea libre, cuando es posible la libre expresión, al menos en los países más avanzados, significa que todo ello no es suficiente para liberar al hombre de una herencia que no es solamente material sino profundamente ideológica y que por ello es la ideología el elemento de mayor peso en el sostenimiento de las creencias. Ya las jerarquías religiosas no necesitan delinquir para obtener, sino que delinquen para conservar; pero siguen delinquiendo, aunque mediante otros medios, con el poder político y cultural que poseen; todo ello gracias al producto de sus primeros delitos y crímenes que siguen dando sus frutos.
Es fácil dominar sobre los que no poseen poder económico, sobre los pobres, y también es fácil dominar sobre quienes piensan que es posible liquidar la injusticia mediante buenas obras. Por ello es que sigue dominando el imperio de las religiones y por lo mismo es que aún les queda mucho tiempo para seguir haciéndolo.
Nuestro propósito consiste en desvelar la esencia de las religiones para que aquellos que poseen una inteligencia de elevado nivel, conozcan algunos elementos que les permitan adquirir una mediana claridad sobre la verdadera esencia de ese fenómeno de la humanidad; muchos historiadores, pensadores, escritores, hombres de inteligencia esclarecida, han escrito sobre la religión y sobre cada una de las que existen en el planeta en que vivimos; sin embargo, muchos de esos escritos se encuentran ocultos o en sitios inaccesibles a los lectores comunes; consideramos necesario renovar criterios en forma permanente a efecto de hacer llegar a las inteligencias de muchos, el conocimiento y que se conozca que hay personas que nos interesamos en sostener el hilo conductor que hombres de todas las etapas históricas de la humanidad han venido tejiendo para impedir el engaño, el fraude, la mentira, en lo que se refiere a las creencias y la misma esencia del ser humano. Nos encontramos entre los seres humanos que pretendemos impedir el imperio de la mentira en el terreno de las ideologías y denunciamos con todo el vigor intelectual posible toda esa historia de defraudación mediante lo más infame que el hombre puede utilizar que es el engaño y el crimen. Y también nos dirigimos a personas que en forma ingenua, por ser personas sanas y honestas, consideran que mediante la religión se puede obtener el mejoramiento de la humanidad y en particular de los pobres que sufren tanto la explotación material como la explotación cultural de su existencia vital”.
Los siguientes datos de Karlheinz Deschner reafirman la criminalidad de la Iglesia Católica:

“*La mayoría de las aportaciones culturales de la Iglesia fueron posibles gracias a la explotación sin contemplaciones de las masas, esclavizadas y empobrecidas siglo tras siglo.

*Y en América del Sur el catolicismo arruinó (además de muchos millones de vidas) más tesoros culturales que los que innegablemente aportó, pese a la sobreexplotación”[94].


La Iglesia Católica y la educación en Colombia

A pesar de ser un Estado laico, la religión católica ha influido profundamente en el pueblo colombiano desde el mismo momento del llamado “Descubrimiento de América”. En el siglo XIX cuando los conservadores llegaban al poder imponían la educación religiosa y cuando lo hacían los liberales establecían una educación secular, sin eliminar radicalmente el elemento religioso católico. El Concordato entre Colombia y la Santa Sede (1888) estableció la educación religiosa, pero a partir de la Constitución Política de 1991, Colombia es una República secular. Según el inciso 4 del artículo 68, “en los establecimientos del Estado ninguna persona podrá ser obligada a recibir educación religiosa”. “De conformidad con el Artículo XII del Concordato de 1973, compete a la Iglesia, en desarrollo de su misión apostólica, la elaboración de los programas y la aprobación de los textos para la Educación Religiosa Católica. Los actuales programas de Educación Religiosa fueron promulgados en 1992 por la Conferencia Episcopal, en el documento Orientaciones pastorales y Contenidos para los programas de Enseñanza Religiosa Escolar[95]. Los siguientes son lineamientos y estándares curriculares para el área de educación religiosa, según la Conferencia Episcopal de Colombia:

 “La Iglesia presenta la Educación religiosa de la escuela como una de las formas del Ministerio de la Palabra al servicio a la educación en la fe. En el proceso de la evangelización la Educación Religiosa contribuye en el camino de la conversión y de la formación del cristiano.

Participa del fin y método del primer anuncio del Evangelio porque realiza la función de convocatoria y llamada a la fe, contribuyendo a despertar el interés por el Evangelio, la conversión y la profesión de la fe en Cristo, así como la inserción en la comunidad eclesial.

Participa del fin iniciatorio de la catequesis y de educación permanente de la fe por cuanto realiza la función de iniciar en el conocimiento completo del mensaje cristiano y dimensiones de la vida cristiana, contribuyendo a estructurar la vida cristiana y hacer madurar la conversión y el interés por el Evangelio.

Participa de la función teológica del ministerio de la Palabra por cuanto realiza a nivel básico la función teológica de desarrollar la inteligencia de la fe y de diálogo con las ciencias, y campos del saber contenido en las áreas del plan de estudios, contribuyendo a profundizar y hacer más sólida la fe.

El carácter evangelizador de la Educación Religiosa escolar se manifiesta en el hecho de que está articulada con los fines y objetivos de la educación cristiana y contribuye al logro de los mismos por parte de los educandos”[96].

La honorable Corte Constitucional, tribunal encargado de la salvaguarda de la carta magna, ha sentado jurisprudencia mediante diversas sentencias respecto a las libertades de conciencia y de religión. En sentencia T—832 de 2011 precisa que la “Constitución de 1991 establece el carácter pluralista del Estado social de derecho colombiano, del cual el pluralismo religioso es uno de los componentes más importantes. Igualmente, la Carta excluye cualquier forma de confesionalismo y consagra la plena libertad religiosa y el tratamiento igualitario de todas las confesiones religiosas […]. Es parte del núcleo esencial de la libertad religiosa […]. La disposición sobre libertad religiosa también protege la posibilidad de no tener culto o religión alguna.  El alto tribunal, buscando garantizar los derechos de los estudiantes, se opone a que se obligue a éstos a realizar rituales y otras prácticas religiosas con las que no estén de acuerdo. La sentencia T—588 de 1998 señala que: “Prestar su cuerpo para la expresión de un acto que la conciencia religiosa del alumno rechaza, carece de toda justificación pedagógica cuando el mismo fin puede cumplirse mediante procedimientos que no generen este tipo de conflicto interno en el educando. La instrucción del profesor, en esta situación, obligaría al estudiante a asumirse como simple objeto, vale decir a enajenarse respecto de sí mismo, que a eso equivale obrar contra las convicciones más profundas a fin de lograr una cosa — en este caso la aprobación de una asignatura. En verdad, la libertad de cátedra no auspicia ni patrocina el ejercicio de la función docente que obligue a los estudiantes a someterse a las órdenes de un profesor que subordina la dignidad de sus estudiantes a la realización de una práctica que no es necesaria para cumplir un objetivo válido del currículo”[97]

Es tanto el poder de la Iglesia Católica que en su gran mayoría Colombia es una nación profundamente creyente en sus doctrinas. No obstante existir otras iglesias protestantes, ninguna tiene la fuerza que ostenta la inveterada y tradicional “Iglesia Católica”. Una gran mayoría de colombianos se formaron y se forman bajo los dogmas de esta iglesia, considerada “como un dominio cuya pretensión es construir sociedad desde los valores, la ética y la moral propios de la fe cristiana”[98]. A partir del Concilio Vaticano II, al proponerse la experiencia como camino para la pedagogía de la fe, se interroga sobre “qué significa e implica ser cristiano, qué es al fin y al cabo el objetivo de la educación religiosa, y qué se entiende por experiencia, sobre todo la experiencia religiosa en general y, concretamente, la experiencia cristiana”[99]. Observando el quehacer individual, social y moral de las personas que han recibido una educación religiosa, se evidencia claramente que los altos ideales propuestos en este modelo educativo no se realizan; infiriéndose de esta manera que el propósito de esa instancia formativa no se concreta en hechos tangibles en nuestra sociedad. Si analizamos la siguiente propuesta educativa, se aprecia que su espíritu no se materializa en la conciencia de los que en ella se forman. “La Educación Religiosa no puede ignorar la dimensión comunitaria de la experiencia cristiana ni puede perder de vista que la fe tiene una dimensión política que le viene dada por su misma dimensión social. Así mismo tiene que tener en claro que el Dios de la revelación está comprometido en la liberación de hombres y mujeres y no se acomoda a los proyectos humanos que dejan a su paso huellas de injusticia, que la salvación es histórica y que no hay salvación si no hay liberación de todo lo que impide a las personas realizarse como personas. Vale decir, así, que la salvación no se refiere al premio en la otra vida sino que es la plena realización de las aspiraciones verdaderamente humanas y la liberación de todo lo que impide a hombres y mujeres ser plenamente humanos. Es decir, que la dimensión social de la fe es constitutiva de la Educación Religiosa”[100]. Algunos docentes de la cátedra de religión son dogmáticos, intolerantes, no respetan las diferencias y con muchos de sus actos violan el ordenamiento constitucional al obligar a sus alumnos a recibir clases de religión y a practicar los rituales y ceremoniales de la Iglesia Católica. Con esta actitud dogmática, es difícil conseguir que una entidad forme ciudadanos corresponsables, críticos y transformadores, máxime “si sus estructuras son cerradas, jerárquicas, autoritarias, excluyentes y violentas y no permiten la autonomía, la libre expresión, la participación real, la autorregulación y la autodeterminación de quienes se educan en ella”[101].  

Para fortuna de la juventud actual, la que, por diversas circunstancias, se “educa” en la religión católica, no asimila esta pedagogía ni se compromete a vivir de acuerdo con ella; posiblemente, porque ya se percató que la religión no responde a las preguntas que se formula el estudiante de hogaño.

Pero muchas de las personas formadas con fundamento en el pensamiento católico no proceden en consecuencia, ni viven una existencia de acuerdo con la dogmática católica. Son católicos por tradición, mas no por convicción. No practican las virtudes católicas y obran distinto a la moral cristiana. Son “católicos” porque sus padres así se lo impusieron “a sangre y fuego” o porque estudian en colegios de orientación católica—cristiana.  A pesar de que se diga que “el área de educación religiosa debe  estimular el ejercicio de relaciones de convivencia basadas en el respeto al otro y en la construcción colectiva de normas interiorizadas en un proceso de reflexión consciente, de los argumentos que lo mueven a las acciones en beneficio de lo colectivo”[102], el cumplimiento de esta formalidad no se evidencia en la gran mayoría de alumnos y egresados que reciben o recibieron este tipo de educación. Si todo lo que enseña religión católica, supuestamente es la verdad, cuya fuente inconfundible es Dios (un Dios bueno y amoroso), y a los hombres nos gusta y seduce la búsqueda de la verdad, ¿entonces por qué nos fue impuesta “la verdad revelada por Dios” a sangre y fuego? ¿Por qué fue necesario perseguir con todo tipo de tropelías y vejámenes a quienes se atrevían a poner en duda esta “verdad revelada” o que no se acomodaban a esa “verdad” porque disentían de ella? ¿Por qué la Inquisición, la cacería de brujas, los autos de fe, las hogueras, las persecuciones, las guerras santas, la excomunión y demás brutalidades?

Como secuela de la educación religiosa, se percibe que los egresados de la institución escolar implementan y vivencian en un altísimo porcentaje la cosmovisión religiosa en la percepción y sistematización de la realidad, descartando las demás cosmovisiones: científica, estética y filosófica. La cosmovisión religiosa les anula su conciencia crítica y la capacidad de pensar por sí mismo, impidiéndoles asumir una actitud iconoclasta, contestataria, contenciosa, controversial, dialéctica y cuestionadora. Ese tipo de egresados, con su mentalidad del rebaño, son incapaces de transformarse a sí mismo y tratar de transformar la sociedad en que viven, arrastradas por la corriente de las circunstancias, prisiones de un sistema económico, político y social que les dice qué hacer, qué pensar y qué decir. La educación religiosa no deja pensar críticamente.

Conclusión

La Iglesia Católica, como institución eclesiástica, durante tiempoórgano de control de moralidad y de vida social[103]”, está en un proceso degenerativo de decadencia irremediable e inevitable, originada enla fosilización de sus instituciones, su incapacidad de enfocar al ser humano como animal en devenir, sus absurdas pretensiones de conservar el status quo clasista y de preservar la superstición y la ignorancia”[104], y los frecuentes e inveterados escándalos  de pedofilia, etc.

A pesar de las irrefutables fechorías y tropelías de la Iglesia Católica, no se puede desconocer su labor pastoral, catequizadora, evangelizadora, moralizadora y espiritual. Igualmente, toda su labor humanitaria en guerras, secuestros, tragedias y desastres naturales, y asistencia espiritual en cárceles, hospitales, colegios, batallones y otras instituciones de clausura. No obstante su historia criminal, el Catolicismo también ha contribuido a aliviar o paliar el dolor y sufrimiento en circunstancias bélicas y conflictivas, en múltiples ocasiones cuando su presencia ha sido oportuna en los lugares donde fue llamado y se presentó de manera espontánea. Todo su acervo doctrinario, ceremonial y ritual, sin duda alguna, ha sido un bálsamo eficaz para los creyentes. La creencia en Dios, la Virgen, el Divino Niño, el Sagrado Corazón y algunos santos les ha servido de alivio para tratar de suavizar su mísera condición tan frágil y deleznable ante el rigor y la dureza de la naturaleza. Sin embargo, el Catolicismo, la Iglesia Católica, el Cristianismo, o en general, la religión está en decadencia y, tarde o temprano, de ella “no quedará ni la tumba ni la cruz[105], como dice la canción popular. Sea cual sea la confesión religiosa que profesen los fieles, la religión, en un futuro lejano, no será más que una parte de la historia de la humanidad.

La juventud, en una significativa mayoría, es refractaria a sus creencias y no asiste voluntariamente a las homilías, y, si lo hace, lo hace por la presión de sus padres o educadores. Algunos estudiantes se niegan a recibir clase de religión, y los educadores no pueden obligarlos, porque el ordenamiento constitucional lo impide, debido a la libertad de cultos, de conciencia, etc. En su gran mayoría, los católicos son adultos; cuando éstos fallezcan, es probable que el catolicismo se quede sin adeptos, porque los jóvenes no muestran interés por esta doctrina. Si a los niños y jóvenes se les permitiera la posibilidad de aceptar libremente el bautizo, la primera  comunión y la confirmación, muy pocos lo aceptarían. En Colombia, dentro del catolicismo, estos tres sacramentos son impuestos por los padres de familia, sin el consentimiento de los niños y los adolescentes. El catolicismo no responde a las expectativas e intereses de la juventud, inclinada a la vida light, a la superficialidad y al consumismo. El dios o los dioses de los jóvenes son los cantantes, los deportistas, los videojuegos, los youtuber, la tecnología y las drogas. La religión no forma parte de la vida de muchos de estos jóvenes. Y eso que muchos jóvenes desconocen las tropelías y fechorías que se han perpetrado en nombre de la religión, como algunas de las anteriormente citadas.

Si bien es cierto que la confesión protestante (evangélicos, cristianos, pentecostales, etc.) en Colombia cada vez tiene más seguidores, también lo es porque los adultos imponen a sus hijos desde niños que asistan y se involucren en determinada creencia religiosa. Las diferentes iglesias protestantes, además de explotar económicamente a sus feligreses, les prometen una supuesta solución a todos los problemas de sus creyentes.

Vaticinar cuánto tiempo de queda de vida a la religión es imposible, pero es muy probable que su poderosa influencia siga impactando a los creyentes durante algunos siglos más. El avance incontrolable de la tecnología y el desaforado ímpetu consumista, en cualquier momento, le pueden acertar el golpe mortal a la religión, y si esto es así no se necesitarán siglos, sino pocos años. El tiempo dictará su sentencia, pero, con toda seguridad, yo  no estaré presente en este mundo para asistir al “entierro” de la religión, que, paradójicamente, enterró a muchas personas.  


LUIS ÁNGEL RÍOS PEREA
Colombia, 2016


[1]  VARGAS LLOSA, Mario. El héroe discreto.  http://assets.espapdf.com.pdf
[2] VALLEJO, Fernando. Conferencia en la Feria del Libro, Bogotá, 2016.
[3] PROUST, Marcel. Por el camino de Swann. www.librodot.com
[4] Evangelio según San Mateo: capítulo 12, versículo 26.
[5] PROUST, Marcel. Por el camino de Swann. www.ebookmundo.com Pdf., p. 1.054
[6] DESCHNER, Karlheinz. Historia criminal del cristianismo. www.librostauro.com.ar
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[10] HARQUINDEY, Salvador. El Papa Francisco, Dostoievski y el Gran Inquisidor. http://www.rebelion.org/noticia.php?id=170723
[11] GUTIÉRREZ CABELLO, Mario. El gran Inquisidor, la angustia por la libertad. Ho Legon – Revista de Filosofía. Año 13, No. 13, p. 50.
[12] Ibídem, págs. 48 y 55.
[13] Ibídem, págs. 50 y 53.
[14] LÓPEZ NORIEGA, Saúl. Ob. Cit., p. 90.
[15] DOSTOIEVSKI, Fiódor  Mijáilovich. Los hermanos Karámazov. RBA Editores, Barcelona, 1991, p. 255.
[16] GUTIÉRREZ CABELLO, Mario. Ob. Cit., p. 54.
[17] DOSTOIEVSKI, Fiódor  Mijáilovich. P. 162.
[18] GUTIÉRREZ CABELLO, Mario. Ob. Cit., p. 49.
[19] Ibídem, págs. 53 y 54.
[20] DOSTOIEVSKI, Fiódor  Mijáilovich. Ob. Cit., p. 253.
[21] LÓPEZ NORIEGA, Saúl. Ob. Cit., p. 93
[22] Ibídem
[23] Ibídem
[24] DOSTOIEVSKI, Fiódor  Mijáilovich. Ob. Cit., p. 255.
[25] Ibídem, págs. 256, 257 y 260.
[26] LÓPEZ SASTRE, Gerardo. Hume. Cuándo saber ser escéptico. Batiscafo, Barcelona, 2015, p. 53.
[27] Ibídem, p. 54, 57 y 78.
[28] BRECHT, Bertolt. Galileo Galilei. Losange, Buenos Aires, 1956, p. 63, 66 y 69.
[29] YALOM, Irving David. Ob. Cit.
[30] YALOM, Irving David. Ob. Cit.
[31] PINEDA BOTERO, Álvaro. Ob. Cit. P. 216.
[32] CARPINTERO, Enrique. Spinoza. Un pulidor de lentes que nos permite seguir confiando en la vida. www.topia.com.ar
[33] Tomado de una carta escrita y enviada por Baruch Spinoza en 1665 al secretario de la recién creada Royal Society inglesa (quien le había reprochado que se dedicara más a «teologizar» que a «filosofar»)
[34] LÓPEZ SASTRE, Gerardo. Hume. Cuándo saber ser escéptico. Batiscafo, Barcelona, 2015, p. 70.
[35] DAMASIO, Antonio. En busca de Spinoza. Neurobiología de las emociones y los sentimientos. Crítica, Barcelona, 2009, págs. 153 y 154.
[36] YALOM, Irving David. Ob. Cit.
[37] NIETZSCHE, Federico. Así habló Zarathustra. Bogotá, Oveja Negra, 1982, p. 52
[38] Ibídem.
[39] Ibídem, p. 53.
[40] Ibídem.
[41] Ibídem.
[42] CARPINTERO, Enrique. Ob. Cit.
[43] HUME, David.  Tratado de la naturaleza humana  (en LÓPEZ SASTRE, Gerardo. Hume. Cuándo saber ser escéptico. Batiscafo, España 2015, p. 20).
[44] ROUSSEAU, Juan Jacobo. El contrato social. www.ebookmundo.com, págs. 513, 95 y 96.
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[46] ARAMAYO, Roberto R. Rousseau. Y la política hizo al hombre (tal como es). Batiscafo, Barcelona, 2015, págs. 130 y 131.
[47] ROUSSEAU, Juan Jacobo. Las confesiones. Pdf, p. 254. http://www.downloadlibros.org/tag/jean-jacques-rousseau-las-confesiones-pdf/
[48] MENDEZ BERNAL, Rafael. Clásicos del pensamiento universal resumidos. Intermedio editores, Bogotá, 2000, p. 176.
[49] ROUSSEAU, Juan Jacobo. Emilio o de la educación. Pdf, págs. 213 y 214. www.ebookmundo.com
[50] Ibídem, p. 1306.
[51] NIETZSCHE, Federico. El Anticristo. www.megaepub.com
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[84] CIRCULO DE LECTORES. Ideas. El espíritu del hombre mueve el mundo.
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[94] DESCHNER, Karlheinz. Historia criminal del cristianismo. www.librostauro.com.ar
[95] PERAFAN PRIETO, Diana Paola y otros. La educación católica en Colombia y su práctica pedagógica en la formación ciudadana… http://repository.lasalle.edu.co/bitstream/handle/10185/8014/27031700.pdf?sequence=1
[96] Conferencia Episcopal de Colombia, Lineamentos y Estándares curriculares para el área de Educación Religiosa, Bogotá, D.C., julio de 2004, pp. 67.
[97] Corte Constitucional sentencia T—588 de 1998.
[98] PERAFAN PRIETO, Diana Paola y otros. Ob. Cit.
[99] Ibídem.
[100] Ibídem.
[101] Ibídem.
[102] CORTINA Adela. Ética Mínima. Editorial Tecnos S.A. Madrid, 1990.
[103] BOTTO, Michele. Del ápeiron a la alegría. La subjetividad en Deleuze. UAM Ediciones, Madrid, 2014, p. 13.
[104] Ibídem.
[105] GÓMEZ, Dario, Nadie es eterno en el mundo. (Canción “carrillera” popular).

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