Introducción
Amparado en mis derechos a la libertad de pensamiento,
expresión, opinión, conciencia y religión, consagrados en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos y en la Constitución Política de Colombia, me
propongo elaborar un escrito crítico y contestatario sobre la religión
católica.
Sé que los amables lectores se van a molestar un poco
(y por ello anticipo mis excusas) por referirme a la religión como lo haré en
el presente escrito; pero es que ella ya habló unilateralmente durante
milenios, y ahora es preciso que hable yo, en mi condición de filósofo, o si
prefiere, en mi condición de lector apasionado, compulsivo y voraz, que,
inquieto por el fenómeno religioso en todas sus manifestaciones, ha leído y
releído diversos libros religiosos, sagrados y otros textos relacionados con el
tema, en búsqueda de allegar la mayor información posible, con el ánimo de
obtener cierta claridad al respecto. Es importante aclarar que con los libros
leídos guardo la prudente distancia que me aconseja mi espíritu crítico, para
no asumir una actitud crédula y repetir todo al pie de la letra, como si ellos
contuvieran la “verdad revelada”. La Iglesia Católica, y el cristianismo en
general, ha tenido sus detractores, y no falta quien escriba libros condenando
a la iglesia o denostando de ésta, por el solo hecho de no estar de acuerdo con
sus doctrinas, dogmas, ortodoxia, ceremoniales, y rituales o porque se consideran
antirreligiosos. Así mismo, he reflexionado profundamente sobre el hecho
religioso desde niño, porque éste me ha inquietado hondamente y no lo he
aceptado acríticamente, como lo hacen los creyentes, a quienes les resulta más
fácil creer que pensar, porque pensar es difícil, y, como sabemos, a muchos nos
les gustan las cosas difíciles. “Pero un día perdí la fe y nunca más la he
recobrado. Creo que la perdí apenas empecé a pensar. Para ser creyente no
conviene pensar mucho”[1].
Mi actitud ante el
fenómeno religioso
Mis inquietudes y dudas respecto al fenómeno
religioso surgieron en los albores de mi niñez. No se puede culpar a Copérnico,
Galileo, Meslier, Maquiavelo, Lutero, Vesalio, Bruno, Spinoza, Hume, Voltaire,
Diderot, Marx, Freud, Nietzsche, Lenin, Trotsky, Bakunin, Schopenhauer, Russell,
Fromm, Sartre, Deschner, Sagan, Russel, Saramago, Eduardo Galeano, Hawking,
Asimov, Higgs, Savater, Fernando Vallejo y otros intelectuales contestatarios e
iconoclastas de ser los responsables de mi escepticismo religioso,
fundamentalmente del Cristianismo en ninguna de sus múltiples expresiones. Mi
criticidad al respecto empezó mucho antes de leer a estos y otros autores
geniales. Aclaro que me identifico con muchas de sus posturas críticas
en contra de la religión, pero también disiento de otras. Por ejemplo, no estoy
de acuerdo con el lenguaje procaz, agonístico e incendiario de Fernando Vallejo
con el que vierte sus virulentas y mordaces diatribas y anatemas en contra de
la Iglesia Católica, porque los integrantes de esta inveterada y cuestionada
institución son personas, y éstas, aunque se hayan equivocado en su práctica
religiosa, cometiendo vejámenes, fechorías y otras tropelías (Inquisición, cacería
de brujas, Cruzadas, persecución a los judíos, guerras religiosas, ideología
política, pedofilia, etc.), merecen trato digno. No obstante este reparo,
comparto sus planteamientos, producto de sus profundas y exhaustivas
investigaciones, en contra de la religión Católica, porque muchos de sus altos
jerarcas han sido “unos tartufos bellacos”[2].
Nací y crecí en un hogar católico de acción y de
alusión. Mi madre era “una de las representantes de Dios en la tierra” y, como tal, una de las “damas adoratrices”. Hizo
todo lo posible por inocularme el dogma católico. Mi educación primaria estuvo
permeada por todo el acervo católico. Mi entorno social estaba saturado de
prácticas religiosas por doquier. Sin embargo, mi espíritu crítico empezó a
aflorar desde muy niño. Inquieto por el saber y la verdad, como siempre lo he
sido y lo seguiré siendo hasta que descienda al insondable abismo de la nada,
empecé a cuestionar y cuestionarme sobre este fenómeno que afecta e impacta a
tantos seguidores.
Observaba que la inmensa mayoría de los habitantes de
mi pueblo vivenciaban el hecho religioso con un fervor tan vehemente hasta el
punto de despertar en mi curioso espíritu el asombro y la admiración. Analizaba
y reflexionaba extasiado y embelesado la cotidianidad religiosa de mi
“prójimo”. Me percaté de la falta de coherencia de los creyentes entre las
enseñanzas religiosas, las disertaciones de los sacerdotes y lo que las
personas realizaban en su práctica. Yo había escuchado de quienes pretendían
vanamente adoctrinarme con dogmas, doctrinas y ortodoxia religiosa, que los
pilares del Cristianismo eran la justicia, el amor y el perdón. No obstante, muchos
de mis “paisanos” eran injustos, odiaban y les animaba un espíritu de venganza.
La religión era la encargada de tratar sobre la
moral, y yo percibía en algunos ciudadanos, e incluso de ciertos predicadores,
una evidente y descarada doble moral. ¿Por qué la dinámica religiosa lograba
alienar, masificar y cosificar fácilmente?, fue uno de mis primeros interrogantes.
Lo que los contrayentes matrimoniales prometían en el momento de la boda no se
cumplía rigurosamente. Además, eran evidentes las transgresiones a los 10
mandamientos (que me “enseñaban” mis profesoras de religión con la intimidación
violenta de una regla de madera) por parte de los más “fervientes”. Los
sacerdotes predicaban la supuesta pobreza, sin embargo la iglesia pedía
limosnas y ofrendas, y cobraba por sus “servicios”: bautizos, primeras
comuniones, confirmaciones, matrimonios, entierros, etc. Éstas y otras inconsecuencias me convencieron
de que debía adoptar una actitud dubitativa y escéptica ante el fenómeno
religioso. Entonces surgieron en mi conciencia muchas preguntas. Indagando y,
sobre todo, reflexionando sistemáticamente, empecé a encontrar mis primeras
respuestas. A pesar de mi edad aún pueril, inferí que detrás de la religión se
ocultaba la mentira y que muchos no eran creyentes por convicción y vocación,
sino por convención, tradición y costumbre.
Era tal la influencia religiosa en mi contexto
espacio-temporal que por doquier se percibía la contundencia del fenómeno:
nombres bíblicos y del santoral católico (Moisés, David, Abraham, Raquel, Sara,
Antonio, José, Isidro, etc.), fiestas
religiosas, actos litúrgicos, libros religiosos (Biblias, catecismos,
devocionarios, cartas encíclicas, epístolas encíclicas, constitución
apostólica, exhortaciones apostólicas, cartas apostólicas, bulas y breves, etc.),
objetos y símbolos religiosos, representaciones e imágenes religiosas (Jesús,
Virgen, niño Jesús, sagrado corazón, santos, sacerdotes, etc.), sacramentos
(bautizos, confirmaciones, matrimonios, etc.), confesión, expresiones
religiosas (“¡Dios mío”!, “¡Virgen Santísima!” “¡Dios me libre y guarde!”,
“¡Mañana nos vemos, si Dios nos presta la vida!”, “Dios lo puede castigar”, etc.),
juramentos poniendo a Dios como testigo, templos (grandes y llenos de boato:
costosas obras de arte, objetos en oro y plata, pianos, etc., como símbolo del
poder de Dios), capillas, pesebres, árboles de navidad, villancicos, novenas,
altares, cruces de diversos tamaños (en el templo, cementerio, casas, oficinas,
campos, etc.), templos o iglesias en el cementerio, en el hospital, en las
veredas y otros lugares, cruces y monumentos a la virgen en la ciudad y en el
campo, monjas o religiosas en colegios y hospitales, campanas llamando a misa, oraciones
y rezos por aquí, por allá y por acullá, etcétera, etcétera, etcétera. En fin,
religión por todas partes: templos, familias, colegios, lugares de trabajo, sitios
de diversión, calles, transporte público, etc. Me hablaban de religión mis
padres, familiares, vecinos, sacerdotes, maestros, etc. El contexto familiar y
social estaba lleno del acervo religioso. Ante la ocurrencia de un fenómeno
natural (tormentas, sismos, derrumbes, relámpagos, truenos, etc.) se acudía a
invocar santos para “refrenar” y
“controlar” el poder de la naturaleza. Es
imposible que la mente acrítica de un niño no quede permeada por la dinámica
religiosa y su impronta no resulte impresa de manera indeleble a nivel consciente
e inconsciente.
Sumado a lo anterior, la influencia religiosa en mí
fue demasiado contundente por cuanto nací en un Estado confesional
(“encomendado al Sagrado Corazón”) y en un pueblecito profundamente religioso,
y en estas pequeñas poblaciones el acervo religioso impacta más a las personas
que en las grandes ciudades: homilías en templos, escuelas y otros sitios
públicos, perifoneo religioso, celebraciones religiosas transmitidas por
emisoras y televisión, escenificaciones en vivo de la Semana Santa, fiestas patronales
y en honor de la virgen y de santos, etc.). La llamada “Fiesta de la Virgen del
Carmen” era celebrada con pólvora y desfiles de automotores, porque,
supuestamente, es la patrona de éstos. ¿Quién podía escapar a tan ensordecedor
“bombardeo” de la religión católica? En ese pueblo no existían otras iglesias
(las llamadas “iglesias protestantes”; el monopolio espiritual lo tenía la
Iglesia Católica.
Sin embargo, toda esta arremetida religiosa, en lugar
de adoctrinarme, me hizo dudar… Si la religión condicionaba la manera de ser y
de estar en el mundo, decidiendo sobre la vida espiritual y material de las
personas, empecé a preguntarme si eso era todo lo que uno debía y podía vivir. Sin
adoptar posiciones extremas de rechazar radicalmente ese universo místico, continué
viviendo en ese mundo pero sin pertenecer a él, por cuanto mi naciente espíritu
crítico me exigía investigar y reflexionar al respecto por mí mismo, sin la
mediación, dirección e imposición de los demás.
Intrigado por las “enseñanzas” de la religión
Católica, me dediqué, por mi cuenta y riego, sin la mediación de mi madre, mis
“profesores” y de los sacerdotes, a leer la Biblia Católica, inicialmente, y
después otros textos “sagrados” de otras religiones. (Valga aclarar: no sólo
existe la religión Católica y otras de las más conocidas; hay más de cinco mil
religiones). Yo leí la Biblia, no porque alguien me la impusiera; lo hice
porque quería zambullirme en la profundidad de ese libro tradicional, que veía
en mi casa, en el colegio, en las casas de los vecinos, en el templo, en fin,
la Biblia por aquí, la Biblia por allá, la Biblia por acullá, la Biblia por
todas partes. La leí por convicción, mas no por imposición. En mi niñez era
común que padres, vecinos, profesores y sacerdotes insistieran en que se leyera
la Biblia. ¿Todos éstos por qué no se afanaban por recomendarnos la lectura de
otros libros? Parodiando a Proust, me atrevo a afirmar que no estaba de acuerdo
con estos agentes socializadores del niño que impusieran la atención de “cosas
insignificantes, mientras que
los libros que
contienen cosas esenciales”[3] se leen poco en la vida.
Se puede leer la Biblia sin que uno se deje
condicionar o alienar por ella. Para poder cuestionarla o refutarla, o (en el
peor de los casos) someterse acríticamente a sus “enseñanzas” y dogmas, es
necesario leerla. El libro contiene algunas “enseñanzas” que pueden resultar
“útiles” para la vida. Entre ellas destaco una pregunta del Nuevo Testamento,
interrogante que, despojado de su tinte religioso e interpretándolo a mi
manera, considero encierra cierta “sabiduría”: ¿De qué le
sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?”[4]. Yo reformularía la
pregunta de la siguiente manera: “De qué
le sirve al hombre conquistar el mundo entero, si se pierde a sí mismo”. Algunas
personas, en ciertas ocasiones, incapaces de dominar racionalmente sus
instintos, pasiones, emociones, apetitos, afectos o deseos (dominar no
reprimir), toman decisiones inadecuadas que, en la mayoría de las veces, les
hacen perder o poner en riesgo su libertad exterior e interior. Cuántas
personas, eclipsados por el brillo oropelesco de sucedáneos como la fama, la
riqueza, el poder, los cargos públicos, los títulos y los vicios, descuidan el
cultivo de su ser por ir tras la conquista de los entes, cosas y objetos, que
son efímeros, fugaces, contingentes,
perecederos, fungibles, cambiantes, etc. Les interesa más parecer que ser. En
esa lógica ilógica se pierde la autenticidad, la genuina identidad (núcleo
esencial del ser humano) y, de paso, a sí mismo. Con cuánto fundamento nos dice
Proust: “¡Y sacrificamos tantas veces a la
impaciencia de un placer inmediato la realización de muchas posibles venturas!”[5].
Leyendo y releyendo la Biblia hallé ciertas
contradicciones, pasajes oscuros, exabruptos, muchos desatinos e incoherencias
y episodios violentos. Descubrí que se narran mitos, fábulas e “historias”
ocurridas en un contexto social, político, económico y espacio-temporal determinado
y lejano, muy diferente al continente americano. Encontré en el texto sagrado gran dificultad
para entenderlo, porque me persuadí que encierra alegorías, metáforas,
parábolas, signos, símbolos, imágenes, lenguaje cifrado y elementos crípticos. Tiempo
después me enteré que la hermenéutica (el arte de interpretar textos) había
surgido como una necesidad para tratar de interpretar la complejidad de las
sagradas escrituras; así mismo, que para poder tener una mediana comprensión de
éstas había que abordarlas con las herramientas adecuadas: exégesis,
hermenéutica, semiología, semántica, lingüística, historia, retórica y
gramática. Luego escuché a un sacerdote afirmar que la vida no alcanzaba para
entender la Biblia…
Siendo niño ingenuo y acrítico, me predicaron muchos
atributos de Dios: infinito, eterno, sabio, infalible, bueno, justo, amoroso, perfecto…
Analizando y reflexionando sobre estas cualidades divinas, de estos atributos
del ser de Dios, afloraron en mí diversas preguntas. ¿Cómo así que Dios, siendo
justo, eligió solamente al pueblo judío? ¿Y los demás pueblos no merecían la
elección de Dios? Siendo Dios amoroso, ¿por qué tanta violencia en las
“sagradas escrituras”? Si Dios, que es bueno, creó al hombre a su imagen u
semejanza, ¿entonces por qué el hombre no es bueno? Preguntas y más preguntas
respecto al contenido de la Biblia me siguen y me seguirán inquietando. Si me
tocara creer, bajo coerción, en lo que dice la Biblia, lo haría; pero en lo que
no creo ni creeré, así me intimiden, es que las construcciones lingüísticas y
los juegos y artificios del lenguaje, no son inspiración de Dios, que la Biblia
no fue “dictada” por Dios a los profetas. Hay que ser muy cándido para creer en
los mitos, fábulas, parábolas, cuentos, leyendas y demás narraciones bíblicas. Como
me considero un buscador de la verdad (así sepa que ésta no existe), impelido
por mi acendrado espíritu crítico, he investigado y seguiré investigando sobre
este inquietante y apasionante tema.
Como filósofo contestatario e iconoclasta, no me
conformo con lo que me dice y trata de imponerme el “rebaño”, no me gusta
“tragar entero” y no me resigno a que el inconsciente colectivo me condicione a
vivir la vida de una determinada manera. La hoguera de mi antagonismo (moderado
y respetuoso) hacia la religión se encuentra atizada con la combustión que
genera el hecho absurdo de que la Biblia pretenda decirnos cómo vivir, qué
hacer, qué comer, qué beber, cómo vestirnos, qué pensar, qué decir, qué esperar,
qué desear, qué no desear, cómo ejercer nuestro libre y autónomo ejercicio de
la genitalidad… Algo que no puedo “perdonarle” a la religión Cristiana es que
haya “contaminado” las mentes de los grandes escritores: Dante, Cervantes,
Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstoi, etc., y por eso la literatura clásica
está plagada de cristianismo. Además de
contaminar la literatura, también se opuso a la ciencia. En todo se entrometió
la entrometida Iglesia Católica, condicionando y prohibiendo a su antojo. “Al
dictado de la teología estaban sometidas la filosofía y la literatura; en
cuanto a la historia como ciencia, era desconocida por completo. Se condenó la
experimentación y la investigación inductiva; las ciencias experimentales
quedaron ahogadas por la Biblia y el dogma; los científicos arrojados a las
mazmorras, o a la hoguera. En 1163, el papa Alejandro III (recordemos de paso
que por esa época existían cuatro antipapas) prohibió a todos los clérigos el
estudio de la física”[6].
Suscitados
en mí el escepticismo y la duda racional, inicié una exhaustiva búsqueda de “mi
verdad” sobre este inquietante fenómeno denominado “religión”;
investigación (exegética, hermenéutica, semiológica, filológica, lingüística,
metafísica, cosmológica, sicológica, fenomenológica, histórica, literaria,
teológica, antropológica, sociológica y filosófica), que culminará cuando
expire mi efímera y fugaz existencia, como ser temporal, contingente y finito
en un mundo intemporal, necesario e infinito. Mis indagaciones, experiencias y
reflexiones efectuadas hasta la fecha me han permitido colegir, entre otras
conclusiones, que la religión nos ha mantenido en una deliberada y descarada mentira. “Es necesario creer en Dios para salvarse.
Este dogma mal comprendido es el comienzo de la intolerancia sangrienta y la
causa de todas estas vanas instrucciones que han producido un golpe mortal a la
razón humana, habiéndola acostumbrado a que se quede satisfecha con palabras”[7]. Las religiones predican la mentira para convencernos que
predica “la verdad”.
La Iglesia Católica ha utilizado, de manera pragmática, su dogmática
como un instrumento propagandístico, a través de intrincados y alienadores
fundamentos conceptuales y terminológicos, con el propósito de legitimar un
saber y una verdad unívocos, sin importar la apertura a una verdad pluralista,
multívoca, sino a la adhesión acrítica, con la ayuda de un método retórico y
argumentativo fundado en el arte de persuadir y convencer así como lo hace la
propaganda. “Uno
de los factores esenciales de la propaganda —tal como se ha desarrollado sobre
todo en el siglo xx, pero cuyo uso era muy conocido desde la antigüedad y que
ha aprovechado con un arte incomparable la Iglesia católica— es el
condicionamiento del auditorio mediante numerosas y variadas técnicas que
utilizan todo lo que puede influir en el comportamiento humano. Estas técnicas
ejercen un efecto innegable para preparar al auditorio, para hacerlo más
accesible a los argumentos que se le presentarán”[8].
La Iglesia Católica Apostólica y Romana ha sido
objeto de cuestionamientos espetados por diversos sectores de la humanidad,
entre los que se destacan algunos reconocidos e influyentes intelectuales.
Dostoievski (uno de ellos), quien fuera reconocido por el escritor Stefan Zweig
como “el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos”, enfiló su mordacidad crítica en contra de ésta en
el pasaje alegórico “El Gran Inquisidor” (en concepto de Freud, una de
las cumbres de la literatura universal), célebre episodio de su genial novela “Los
Hermanos Karámazov” (considerada “como la expresión artística más poderosa de
la habilidad del escritor”[9]),
denunciándola como hipócrita y
malévola. “En ese corto texto el genio del escritor ruso toma partido por
Cristo, directamente y sin mediadores, frente a los cristianos que lo niegan”[10]. Según el filósofo Mario
Gutiérrez, el genio de este escritor “está en haber hecho obra de arte un
relato que había tomado una interpretación unívoca, que había adquirido una
imagen y contenido estático (icónico) en la fe y doctrina cristiana,
convirtiéndolo en una imagen fantástica”[11]. El tema de esta inquietante
pieza metafísica se centra en sus posturas sobre la libertad. “La genialidad de
esta discusión está en cómo la libertad es fundamento para probar la
pertinencia de la fe para la realización de la felicidad del hombre… Si la
libertad le es desgarrada al hombre de su ontología, éste se convierte en un ser
des-naturalizado, se vuelve un algo inconsistente, que ya no puede posarse para
constituirse como tal y menos reposar en sí mismo, se vuelve en lo que
Dostoievski entiende como un endemoniado… En tal poema se plantean tesis sobre
la Libertad, y la pertinencia de la vida espiritual para el hombre…
La libertad no debe pertenecer a la ontología del hombre, es causa angustia y
desgracia para el hombre que no sabe qué hacer con ella. El Gran Inquisidor,
sin decirlo, muestra lo problemático que es la libertad: su peso. Es decir, la
inherente responsabilidad que acarrea ser-libre y, por tanto, la posibilidad
siempre presente de llegar a ser responsable de algo: culpable”[12]. Dostoievski muestra cómo el hombre renuncia a la libertad (concedida a los hombres por
Jesús al renunciar a las tentaciones de Satanás: “La
fuente y línea argumental del discurso del Gran Inquisidor se puede visualizar
en las tentaciones que le hizo el Diablo a Jesús, y éste venció, en el
desierto. Esto se relata en el Nuevo Testamento y, con más fuerza, en Lucas
4,1. Tal relato bíblico está lleno de metáforas y alusiones sobre lo que es la
fe y el arte del demonio… Dostoievski ve, en estas tres tentaciones, una
interpretación de la naturaleza humana, de sus deseos, ambiciones y flaquezas,
por eso a través de Iván Karamazov, va a convertir estas tres tentaciones en su
conjunción en un método de control y dominio sobre la propia naturaleza
humana y, así, sobre la humanidad. Va a mostrar cómo la Iglesia se ha apartado
del camino que Cristo mostró y la imposibilidad, según el Inquisidor, de
realizar el proyecto de fe que deseaba Cristo para su pueblo pues tal fe
desconoce la naturaleza humana que entrañan las tres tentaciones demoníacas… La
crítica principal del Gran Inquisidor se centra contra la libertad que
promovió y enseñó Cristo cuando vino y bendijo a los hombres en su estancia en
la tierra, pero tal libertad no puede ser una bendición si está en
contradicción con el modo de ser del hombre”[13]), a cambio de seguridad y comodidad, por cuanto el
hombre es incapaz de soportar el peso y la responsabilidad que implica la
libertad. El gran Inquisidor (reflexión filosófica que “busca diseccionar uno de los rasgos más trágicos y
dramáticos de la condición humana”[14]) muestra cómo se renuncia a la libertad para obtener la “cómoda” esclavitud. “Mejor es que nos esclavicéis, pero danos de
comer”[15]. Los hombres saben que son incompatibles la
libertad y el pan terrenal. “Negar el pan terrenal, en pos de una libertad que mostrara
que no sólo de pan vive el hombre, fue no entender al hombre que
necesita de pan para vivir y ser feliz. Está totalmente determinado por su
naturaleza. La idea de libertad, promovida por Jesús, sólo podía traer grandes
sufrimientos a los hombres que después de intentarlo, es decir, vivir pensando
qué hacer con la libertad acudieron a la Iglesia a exigirle: ¡Dadnos de
comer! Tal frase revela que es mejor entregar la libertad y esclavizarse
que sufrir la ausencia del pan para la vida. Esta elección muestra que el pan
terrenal en abundancia y la libertad que Cristo proponía son absolutamente
incompatibles. Los hombres en la definición del Inquisidor al someterse, al
convencerse de que es imposible ser libres, entregando su libertad, causa de
angustia y dolor, se dan cuenta, así, de su verdadera naturaleza viciosa,
insignificante y rebelde”[16]. La Iglesia, valiéndose de la mentira, urdirá
ardides para engañar a los hombres. “Les diremos que todo pecado puede ser
redimido, si se ha cometido con nuestro consentimiento; les permitiremos pecar
porque los amamos; en cambio, los castigos correspondientes, los cargaremos
sobre nosotros, ¡qué le vamos hacer!
Cargaremos con sus pecados, pero ellos nos adorarán como a sus bienhechores que
cargan con sus pecados ante Dios. No tendrán secreto alguno para nosotros. Les permitiremos
y les prohibiremos vivir con sus mujeres y amantes, tener o no tener hijos,
según sea su obediencia, y ellos se nos someterán con satisfacción y alegría.
Nos comunicarán los secretos más atormentadores de sus conciencias, todo, todo
lo pondrán en nuestro conocimiento, y todo se lo resolveremos nosotros; ellos
aceptarán con alegría nuestras resoluciones porque así les ahorraremos de la
gran preocupación y de los terribles sufrimientos que sienten ahora al tener
que tomar una resolución personal y libre”[17]. La respetada Iglesia, paradigma de moral y de
verdad, convertida en vulgar y utilitaria titiritera, con su concepción
cosificadora y determinista del hombre. “Dostoievski rechaza
todo tipo de idea del hombre que no entienda al hombre mismo, es decir, que
niegue la pertinencia de la interioridad humana. Cualquier teoría psicológica
que proponga (imponga) determinismos o cosifique al hombre, antes de intentar
comprender qué pasa dentro de él, es inerte, pues el hombre, en su
interioridad, es un ser lleno de vitalidad y elasticidad. No hay determinismos
que valgan y lo expliquen”[18].
El escritor ruso, precisamente, niega cualquier concepción que predetermine y
cosifique al hombre. El discurso del gran Inquisidor es crítica mordaz a la fe.
“La crítica del
Inquisidor se centra en que la doctrina de la libertad enseñada por Cristo no
logra la felicidad de los hombres, inclusive la libertad que él enseñó es
fuente de angustia, preocupación y dolor para la existencia, por tanto, aquella
fe-libre es un fin impracticable. La libertad, para el Inquisidor, es un
talento que debe ser controlado, dominado y poseído por la Iglesia para
realizar y asegurar la felicidad de los hombres… El
hombre antes de ser alguien que practique la libertad o una fe libre está más
cerca, según el razonamiento del Inquisidor, de ser rebaño y la Iglesia su
pastor”[19].
Dostoievski, a través de su personaje, afirma
enfáticamente que “ahora estas gentes están convencidas más que
nunca de que son completamente libres, cuando ellas mismas nos han traído su
libertad y la han puesto sumisamente a nuestros pies”[20].
El inquisidor reprocha a Jesús
la libertad que les otorgó a los hombres (que éstos, por su malignidad,
ingratitud, depravación, insignificancia, mezquindad, vicios, cobardía, vileza, estupidez y debilidad, no comprenden)
al no ceder a las tentaciones satánicas, debido a que ésta los ha hecho
miserables y desdichados. “Por ello, como miserables e insignificantes que son
los hombres claman todo el tiempo por un patrón, un amo: la Iglesia”[21]. El escritor nos pone frente al drama de libertad de
elección, que “reside en la duda e incertidumbre que genera el ejercicio de
decidir y elegir”[22]. Ante esto, la Iglesia aprovechó el misterio, el milagro y la autoridad para manipular la supuesta libertad que el
hombre cree tener, la cual no es más que un engaño, que esa institución
religiosa ha sabido manejar hábilmente, después que aquél la pusiera a los pies
de los jerarcas católicos. Es por eso que el hombre, temiendo equivocarse, se
libera del tormento de que pueda equivocarse al embarcarse en la aventura de
elegir por sí mismo. “No puede determinar de manera total su vida, pues se
enfrenta a las circunstancias, las cuales, por su naturaleza, no responden a
ninguna lógica sino al azar y al absurdo... Por ello, el Gran inquisidor no sólo nos facilita la
existencia al arrebatarnos la libertad de elección; asimismo, ante la
ambigüedad del hombre, ante una vida sin sentido (un absurdo decía Camus), ante
un mundo caótico, cruel, disonante e ininteligible, funge como patrón de
referencia, el cual determina las pautas y parámetros en todas las esferas de
un individuo: políticas, económicas, sociales, morales, estéticas, lúdicas,
etcétera”[23]. El autor considera, teniendo en cuenta la estulticia humana, a la libertad como una carga insoportable (aspecto en que, sumados a otros planteamientos de éste, constituye el origen del Existencialismo). El sentido de la primera
tentación, según el Inquisidor, sería la decisión de ir por el mundo con las
manos vacías, “con cierta promesa de libertad que los hombres por su
simplicidad y su depravada naturaleza, no pueden ni siquiera concebir, y que,
además, temen con pavor, pues para el hombre y la sociedad humana no existe ni
ha existido nunca nada más insoportable que la libertad”[24]. Los míseros y depravados hombres,
incapaces de asumir su compromiso libertario, dejan que la Iglesia “administre”
su libertad. “Quedarán admirados de nosotros y nos tendrán por dioses porque,
al ponernos al frente de ellos, habremos aceptado la carga de la libertad y su
gobierno, ¡hasta tal punto les resultará, al fin, ser libres!... Para el hombre
no hay preocupación más constante y atormentadora que la de buscar cuanto
antes, siendo libre, ante quién inclinarse… Te digo que no existe para el
hombre preocupación más atormentadora que la de encontrar a quien hacer
ofrenda, cuanto antes, del don de la libertad con el que este desgraciado ser
nace. Pero sólo llega a dominar la libertad de los hombres aquel que
tranquiliza sus conciencias… Hay tres fuerzas, en la tierra, únicamente tres
fuerzas que pueden vencer y cautivar por los siglos de los siglos la conciencia
de estos canijos rebeldes, por su propia felicidad, y estas fuerzas son: el
milagro, el misterio y la autoridad… Porque, ¿quién va a dominar a las gentes,
sino aquellos que dominen las conciencias de los hombres y tengan el pan en sus
manos?”[25].
Creer para vivir en la mentira
Ser felices es la
finalidad de los seres humanos mientras vivamos. Sin embargo, este ideal en
nuestro contexto cultural se dificulta; simplemente aspiramos a buscarla, sin
que podamos alcanzarla. Son muchos los obstáculos que impiden la conquista de
la felicidad, entre los que destacaré la imposibilidad de vivir en la verdad.
La mentira se apodera de nuestra existencia, condicionando la manera como percibimos,
interpretamos y sistematizamos la realidad. La mentira procede, en ciertas
ocasiones, de la política, la historia, las ideologías, la economía y hasta de
la ciencia. Pero una de las principales fuentes de la mentira son las
religiones; todas se ufanan en declararse poseedoras de la “verdad absoluta”.
¿Qué es la verdad? Ya lo decía Hume y lo reiteraba Russel que la religión es un
obstáculo para la conquista de la felicidad.
Cada religión
predica y defiende supuestamente su “verdad absoluta”; las demás son tildadas
de falsas. Cada una enaltece a sus dioses o a su dios; algunas no tienen dios.
¿Cuál es la que contiene “la verdad absoluta”, o al menos “la verdad”? ¿Todas?
¡Ninguna! Hay que ser ingenuo para creer en estas supuestas “verdades absolutas”.
¿Cuál es el fundamento epistemológico de estas “verdades”? ¿Cuál es el Dios
legítimo? ¿El de los judíos, el de los cristianos o el de los musulmanes?
¿Cuáles dioses? ¿Los 33 millones de los hinduistas…? Y las religiones que no
tienen dioses, ¿qué? Todas estas “verdades absolutas” no llevan más que a la
confusión de los cándidos creyentes; por eso viven en la mentira. Las personas
tienen derecho a tener creencias, es decir, a vivir en la mentira…
Mi reflexión no se
extiende a las religiones en particular, sino a una en general: la católica,
debido a que es la más influyente en nuestro contexto. Los “creadores” de esta
religión la plagaron de todo un acervo de creencias irracionales, ilógicas y
absurdas, procedentes de la Biblia. Muchos “católicos” no han comprendido que
los textos bíblicos contienen mitos, y éstos no son más que narraciones
fantásticas… Personas a las que les gustan las cosas fáciles (algo que no
necesite sino creer en lugar de pensar) los leen e interpretan acrítica y
literalmente, encontrando en ellos “la verdad absoluta”. Pero quienes
preferimos las cosas difíciles, el pensamiento crítico para reflexionar en vez
de creer (creer es fácil, reflexionar es difícil), leemos esos textos
exegética, hermenéutica, semiológica, retórica, lógica y gramaticalmente, y no
encontramos ni siquiera la “verdad relativa”. Esa “verdad absoluta” que
encuentran tan “fácil” los creyentes, la ponemos en duda y la cuestionamos
quienes abordamos los textos “sagrados” con espíritu crítico, conciencia
crítica, mente abierta o criticidad.
Leyendo a los
filósofos me llama profundamente la atención el punto de vista de Hume, quien
encontraba dificultades insalvables que le impedían defender el carácter
razonable de la creencia en la verdad de la revelación cristiana. Y por ello se
preguntaba: “¿cómo
podemos estar seguros de que lo que se declara revelado es de genuina
procedencia divina y no, por ejemplo, fruto del deseo de engañarnos de
determinados individuos o de sus ardientes fantasías?”[26]. Con este espolique de Hume
se incrementa la actitud escéptica de cualquier persona pensante, asumiendo una
postura más crítica y cuestionadora, proclive a fortalecer la idea de que la
religión miente deliberadamente para alienar. Para no ir tan lejos: los
milagros no son más que burdas mentiras, ilusiones, fantasías, ficciones,
supersticiones, fantasmagorías… “Según Hume, hemos de
considerar que se trata de una narración escrita por personas sin ningún
crédito ni reputación (es decir, que tendrían muy poco que perder en caso de ser
sorprendidas divulgando falsedades) y en la que se nos presentan unos sucesos
que violan completamente el curso regular de la naturaleza. Estos milagros,
además, habrían ocurrido en un apartado rincón del mundo romano y entre
personas incultas e ignorantes. ¿No nos lleva esto a una cierta sospecha?
¿Quién había allí con conocimientos suficientes para detectar un posible
engaño? ¿Acaso no ha habido otras narraciones semejantes cuya falsedad ha sido
rápidamente descubierta? Al fin y al cabo, el que muchas personas aceptaran el
testimonio de los apóstoles sobre la resurrección de su maestro puede
explicarse por la credulidad y el gusto por el asombro de las masas ignorantes…
Dicho sin ambages, el Nuevo Testamento (y, si a ello vamos, toda la Biblia) es
o un fraude o una ilusión. Ningún individuo que aspire a la racionalidad puede
conceder credibilidad alguna a lo que allí se cuenta… Solo cabe concluir,
por tanto, que nunca podremos convencernos de la realidad de un milagro y que,
consiguientemente, el cristianismo carece de pruebas de su verdad. … los principios
religiosos que de hecho han prevalecido en el mundo no son sino «sueños de
hombres enfermos». No es solo que la religión surge del temor, sino que en vez
de servir de consuelo aumenta ese mismo miedo, por ejemplo con la amenaza de
castigos infinitos en el infierno. El desequilibrio mental, un espíritu sombrío
y descentrado, parece ser el destino que aguarda al creyente”[27]. Nietzsche, en su Ecce Homo, decía
que la religión era cosa del populacho.
¡Qué mentira tan
grande ha construido la cristiandad! No el cristianismo, si es que en realidad
existió Cristo, sino la cristiandad; porque la supuesta existencia de éste hay
que ponerla en duda, si es que a uno le gustan las cosas difíciles. En más de dos
mil años se han podido inventar muchas mentiras. ¿Cómo así que una sola persona
elegida por Dios? Una persona que muere violentamente por “voluntad de Dios” y
que luego resucita y sube al “cielo”, cuando la ciencia ha demostrado que hasta
ahora nadie resucita después de haber muerto. Un salvador. ¿Salvador de qué?
¡Cómo pretenden imponer una doctrina divorciada del capitalismo —con el cual ha
convivido y defendido subrepticiamente, con una doble moralidad— que es el
sistema económico que condiciona nuestra
manera de ser y de estar en el mundo, en donde el dinero ocupa el lugar de
dios, así muchos no estemos de acuerdo con su voracidad consumista! ¡Como así
que solamente los pobres se salvan! ¿De qué se salvan? Y los ricos, ¿qué culpa
tienen de ser ricos? ¡Qué son todos estos disparates, todas estas mentiras!
No pretendo
defender el capitalismo, un sistema profundamente injusto, fundado en la
explotación del hombre por el hombre. Desgraciadamente, el inicuo capitalismo
es el mundo real en que vivimos. Pero las doctrinas religiosas son incapaces de
una revolución que logre subvertirlo, o al menos humanizarlo. Las
revoluciones tienen como fundamento el pensamiento filosófico, racional, y
no irracionales creencias religiosas. “La victoria de la razón sólo puede
ser la victoria de los que razonan… Y le digo: quien no sabe la verdad sólo es
un estúpido, pero quien la sabe y la llama mentira, es un criminal… El sabio
engreimiento es una de las principales causas de la pobreza en las ciencias. Su
fin no es abrir una puerta a la infinita sabiduría sino poner un límite al
infinito error”[28]. La divisa debe ser: “¡Aquí la razón!” y no: “¡Aquí la Iglesia!”.
Cuando
uno les pregunta a muchos de los que dicen “ser católicos” sobre los pilares
del cristianismo, doctrina del catolicismo, enmudecen porque no saben cuáles
son. ¿Saben los creyentes qué intereses políticos, doctrinarios,
ideológicos, manipuladores,
domesticadores, alienadores y masificadores se ocultan detrás de la religión?
¡Que van a saber si les encanta la mentira! Duermen profundamente bajo el
aletargador poder de la mentira. Igualmente, se percibe que algunos “católicos”
no son consecuentes con sus creencias, ya que practican una moral que riñe con
los principios católicos cristianos. Muchos son creyentes pero de sólo nombre,
no saben con la debida certeza en qué creen; tienen creencias arraigadas porque
así les “enseñaron”, y así se lo ha impuesto y se lo exige la sociedad en que
viven. Cuántos son “católicos”, no por convicción o por vocación, sino por
tradición, costumbre y convención. David Hume pensaba que muchos van a la
iglesia como ir al teatro: van allí a entretenerse, pero sin creer en lo que en
ese lugar se representa. Por eso viven en la mentira, y ésta los hace sentir
“felices”. ¿Sabrán, en realidad, qué es la felicidad?
La religión como problema
de inquietante hondura metafísica
Así como se asigna, sin preguntar ni reflexionar,
valor e importancia a la religión y a otros saberes irracionales, el filosofar
presta un invaluable servicio, porque es un saber racional, riguroso, metódico,
reflexivo, crítico, analítico y argumentado. Y no es que, como filósofo, sea un
detractor o defensor de la religión; lo que ocurre es que voy en búsqueda de
respuestas, pregunto y me pregunto por el fenómeno religioso en todo su
fantástico y complejo universo, buscando desentrañar qué hay dentro y fuera de
él. Por ejemplo, pregunto y me pregunto por el insondable problema de Dios, no
para negarlo o afirmarlo; lo que quiero saber es qué se esconde detrás de esta
problemática que, gracias a nuestra cultura, nos inquieta. Me pregunto por el
problema de Dios porque no me gustan las salidas facilistas: afirmarlo o
negarlo porque otros ya lo han hecho. Cuando reflexiono sobre el insondable
origen del universo no acudo al facilismo, sosteniendo que éste fue creado por
Dios; reflexiono y formulo otras preguntas, indago en las ciencias y otros
saberes, no me atiego a la mera cosmovisión religiosa. Los espíritus acríticos
creen o no creen en Dios porque otros les han dicho que hay que creer o no
creer, que Dios existe o que Dios no existe; pero nunca han reflexionado con la
debida profundidad filosófica, por sí mismos, para llegar a sus propias
conclusiones, para afirmar o para negar por sus propias reflexiones y por sus
propias convicciones. Quien piensa por sí mismo, quien tiene espíritu crítico,
será capaz de adentrarse en los intrincados e insondables laberintos del
problema teológico para creer o no creer en Dios, para afirmar o negar la
existencia de Dios o asumir otras posturas críticas al respecto, previa
reflexión, previo cuestionamiento, previa duda razonable, previo razonamiento
argumentado y profundo, pero producto de su propio entendimiento, pensando por
sí mismo.
Respecto al problema de Dios, un filósofo como yo se
zambulle en la profundidad de ese inquietante enigma, desde el punto de vista
fenomenológico, ontológico, simbólico, metafísico, epistemológico,
antropológico, lingüístico, sociológico y psicológico. Mi ansia desmedida de
respuestas me llevan a preguntar y preguntarme, mientras viva, tratando de
allegar claridad a esta cuestión que ha influido y permeado hondamente al hecho
religioso, que ha condicionado radicalmente la cosmovisión de una inmensa
mayoría de seres humanos y su manera de ser y de estar en el mundo.
El discurso religioso gira en torno a una
única verdad, a un único sentido, un modelo donde todo está dicho y no puede
ser de forma distinta. El relato religioso pretende acríticamente legitimar la
verdad y el control social. El relato religioso es un modelo que impone cuál es
nuestro sitio en la sociedad y qué debemos esperar de ella. El genial compositor
Richard Wagner afirmaba que la doctrina de la Iglesia nos debilita a
menudo más que fortalecernos. Es por eso, que, antes que acudir al facilismo de creer o no
creer, la religión me exige investigar en ésta, desde los puntos de vista
histórico, teológico, fenomenológico, sicológico, antropológico, sociológico y
filosófico. En síntesis, como filósofo, con mi actitud de preguntar e
investigar, pretendo obtener claridad y acercarme a una comprensión más cercana
de esta subjetiva “realidad” irracional lo más diáfanamente posible. “Lo que
importa no es lo que uno cree o dice creer, sino cómo vive”[29].
“Yo creo en Dios” o
“Yo no creo en Dios”. Son comunes estas expresiones coloquiales para las
personas acríticas, que les gustan las cosas fáciles. Pero a quienes nos
apetece pensar críticamente las ponemos en duda. Antes que afirmar o negar la
existencia de Dios, nos preguntamos ¿qué es Dios?, ¿quién es Dios?, ¿cuál Dios:
el de los judíos, el de los musulmanes o el de los cristianos?, ¿los dioses de
los politeístas: los mitológicos de los griegos, los de los romanos, los de los egipcios, los de los celtas, los de los nórdicos, los de los pueblos africanos y asiáticos, los de los mayas, los de los incas, los de los aztecas,
etcétera?, ¿los dioses paganos?, ¿los dioses de los filósofos?, ¿el dios de los
deístas?, ¿el dios de los gnósticos?, ¿el dios de los agnósticos?, ¿el Dios de
los monoteístas?, ¿Dios creó al hombre?, ¿el hombre creó a Dios?, ¿Dios creó al
hombre a su imagen y semejanza?, ¿el hombre creó a Dios a su imagen y
semejanza?... ¿Demostrar la existencia de Dios racionalmente, a través de los
argumentos cosmológico (Dios como primera causa de todo lo existente),
teleológico (Dios creador como garante y explicación del orden y la complejidad
del universo), moral (fundamentación de la necesaria moran en Dios
indispensable para ésta) y ontológico (Dios existe en la mente por cuanto es el
ser más grande y perfecto que pueda pensarse o concebirse; la idea de un ser
perfecto implica su existencia), si muchos pensadores críticos ya comprobaron que
es imposible concebir a Dios mediante el poder de la razón? Aquí ya no se trata
simplemente de afirmar o negar la existencia de un ente metafísico, sino de
problematizar aquello que muchos se conforman con afirmar o negar. En las dos
aserciones solamente se trata de expresar creencias (una afirmativa y otra
negativa); es asunto de creer o no creer, y esto es fácil. Pero preguntar ¿qué
es Dios?, ¿quién es Dios? y formular
otros interrogantes implica pensar, y pensar es difícil.
Debo aclarar que respeto el derecho a la libertad de
conciencia, de cultos y de creencias religiosas. Ya lo decía en su tiempo el
genial Spinoza que cada cual tenía un derecho inalienable a elegir su
propia religión y, lo más inquietante, a no tener ninguna. En aras del
reconocimiento y respeto por las diferencias, soy tolerante con quienes
disfrutan de este inviolable e inalienable derecho. Pero en mi condición de
apasionado por la filosofía, el filosofar y el pensamiento crítico, libertario,
contestatario, iconoclasta y controversial, y sobre todo como persona, también
disfruto de mi derecho a la libertad de pensamiento, de opinión y de expresión
para afirmar que, desde que nacemos, los agentes socializadores en general y la
familia en particular, nos “encarcelan” en el hecho religioso, sin que la
mayoría intente salir de esa “prisión” y sea capaz de reflexionar crítica y
profundamente sobre el fenómeno religioso. “Los profesionales de la
religión han procurado siempre, a través de los siglos, ser los únicos
intérpretes de los misterios. Les es muy útil”[30]. Reflexionar no para
combatirlo o “defenderlo”, sino para tratar de entenderlo. La filosofía no es
religión, ni la religión es filosofía. “Creer es lo contrario de pensar; por
eso el mayor riesgo de la filosofía es la creencia en Dios”[31]. Aunque ciertos
religiosos, “disfrazados de filósofos”, hayan intentado conciliar la razón con
la fe, la filosofía no es compatible con la religión, ya que ésta se alimenta
de saberes irracionales, míticos, mágicos, supersticiosos y fantásticos. Los
predicadores con sus supuestas “verdades” pretenden caprichosamente someternos
a la servidumbre dogmática de las religiones para no dejarnos pensar por
nosotros mismos, intentan eclipsar nuestra criticidad. “¿Por qué el ser humano lucha por su servidumbre como si
lo hiciera por su salvación? ¿Por qué escucha más a los que lo envilecen,
engañan y lo llenan de ideas falsas que a quienes aspiran a independizarlo?”[32].
Los prejuicios de religiosos o de los predicadores, “teólogos” (“caterva de
ensotanados”, como los llama Fernando Vallejo) o “jerarquía eclesiástica”
(responsables del fanatismo y la intolerancia), nos decía Spinoza, “son el
principal obstáculo para que los hombres consagren sus mentes a la filosofía; por eso me esfuerzo en poner en
evidencia estos prejuicios y arrancarlos de las mentes de los hombres
sensatos… la libertad de filosofar y de
poder decir lo que pensamos; deseo vindicarla por todos los medios, porque aquí
siempre se suprime por completo debido a la excesiva autoridad y petulancia de
los predicadores”[33].
Como no fuera suficiente la
servidumbre de las pasiones a la que nos someten nuestros incontrolables e
insaciables deseos, ante los cuales el poder y guía de la razón es muy poco lo
que puede hacer, la religión, mediante sus dogmas, rituales, ceremoniales,
rutinas, doctrinas y todo el acerco religioso irracional, nos somete a la
servidumbre del rebaño, impidiéndonos pensar por nosotros mismos y ser
espíritus libertarios. Nuestras indómitas pasiones, que no pueden ser
controladas por la fuerza de la razón, ¿cómo pretende la religión que las
reprimamos y nos privemos del disfrute natural de algunas de ellas? Si bien es
cierto que los seres humanos para vivir pacíficamente en comunidad deben
atemperar razonadamente su vida instintiva (más no reprimirla), y hasta
renunciar a su estado de naturaleza, se debe realizar a través de la
inteligencia, la lógica o la razón, y no a través de oraciones, como pretende
hacerlo la religión, para someter los instintos como si éstos fueran una
serpiente que hay que adormecer mediante conjuros y “rezos”. ¿Cómo es posible que algunos seres humanos
(supuestamente racionales) se postren a rezar ante la cruz, que es el símbolo
del martirio, el tormento y la muerte? ¿Cómo es posible que los sacerdotes, que
son personas “tan lustradas e instruidas”, propaguen semejantes supersticiones?
Los filósofos, en nuestra condición de intelectuales,
pensamos y repensamos, interpretamos, desinterpretamos y reinterpretamos el fenómeno religioso desde
sus diferentes aristas, y somos conscientes que tenemos que contextualizar los
escritos, las doctrinas, ortodoxia y dogmas religiosos, vivenciándolos y
experimentándolos como si estuviéramos en el tiempo, en el espacio y en las
circunstancias naturales, sociales, económicas, políticas y culturales de la
época en que fue establecido. En consecuencia, muchos aceptamos que en esa
entonces tenían su razón de ser los códigos morales, las leyes “divinas”, los
preceptos ético—morales, las prohibiciones, los castigos, los rituales, los
ceremoniales y todo el enorme acervo dogmático y doctrinario. Era necesario, en
ese contexto hostil, violento y anárquico, una “legislación divina” para
impedir todo tipo de vejámenes y tropelías de quienes alteraban la convivencia
en sociedad, ya sea violando, robando, invadiendo, matando o dando “rienda suelta” a sus
desaforados instintos e indómitas pasiones. Era pertinente atemorizarlos con
normas “divinas” y condenarlos al fuego eterno del “infierno”… “Para Epicuro, Spinoza y Hobbes, los dioses nacieron del
miedo de los hombres, mientras que para otros pensadores eran invenciones
políticas del arte de gobernar, o bien héroes y gobernantes elevados a esa
dignidad”[34]. La religión se necesitaba para ejercer el
control social y, lo más importante, para legitimar impunemente la verdad y el
saber. Y también para que los gobernantes y los poderosos pudieran conservar
sus gobiernos y su poder… “Esta horrible situación sería la misma con independencia de
la manera en que se conceptualizara el origen de los principios éticos que
guían la vida social. Por ejemplo, si se considera que los principios éticos
surgieron de un proceso de negociaciones culturales realizado bajo la
influencia de emociones sociales, los seres humanos con lesiones prefrontales
no se habrían implicado en él y ni siquiera habrían empezado a
construir un código ético. Pero el problema persiste si uno cree que dichos
principios proceden de la profecía religiosa que fue entregada a un número de
seres humanos elegidos. En esta segunda opción, la de que la religión sea una
de las más extraordinarias creaciones humanas, resulta improbable que seres
humanos sin emociones y sentimientos
sociales básicos hubieran creado nunca un sistema religioso. […]los relatos
religiosos pudieron haber surgido como respuesta a presiones importantes, a
saber, la alegría y la
pena conscientemente analizadas y la necesidad de crear una autoridad capaz de
validar y reforzar las normas éticas. En ausencia de emociones normales, no
hubiera existido ningún impulso hacia la creación de la religión. No hubiera
habido profetas, ni existido seguidores animados por la tendencia emocional a
someterse con temor respetuoso y admiración a una figura dominante a la que se
confía un papel de liderazgo, o a una entidad con el poder de proteger y
compensar las pérdidas y la capacidad de explicar lo inexplicable. El concepto
de Dios, aplicado a uno o a varios, hubiera
sido de muy difícil aparición […]. En resumen,
tanto si uno considera que los principios éticos están en su mayor parte
basados en la naturaleza como si cree que lo están en la religión, parece que
obstaculizar la emoción y el sentimiento en una etapa temprana del desarrollo
humano no hubiera sido un buen presagio para la aparición del comportamiento ético”[35]. A falta del poder coercitivo del Estado,
del derecho positivo, de la democracia, de la ciencia y de los demás productos
del quehacer cultural, encaminados al apaciguamiento y represión de la vida
instintiva y las pasiones desbordadas, era indispensable y “sano” instaurar una
contundente “legislación divina”. ¿Pero en la actualidad, con todo el avance
cultural, todavía es procedente continuar con esas tradiciones religiosas, con
esa “legislación divina” para que el ser humano conviva pacífica y
armoniosamente en sociedad? ¿Entonces para qué las democracias modernas, los
Estados sociales de derecho, la Declaración Universal de los derechos humanos,
el avance científico y tecnológico, el derecho positivo y natural, el poder
coercitivo de las diferentes autoridades y el poder civilizador de la razón?
También se necesitaba la religión porque las personas vivían atemorizadas,
agobiadas por las supersticiones y buscaban respuestas a sus preguntas e
inquietudes y explicaciones a los “misterios” o fenómenos de la naturaleza, a
falta de otros saberes seculares. “Yo creo que el motivo de la superstición en
todas esas culturas era que el hombre antiguo estaba aterrado por la misteriosa
inestabilidad de la existencia. Carecía del conocimiento que pudiese
proporcionar la única cosa que necesitaba más que ninguna otra: explicaciones.
En aquellos tiempos antiguos el hombre se aferraba a la única forma asequible
de explicación, la sobrenatural, como oraciones y sacrificios y normas… La
explicación tranquiliza. Alivia la angustia de la inseguridad. El hombre
antiguo quería persistir, temía a la muerte, se sentía desvalido frente a gran
parte de su entorno, y la explicación proporcionaba la sensación, o al menos la
ilusión, de control. Llegó a la conclusión de que si todo lo que ocurre tiene
una causa sobrenatural, entonces quizá se pudiese hallar un medio de aplacar a
lo sobrenatural… Se intentaba controlar al pueblo a través del poder del miedo
y la esperanza, los garrotes tradicionales de los dirigentes religiosos a lo
largo de la historia”[36].
¿Esa “sabiduría divina” que sirve de sustento a las religiones, no será una
subrepticia o velada manera de adormecer conciencias? ¿Cuáles serán las reales
intenciones de los predicadores de esa “sabiduría”? ¿No pretenderán
adormecernos esos “sabios”, tornarnos, con su “sabiduría”, en “pobres de
espíritu”? Con su característica mordacidad y causticidad, Nietzsche nos
inquieta en su Zarathustra cuando nos advierte que los “sabios” nos enseñan a
honrar y reverenciar el sueño. “Un buen dormir reclama estar a bien con Dios…”[37].
Al “sabio” mucho lo complacen los pobres de espíritu, porque “hacen conciliar
el sueño”[38].
El que duerme “el sueño de los justos”, siente que, con la sabiduría divina,
“el sueño llama a las puertas de mis ojos, y éstas se sienten pesadas”, y que
“el sueño toca mi boca, y ésta se queda entreabierta”[39].
Por ello se dice que el sabio “es como el más encantador de los ladrones, que
se me acerca sigiloso y me roba mis pensamientos”[40];
entonces, según Nietzsche, se queda en pié como un tonto, como en la cama en
que se acuesta a dormir. Como este brillante y genial intelectual, pienso que
un necio es para mí ese dechado de sabiduría, “y en su cátedra mora un hechizo”[41].
Aclaro: esta es “mi verdad”, no “la verdad”. ¿Quién poseerá “la verdad”? ¿Qué
será “la verdad”?
Muchos
de los que filosofamos, no negamos la religión ni estamos en contra de ésta.
Somos tolerantes y aceptamos y respetamos las diferencias, porque las personas
tienen el inalienable derecho a creer o no creer, a profesar o no profesar la
religión de su preferencia, vocación o la que “le conviene”; pueden acudir a
ella en “situaciones límite” para salir del abismo en que caen por sus vicios,
caprichos, ignorancia o incontrolables pasiones. Los profetas, sacerdotes,
pastores, rabinos, en fin, toda laya de “predicadores” tienen el “sagrado”
derecho de divulgar los dogmas y
doctrinas religiosas y, lo más conveniente,
de convencer a los creyentes, fieles, feligreses o seguidores. Los
pastores no pueden vivir sin el rebaño, y éste no puede vivir sin aquéllos. Los
amos no pueden existir sin sus esclavos, ni los esclavos sin sus amos; existe
una relación dialéctica entre ellos; en términos hegelianos: “la dialéctica del
amo y del esclavo”. Cada quien es autónomo para luchar por su libertad o para
conservar sus cadenas. Los creyentes corren, apresurados, en pos de sus
cadenas. “¿Por qué los hombres luchan valientemente por la
servidumbre como si lo hicieran por la salvación? ¿Por qué la religión, que se
supone basada en el amor, fomenta la intolerancia y la guerra? ¿Por qué los
hombres temen su libertad y se refugian en la esclavitud? ¿Por qué escuchan a
los que envilecen, engañan y los llenan de ideas falsas que a quienes aspiran a
independizarlos? ¿Por qué la sinrazón es vivida con agrado por quienes deberían
sentirla como abrumadora?”[42].
David Hume pensaba que los hombres encuentran placer en ser
aterrorizados en cuestiones de religión, a través de predicadores que excitan
las pasiones más lúgubres y melancólicas. “Ahuyentados del campo abierto, estos
bandidos se refugian en el bosque y esperan emboscados para irrumpir en todas
las vías desguarnecidas de la mente y subyugarla con temores y prejuicios
religiosos. Incluso el antagonista más fuerte, si por un momento abandona la
vigilancia, es reducido. Y muchos, por cobardía y desatino, abren las puertas a
sus enemigos y de buena gana les acogen con reverencias y sumisión como sus
soberanos legítimos”[43].
Rousseau, un intelectual perseguido por el poder
eclesiástico y civil, pensaba que el cristianismo sólo
predica servidumbre y dependencia, y que los verdaderos cristianos están hechos
para ser esclavos. “El
cristianismo no predica sino sumisión y dependencia. Su espíritu es harto
favorable a la tiranía para que ella no se aproveche de ello siempre. Los
verdaderos cristianos están hechos para ser esclavos; lo saben, y no se
conmueven demasiado: esta corta vida ofrece poco valor a sus ojos… Los esclavos
pierden todo en sus cadenas, hasta el deseo de salir de ellas; aman su
servilismo… La fuerza ha hecho los primeros esclavos; su cobardía los ha
perpetuado”[44]. Igualmente, Rousseau, crítico acérrimo
de las instituciones, sostiene que éstas (y la religión es una de ellas)
encadenan. “Cuando con mayor detalle analizo la obra de los hombres en sus
instituciones, más me doy cuenta de que a fuerza de aspirar a ser independientes
se hacen esclavos, y que invierten su propia libertad en inútiles esfuerzos
para asegurarla[45]”. Este insigne pensador, además de ser
perseguido físicamente, también le incineraron de algunas objetivaciones del
espíritu: El contrato social y Emilio, o de la educación. “La
obra (El contrato social) fue condenada a la hoguera por el Parlamento de
París. En una Francia donde todavía imperaba el absolutismo y los reyes detentaban
el poder por derecho divino, resultaba peligroso hacer recaer la soberanía en
el pueblo y hablar de una voluntad general que velaba por el interés público,
además de proponer una religión civil que condenaba la intolerancia… Emilio,
o de la educación (1762) no sólo se publica al mismo tiempo que El
contrato social, sino que corre su misma suerte, viéndose condenada
igualmente a la hoguera, en este caso por atentar no tanto contra el trono como
contra el altar, dado que en La
profesión de fe del vicario saboyano se mantiene un deísmo muy escasamente
compatible con el dogmatismo de la religión católica del momento. Por otra
parte, la teoría pedagógica expuesta resultaba revolucionaria, al apostar por
una educación negativa que, lejos de inculcar unas doctrinas determinadas, solo
buscaba preparar al discípulo para elegir su destino y su profesión cuando
estuviera en disposición de hacerlo”[46].
Su autobiografía, titulada Las
confesiones, fue publicada póstumamente, por petición de Rousseau, para
evitar inconvenientes con el poder terrenal y celestial. En este texto, el
intelectual relata un fragmento de la animadversión que le profesaba el
establecimiento religioso y político. “Yo era un impío, un ateo,
un forajido, un furioso, una bestia feroz, un lobo. El continuador del Journal
de Trévoux hizo una digresión sobre mi pretendida licantropía que revelaba la
suya con bastante claridad. En fin: hubiérase dicho que las gentes de París
temían tener que habérselas con la policía si al publicar algún escrito,
cualquiera que fuese el asunto que tratase, se olvidaban meter en él algún
insulto a mí encaminado. Buscando en vano la causa de esta unánime animosidad,
estuve tentado por creer que todo el mundo se había vuelto loco. ¡Cómo!, el
redactor de La paz perpetua alimenta la discordia; el editor de El vicario
saboyano es un impío; el autor de La nueva Eloísa, un lobo; el del Emilio, un
furioso. ¡Dios mío!, ¿qué hubiera sido a haber publicado el Libro del espíritu
o cualquier otra obra semejante? Y sin embargo, en la tempestad que se movió contra
el autor de este libro, el público, lejos de unir su voz a la de sus perseguidores, le vengó con sus elogios”[47]. Mantenía que el cristianismo tenía un espíritu
dominador y que sólo predicaba sumisión y dependencia. “Su posición laicista,
práctica, realista y crudamente crítica respecto a las anquilosadas
reglamentaciones educativas de la tradición cristiana, le granjearon
enemistades mayores”[48].
Me pregunto que si sufrió todo este tipo de persecución, a pesar no haber
negado la existencia y magnificencia de Dios, cómo hubiera sido si hubiera hecho lo
contrario. “Este ser que quiere
y puede, este ser activo por sí mismo, este ser, sea cual sea, que mueve el universo
y coordina todas las cosas, yo le llamo Dios. A este nombre agrego las ideas de
inteligencia, potencia y voluntad que he reunido, y la de bondad, que es
consecuencia de ellas, mas no por eso conozco mejor al ser que he llamado de
este modo; se esconde por igual a mis sentidos y a mi entendimiento; cuanto más
pienso en él, más me confundo; sé con toda seguridad que existe y que existe
por sí mismo; sé que mi existencia está subordinada a la suya, y que todas
cuantas cosas conozco se encuentran en el mismo caso. En todas partes reconozco
a Dios en sus obras, le siento en mí, le veo alrededor mío, pero tan pronto
como quiero contemplarlo en sí mismo, así que quiero averiguar dónde está,
quién es, cuál es su sustancia, huye de mí, y perturbado mi espíritu, nada
distingo”[49].
¿Qué querría,
entonces, la Iglesia Católica de sus creyentes? ¿Que
se dejaran imponer dócilmente todos sus dogmas, doctrinas, ortodoxia, “verdades”,
rituales, ceremoniales y culto de manera acrítica? ¿No se podía abrazar el
ideal de una religión natural? “No debemos confundir la religión con su
ceremonial. El culto que pide Dios es del corazón, y éste, cuando es sincero,
siempre es uniforme. Es una loca vanidad imaginarse que Dios tenga el menor
interés en la forma de vestir del sacerdote, en el orden de las palabras que
pronuncia, en los ademanes que hace en el altar y en todas sus genuflexiones.
Amigo mío, por mucho que te eleves, te quedarás siempre a ras de tierra; Dios
quiere ser adorado en espíritu y en verdad. Ésta es la obligación de todas las
religiones, de todos los países y de todos los hombres. En cuanto al culto
exterior, si debe ser uniforme para el buen orden, ése es puro asunto de
policía, y para eso no se necesita revelación”[50]. ¡Cuánto
atropello para un genio que nos legó los principios del derecho político, estableció
la fundamentación de la legitimidad democrática mediante el consenso y determinó
la constitución de la sociedad civil, regida por la máxima de la voluntad
general (cuya finalidad es socializar todos intereses en disputa), la fuente de
todo poder político!
Federico Nietzsche,
una “autoridad” muy reconocida y aceptada (profundamente iconoclasta), por
cuanto ha influido en los intelectuales y en las conciencias de
librepensadores, a partir del ocaso del siglo XIX, ha despertado y sacudido la
mente de quienes quieren pensar por sí mismo. Su quehacer intelectual está
íntimamente ligado a la vida terrena y a los esfuerzos por conservarla. El cristianismo (que de
acuerdo con Nietzsche, “la más grande desgracia de la humanidad”) sufrió un
profundo cuestionamiento a través de sus planteamientos filosóficos. Lo acusó
de ser el responsable de que el hombre huyera de sí mismo y renegara de su vida
terrenal, que éste perdiera “el sentido de la tierra” y anhelara ilusamente una
supuesta “vida ultraterrena”. Según él, la moral cristiana, que es la moral de
los esclavos, ha matado la vida. El cristianismo ha luchado contra este tipo de humano superior. Ha
defendido a los débiles, bajos y malogrados. Ha repudiado los instintos de
conservación de la vida pletórica. Los valores cristianos en que la humanidad
sintetiza su aspiración suprema, son valores de la decadencia. Quien pierde sus
instintos y elige o prefiere lo que no le conviene (los valores cristianos) es
un corrupto (decadente). “La vida se me aparece como instinto de crecimiento,
de supervivencia, de acumulación de fuerzas, de poder; donde falta la voluntad
de poder, aparece la decadencia [...]. Ni la moral ni la religión corresponden en el cristianismo a punto
alguno de la realidad. Todo son causas imaginarias (Dios, alma, yo, espíritu,
el libre albedrío, o bien el determinismo); todo son efectos imaginarios
(pecado, redención, gracia, castigo, perdón). Todo son relaciones entre seres
imaginarios (Dios, almas, ánimas); ciencias naturales imaginarias (antropocentricidad,
ausencia total del concepto de las causas naturales); una psicología
imaginarias (sin excepción, malentendidos sobre sí mismo, interpretaciones de
sentimientos generales agradables o desagradables…); una teleología imaginaria
(el reino de Dios, el juicio final, la eterna bienaventuranza)”[51]. Estudiando la cultura griega antigua y
la genealogía de la moral, encuentra que la moral cristiana
pretende matar la dimensión instintiva del hombre. “Como consecuencia, el
hombre se convierte en culpable, en enfermo. Ahora, envuelto por la presión de
los juicios morales, el hombre se encuentra distraído, amargado contra la vida
y consigo mismo [...].
El Dios cristiano y el cristianismo son una mentira, la contradicción de la
vida, la hostilidad declarada a la naturaleza, la ‘pésima nueva’ que coloca el
centro de gravedad de la vida, no en la vida misma, sino en el más allá, en la
nada [...].
Por ello el cristianismo es nihilista, una enfermedad, la
más grande desgracia de la humanidad, un emponzoñamiento en contra de la vida”[52].
Con mordacidad cáustica señaló a los sacerdotes de ser “predicadores de la
muerte”. A éstos los llamó “decadentes”, “envenenadores”, “amarillos”,
“terribles”, “abominables engendros”, “tísicos del alma”, “santos del
conocimiento”, “pérfida especie de enanos”, “subterráneos”, etcétera.
Escuchemos su diatriba:
“Existen
predicadores de la muerte: y la tierra está llena de individuos a quienes hay
que predicarles que se alejen de la vida.
Repleta
está la tierra de gentes que sobran, corrompida está la vida por los
superfluos. ¡Bueno será que alguien les saque de esta vida, con el señuelo de
la ‘vida eterna’! [...].
Esta es la
enseñanza de vuestra virtud: ‘¡Debes arrancarte la vida!’ ‘¡Debes huir de ti
mismo!’ [...].
La voz de
los predicadores de la muerte resuena por todas partes. Es que la tierra está
repleta de seres a quienes hay que predicar la muerte”[53].
Reitero enfáticamente: ¡En mi
condición de filósofo no estoy ni a favor ni en contra de la religión (sea cual
sea), ni de los creyentes! Soy demasiado respetuoso con la libertad de
pensamiento y de conciencia. Cada quién tiene el derecho inalienable de creer o
no creer. Lo
que ocurre es que los intelectuales no podemos “matricularnos”, declararlos
seguidores o adoptar dogmáticamente alguna religión determinada, por cuanto
estaríamos desconociendo otras religiones, que igualmente tienen sus dogmas y
sus doctrinas, y su derecho a existir y coexistir… En el oscuro pasado algunos
filósofos eran (¿les tocaba?)
“creyentes”, porque el estricto contexto social y cultural así lo exigía; el
pensador (¿”librepensador”?) que osara negar sus creencias públicamente en sus
discusiones y o en sus escritos era rechazado y condenado por los “amos” o altos
jerarcas religiosos, tal como les ocurrió a brillantes y excelsos pensadores o
científicos como Giordano Bruno, Galileo Galilei, Baruch de Spinoza, Karlheinz
Deschner, por
citar sólo a estos hombres geniales, que, culturalmente, nos aportaron valiosos,
revolucionarios e novadores saberes aún vigentes. Pero los “dioses” de los
filósofos, en su gran mayoría, son diferentes a los dioses tradicionales: el
“dios” de Platón no es similar al “dios” de Aristóteles; el “dios” de Descartes
no es el mismo “dios” de Spinoza o del “dios” de Leibniz, etcétera.
No se trata de creer o no creer; porque, para un filósofo como yo, el fenómeno religioso es un inquietante problema de inextricable hondura metafísica que le impele a reflexionar profunda y críticamente, para plantear preguntas en búsqueda de respuestas que le permitan dilucidar ese profundo e insondable misterio. Dios es un problema de interrogación, mas que un problema de exclamación. Si Dios es signo de interrogación nos activa la duda, pero si lo asumimos sólo como signo de exclamación lo afirmamos credulonamente, asombrándonos y alegrándonos de su existencia y no cuestionando y cuestionándonos a través de la pregunta y de la búsqueda inquieta y crítica. “Dios es signo de exclamación con el cual se unen todos los añicos: si uno cree en él quiere decir que está cansado, que ya no logra componérselas por su cuenta. Tú no estás cansada porque eres la apoteosis de la duda. Para ti Dios es un signo de interrogación; mejor dicho, el primero de una serie infinita de interrogantes. Y sólo quien se destriza en las preguntas para obtener respuestas logra avanzar; sólo quien no cree en la comodidad de creer en Dios para aferrarse a la balsa y descansar, puede comenzar nuevamente para volver a contradecirse, a desmentirse, a producirse más dolor”[54]. Es tal la magnitud del problema que el filósofo explora minuciosamente en la fenomenología de la religión, la sicología de la religión, la sociología de la religión, la antropología de la religión, la filosofía de la religión y la historia de las religiones. Históricamente, la religión ha impuesto, evidente y subrepticiamente, los fundamentos conceptuales, metodológicos, epistemológicos, cultuales y simbólicos para legitimar el saber, la verdad, la justicia, la moral, el orden social y el condicionamiento espiritual. Y la religión, como relato legitimador de un componente de la realidad, ha establecido dogmáticamente su manera acomodaticia y pragmática de ser y de estar en el mundo de los creyentes. Es por eso que el fenómeno religioso requiere, de los intelectuales, investigación y reflexión crítica e iconoclasta. Quienes creen en lugar de pensar se dejan adormecer por aletargador efecto de las religiones. “Con tus teologías y tiquismiquis celestiales, has sido como el pícaro y desalmado cazador, que atrae con el silbato a los zorzales bobalicones para que se ahorquen en la percha”[55]. Nuestra conciencia crítica y libertaria no se amolda dócilmente a ningún tipo de creencia religiosa, porque estaríamos desconociendo la diferencia y la pluralidad.
La religión, sea cual sea su nombre y sus doctrinas, es un sistema de creencias, rituales, mitos, leyendas y cultos, cargado de elementos irracionales, alienadores y masificadores; un sucedáneo para las auténticas respuestas que nos ofrece el pensamiento filosófico. La filosofía, como saber riguroso, reflexivo, metódico, analítico, desmitificador, crítico y sistemático, reflexiona sobre el problema de Dios en el hombre y sobre Dios como problema para el hombre, con el ánimo de tratar de esclarecer estos problemas tan complejos e insondables.
Las tropelías de la Iglesia
Católica
La religión ha sido descarada o subrepticiamente
manipulada, en muchas circunstancias, para alienar y someter a los ingenuos
“fieles”, quienes por falta de una conciencia crítica no la han cuestionado,
revisado y sometido a criterios de verdad. Sus velados elementos alienadores y
masificadores han acabado con una
considerable muchedumbre cristiana. “Una religión que acaba con el individuo,
se acaba”, se dice popularmente. ¿Cómo es posible que en estos tiempos en que la
ciencia y la filosofía han contestado muchas preguntas que antes eran del
dominio de los mitos y la magia, se siga alienando a la gente con absurdas
ideas de otra vida en el “Reino de los Cielos”? ¿Cuál cielo si ya sabemos que
no existe el cielo ni el infierno? Vida sólo hay una y hay que vivirla
intensamente aquí y ahora, sin pensar en ilusiones ultraterrenales. Para una
mejor claridad sobre esta problemática, léase a Nietzsche. La religión debe
abrir “los ojos” a sus fieles para que no sean sometidos por los sistemas
imperantes y no alienarnos con falsas esperanzas de “vida eterna”. Según Martín
Luther King, “cualquier religión cuya doctrina se preocupe por las almas de los
hombres y no por las condiciones económicas y sociales que hieren el alma, es
una religión espiritualmente agonizante que sólo aguarda el día de su
entierro”. Richard Bach sostiene que un “reto que nos plantea nuestra aventura
en la tierra es el de elevarnos por encima de los sistemas muertos —guerras,
religiones, naciones, destrucciones—, negarnos a formar parte de ellos y dar
expresión al ser más elevado que sabemos cómo llegar a ser”[56].
A juzgar por algunos pasajes de los Evangelios,
Jesucristo, en ciertas ocasiones, se comportó con acciones y expresiones
ofensivas, en actitud agresiva y beligerante. En el evangelio de San Lucas (por
citar sólo a uno), capítulo 12, se puede leer a manera de título: “Jesús, causa
división”. Y desde el versículo 49 al 53 se relata que Jesús vino a la tierra a
prender fuego (“Fuego vine a echar a la tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha
incendiado?”), sin ánimo pacificador (“¿Pensáis que he venido para dar paz a la
tierra? Os digo: No, sino disensión”) y a generar división (“Estará dividido en
padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la
hija contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra”).
¿Y qué decir, cuando, furioso, expulsó, con látigo en mano, a unos mercaderes
del templo, luego de agraviarlos con improperios y de tumbar las mesas de los
cambistas y regarles el dinero? No contento con este vejamen, ordenó destruir
el templo para reconstruirlo en tres días. Si bien es cierto que los Evangelios
también relatan actos buenos, milagros y enseñanzas de Jesús, ese
comportamiento antisocial contradice la misión de quien supuestamente estaba destinado
a “salvarnos” y conducirnos al “Reino de los Cielos”. ¿Acaso su labor no fue la
de predicar el mensaje de la justicia, el amor y el perdón?
En la “sagrada”
Biblia, texto con el que han dogmatizado y “educado” a muchas personas, se
relatan hechos violentos (algunos supuestamente dispuestos por Dios) y casos de
esclavitud, incesto, poligamia e intolerancia, entre otros vejámenes y
tropelías. Como una pequeña muestra de casos de intolerancia, cito los
siguientes. “Los que adoren a otros dioses o al sol, la luna o todo ejército
del cielo, morirán lapidados” (Deuteronomio 17). “Todo hombre o mujer que llame
a los espíritus o practique la adivinación morirá apedreado” (Levítico 20).
“Saca al blasfemo del campamento y que muera apedreado” (Levítico 24). “A los
hechiceros no los dejaréis con vida” (Éxodo 22). “Si alguien tiene un hijo
rebelde que no obedece y escucha cuando lo corrigen, lo sacarán de la ciudad y
todo el pueblo apedreará hasta que muera” (Deuteronomio 21). “Si un hombre yace con otro, los dos morirán”
(Levítico 20). “Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada,
ambos morirán” (Deuteronomio 22). “Si un hombre yace con su nuera, los dos
morirán” (Levítico 20). “Si la hija de un sacerdote se prostituye, será quemada
viva” (Levítico 21).
La
religión ha sido utilizada por muchos gobernantes como una ideología de
gobierno, como un instrumento de sometimiento y dominio. Su profunda influencia
ha facilitado la intimidación de súbditos por parte de tiranos y déspotas,
especialmente en tiempos remotos. Con los supuestos castigos de los dioses por
no obedecer a los gobernantes, se ha mantenido al pueblo en la ignorancia y en
la sumisión. Los poderosos se han inventado todo tipo de tretas y mentiras para
atemorizar con “castigos divinos” a quienes se rebelen en contra de su poder. Mijail Bakunin
nos advierte que “todas las religiones son crueles, todas están fundadas
en la sangre, porque todas reposan principalmente sobre la idea del sacrificio,
es decir, sobre la inmolación perpetua de la humanidad a la insaciable venganza
de la divinidad. En ese sangriento misterio, el hombre es siempre la víctima, y
el sacerdote, hombre también, pero hombre privilegiado por la gracia, es el
divino verdugo… Jehová, que de todos los buenos dioses que han sido adorados
por los hombres, es ciertamente el más envidioso, el más vanidoso, el más
feroz, el más injusto, el más sanguinario, el más déspota y el más enemigo de
la dignidad y de la libertad humanas… ¿Es necesario recordar cuánto y cómo
embrutecen y corrompen las religiones a los pueblos? Matan en ellos la razón,
ese instrumento principal de la emancipación humana, y los reducen a la
imbecilidad, condición esencial de su esclavitud. Deshonran el trabajo humano y
hacen de él un signo y una fuente de servidumbre. Matan la noción y el
sentimiento de la justicia humana, haciendo inclinar siempre la balanza del
lado de los pícaros triunfantes, objetos privilegiados de la gracia divina.
Matan la altivez y la dignidad, no protegiendo más que a los que se arrastran y
a los que se humillan. Ahogan en el corazón de los pueblos todo sentimiento de
fraternidad humana, llenándolo de crueldad divina… Eso nos explica por qué los
sacerdotes de todas las religiones, los mejores, los más humanos, los más
suaves, tienen casi siempre en el fondo de su corazón — y si no en el corazón,
en su imaginación, en espíritu (y ya se sabe la influencia formidable que una y
otro ejercen sobre el corazón de los hombres) — por qué hay, digo, en los
sentimientos de todo sacerdote algo de cruel y de sanguinario”[57]. Nietzsche llamaba “decadentes” a los sacerdotes.
“La ira de los sacerdotes ha hecho
verter muchas lágrimas y ha causado males horribles. Esta ira, consejera
tremenda, tal vez los ha persuadido de que era menester que los pueblos sudaran
sangre bajo la presión divina, y ha traído a sus encarnizados ojos la visión de
Isaías, y han visto y han hecho ver a sus secuaces fanáticos al manso Cordero
convertido en vengador inexorable, descendiendo de la cumbre de Edón, soberbio
con la muchedumbre de su fuerza, pisoteando a las naciones como el pisador pisa
las uvas en el lagar, y con la vestimenta levantada y cubierto de sangre hasta
los muslos… El sacerdote, el que va a ser sacerdote, ha de ser humilde,
pacífico, manso de corazón. No como la encina, que se levanta orgullosa hasta
que el rayo la hiere sino como las hierbecillas fragantes de las selvas y las
modestas flores de los prados, que dan más suave y grato aroma cuando el
villano las pisa”[58].
La
lucha entre las religiones ha generado algunas guerras, muchas veces
“justificadas” con la excusa o pretexto de “perseguir” infieles, herejes,
opositores, ateos, brujos, cismáticos…
Son tan absurdos estos conflictos que se ha llegado al extremo de
llamarlos “guerras santas”. ¿Qué es una guerra santa? Guerra por motivos
religiosos. Según el Diccionario de
las religiones, “en torno a la idea de la guerra encontramos en las
religiones posturas extremas e irreconciliables, incluso dentro de escuelas o
sectas de una misma religión”[59]. En el islamismo la guerra santa es un mandato y un
concepto básico. Las Cruzadas, efectuadas
por el cristianismo, fueron consideradas como “guerra santa”. La causa de la Guerra de los Treinta Años,
que se desarrolló en Europa entre 1618 y 1648, y que afectó sobre todo al Imperio Germánico
entre Francia y España, fue el conflicto existente en Alemania entre católicos
y protestantes. Las denominadas Guerras
de la Religión, que se desarrollaron en Francia entre 1562 y 1598,
tuvieron su origen en las rivalidades de protestantes (hugonotes) y católicos.
Así ha habido otras guerras por motivos religiosos y disputas de poder entre
emperadores y papas. “La sociedad quiere huir de toda causa que en nombre de la
religión justifique la muerte, la
violencia y la discriminación. Ninguna guerra es santa, todas las guerras y
todas las armas las inspiran un corazón confundido por la oscuridad del odio,
del rencor y la venganza. No seamos tan hipócritas y saquemos a Dios de
nuestros propios conflictos y no usemos su santo nombre para asesinar a
nuestros hermanos y hermanas y en último término asesinarlo a Él en ellos y
ellas. Tengo pavor a creer que la misma violencia se ha convertido en una
religión ansiosa de víctimas y sacrificios humanos, en una sed insaciable de
sangre que nos llevará a nuestra propia destrucción”[60]. Savater, interpretando el sentir volteriano, decía que
“la credulidad popular puede ser aprovechada por un desaprensivo para convertir
la religión en arma de guerra y justificación de crímenes”[61].
Elizabet
Anderson, en su libro Si Dios ha muerto, ¿todo está permitidoo?, escribe lo
siguiente:
“Este punto de
vista reconoce mi objeción al teísmo, la de que fomenta actos terribles de
genocidio, esclavitud y demás, pero niega su fuerza moral. Ya sabemos en qué ha
desembocado esta opción: en la guerra santa, en la erradicación sistemática de
los herejes, en las Cruzadas, en la Inquisición, en la guerra de los Treinta
Años, en la guerra civil inglesa, en la caza de brujas, en el genocidio
cultural de la civilización maya, en la conquista brutal de los aztecas y los
incas, en el respaldo religioso a la limpieza étnica de los indios
norteamericanos, en la esclavitud de los africanos en América, en la tiranía
colonialista por todo el planeta, y en el confinamiento en guetos de los
judíos, sometidos a pogromos cada cierto tiempo, cada uno de ellos un paso más
hacia el Holocausto”[62].
Desde niños nos han “enseñado” y
nos han hecho “creer” que la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana es la portadora del mensaje de Cristo,
para que nos salvemos y seamos mejores seres humanos; pero, a juzgar por el
libro La Puta de Babilonia, escrito por Fernando Vallejo, parece que la misión
no ha sido tan “santa”, puesto que la pequeña, muestra que resalto a continuación,
nos dice que “la puta de Babilonia”(como llamaban los albigenses a la Iglesia
Católica) creó tribunales tan ignominiosos como la Inquisición y la Caza de
Brujas, organizó las Cruzadas; ha perpetrado múltiples fechorías, vejámenes y
tropelías; ha observado una doble moral y ha tenido unos “papas” (supuestos
representantes de Dios en la tierra) que han cometido crímenes, asesinatos y
“pecados”: lujuria, incesto, homosexualismo, pedofilia, simonía, desear y
poseer la mujer del prójimo… ¡Qué bandidos esos papas! ¿Acaso ellos mismos, con
sus bulas, sus encíclicas, sus doctrinas y sus dogmas no condenaban este tipo
de prácticas por “impúdicas”, “inmorales” y que atentan contra Dios? Con la
represión que impusieron (los “papas” y la Iglesia Católica) a los instintos
naturales del ser humano, convirtieron la genitalidad (el acto más sublime del
universo) en algo sucio, indebido, despreciable, indecente, inmoral, prohibido, generando un desprecio por el cuerpo,
por el disfrute del cuerpo, haciendo que las personas sientan vergüenza de su
cuerpo. Michel Onfray afirma que las religiones son únicamente instrumentos de
dominación y de alienación, y agrega que los tres monoteísmos profesan el mismo
odio a las mujeres, a la sexualidad y que detestan la libertad. “El monoteísmo
es una ideología que, en sus principios, detesta que la gente piense o
reflexione y prefiere que obedezca y que se someta a la Ley, a la palabra de
Dios y a sus Mandamientos”[63].
La Inquisición
Este ignominioso
tribunal fue fundado en el siglo XII por el papa Gregorio IX para combatir y castigar (torturar y quemar)
la herejía, la brujería o cualquier otra manifestación, pública o privada,
contraria a la fe católica. Acabó cruel y brutalmente con las herejías cátara y
albigense. Luego pasó a quemar brujas, judíos, mahometanos, protestantes y
cuantos se negaran a prestarle obediencia al papa. La suprema razón de ser no
era el enriquecimiento de unos monjes, sino asegurar el dominio absoluto del papa
sobre príncipes y vasallos, lo visible e invisible, los actos y las
conciencias. Para la Inquisición nunca hubo inocentes; la presunción de
inocencia atentaba contra su razón de ser. Lo que tenían que decidir los
inquisidores no era la culpabilidad o la inculpabilidad del sindicado, sino el
grado de culpabilidad. Y no sólo tenía que confesar el indiciado sino que tenía
que denunciar a su mujer, a sus hijos y a sus amigos como enemigos de Dios. El
inquisidor actuaba como acusador y juez. Juzgaban y condenaban hasta los
muertos: los desenterraban, los trituraban y quemaban sus huesos. Los
inquisidores se enriquecían como los obispos: recibían sobornos, se apoderaban
de las riquezas de los que condenaban, y los ricos les pagaban contribuciones
anuales para que no los acusaran. El eclesiástico español Tomás de Torquemada
(1420—1498), en sus once años como inquisidor, entre herejes, apóstatas,
brujas, bígamos, usureros, judíos, moros y cristianos, condenó a ciento catorce
mil a variadas penas y quemó a diez mil. Torturado por su represión sexual que
a sí mismo se imponía, fue un abominable e infeliz torturador y asesino. Se
caracterizó por su dureza, crueldad e intolerancia. Otros inquisidores, como
Robert le Bourge, Bernardo Gui y Conrado de Marburgo enviaron a la hoguera a
unos doscientos. En su clima de evidente intolerancia disponía la muerte para
los impenitentes, excomunión y tortura para los relapsos, cadena perpetua a los
dogmatizantes, y adjuración, penitencia y prisión a los reconciliados. A las
víctimas desmembradas las tiraban en pozos llenos de serpientes, las entregaban
desnudas y atadas a ratas hambrientas y las enterraban vivas. Dentro de la dinámica “procesal” de la oprobiosa
Inquisición cualquier persona podía ser perseguida por una simple denuncia y lo
esencial para los jueces era obtener la confesión de los acusados, acudiendo a
la tortura para conseguirla. “Quemar víctimas en estado de
indefensión ha sido en todo caso la gran especialidad de la Puta desde que se
montó al poder en el 313 y lo que había sido hasta entonces una religión de
necios se convirtió en una empresa de asesinos”[64].
Cuál sería la intolerancia de la Iglesia Católica que, desconociendo el
auténtico sentido del término herejía, empezó a perseguir criminalmente a
quienes “elegían” o a quienes “tomaban partido”, pues la etimología de este
concepto nos dice que herejía deriva del griego hairetikós, que significa “el que elige” o “el que toma
partido”. “La noción de herejía surgió en la Iglesia Católica, como parte del
esfuerzo por mantener la disciplina interna de la institución en materia
doctrinaria, y expresa una concepción autoritaria de la vida religiosa y de la
organización política de la sociedad. La lucha contra herejías ha dado lugar a
grandes crímenes como la destrucción de los cátaros o albigenses por la Iglesia
católica en el siglo XIII, que se resolvió en una guerra de exterminio en la
creación del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, uno de los aparatos
represivos y punitivos más siniestros en la historia de Occidente. …la
Inquisición se puso al servicio de las monarquías absolutistas europeas aliadas
con la Iglesia en su lucha contra la reforma protestante, contra el judaísmo y
contra todas las manifestaciones de libertad intelectual y política que
anunciaron el Renacimiento, el Barroco y la Ilustración en Occidente”[65].
El libro Manual del
perfecto ateo[66]
precisa que la creencia en lo que dice la Biblia fue impuesta a sangre y fuego
en casi todo el mundo: recuérdese la inquisición, la conquista de América, la
colonización de Asia y África, las cruzadas, la toma de China y Japón por los
misioneros, las cruzadas jesuitas, las guerras contra los infieles... y pare
usted de contar. En toda la historia de la humanidad, los dioses del pueblo
conquistado han pasado a la categoría de dioses falsos y su religión, sus
libros sagrados, sus ritos, prohibidos y destruidos... (La historia la escriben
los vencedores dicen por ahí). Desde sus inicios —prosigue dicho texto—, el
papado se constituyó en un feroz perseguidor de los “herejes, infieles y
ateos”, que ponían en duda a Jesucristo como hijo de dios y a la Iglesia como
su representante. Por siglos y siglos, la Iglesia obligó a la gente a creer en
sus doctrinas, bajo pena de muerte (y de pilón, infierno en la otra vida).
Quien se atrevía a dudar de las enseñanzas del papa, se las tenía que ver con
la santísima inquisición (cristiana of course). No pensar, era garantía de
seguir con vida (y lleno de fe). De 1481 a 1808, solo en España, la santa
inquisición quemó vivos a 32,472 por cuestiones de religión (sin contar las
victimas de Holanda, Francia, Italia o las indias), todo en nombre de
Jesucristo En Alemania solo, de 1450
a 1550, más de 100,000 mujeres fueron muertas por la
Iglesia por herejes y brujas. ¿Cuántos millones de seres humanos murieron
durante la conquista de América al defenderse del cristianismo invasor?,
¿Cuántos otros millones de infieles cayeron bajo la implacable y cristiana
espada de las cruzadas? Y no olvidar que la Iglesia católica fue la madre
inventora de antisemitismo, siendo Hitler sólo un modesto discípulo seguidor de
las enseñanzas de Roma. ¿Quién mató más judíos: la Iglesia católica o Hitler?
Hijos predilectos de dios (según la Biblia), los judíos cayeron de la gracia de
su hijo (dijo la Iglesia) y durante 19 siglos fueron perseguidos y asesinados
por los católicos y demás cristianos (por no creer en Jesús como dios); y por
lo mismo murieron miles de africanos, asiáticos, australianos, árabes, latinos
y demás infieles: por falta de fe en el nuevo dios de los blancos.
Según Voltaire[67]
(Cartas filosóficas), la Inquisición es, como todo el mundo sabe, una invención
admirable y completamente cristiana para que gocen de extraordinario poder el
Papa y los frailes y para convertir en hipócritas las naciones.
La Caza o Cacería de Brujas
Persecución desatada
por Inocencio VIII (mediante la bula Summis desidrantes affectibus) contra
personas acusadas de canibalismo, de bestialidad, de volar en escobas, de
arruinar las cosechas, de hacer abortar a las mujeres, de causar impotencia a
los hombres, de beber sangre de niños, de participar en orgías, de besarle el
trasero a satanás y de copular con él en los aquelarres y de darle hijos, de
convertirse en ranas y gatos. Les pinchaban los ojos con agujas, las empalaban
por la vagina o el recto hasta desmembrarlas en castigo por haberse ayuntado
con el diablo, las arrastraban tiradas por caballos hasta despedazarlas, las
asfixiaban… Durante tan brutal cacería,
el obispo de Tréveris quemó a 368, el de Ginebra a 500, el de Bamberg a 600 y
el de Wurzburgo a 900. Entre dominicos y obispos arrasaron con pueblos y
regiones enteras. En Oppenau, entre 1631 y 1632, quemaron cerca del 2% de la
población. Para detener la tortura, las supuestas brujas denunciaban a otras, y
éstas a otras en una reacción en cadena que podía arrastrarse por décadas. La
cifra total de los quemados por brujería nunca se sabrá. Lo que sí se sabe era
que la mayoría eran mujeres. La familia de la víctima debía correr con los
gastos derivados del proceso, en el cual no podían defenderse, en los que se
incluían desde los honorarios de los jueces, torturadores y verdugos hasta el
coste de la madera utilizada en la quema y el banquete que seguía a ésta. La
caza de brujas sirvió a las fuerzas políticas para contrarrestar el creciente
descontento de las clases populares, y para imponer la cultura oficial
persiguiendo las manifestaciones culturales heterodoxas o simplemente
paganizantes de raíz precristiana.
Sobre este particular,
el escritor francés Dan Brown nos dice que la “Inquisición publicó el libro que
algunos consideran como la publicación más manchada de sangre de todos los
tiempos: El martillo de las brujas,
mediante el que se adoctrinaba al mundo de «los peligros de las mujeres
librepensadoras» e instruía al clero sobre cómo localizarlas, torturarlas y
destruirlas. Entre las mujeres a las que la Iglesia consideraba «brujas»
estaban las que tenían estudios, las sacerdotisas, las gitanas, las místicas,
las amantes de la naturaleza, las que recogían hierbas medicinales, y
«cualquier mujer sospechosamente interesada por el mundo natural». A las
comadronas también las mataban por su práctica herética de aplicar
conocimientos médicos para aliviar los dolores del parto —un sufrimiento que,
para la Iglesia, era el justo castigo divino por haber comido Eva del fruto del
Árbol de la Ciencia, originando así el pecado original. Durante trescientos
años de caza de brujas, la Iglesia quemó en la hoguera nada menos que a cinco
millones de mujeres”[68].
La “caza de brujas” es institución abominable, y detrás de
ella estaba la “Iglesia Católica”. Leamos lo que nos dice el
científico Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios:
“El Papa nombró a Kramer y a
Sprenger para que escribieran un estudio completo utilizando toda la artillería
académica de finales del siglo xv. Con citas exhaustivas de las Escrituras y de
eruditos antiguos y modernos, produjeron el Malleus maleficarum, «martillo de
brujas», descrito con razón como uno de los documentos más aterradores de la
historia humana. Thomas Ady, en Una vela en la oscuridad, lo calificó de
«doctrinas e invenciones infames», «horribles mentiras e imposibilidades» que
servían para ocultar «su crueldad sin parangón a los oídos del mundo». Lo que
el Malleus venía a decir, prácticamente, era que, si a una mujer la acusan de
brujería, es que es bruja. La tortura es un medio infalible para demostrar la
validez de la acusación. El acusado no tiene derechos. No tiene oportunidad de
enfrentarse a los acusadores. Se presta poca atención a la posibilidad de que
las acusaciones puedan hacerse con propósitos impíos: celos, por ejemplo, o
venganza, o la avaricia de los inquisidores que rutinariamente confiscaban las
propiedades de los acusados para su propio uso y disfrute. Su manual técnico
para torturadores también incluye métodos de castigo diseñados para liberar los
demonios del cuerpo de la víctima antes de que el proceso la mate. Con el
Malleus en mano, con la garantía del aliento del Papa, empezaron a surgir
inquisidores por toda Europa.
Rápidamente se convirtió en
un provechoso fraude. Todos los costes de la investigación, juicio y ejecución
recaían sobre los acusados o sus familias; hasta las dietas de los detectives
privados contratados para espiar a la bruja potencial, el vino para los
centinelas, los banquetes para los jueces, los gastos de viaje de un mensajero
enviado a buscar a un torturador más experimentado a otra ciudad, y los haces
de leña, el alquitrán y la cuerda del verdugo. Además, cada miembro del tribunal
tenía una gratificación por bruja quemada. El resto de las propiedades de la
bruja condenada, si las había, se dividían entre la Iglesia y el Estado. A
medida que se institucionalizaban estos asesinatos y robos masivos y se
sancionaban legal y moralmente, iba surgiendo una inmensa burocracia para
servirla y la atención se fue ampliando desde las brujas y viejas pobres hasta
la clase media y acaudalada de ambos sexos.
Cuantas más confesiones de
brujería se conseguían bajo tortura, más difícil era sostener que todo el
asunto era pura fantasía. Como a cada «bruja» se la obligaba a implicar a
algunas más, los números crecían exponencialmente. Constituían «pruebas
temibles de que el diablo sigue vivo», como se dijo más tarde en América en los
juicios de brujas de Salem. En una era de credulidad, se aceptaba
tranquilamente el testimonio más fantástico: que decenas de miles de brujas se
habían reunido para celebrar un aquelarre en las plazas públicas de Francia, y
que el cielo se había oscurecido cuando doce mil de ellas se echaron a volar
hacia Terranova. En la Biblia se aconsejaba: «No dejarás que viva una bruja».
Se quemaron legiones de mujeres en la hoguera. Y se aplicaban las torturas más
horrendas a toda acusada, joven o vieja, una vez los curas habían bendecido los
instrumentos de tortura. Inocencio murió en 1492, tras varios intentos fallidos
de mantenerlo con vida mediante transfusiones (que provocaron la muerte de tres
jóvenes) y amamantándose del pecho de una madre lactante. Le lloraron sus
amantes y sus hijos.
En Gran Bretaña se contrató a
buscadores de brujas, también llamados «punzadores», que recibían una buena
gratificación por cada chica o mujer que entregaban para su ejecución. No
tenían ningún aliciente para ser cautos en sus acusaciones. Solían buscar
«marcas del diablo» —cicatrices, manchas de nacimiento o nevi— que, al
pincharlas con una aguja, no producían dolor ni sangraban. Una simple
inclinación de la mano solía producir la impresión de que la aguja penetraba
profundamente en la carne de la bruja. Cuando no había marcas visibles, bastaba
con las «marcas invisibles». En las galeras, un punzador de mediados del siglo
x v n «confesó que había causado la muerte de más de doscientas veinte mujeres
en Inglaterra y Escocia por el beneficio de veinte chelines la pieza».
En los juicios de brujas no
se admitían pruebas atenuantes o testigos de la defensa. En todo caso, era casi
imposible para las brujas acusadas presentar buenas coartadas: las normas de
las pruebas tenían un carácter especial. Por ejemplo, en más de un caso el
marido atestiguó que su esposa estaba durmiendo en sus brazos en el preciso
instante en que la acusaban de estar retozando con el diablo en un aquelarre de
brujas; pero el arzobispo, pacientemente, explicó que un demonio había ocupado
el lugar de la esposa. Los maridos no debían pensar que sus poderes de
percepción podían exceder los poderes de engaño de Satanás. Las mujeres jóvenes
y bellas eran enviadas forzosamente a la hoguera.
Los elementos eróticos y
misóginos eran fuertes, como puede esperarse de una sociedad reprimida
sexualmente, dominada por varones, con inquisidores procedentes de la clase de
los curas, nominalmente célibes. En los juicios se prestaba atención minuciosa
a la calidad y cantidad de los orgasmos en las supuestas copulaciones de las
acusadas con demonios o el diablo (aunque Agustín estaba seguro de que «no
podemos llamar fornicador al diablo») y a la naturaleza del «miembro» del
diablo (frío, según todos los informes). Las «marcas del diablo» se encontraban
«generalmente en los pechos o partes íntimas», según el libro de 1700 de
Ludovico Sinistrari. Como resultado, los inquisidores, exclusivamente varones,
afeitaban el vello púbico de las acusadas y les inspeccionaban cuidadosamente
los genitales. En la inmolación de la joven Juana de Arco a los veinte años,
tras habérsele incendiado el vestido, el verdugo de Ruán apagó las llamas para
que los espectadores pudieran ver «todos los secretos que puede o debe haber en
una mujer».
La crónica de los que fueron
consumidos por el fuego solo en la ciudad alemana de Wurzburgo en el año 1598
revela la estadística y nos da una pequeña muestra de la realidad humana:
El administrador del Senado,
llamado Gering; la anciana señora Kanzler; la rolliza esposa del sastre; la
cocinera del señor Mengerdorf; una extranjera; una mujer extraña; Baunach, un
senador, el ciudadano más gordo de Wurzburgo; el antiguo herrero de la corte;
una vieja; una niña pequeña, de nueve o diez años; su hermana pequeña; la madre
de las dos niñas pequeñas antes mencionadas; la hija de Liebler; la hija de
Goebel, la chica más guapa de Wurzburgo; un estudiante que sabía muchos
idiomas; dos niños de la Iglesia, de doce años de edad cada uno; la hija
pequeña de Stepper; la mujer que vigilaba la puerta del puente; una anciana; el
hijo pequeño del alguacil del ayuntamiento; la esposa de Knertz, el carnicero;
la hija pequeña del doctor Schultz; una chica ciega; Schwartz, canónigo de
Hach...
Y así sigue. Algunos
recibieron una atención humana especial: «La hija pequeña de Valkenberger fue
ejecutada y quemada en la intimidad». En un solo año hubo veintiocho
inmolaciones públicas, con cuatro a seis víctimas de promedio en cada una de
ellas, en esta pequeña ciudad. Era un microcosmos de lo que ocurría en toda
Europa. Nadie sabe cuántos fueron ejecutados en total: quizá cientos de miles,
quizá millones. Los responsables de la persecución, tortura, juicio, quema y
justificación actuaban desinteresadamente. Solo había que preguntárselo.
No se podían equivocar. Las
confesiones de brujería no podían basarse en alucinaciones, por ejemplo, o en
intentos desesperados de satisfacer a los inquisidores y detener la tortura. En
este caso, explicaba el juez de brujas Pierre de Lancre (en su libro de 1612,
Descripción de la inconstancia de los ángeles malos), la Iglesia católica
estaría cometiendo un gran crimen por quemar brujas. En consecuencia, los que
plantean estas posibilidades atacan a la Iglesia y cometen ipsofacto un pecado
mortal. Se castigaba a los críticos de las quemas de brujas y, en algunos
casos, también ellos morían en la hoguera. Los inquisidores y torturadores
realizaban el trabajo de Dios. Estaban salvando almas, aniquilando a los
demonios…
En la última ejecución
judicial de brujas en Inglaterra se colgó a una mujer y a su hija de nueve
años. Su crimen fue provocar una tormenta por haberse quitado las medias”[69].
Las cruzadas
Se trata de ocho
expediciones militares (impulsadas por el papa Urbano II para la supuesta
defensa de la fe católica) realizadas por los cruzados (el brazo armado del
papado), con el “santo” propósito de arrebatarles Jerusalén y Palestina (“la
tierra santa”) a los musulmanes. Estas oprobiosas expediciones belicosas
dejaron miles de muertos entre cristianos, judíos y musulmanes (su blanco
declarado). “La oculta y verdadera razón
era el ansia insaciable de poder y riquezas que nunca han dejado en paz a la
Iglesia Católica, que se ha valido de maquinaciones e intrigas, ha coronado y
derrocado príncipes, reyes, emperadores, prendido hogueras y quemado herejes,
vendido indulgencias y reliquias, mentido y calumniado”[70].
Las tropelías de los
papas
Algunos papas
involucrados en hechos y conductas repudiables para la Iglesia y la sociedad:
Anastasio I (399—401).
Engendró al papa Inocencio I.
Hormisdas (514—523).
Engendró al papa Silverio.
Pelagio I (556—561).
Mató al papa Virgilio por corrupto. Fue impuesto por el emperador Justiniano.
Juan VIII (872—882). Adulador y servil, coronó a Carlos el Calvo
como emperador, afirmando que Dios había decretado su elección como emperador
desde antes de la creación del mundo. A cambio obtuvo amplios dominios papales.
Fue pródigo en excomuniones y mató a muchos sarracenos (árabes, musulmanes y
moros, especialmente piratas que actuaron en el Mediterráneo occidental durante
la Edad Media) como “animales salvajes”.
Adriano III (884—885).
Mandó azotar desnuda a una dama noble por las calles de Roma, la cual le había
sacado los ojos a un alto oficial del palacio Laterano.
Sergio III (904—911).
Asesinó a su antecesor León V y al antipapa Cristóbal.
Esteban VII (928—931).
Hijo de sacerdote. Lo encarcelaron y estrangularon. Hizo exhumar el cadáver de
Formoso, su antecesor, nueve meses después de su muerte, para juzgarlo en el
famoso Sínodo del Cadáver, y lo condenó por “ambición desmedida al papado”: le
arrancaron las vestiduras papales, lo vistieron con harapos, le cortaron tres
dedos de la mano derecha para que se curara del vicio de bendecir, lo
arrastraron por las calles entre risotadas y burlas, lo volvieron a enterrar en
una cueva, lo volvieron a desenterrar, lo desnudaron, y, mutilado, vejado y
putrefacto, fue arrojado al Tíber.
Juan XI (931—936). Hijo ilegítimo de Marozia y del Papa Sergio
III. Su hermano Alberico II lo puso en prisión.
Esteban VIII (939—942).
Murió desorejado y desnarigado por conspirar contra el todopoderoso señor de
Roma Alberico II.
Juan XII (955—964).
Octaviano (937—964). Nieto y biznieto de prostituta. Era gran cazador y jugador
de dado, tenía pacto con el diablo, ordenó obispo a un niño de diez años en un
establo, hizo castrar a un cardenal causándole la muerte, le sacó los ojos a su
director espiritual y en una fuga apurada de Roma desvalijó a San Pedro y huyó
con lo que pudo cargar con su tesoro. Cohabitó con la viuda de su vasallo
Rainer a la que le regaló cálices de oro y ciudades, y con la concubina de su
padre Stefana y con la hermana de Stefana y hasta con sus propias hermanas.
Violó peregrinas, casadas, viudas, doncellas, y convirtió el palacio Laterano
en un burdel. Un marido celoso lo sorprendió en la cama con su mujer y lo mató
de un martillazo en la cabeza.
Benedicto V (964—966).
Deshonró a una doncella y huyó a Constantinopla con parte del tesoro de San
Pedro. A su regreso a Roma, León VIII le desgarró las vestiduras, le arrancó
las insignias papales y el báculo; tras hacerlo arrodillar, le rompió la cabeza
a baculazos. Murió de más de cien puñaladas propinadas por un marido vejado,
quien luego lo arrastró y arrojó a un pozo.
Juan XIII (965—972).
Solía sacarles los ojos a sus enemigos y pasó por la espada a la mitad de la
población de Roma.
Benedicto VII (974—983).
Murió en pleno adulterio a manos de un marido burlado.
Bonifacio VII (974—984—985).
Francon. Considerado ilegítimo. Estranguló a Benedicto VI y envenenó a Juan
XIV, luego de apalearlo. Murió asesinado.
Gregorio V (996—999).
Bruno de Corintia (972—999). Cegó, desorejó, desnarigó y le cortó la lengua,
los labios y las manos del antipapa Juan XVI; lo coronó con una ubre de vaca,
lo paseó por Roma montado en un asno y lo encerró en un monasterio donde murió
desconectado del mundo.
Sergio IV 1009—1012).
Pietro. Murió asesinado durante una
revuelta en Roma.
Adriano IV (1154—1159).
Nicolás Breakspear (1100—1159). Hizo condenar y ejecutar por herejía a Arnaldo
de Brescia. ¿Qué hizo? Denunciar la riqueza y la corrupción de los clérigos y
oponerse al poder temporal del papado. Luego de ahorcado, su cadáver fue
quemado y sus cenizas arrojadas al Tíber.
Inocencio III
(antipapa 1179—1180). Landi de Sezze. Fue el más asesino. Con sus tres cruzadas
(contra los albigenses, contra los infieles y la de los niños) fue quien más
mató y empujó a la muerte.
Inocencio VIII (1198—1216). Giovanni Lotario, conde de Segni (1160—1216).
Promulgó la bula Summis desiderantes affectibusque
desató la más feroz persecución contra las brujas. A su hijo Franceschetto lo
casó con una Médicis y nombró cardenal a un hijo de Lorenzo el Magnífico.
Gregorio IX (1227—1241).
Ugolino, conde de Segni (1170—1241).
Decretó la pena de muerte para los herejes.
Inocencio IV (1243—1254). Sinibaldo Fieschi (1195—1254). Azuzó a la
Inquisición, con su bula Ad extirpanda, a usar la tortura para sacarles a sus
víctimas la confesión de herejía.
Inocencio IV (1243—1254).
Sinibaldo Fieschi (1195—1254). Autorizó la tortura, y las cámaras de la
Inquisición se convirtieron en las mazmorras del terror y el sufrimiento.
Juan XXII (1316—1334)
Jacques Duese (1245—1334). Declaró herejes a los fraticelli (de la orden
franciscana), al año siguiente quemó a cuatro en Marsella, y en los años
siguientes entregó más de un centenar a la Inquisición por insistir en la
pobreza de cristo y de los apóstoles. Condenó póstumamente al filósofo alemán
Meister (Maestro) Eckhart (1258—1327) por ideas religiosas, entre ellas su
concepción panteísta, y excomulgó al
filósofo inglés Guillermo de Occam (1290—1249) por estar de acuerdo con la
tesis sobre la pobreza de Cristo y considerar como hereje a Juan XXII, quien no
compartía y se oponía a dicha tesis.
Urbano VI (1378—1389).
Bartolomeo Prignamo (1318—1289). Murió envenenado.
Alejandro VI (1492—1503). Rodrigo Borgia y Borgia (1421—1503). Tuvo
amantes, engendró hijos, cometió incesto con
su hija Lucrecia, sobornó cardenales, vendió indulgencias, quemó a
Girolamo Savonarola (1452—1498) porque convocó a un concilio desde Florencia
con el propósito de deponer a ese papa por pecados de la carne y por corrupto.
Fue precursor de la Reforma. Adolfo Valle Berrío, con respecto a este papa, nos
dice lo siguiente: “Rodrigo quería hacerse Papa como fuese, y se dice que el
día en que fue coronado todos sus coterráneos respiraron tranquilos, pues para
lograr tal distinción había hecho envenenar o asesinar a 220 de sus oponentes,
en sólo 17 días…”[71].
Inés Plana escribe que los Borgia fueron
papas, cardenales y duques, y no duraron en asesinar a quien se les
interpusiera para alanzar el poder y la gloria, y agrega que el tráfico y el
incesto coronaron su leyenda negra. Con respecto a la muerte de Savonarola,
afirma que el Papa Alejandro VI lo llamó “judío borracho” y lo acusó de
rebelión. “Tras crueles interrogatorios bajo tortura, en los que Savonarola
sufrió el desgarro de todos sus músculos, refirmó la sentencia de muerte”.
Luego de su ahorcamiento fue quemado en la pira. “La osadía de enfrentarse a un
Borgia la pagó el dominico, al igual que muchos otros, con su propia vida”[72]. Este “papa” intolerante, que tuvo unos siete
hijos, cometió incesto y dispuso asesinatos, entre otros vejámenes, ¿fue un
auténtico “representante” de Dios en la tierra?
León X (1513—1521).
Juan de Médicis (1475—1521). Era homosexual y los burdeles de Roma le pagaban
diezmos. Mató al pérfido cardenal Alfonso Petrucci de Siena, quien pretendió
envenenarlo. Practicó la simonía (negociar con objetos sagrados, bienes
espirituales o cargos eclesiásticos).
Julio III (1550—1555).
Giovanni María del Monte (1487—1555). Tuvo relaciones homosexuales con un joven
de 15 años. Fue a la cárcel por criminal.
Pío V (1566—1572).
Antonio Ghislleri (1504—1572). Expulsó a todos los judíos de los Estados
Pontificios, dejando tan solo a los de Roma y Ancona. Expulsó a todas las
prostitutas de Roma. Promulgó la bula que prohibía las corridas de toros en
Europa, menos en España.
Gregorio XIII (1572—1585).
Ugo Boncompagni (1502—1585). Celebró con júbilo la matanza de la noche de San
Bartolomé, donde la Iglesia católica asesinó a varios protestantes franceses o
hugonotes, sindicados de herejía. En una carta a Carlos IX, dijo: “Os
acompañamos en vuestra alegría porque por la gracia de Dios habéis librado al
mundo de esos desgraciados herejes”.
Sixto V (1585—1590).
Felice Peretti (1520—1590). Asesino, inquisidor y simoniaco.
Pío XI (1922—1939).
Achile Ratti (1857—1939). Alcahueta del nazismo.
Pío XII (1939—1958).
Eugenio Pacelli (1876—1958). Alcahueta del nazismo y del fascismo. Tuvo
relaciones íntimas con la monja Pascalina. Combatió el comunismo.
Pablo VI (1963—1978).
Giovanni Batista Montini (1897—1978). Revivió el viejo tema de que los judíos
no habían querido reconocer en Jesús al Mesías que llevaban siglos esperando,
al cual habían calumniado y matado.
¿Todo eso hicieron los
llamados “representantes de Dios en la tierra? La Iglesia les debe muchas
explicaciones a sus feligreses y creyentes, debido a que, de una u otra forma,
los ha guiado y les ha impuesto formas y estilo de vida. ¡La Iglesia también es
responsable de la violencia!
La cristiandad ya habló, ahora hablamos nosotros
Como la religión ya ha “hablado” demasiado (ha sido muy “parlanchina” y
mentirosa), es el momento de que también escuche; los filósofos tenemos
nuestras cosas que decir. La religión, concretamente el Cristianismo (en sus versiones
Católica y Protestante) —debido a que es la religión que impera y nos somete en
nuestro contexto—, ya nos “escupió” sus “verdades”, y ya es hora de que calle. Nuestros
oídos son sordos a sus discursos que pretenden ilusamente legitimar la verdad y
el saber. Sus prédicas mendaces ya no hacen eco en los oídos de quienes
pensamos críticamente, tenemos una actitud iconoclasta y contestaría,
cuestionamos y ponemos en ducha tradiciones, costumbres y convenciones. ¿Qué
puede decirnos la religión que nos incline a creerle ingenuamente?
Además de haber hablado mentiras, ha “hablado” violentamente: Cruzadas,
Inquisición, Cacería de Brujas, guerras religiosas, crímenes, tropelías papales
(el papado, “el más artificial de los edificios” que, como dijo Schiller, sólo
se mantiene en pie “gracias a una persistente negación de la verdad”[73]), vejámenes de la jerarquía eclesiástica, pederastia,
prohibición y quema de libros, persecución de intelectuales y científicos: Galileo,
Bruno, Servet, Spinoza… Con la incineración de Giordano Bruno (1600), la
Iglesia Católica quedó “muy mal sentada” para la posteridad. Una gran mayoría
de personas desaprueban semejante tropelía. Con el asesinato de Bruno, la
Iglesia perdió más de lo que ganó: ésta perdió prestigio y Bruno se ganó la inmortalidad.
Sus perseguidores cayeron en el olvido, mientras la grandeza de Bruno ha crecido,
“y actualmente su legado es más apreciado y honrado que en ningún otro momento
desde su muerte”[74]. Muchos hemos quedado estupefactos al conocer la
ocurrencia de tan cruel exabrupto. No podíamos “creer” que una institución
“sagrada”, puesta ante nosotros, desde niños, como fuente de moral y patrón de vida correcta, hubiera sido capaz de un vejamen tan
aberrante. Que se hayan enfrentado católicos y protestantes en épocas intolerancia
y oscurantismo, eso no me importa; eso es problema de “borregos”.
Lo que me causa
inconformismo es que la Iglesia Católica, encargada de difundir el mensaje de Jesús
(el amor, el perdón y la justica), hubiera perpetrado tan cobarde tropelía,
quemando vivo al intelectual y filósofo más grande del Renacimiento. Un
pensador que luchó por pensar diferente, ¿tenía que ser asesinado por los
“representantes de Dios en la tierra”? Semejante crimen tan absurdo, merece
todo el rechazo de los intelectuales, y esa es una de las razones para que
pensemos críticamente en lugar de creer ingenuamente en el acervo dogmático y doctrinario
con el que la iglesia aliena y masifica a los cándidos creyentes. ¡Qué
paradójico: mientras la iglesia mentirosa predicaba el amor, el perdón y la
justicia, asesinaba a un librepensador! Pienso que con esa tropelía, la iglesia
hizo de Bruno un mártir del pensamiento diferente. El intelectual Óscar Gómez,
a pesar de ser católico, es contundente con respecto al crimen de Bruno:
“Ante
la escalofriante magnitud de este drama, uno se cuestiona horrorizado cómo es
posible que un crimen de semejante atrocidad haya podido consumarse, ¡vaya
paradoja!, justamente en nombre de una religión que, como la cristiana, si de
algo se precia es de su mensaje de amor y de perdón, porque se sustenta en las
palabras de un gran hombre que vino a predicarlo todo, menos el odio, la
venganza o la brutalidad, y que enseñó siempre su filosofía a base de parábolas
y de paciencia y dulzura infinitas…
Es
también un homenaje, inútil pero honesto, al mártir de Nola,
conducido a la muerte en absoluto estado de
indefensión por sujetos que nada entendieron nunca sobre derechos y libertades,
ni sobre avances científicos, ni sobre nada que no fuera su propia torpeza, su
fanatismo irreductible, y la prepotencia que da el poder político, económico y
militar cuando se ejerce para la escueta satisfacción de los propios intereses…
Lo
que interesa es poner de relieve que atentar contra la vida de quien piensa
distinto de uno es acción injustificable, y que, por desgracia, hasta el
cristianismo apeló a métodos brutales para imponer una filosofía de vida que,
dada su coherencia y bondad, no necesitaba de ellos, y privó del don de la vida
a personas que no habían cometido ningún crimen atroz, como para merecer tal
castigo extremo, sino que simplemente estaban ejerciendo la facultad de
discernir, implícita en la naturaleza del hombre, y la cual justamente lo
diferencia de los brutos…
Bruno
es una víctima del endurecimiento de la Iglesia, pero también de la
incomprensión de Roma ante la transformación de la reflexión cosmológica… En todo caso,
dígase lo que se quiera, quemar a
una persona viva
en la hoguera, en medio de sus ayes desgarrados, es un
procedimiento de crueldad
extrema que lleva enseguida a la idea de matar con
sevicia. La idea de matar con sevicia,
que está asociada a la de quitar la vida con odio extremo y desprecio por la
víctima, a quien el verdugo debe hacer padecer hasta el último instante, data
de mucho tiempo…
En
tiempos de Bruno, los acusados de herejía eran obligados a abjurar, so pena de
ejecutarlos en el fuego. Las salvajes torturas en el potro encaminadas a
obtener la confesión del acusado a fuerza de estirarle músculos, nervios y
tendones, las ordalías o “juicios de Dios”, como la de hacer que el reo
caminara sobre brasas encendidas a ver si los terribles dolores del sufrimiento
lo conducían a decir lo que sus torturadores querían oír de sus labios mustios
(caso en el cual era culpable) o soportaba el tormento (paso en el cual era
inocente y contaba con el apoyo de Dios), los testigos de cargo sin rostro y
sin nombre, amparados en el anonimato; la aceptación del “secreto de confesión”
como suficiente argumento para no explicar de dónde procedía el señalamiento acusador,
y, en fin, todas las atrocidades más inenarrables, que nunca podrán dejar de
avergonzar al género humano, florecían silvestres en aquella época obscura y aciaga
para el pensamiento libre… Lo que sí resulta inexplicable es la presentación
decente de la atrocidad, de métodos tan bárbaros de investigación y castigo, de
la pena capital impuesta con tales características de sevicia, abuso y cobardía, como algo no sólo permitido, sino, peor aún,
abiertamente patrocinado por la Iglesia de Cristo…
Así, el agresor de la
libertad de conciencia y expresión,
que es igualmente agresor del
derecho a la vida, acude a frases de
comodín para tratar de ganarse la
comprensión cómplice del conglomerado social que presencia
su atroz infamia. Conceptos etéreos como "el nombre
del verdadero Dios", "la verdad", "la lucha contra
la herejía", "la
defensa de la civilización", etcétera, han estado en la base filosófica de
sangrientos crímenes que algún día sonrojarán al género humano…
¿En
qué estado se encuentra hoy en día el
respeto por la ideología ajena y por la dignidad de la persona humana? ¿Existe,
sí o no, el "delito" de pensar diferente, de simpatizar, de apoyar
con las palabras, el cual se castiga siempre con la pena de muerte? ¿Es tan
grave verter una opinión contraria? ¿Es matar, matar, y siempre matar, la única
forma de rivalizar con quien no está de acuerdo con lo que nosotros pensamos?...
Quien
mata a otro por pensar distinto comete un crimen, un crimen burdo contra la
inteligencia y contra la libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión.
Que la memoria de Giordano Bruno, torturado y quemado vivo solamente por pensar
distinto, se reviva en la mente de todos los hombres libres del mundo actual,
en la conciencia de la juventud de ahora, en el alma de quienes luchan por un
mañana más justo…
Apasiona
el caso de Bruno, desde luego, por todo lo que encierra de absurdo y de heroico.
No todos los días nacen hombres dispuestos a que los quemen vivos con tal de
mantenerse firmes en sus ideas.
Con
el filósofo y humanista italiano empieza en el mundo quizás, por lo menos con
evidente claridad, la lucha del hombre por el respeto de su fuero interno. Una
lucha que, en su caso, aparece sellada con su tormento y sus cenizas.
Con
un componente adicional que la hace
todavía más dramática: Bruno no estaba equivocado. En la cosmología de hoy, en
efecto, el universo, ciertamente, se nos presenta infinito, y nadie se atreve
ya a insinuar siquiera que el Sol gira alrededor de la Tierra o que ésta es el centro
del universo. De otra parte, el descubrimiento de que la Vía Láctea es apenas
una galaxia entre un número indeterminado de ellas, y muchas otras
observaciones con las que nos siguen sorprendiendo los astrónomos, apoyados en
los formidables instrumentos de observación y medición del cosmos propios de
los tiempos actuales, y con los que obviamente no contó Bruno, vienen a poner de presente la grandeza histórica del
pensador nolano inmolado”[75].
Pareciere que este
nefasto y aberrante “ejemplo” de la “santa madre Iglesia Católica Apostólica y
Romana” hubiera cundido en los regímenes totalitarios, persiguiendo (y muchas
veces eliminando) a intelectuales de toda laya, quienes, como parias, han
tenido que vivir una existencia nómada y errabunda para poder huir de la férrea
mano que pretende silenciarlos. Voltaire, Diderot, Marx, Dostoievski, Freud,
Kafka, Lawrence, Kundera, Lorca, Alberti, Hernández y Zuleta constituyen una
pequeña muestra de la infinidad de intelectuales incordiados por los sistemas
sociales, políticos y económicos imperantes, por el “delito” de pensar
diferente. “Sus planteamientos resultaban muy peligrosos tanto para la monarquía
absoluta como para el dogmatismo eclesiástico”[76]. El
mérito de estos pensadores geniales y muchos otros más radica en que pusieron
en tela de juicio y cuestionaron el presunto “derecho divino de los reyes” y su
poder absoluto, además dudar de la existencia de Dios. Esta actitud intelectual
atemorizaba a los gobernantes todopoderosos y a la iglesia. Por eso los persiguieron
y quemaron sus libros.
Los intelectuales no podemos
aceptar y estamos profundamente dolidos con la Iglesia Católica por las
tropelías que cometieron en contra los intelectuales citados y de otros filósofos
y científicos. ¿Acaso es que los intelectuales están “a la vuelta de la
esquina” o se dan por manadas, como para perseguirlos y asesinarnos? La
humanidad necesita de intelectuales, porque ellos son quienes transforman la
sociedad sin imponer dogmas ni acudir a la violencia. Borregos hay muchos, por
millones; intelectuales muy pocos, ha sido una especie que no se reproduce
masivamente. No son mayoría, y la iglesia los persiguió como a una plaga que
había que eliminar… A pesar de que la Iglesia Católica, recientemente, a través
del papa Juan Pablo II, reconoció su fatal error, rehabilitó y pidió perdón por
la persecución y muerte de Giordano Bruno y Galileo Galilei, ¿ya para qué, si
el daño ya estaba hecho? Al menos reconoció que había se había equivocado la
que nunca creyó equivocarse, la legitimadora del saber y de la verdad… ¿Cuándo pedirá perdón por los otros intelectuales asesinados y perseguidos y por la quema de libros? Cuántos
intelectuales, en tiempos de persecución, tuvieron que publicar sus textos con
seudónimos o anónimamente. Y cuántos se abstuvieron de hacerlo por temor a las
persecuciones de la religión. Muchos de los grandes filósofos, con sistemas de
pensamiento sorprendentemente originales, debieron sustentarlos en Dios (Descartes,
Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley…) y seguir creyendo en Dios (Pascal,
Rousseau, Kant, Hegel, Kierkegaard, Jaspers…), posiblemente por no entrar en
disputas con la Iglesia Católica o con los gobernantes de su tiempo, que eran
títeres de ésta, con el absurdo argumento falaz del “derecho divino de los
reyes”. “Los filósofos anteriores a Hume fueron frecuentemente acusados de ateísmo, pero Hume fue el primero en admitirlo.
El ser tildado de ateo no era un honor envidiable,
ni para los filósofos ni para los que no lo eran; la sociedad tenía sus maneras de tratar a los pensadores heterodoxos,
desde la antigua Grecia
(el veneno)
hasta la Edad Media
(la Inquisición).
Los filósofos se esforzaban por tanto en convencer a todo el mundo —y a sí mismos— de que
no eran ateos”[77]. Sin embargo, a Hume no le
ocurrió como a muchos de sus antecesores por el “delito” de ser ateo. A pesar
que vivió en pleno siglo de la Ilustración, Hume tuvo que publicar anónimamente
algunas de sus obras. Muchos
pensadores no pudieron disfrutar en vida del arrollador éxito e influencia de sus libros. ¡Qué despropósito! ¡Descartes acusado de ser el origen del ateísmo moderno!
¿Acaso él recurrió a Dios como garantía del pensamiento y la extensión?
¿Acaso no sentó su sistema original y revolucionario en Dios? Descartes no negó
a Dios. “En 1662, doce años después de su muerte, sus obras son
condenadas por la Congregación del Índice de los libros prohibidos del Tribunal
del Santo Oficio de la Iglesia Católica y aún hoy no son pocos los que
consideran a Descartes como el origen de los ateísmos modernos”[78]. Los textos de estos y otros filósofos cambiaron algunos aspectos culturales, inspiraron grandes revoluciones
sociales, políticas,
económicas y científicas y se convirtieron
en modelos pedagógicos de enorme vigencia en el presente. ¿Con qué autoridad moral pretende la Iglesia Católica motivarnos a creer a los
filósofos que no somos credulones, sino pensantes? ¿Para qué seguir alienando a
ingenuos con sus mentiras? Si quiere seguir “reinando”, es mejor que calle, que
“calladita” aliena menos… Nos llegó el momento de hablar por quienes no pudieron hablar en el pasado; los que se atrevieron, qué infame destino los agobió.
Al hablar ahora, los que podemos y nos atrevemos a hacerlo, los estamos reivindicando
y les estamos agradeciendo
todo ese invaluable legado intelectual que nos dejaron con su obra y su ejemplo de mártires del pensamiento libre.
El Manual del perfecto
ateo señala que ante las abrumadoras verdades que han salido a la luz, la
Iglesia ha tenido que reconocer (en 1969) que la mayoría de los llamados
“santos” venerados durante siglos, no fueron más que leyenda o dioses romanos
rebautizados con nombre cristiano. Así como que la inmensa mayoría de papas
“sucesores de San Pedro” no fueron más que ambiciosos obispos ansiosos de
poder, asesinos muchos de ellos, corruptos principitos llenos de hijos
bastardos, interesados solo en el trono de los enormes territorios controlados
por la “Iglesia de Cristo”. Y que la historia del cristianismo es una historia
fraudulenta llena de mentiras, cuentos, falsedades y mitos, utilizados
sabiamente para hacer aparecer a la religión cristiana como la única inspirada
por Dios y a su Iglesia como la Iglesia de Jesucristo. “La doctrina dogmática
de la religión cristiana traería como consecuencia una lucha encarnizada por
defender "la pureza de la doctrina" y mantener la estructura
jerárquica, legitimando su dominio de la sociedad medieval. San Agustín condenó
a los herejes y creyó legítimo emplear medidas de fuerza contra ellos porque
consideraba la herejía como un alejamiento del dogma y un desorden del alma que
podría llevar al hombre a la condenación eterna”[79].
La Iglesia Católica y
la persecución y asesinato de muchos intelectuales
Por
cuenta de la religión ha corrido mucha sangre… Por supuesta herejía o estar en
desacuerdo con la Iglesia católica no fueron pocos los asesinados. He aquí una
pequeña muestra:
Marsilio de Padua (1280—1343), filósofo italiano (teórico
del estado), fue excomulgado y condenado como hereje por sus ideas de avanzada
y tesis filosóficas en las que defendía el estado fundado en la soberanía
popular (el rey libremente elegido por el pueblo, debía ser independiente de la
jerarquía eclesiástica; los obispos respecto al papa, la comunidad eclesial
respecto al párroco).
Fray
Dulcino de Novara. El Papa
Clemente V (1305—1314) ordenó que lo condenaran a muerte. ¿Por qué? Este monje
tenía su propia interpretación de los Evangelios.
John
Wyclif o Wycliffe (1320—1384), teólogo inglés, que cuestionó la autoridad
espiritual del papa, las indulgencias, la confesión obligatoria y predicó un
retorno a las prácticas religiosas fundadas en la meditación de las Sagradas
Escrituras, fue condenado en el Concilio de Constanza (1415) e incinerado su
cadáver.
Juan
Hus (1369—1415), reformador religioso checo, que denunció los vicios del clero
y de los defectos de la Iglesia, fue condenado por herejía, encarcelado y
quemado vivo. El principal discípulo de Hus, Girolamo de Praga, que había
indo a Constanza a defenderlo, lo detuvieron y encarcelaron, lo juzgaron y lo
quemaron vivo por hereje el 26 de mayo de 1416.
Girolamo Savonarola
(1452—1498) Precursor de la Reforma. Fue condenado a la hoguera por Alejandro
VI. ¿Por qué? Haber convocado a un concilio desde Florencia con el propósito de
deponer a ese papa por pecados de la carne y por corrupto.
William Tyndale (1494—1536). Quemado en la hoguera. ¿Por
qué? Traducir la Biblia al inglés. Leamos lo que dice al respecto el libro El
mundo y sus demonios, de Carl Sagan:
“En
el siglo xvi, el erudito William Tyndale cometió la temeridad de pensar en
traducir el Nuevo Testamento al inglés. Pero si la gente podía leer la Biblia
en su propio idioma en lugar de hacerlo en latín, se podría formar sus propios
puntos de vista religiosos independientes. Podrían pensar en establecer una
línea privada con Dios sin intermediarios. Era un desafío para la seguridad del
trabajo de los curas católicos romanos. Cuando Tyndale intentó publicar su
traducción, le acosaron y persiguieron por toda Europa. Finalmente le
detuvieron, le pasaron a garrote y después, por añadidura, le quemaron en la
hoguera”.
Éttiene Dolet (1509—1546).
Humanista francés. ¿Por qué? Fue acusado
de brujería. Por usar la sátira contra el catolicismo romano. La Iglesia
católica ordenó la tortura y la quema vivo, luego de que hubiera sido condenado
por la facultad de teología de la Sorbona por ateísmo y por publicar un diálogo
de Platón que negaba la inmortalidad del alma.
Fue el “primer mártir del Renacimiento”.
Miguel Servet (1511—1553), médico y teólogo español. ¿Por
qué? Mantener una concepción personal sobre el dogma de la Santísima Trinidad.
Las opiniones religiosas de Servet fueron combatidas por los católicos y por
los protestantes de la época. Este español rebelde, que descubrió el
intercambio de sangre entre el corazón y los pulmones, contradiciendo a
católicos y protestantes, negó la doctrina del pecado original y la doctrina de
la Santísima Trinidad. En Del error de la Trinidad (1531)
repudió la personalidad tripartita de Dios y el ritual del bautismo. Sus
contribuciones científicas también fueron notables: La restauración del cristianismo, publicado poco antes de su
muerte, contiene la primera descripción rigurosa del sistema circulatorio
pulmonar. Acusado de herejía y blasfemia contra la cristiandad, murió quemado
en la hoguera.
Giordano Bruno (1548—1600), filósofo y poeta renacentista
italiano, pagó con su vida en la hoguera por sus “desviaciones doctrinales,
herejías y blasfemias”. ¿Pero cuál fue su osadía para merecer tan absurdo
castigo? Haber planteado que el universo es infinito, que Dios es el alma del
universo y que las cosas materiales no son más que manifestaciones de un único
principio infinito; afirmar que las estrellas no parecen cambiar de situación
por las enormes distancias que las separaban de la tierra; sostener la
infinitud el universo físico, y sugerir que podían existir numerosos sistemas
planetarios como el nuestro y multitud de planetas habitables. Defendió, al
igual que Galileo, la tesis copernicana de que la tierra gira en torno al sol.
Sostuvo que las estrellas son soles distantes con sus propios planetas, que el
universo es infinito, que se puede convocar a las almas de los muertos por la
necromancia y la magia, y que es mentira el dogma de la Santísima Trinidad.
¿Mereció morir así uno de los precursores de la filosofía y la astronomía
moderna? La ciencia fue menos perseguida en los países protestantes porque allí
la dominación eclesiástica no era tan fuerte. La vida y obra de Bruno son clara
manifestación del dramático enfrentamiento que se vivía en la época. En el
mundo medieval, teocrático, inmovilista, con pretensiones de conocimiento
absoluto frente al cual no tenían los hombres otra opción que la recta
interpretación y recta opinión, la ortodoxia resistía el advenimiento de una
nueva e inquietante postura intelectual.
Fernando Savater, en una biografía novelada de Voltaire,
cuenta:
“Aún más espeluznante resultó la condena contra dos jóvenes
de la Picardía, el caballero de La Barre y el señor D’Etallondes, ninguno de
los cuales había cumplido aún los veinte años. Por lo visto se habían cruzado
con una procesión sin descubrirse y más tarde alguien los oyó cantar entre
copas una canción irreverente: fue suficiente para que se les achacase el destrozo
de un viejo crucifijo que presidía el puente de Abbeville, hecho caer
probablemente por algún carro. El obispo de Amiens intervino con entusiasmo en
esta ridícula cruzada y consiguió que el joven D’Etallondes fuese condenado a
sufrir la amputación de la lengua hasta la raíz y de la mano derecha, todo ello
ante la puerta principal de la catedral, tras lo cual sería atado y quemado a
fuego lento… Al subir al cadalso, el desventurado adolescente comentó con
serenidad: «No creí que se pudiera matar a un joven por tan poca cosa». Cuando
constató la reacción mayoritariamente adversa ante esta sentencia, el nuncio la
criticó discretamente y dijo que en Roma no hubiera podido llevarse a cabo la
ejecución. Es singular la capacidad de la Iglesia católica para no ser nunca
menos cruel de lo que le permite su poder social, ni más tolerante de lo que le
imponen las circunstancias históricas”.[80]
En la novela de José Saramago, El evangelio según
Jesucristo, encontramos las siguientes tropelías:
“Dios suspiró y, en el tono monocorde de quien ha
preferido adormecer la piedad y la misericordia, comenzó la letanía, por orden
alfabético, para evitar problemas de precedencias, Adalberto de Praga, muerto
con una alabarda de siete puntas, Adriano, muerto a martillazos sobre un yunque,
Afra de Ausburgo, muerta en la hoguera, Agapito de Preneste, muerto en la
hoguera, colgado por los pies, Agrícola de Bolonia, muerto crucificado y
atravesado por clavos, Águeda de Sicilia, muerta con los senos cortados,
Alfegio de Cantuaria, muerto de una paliza, Anastasio de Salona, muerto en la
horca y decapitado, Anastasia de Sirmio, muerta en la hoguera y con los senos
cortados, Ansano de Sena, a quien arrancaron las vísceras, Antonino de Pamiers,
descuartizado, Antonio de Rívoli, muerto a pedradas y quemado, Apolinar de
Rávena, muerto a mazazos, Apolonia de Alejandría, muerta en la hoguera después
de arrancarle los dientes, Augusta de Treviso, decapitada y quemada, Aura de
Ostia, muerta ahogada con una rueda de molino al cuello, áurea de Siria, muerta
desangrada, sentada en una silla forrada de clavos, Auta, muerta a flechazos,
Babilas de Antioquía, decapitado, Bárbara de Nicomedia, decapitada, Bernabé de
Chipre, muerto por lapidación y quemado, Beatriz de Roma, estrangulada, Benigno
de Dijon, muerto a lanzazos, Blandina de Lyon, muerta a cornadas de un toro
bravo, Blas de Sebaste, muerto por cardas de hierro, Calixto, muerto con una
rueda atada al cuello, Casiano de Ímola, muerto por sus alumnos con un
estilete, Cástulo, enterrado en vida, Catalina de Alejandría, decapitada,
Cecilia de Roma, degollada, Cipriano de Cartago, decapitado, Ciro de Tarso,
muerto, niño aún, por un juez que le golpeó la cabeza en las escaleras del
tribunal, Claro de Nantes, decapitado, Claro de Viena, decapitdo, Clemente, ahogado
con un ancla al cuello, Crispín y Crispiniano de Soissons, decapitados,
Cristina de Bolsano, muerta por todo cuanto se pueda hacer con muela de molino,
rueda, tenazas, flechas y serpientes, Cucufate de Barcelona, despanzurrado, y
al llegar al final de la letra C, Dios dijo, Más adelante es todo igual, o
casi, son ya pocas las variaciones posibles, excepto las de detalle, que, por
su refinamiento, serían muy largas de explicar, quedémonos aquí, Continúa, dijo
Jesús, y Dios continuó, abreviando en lo posible, Donato de Arezzo, decapitado,
Elifio de Rampillon, le cortarán la cubierta craneana, Emérita, quemada, Emilio
de Trevi, decapitado, Esmerano de Ratisbona, amarrado a una escalera y muerto,
Engracia de Zaragoza, decapitada, Erasmo de Gaeta, también llamado Telmo,
descoyuntado por un cabrestante, Escubíbulo, decapitado, Esquilo de Suecia,
lapidado, Esteban, lapidado, Eufemia de Calcedonia, le clavarán una espada,
Eulalia de Mérida, decapitada, Eutropio de Saintes, cabeza cortada de un
hachazo, Fabián, espada y cardas de hierro, Fe de Agen, degollada, Felicidad y
sus Siete Hijos, cabezas cortadas a espada, Félix y su hermano Adauto, ídem,
Ferreolo de Besancon, decapitado, Fiel de Sigmaringen, con una maza erizada de
púas, Filomena, flechas y áncora, Fermín de Pamplona, decapitado, Flavia
Domitila, ídem, Fortunato de {évora, tal vez ídem, Fructuoso de Tarragona,
quemado, Gaudencio de Francia, decapitado, Gelasio, ídem más cardas de hierro,
Gengulfo de Borgoña, cuernos, asesinado por el amante de su mujer, Gerardo de
Budapest, lanza, Gedeón de Colonia, decapitado, Gervasio y Protasio, gemelos,
ídem, Godeliva de Ghistelles, estrangulada, Goretti, María, ídem, Grato de
Aosta, decapitado, Hermenegildo, hacha, Hierón, espada, Hipólito, arrastrado
por un caballo, Ignacio de Azevedo, muerto por los calvinistas, estos no son
católicos, Inés de Roma, desventrada, Genaro de Nápoles, decapitado tras
lanzarlo a las fieras y meterlo en un horno, Juana de Arco, quemada viva, Juan
de Brito, degollado, Juan Fisher, decapitado, Juan Nepomuceno, de Praga,
ahogado, Juan de Prado, apuñalado en la cabeza, Julia de Córcega, le cortarán
los senos y luego la crucificarán, Juliana de Nicomedia, decapitada, Justa y
Rufina de Sevilla, una en la rueda, otra estrangulada, Justina de Antioquía,
quemada con pez hirviendo y decapitada, Justo y Pastor, pero no éste aquí
presente, de Alcalá de Henares, decapitados, Killian de Würzburg, decapitado,
Léger de Autun, ídem, después de arrancarle los ojos y la lengua, Leocadia de
Toledo, despeñada, Lievin de Gante, le arrancarán la lengua y lo decapitarán,
Longinos, decapitado, Lorenzo, quemado en la parrilla, Ludmila de Praga,
estrangulada, Lucía de Siracusa, degollada tras arrancarle los ojos, Magín de
Tarragona, decapitado con una hoz de filo de sierra, Mamed de Capadocia,
destripado, Manuel, Sabel e Ismael, Manuel con un clavo de hierro a cada lado
del pecho, y otro clavo atravesándole la cabeza de oído a oído, todos
degollados, Margarita de Antioquía, hachón y peine de hierro, Mario de Persia, espada,
amputación de las manos, Martina de Roma, decapitada, los mártires de
Marruecos, Berardo de Cobio, Pedro de Gemianino, Otón, Adjuto y Acursio,
degollados, los del Japón, veintiséis crucificados, lanceados y quemados,
Mauricio de Agaune, espada, Meinrad de Einsiedeln, maza, Menas de Alejandría,
espada, Mercurio de Capadocia, decapitado, Moro, Tomás, ídem, Nicasio de Reims,
ídem, Odilia de Huy, flechas, Pafnucio, crucificado, Payo, descuartizado,
Pancracio, decapitado, Pantaleón de Nicomedia, ídem, Patroclo de Troyes y de
Soest, ídem, Paulo de Tarso, a quien deberás tu primera Iglesia, ídem, Pedro de
Rates, espada, Pedro de Verona, cuchillo en la cabeza y puñal en el pecho,
Perpetua y Felicidad de Cartago, Felicidad era la esclava de Perpetua, corneadas
por una vaca furiosa, Pia de Tournai, le cortarán el cráneo, Policarpo,
apuñalado y quemado, Prisca de Roma, comida por los leones, Proceso y
Martiniano, la misma muerte, creo, Quintino, clavos en la cabeza y en otras
partes, Quirino de Ruan, cráneo serrado por arriba, Quiteria de Coimbra,
decapitada por su propio padre, un horror, Renaud de Dormund, maza de cantero,
Reine de Alise, gladio, Restituta de Nápoles, hoguera, Rolando, espada, Román
de Antioquía, lengua arrancada, estrangulamiento, aún no estás harto, preguntó
Dios a Jesús, y Jesús respondió, Esa pregunta deberías hacértela a ti mismo,
continúa, y Dios continuó, Sabiniano de Sens, degollado, Sabino de Asís,
lapidado, Saturnino de Tolosa, arrastrado por un toro, Sebastián, flechas,
Segismundo, rey de los Burgundios, lanzado a un pozo, Segundo de Asti,
decapitado, Servacio de Tongres y de Maastricht, muerto a golpes con un zueco,
por imposible que parezca, Severo de Barcelona, un clavo en la cabeza, Sidwel
de Exeter, decapitado, Sinforiano de Autun, ídem, Sixto, ídem, Tarsicio,
lapidado, Tecla de Iconio, amputada y quemada, Teodoro, hoguera, Tiburcio,
decapitado, Timoteo de éfeso, lapidado, Tirso, serrado, Tomás Becket, con una
espada clavada en el cráneo, Torcuato y los Veintisiete, muertos por el general
Muza a las puertas de Guimaräes, Tropez de Pisa, decapitado, Urbano, ídem,
Valeria de Limoges, ídem, Valeriano, ídem, Venancio de Camerino, degollado,
Vicente de Zaragoza, rueda y parrilla con púas, Virgilio de Trento, otro muerto
a golpes de zueco, Vital de Rávena, lanza, Víctor, decapitado, Víctor de
Marsella, degollado, Victoria de Roma, muerta después de arrancarle la lengua,
Wilgeforte, o Liberata, o Eutropía, virgen, barbada, crucificada, y otros,
otros, otros, ídem, ídem, ídem, basta”.
El escritor Stefan Zweig nos dice:
“…Hus
se asfixia entre las llamas ardientes; Savonarola es amarrado al poste de la
hoguera en Florencia; Servet, arrojado al fuego por el fanático Calvino. Cada
cual tiene su hora trágica: Thomas Münzer es tenaceado con tenazas de fuego;
John Knox, clavado en su propia galera… A Thomas Moro y a John Fisher les ponen
la cabeza sobre el tajo de los criminales; Zwingli, acogotado por la maza de
armas, yace en la llanura de Cappel: todos ellos figuras inolvidables,
intrépidos en su creyente furor, extáticos en sus cuitas, grandes en su
destino. Mas detrás de ellos prosigue ardiendo la llama fatal del delirio
religioso; los destruidos castillos de la Guerra de los Aldeanos son testigos
infamadores de aquel Cristo, mal comprendido, cada cual según su modo, por
aquellos fanáticos; las ciudades arruinadas, las granjas saqueadas de la Guerra
de los Treinta Años y de la de los Cien Años, estos panoramas apocalípticos
claman a los cielos la sinrazón terrena del "no querer ceder"…
Durante siglos quedará partido el orbe cristiano y europeo en católicos contra
protestantes, gentes del norte contra gentes del sur, germanos contra romanos:
en este momento sólo hay una elección, una decisión posible para los alemanes,
para los hombres de Occidente: o papistas o luteranos, o el poder de las llaves
de San Pedro o el Evangelio. …la Roma del esplendor papal rechazaba cualquier
protesta, hasta las mejor intencionadas; en la hoguera, con una mordaza en la
boca, expiaban su culpa todos los que hablaban demasiado alto, con demasiada
pasión; sólo en agrias coplas populares o en picantes anécdotas podía
descargarse secretamente la irritación por el abuso del comercio de reliquias y
de indulgencias; subterráneamente, iban de mano en mano ciertas hojas sueltas
con la imagen del papa como una gran araña chupadora de sangre”. Sobre el
reformador de la Iglesia Católica, el monje alemán Martín Lutero, señala que
éste “prorrumpe en clamores de alegría cuando Thomas Münzer y diez mil aldeanos
son degollados vilmente, y se alaba y glorifica, en voz bien alta, "de que
su sangre la lleva él sobre su cabeza"; se regocija de que el
"marrano" de Zwingli, Karlstadt y todos los otros que alguna vez se
le han opuesto mueran miserablemente: jamás este hombre, ardiente y violento en
sus odios, tuvo una palabra justa para un enemigo ya muerto. En el pulpito, una
voz humana que arrebata; en su casa, un amable padre de familia; artista y
poeta capaz de expresar la más alta cultura, Lutero, en cuanto comienza una
contienda, se convierte en un lobo, en un endemoniado, presa de gigantescos
furores, al cual no detiene ninguna obligación o justicia. Esta salvaje
necesidad de su naturaleza le lleva siempre, durante toda su vida, a buscar la
guerra, pues el combatir no sólo le parece la forma de vida más llena de goces,
sino también la moralmente más justa. "Un ser humano, y especialmente un
cristiano, tiene que ser hombre de guerra", dice con orgullo mirándose al
espejo, y en una carta posterior (1541) alza esta declaración hasta los cielos
al afirmar misteriosamente "que es seguro que Dios también
combate"... "Dios me ha ordenado que enseñe y juzgue en tierra
alemana, como uno de los apóstoles y evangelistas". Por el propio Dios
siente el extático que le ha sido atribuida la misión de purificar la Iglesia,
de libertar al pueblo alemán de las manos del "Anticristo", del papa,
ese "enmascarado y auténtico diablo", de libertarlo con la palabra,
y, si no queda otro remedio, con la espada y a sangre y fuego… "Quien perece
en defensa de los príncipes —predica—, será bienaventurado mártir; quien cae
frente a ellos, se va con el diablo; por eso, el que pueda hacerlo debe
combatir, estrangular y apuñalar, secreta o públicamente, pensando que no puede
haber nada más venenoso, más pernicioso y diabólico que un hombre
rebelde". Sin consideración alguna, se coloca para siempre del lado de la
autoridad contra el pueblo. "El asno quiere palos y el populacho ser
regido por la fuerza"… Cierto que muchos partidarios de Lutero se apoyan
en la frase evangélica que dice: No he venido a traeros la paz sino la espada…
No pienses que la cuestión podrá quedar arreglada sin tumulto, escándalo y
revueltas. De una espada no puedes hacer una pluma ni de una guerra una paz. La
palabra de Dios es guerra, es escándalo, es ruina, es veneno… Esta es la guerra
de Nuestro Señor, el cual la ha suscitado y no cesará hasta que hayan perecido
todos los enemigos de su palabra… Este hombre lleno de furia combativa no
tolera ningún otro final a una discusión, sino el pleno e incondicional
aniquilamiento de su contradictor… Lutero, propiamente, con su acción resuelta,
no hace más que poner fuego a la cargada mina”. Esta exaltación a la violencia,
en nombre de la religión, fue aprovechada por los poderosos de su época, que,
al igual que los actuales, son hombres pragmáticos, oportunistas, logreros,
violentos y manipuladores. Fue así que Lutero, “sin desearlo, y acaso también
sin comprenderlo del todo, con sus exigencias sólo pensadas para el orden
espiritual, ha llegado a ser el exponente de los más diversos intereses
terrenos, el ariete de los asuntos nacionales alemanes, una importante figura
en el ajedrez político que se juega entre el papa, el emperador y los príncipes
alemanes”. Como se colige, Martín Lutero, que oportunamente le “puso su
tatequieto” a los desmanes y corrupción de la Iglesia Católica, también, con su
“apostolado”, propició la violencia. El mismo Lutero lo reconoce en los
siguientes términos: "Yo, Martín Lutero, he matado en la sublevación a
todos los campesinos, pues les he dicho que pegaran hasta la muerte; toda su
sangre está sobre mi conciencia"[81].
La madre del
científico Johanness Kepler (1571—1630)
fue procesada dizque por bruja… ¿Qué tal esos dementes “defensores” de la
religión?
El estadista, político, escritor y filósofo Nicolás
Maquiavelo (después de su muerte) también fue perseguido por la Iglesia
Católica. “Cuando la Iglesia de Roma emprendió la
contrarreforma, obra del Concilio de Trento (1543-1573), surgió una nueva
severidad hacia aquellas obras que escarnecían la moral cristiana. La obra de
Maquiavelo fue proscrita en 1557, bajo el pontificado de Pablo IV, y la
condenación se confirmó bajo el pontificado de Pío IV, su sucesor. No sólo se
reprochaba a Maquiavelo la inmoralidad política del Príncipe, sino también
los juicios severos que, en los Discursos,
dirigía a la Iglesia romana. En 1575, el escritor
protestante Inocente Gentillet publicó una obra intitulada Discurso sobre los medios de gobernar un reino contra Nicolás Maquiavelo. En 1592 fue un jesuita, el padre Antonio Possevino, quien
atacó a Maquiavelo y lo hizo responsable de todos los males del siglo. En
Baviera, Maquiavelo fue quemado en efigie. En Inglaterra, el cardenal Pole
declaró que el tratado del Príncipe había sido escrito por la mano del diablo”[82].
El brillante y genial filósofo Benito Espinosa
(1632—1677) fue excomulgado y expulsado de la sinagoga judía y víctima de un
atentado. ¿Por qué? Intolerancia. La comunidad judía lo repudió por realizar
críticas a la religión oficial. Afirmar que el cristianismo y el judaísmo están
vivos por sus dogmas anticuados y ritos externos. Negar que la Biblia estuviera
escrita por Dios. Decir que Dios y la naturaleza eran una misma cosa. Pensar
que Dios es naturaleza y un Dios titiritero. Y eso que no negó a Dios. ¿Qué tal
que lo hubiera negado? Seguramente, con la vida hubiera pagado su ateísmo.
Valientes estos hombres como Espinosa que disentían de lo establecido. “El
joven que había crecido y estudiado en el seno de la ortodoxia judía y después
se había abierto a concepciones paganas y gentiles sostenía pareceres muy
seculares: los dogmas religiosos eran supersticiones, no había un Dios
trascendente y personal, el alma no era inmortal, el pueblo judío no tenía una
categoría privilegiada (no era el pueblo elegido) y el orden establecido de la
Sinagoga representaba un obstáculo para el libre desarrollo del pensamiento
autónomo y riguroso”[83].
Uno de los ideólogos de la Ilustración y
promotores del Enciclopedismo, el filósofo francés Denis Diderot (1713—1784),
tuvo serios problemas con la Iglesia y el Estado, quienes lo condenaron, ya que
fue “el primero en expresar la idea de que todos los seres vivos pudieron
provenir de un antepasado común”[84]. Además, fue enviado a
prisión por dudar de la perfección de la naturaleza. “Con ayuda de los más
prestigiosos escritores de la época, entre los que figuraban Voltaire y
Montesquieu, el escéptico y racionalista Diderot empleó la Enciclopedia como una poderosa arma
de propaganda contra la autoridad eclesiástica, la superstición, el
conservadurismo y el orden semifeudal de la época. En consecuencia, Diderot y
sus colaboradores se convirtieron en el blanco de las críticas clericales y
reales. En 1759 el Conseil du Roi
suprimió formalmente los diez primeros volúmenes (publicados a partir de 1751)
y prohibió la publicación de la obra”[85]. Como si esta absurda e
infanda tropelía en contra de un grande hombre que propendió por la democracia,
la libertad religiosa, la tolerancia, el control racional de las pasiones y la
libertad de pensamiento, y al que se le considera el fundador de la
neurociencia, su amigo Adriaan Koerbagh, “que había publicado críticas contra la
irracionalidad de la mayoría de las religiones y, muy espinozianamente, había
sostenido que Dios era la sustancia del universo, al tiempo que atacaba a la
jerarquía eclesiástica, fue arrestado y condenado a diez años de prisión en
1669 y después a diez más de exilio, condena que no llegó a cumplir porque
murió al cabo de nueve meses de ingresar en la cárcel”[86].
El Papa Juan XXII (1316—1334) dispuso enviar a la hoguera a
supuestos herejes de la orden franciscana conocidos como “franciscanos
espirituales” porque sostenían que Cristo había sido pobre. En la novela El
nombre de la rosa, de Umberto Eco, encontramos que Arnaldo Amalrico, abad de Citeaux, cuando le preguntaron
qué había de hacer con los ciudadanos de Béziers, ciudad sospechosa de herejía,
respondió: “¡Matadlos a todos; Dios
reconocerá a los suyos!”. Dice el
libro que “la ciudad de Beziers
fue tomada, y los nuestros no hicieron diferencias de dignidad ni de sexo ni de
edad, y pasaron por las armas a casi veinte mil hombres. Después de la matanza,
la ciudad fue saqueada y quemada”[87]. Luego se tomó a Carcasona donde dejó
ciego a todos sus habitantes.
Sobre este oprobioso episodio “religioso”, Fernando Vallejo
precisa lo siguiente:
“A mediados de 1209 y al mando de un ejército de asesinos,
el legado papal Arnoldo Amalrico le puso sitio a Beziers, baluarte de los
albigenses occitanos, con la exigencia de que le entregaran a doscientos de los
más conocidos de esos herejes que allí se refugiaban, a cambio de perdonar la
ciudad. Almarico era un monje cistenciense al servicio de Inocencio III; su
ejército era una turba de mercenarios, duques, condes, criados, burgueses, campesinos,
obispos feudales y caballeros desocupados; y los albigenses eran los más
devotos continuadores de Cristo… Los ciudadanos de Beziers decidieron resistir
y no entregar a sus protegidos… pero cayó en manos de los sitiadores y éstos,
con católico celo, se entregaron a la rapiña y al exterminio… Y así, sin
distingos, herejes y católicos por igual iban cayendo todos degollados… En la
sola Iglesia de Santa María Magdalena masacraron a siete mil sin perdonar
mujeres, niños ni viejos… Albigenses o n o, los veinte mil eran todos
cristianos”[88].
A
éste y otros exabruptos han tenido la desfachatez histórica de llamarlos
eufemísticamente guerras santas. “Una guerra santa sigue siendo una guerra.
Quizá por eso no deberían existir guerras santas”[89]. La misma religión no ha respetado el
precepto de bíblico: ¡No matarás! (que en la filosofía kantiana es un
imperativo categórico). “Las religiones, por otra parte, han respetado muy mal
esta exigencia inventando las doctrinas de la guerra justa y aún de la guerra santa”[90]. Dizque guerra
santa con la promesa del cielo para los que mueran en ella. ¡Qué desfachatez!
En muchas ocasiones la religión se ha convertido en
“el opio del pueblo”, porque ha sido utilizada para dominar y adormecer las
masas y embrutecerlas, y hacerlas pensar en cosas distintas de sus intereses
inmediatos. Según Marx, la
religión es un engaño, una ilusión utópica, con que se pretende acallar la
miseria del hombre; la expresión de un orden social vituperable, el arma con
que los ricos pretenden mantener su opresión sobre los desheredados; el opio
del pueblo; la enemiga de la ciencia; y, en manos de la Iglesia, la aliada
incondicional del capitalismo. El opio del pueblo significa que la religión, al
señalar la existencia de una vida futura, le impide al hombre reaccionar contra
las miserias de la vida presente. La religión le inculca al hombre amor y
compasión para con sus semejantes, en vez de infundirle odio y venganza; así lo
incapacita para la violencia y la revolución sangrienta. “A lo largo de la historia
las religiones han sido manipuladas por sus sacerdotes y por los dirigentes de
las sociedades”[91].
Antonio Caballero sostiene que “si la Iglesia
Católica ha sido un lastre retardatario en el mundo entero, la Iglesia
colombiana ha sido una de las más reaccionarias del orbe cristiano. Las
jerarquías de la Iglesia colombiana han estado siempre al servicio de los
intereses de las estructuras sociales existentes, del injusto orden político y
social tradicional, y han puesto siempre el prestigio que les da la doctrina
cristiana del amor, por una parte, y, por la otra, el poder que les da la
riqueza al servicio de lo más reaccionario que ha habido en Colombia y, en
consecuencia, al servicio de que hoy estemos sumidos en un mar de sangre”[92].
Un intelectual de la categoría de José Saramago,
premio Nobel de literatura, en su brevísimo ensayo El factor Dios, escribió
algo que nos invita a reflexionar:
“Siempre
tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres
humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de
inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la
simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las
civilizaciones, manda matar en nombre de Dios.
Ya
se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción, nunca han servido para
aproximar y congraciar a los hombres; que, por el contrario, han sido y siguen
siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas
violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos
capítulos de la miserable historia humana. Al menos en señal de respeto por la
vida, deberíamos tener el valor de proclamar en todas las circunstancias esta
verdad evidente y demostrable, pero la mayoría de los creyentes de cualquier
religión no sólo fingen ignorarlo, sino que se yerguen iracundos e intolerantes
contra aquellos para quienes Dios no es más que un nombre, nada más que un
nombre, el nombre que, por miedo a morir, le pusimos un día y que vendría a
dificultar nuestro paso a una humanización real. A cambio nos prometía paraísos
y nos amenazaba con infiernos, tan falsos los unos como los otros, insultos
descarados a una inteligencia y aun sentido común que tanto trabajo nos costó
conseguir.
Dice
Nietzsche que todo estaría permitido si Dios no existiese, y yo respondo que precisamente
por causa y en nombre de Dios es por lo que se ha permitido y justificado todo,
principalmente lo peor, principalmente lo más horrendo y cruel.
Durante
siglos, la Inquisición fue, también, como hoy los talibán, una organización
terrorista dedicada a interpretar perversamente textos sagrados que deberían
merecer el respeto de quien en ellos decía creer, un monstruoso connubio
pactado entre la religión y el Estado contra la libertad de conciencia y contra
el más humano de los derechos: el derecho a decir no, el derecho a la herejía,
el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la palabra herejía
significa.
Y,
con todo, Dios es inocente. Inocente como algo que no existe, que no ha
existido ni existirá nunca, inocente de haber creado un universo entero para
colocar en él seres capaces de cometer los mayores crímenes para luego
justificarlos diciendo que son celebraciones de su poder y de su gloria,
mientras los muertos se van acumulando, estos de las torres gemelas de Nueva
York, y todos los demás que, en nombre de un Dios convertido en asesino por la
voluntad y por la acción de los hombres, han cubierto e insisten en cubrir de
terror y sangre las páginas de la Historia.
Los
dioses, pienso yo, sólo existen en el cerebro humano, prosperan o se deterioran
dentro del mismo universo que los ha inventado, pero el "factor
Dios", ese, está presente en la vida como si efectivamente fuese dueño y
señor de ella. No es un dios, sino el "factor Dios" el que se exhibe
en los billetes de dólar y se muestra en los carteles que piden para América
(la de Estados Unidos, no la otra...) la bendición divina. Y fue en el
"factor Dios" en lo que se transformó el dios islámico que lanzó
contra las torres del World Trade Center los aviones de la revuelta contra los
desprecios y de la venganza contra las humillaciones.
Se
dirá que un dios se dedicó a sembrar vientos y que otro dios responde ahora con
tempestades. Es posible, y quizá sea cierto. Pero no han sido ellos, pobres
dioses sin culpa, ha sido el "factor Dios", ese que es terriblemente
igual en todos los seres humanos donde quiera que estén y sea cual sea la
religión que profesen, ese que ha intoxicado el pensamiento y abierto las
puertas a las intolerancias más sórdidas, ese que no respeta sino aquello en lo
que manda creer, el que después de presumir de haber hecho de la bestia un
hombre acabó por hacer del hombre una bestia.
Al
lector creyente (de cualquier creencia...) que haya conseguido soportar la
repugnancia que probablemente le inspiren estas palabras, no le pido que se
pase al ateísmo de quien las ha escrito. Simplemente le ruego que comprenda,
con el sentimiento, si no puede ser con la razón, que, si hay Dios, hay un solo
Dios, y que, en su relación con él, lo que menos importa es el nombre que le han
enseñado a darle. Y que desconfíe del "factor Dios". No le faltan
enemigos al espíritu humano, mas ese es uno de los más pertinaces y corrosivos.
Como ha quedado demostrado y desgraciadamente seguirá demostrándose”.
La religión, instrumento
criminal
Comoquiera que el fenómeno religioso es muy
influyente en la sociedad colombiana y se encuentra en la base de nuestra
principal cosmovisión, es importante conocer el punto de vista de personas que
tienen diferentes maneras de percibir, interpretar y sistematizar la realidad
con relación al problema de la religión. En consecuencia, extracto algunos
apartes de un juicioso ensayo titulado La religión: instrumento del delito y
consuelo de los ingenuos, los ignorantes y los pobres:[93]
“El fenómeno religioso ha generado en la humanidad y en el planeta
tierra catástrofes de inmensa gravedad, catástrofes, incluso, de mayor gravedad
que las catástrofes naturales del planeta tierra en que vivimos; sin embargo,
el fenómeno religioso no es más que otro de los que caracterizan al ser humano
y, como fenómeno humano, ha tenido su nacimiento, su desarrollo, y se dirige
hacia su muerte, hacia su desaparición, lenta pero inexorable. El culto a los
fenómenos naturales, que es el comienzo de lo que llega a ser posteriormente la
religión, sigue teniendo vigencia aunque el humano no lo perciba, como tal, en
su conciencia…
Las religiones predominantes en el mundo de hoy representan un inmenso
poder económico, social, político, cultural e incluso militar. De acuerdo con
estimaciones de entidades e instituciones dedicadas a la investigación social,
las principales religiones están representadas en el Cristianismo, el Islam, el
Hinduismo, el Budismo y algunas otras religiones chinas; cada una de estas
religiones posee diversas corrientes o expresiones que representan la
existencia de sectores o grupos humanos de menor significación cuantitativa y
cualitativa dentro del conjunto de la humanidad. El cristianismo se encuentra
dividido entre católicos romanos, protestantes, cristianos ortodoxos,
anglicanos y otros; a la vez, el Islam se encuentra dividido en las corrientes
sunnitas, shiitas y otras de menor importancia, el hinduismo es un verdadero
mosaico de manifestaciones rituales y de creencias innumerables en variedad.
Otras manifestaciones religiosas son las tribales de regiones en donde aún no
se han consolidado sus pueblos como naciones modernas; entre ellas encontramos
el sikhismo, el shamanismo, el confucianismo, el brahmanismo, el jainismo, el
shintoismo y otras; hay una población, en el planeta, que no se manifiesta como
religiosa y que alcanza unos novecientos millones de personas; se calcula en
unos doscientos cuarenta millones las personas que se manifiestan como ateos,
es decir, de personas que no creen en dioses; sin embargo, es fundamental
precisar, aquí, que ateo no es todo aquel que en un momento determinado de su
existencia afirma que no hay dios o que no cree en dioses…
Quienes han llegado a la cima del poder religioso pertenecen a los
grandes poderes económicos de sus respectivos pueblos y para ello han tenido
que acudir a la intriga, al fraude, al engaño, al crimen organizado, a toda una
serie de conductas que no son, precisamente, las que propagan y anuncian en sus
innumerables textos religiosos y en sus permanentes discursos y sermones. Nada
más significativo, en ese sentido, que los acontecimientos de finales del siglo
XX en los que el Pontífice romano, el más alto jerarca del catolicismo, se
convirtió en cómplice y usufructuario de los más escandalosos fraudes financieros
de que tengan noticia la historia moderna: La quiebra del Banco Ambrosiano
dentro de la cual se cometieron no solamente defraudaciones financieras, que
toda la banca mundial comete, sino asesinatos, torturas, represiones políticas
en países bajo regímenes militares, etc. Los miles de millones, en dinero, que
el Vaticano ha acumulado, han sido producto del crimen, del asesinato, del
envenenamiento, de la defraudación, de todo acto criminoso y de lesa humanidad;
y si volvemos la vista hacia otras religiones como el Islam, los jeques y sus
correligionarios no han sido muy diferentes a los jerarcas del cristianismo
católico y el cristianismo protestante; se diferencian en las formas: unos son
más sofisticados que otros, de acuerdo al desarrollo de sus propios medios de
enriquecimiento criminal. El delito de las jerarquías religiosas comienza en
las mismas bases de sus dogmas. Porque en lo que se refiere a los
"principios", ellos no han cambiado: todas las religiones siguen
agitando como doctrina los textos más antiguos de que se tenga conocimiento en
la historia de la humanidad. Y todos esos textos son falsificaciones de todo
tipo mediante los cuales se va transmitiendo, como si fuese una verdad revelada
y dicha por personajes de teatro que van por el mundo sembrando la mentira,
arropada con el vestido brillante del culto y el rito. En este sentido, la
tradición ejerce un completo dominio sobre todos los seres humanos creyentes…
En esta perspectiva y retrospectiva es que hoy podemos afirmar que las
religiones han sido instrumento del delito, el crimen atroz, el fraude, el
engaño por parte de quienes asumieron su liderazgo y, al mismo tiempo, son el
refugio de los pobres, el espacio de los ignorantes y el campo de acción de
personajes cuyo carácter de ingenuidad y naturaleza idealista les hace creer
que mediante la religión van a lograr el mejoramiento material y cultural de la
humanidad que ellos desean humanístamente…
Cientos de obras se han escrito para demostrar, con fehacientes pruebas,
que el cristianismo ha sido un fenómeno esencialmente criminal; pero la inmensa
mayoría de la humanidad no lee, otra gran parte no cree lo que se escribe y se
demuestra en contra de sus creencias y, el resto, los que leen, lo hacen para
sostener la dominación, el fraude y el delito dentro de sus campos económicos y
religiosos. Por eso es que quienes nos aventuramos a denunciar la verdadera
esencia del fenómeno religioso somos como extraños personajes de otros mundos
que arriesgamos, en este trabajo, hasta la propia vida. Sin embargo, lo hacemos
porque esa es nuestra naturaleza de seres humanos que hemos mutado el carácter
tradicional de la especie humana en su particularidad, individualidad y
excepcionalidad.
El fanatismo islámico condenó a muerte a un escritor que reveló lo ridículo
del "profeta" y los ayatollahs islámicos viven el lujo que la
explotación del petróleo les permite, porque en algunos países ellos son los
gobernantes; la sumisión de toda esa multitud de gentes ignorantes y fanáticas
a sus prédicas absurdas, es su elemento existencial. Un cantante norteamericano
programa un concierto que los jerarcas islámicos condenan, pero ante una
"donación" dineraria de altas cifras para el culto, le conceden el
permiso para el evento y la música se ejecuta ante millares de creyentes.
Entonces, ¿qué es lo que domina?
Que siga dominando la religión, cuando la ciencia ha alcanzado niveles
nunca antes conocidos, cuando en el planeta hay suficientes medios para que el
hombre sea libre, cuando es posible la libre expresión, al menos en los países
más avanzados, significa que todo ello no es suficiente para liberar al hombre
de una herencia que no es solamente material sino profundamente ideológica y
que por ello es la ideología el elemento de mayor peso en el sostenimiento de
las creencias. Ya las jerarquías religiosas no necesitan delinquir para
obtener, sino que delinquen para conservar; pero siguen delinquiendo, aunque
mediante otros medios, con el poder político y cultural que poseen; todo ello
gracias al producto de sus primeros delitos y crímenes que siguen dando sus
frutos.
Es fácil dominar sobre los que no poseen poder económico, sobre los
pobres, y también es fácil dominar sobre quienes piensan que es posible
liquidar la injusticia mediante buenas obras. Por ello es que sigue dominando
el imperio de las religiones y por lo mismo es que aún les queda mucho tiempo
para seguir haciéndolo.
Nuestro propósito consiste en desvelar la esencia de las religiones para
que aquellos que poseen una inteligencia de elevado nivel, conozcan algunos
elementos que les permitan adquirir una mediana claridad sobre la verdadera
esencia de ese fenómeno de la humanidad; muchos historiadores, pensadores,
escritores, hombres de inteligencia esclarecida, han escrito sobre la religión
y sobre cada una de las que existen en el planeta en que vivimos; sin embargo,
muchos de esos escritos se encuentran ocultos o en sitios inaccesibles a los
lectores comunes; consideramos necesario renovar criterios en forma permanente
a efecto de hacer llegar a las inteligencias de muchos, el conocimiento y que
se conozca que hay personas que nos interesamos en sostener el hilo conductor
que hombres de todas las etapas históricas de la humanidad han venido tejiendo
para impedir el engaño, el fraude, la mentira, en lo que se refiere a las
creencias y la misma esencia del ser humano. Nos encontramos entre los seres
humanos que pretendemos impedir el imperio de la mentira en el terreno de las
ideologías y denunciamos con todo el vigor intelectual posible toda esa
historia de defraudación mediante lo más infame que el hombre puede utilizar
que es el engaño y el crimen. Y también nos dirigimos a personas que en forma
ingenua, por ser personas sanas y honestas, consideran que mediante la religión
se puede obtener el mejoramiento de la humanidad y en particular de los pobres
que sufren tanto la explotación material como la explotación cultural de su
existencia vital”.
Los siguientes datos de Karlheinz
Deschner reafirman la criminalidad de la Iglesia
Católica:
“*La mayoría de las aportaciones
culturales de la Iglesia fueron posibles gracias a la explotación sin
contemplaciones de las masas, esclavizadas y empobrecidas siglo tras siglo.
*Y en América del Sur el
catolicismo arruinó (además de muchos millones de vidas) más tesoros culturales
que los que innegablemente aportó, pese a la sobreexplotación”[94].
La Iglesia Católica y la
educación en Colombia
A pesar de ser un Estado laico,
la religión católica ha influido profundamente en el pueblo colombiano desde el
mismo momento del llamado “Descubrimiento de América”. En el siglo XIX cuando
los conservadores llegaban al poder imponían la educación religiosa y cuando lo
hacían los liberales establecían una educación secular, sin eliminar
radicalmente el elemento religioso católico. El Concordato entre Colombia y la
Santa Sede (1888) estableció la educación religiosa, pero a partir de la
Constitución Política de 1991, Colombia es una República secular. Según el
inciso 4 del artículo 68, “en los establecimientos del Estado ninguna persona
podrá ser obligada a recibir educación religiosa”. “De conformidad con el Artículo XII del Concordato de 1973,
compete a la Iglesia, en desarrollo de su misión apostólica, la elaboración de
los programas y la aprobación de los textos para la Educación Religiosa
Católica. Los actuales programas de Educación Religiosa fueron promulgados en
1992 por la Conferencia Episcopal, en el documento Orientaciones pastorales y Contenidos para los programas de Enseñanza
Religiosa Escolar”[95]. Los
siguientes son lineamientos y estándares curriculares para el área de educación
religiosa, según la Conferencia Episcopal de Colombia:
“La Iglesia presenta la Educación religiosa de
la escuela como una de las formas del Ministerio de la Palabra al servicio a la
educación en la fe. En el proceso de la evangelización la Educación Religiosa
contribuye en el camino de la conversión y de la formación del cristiano.
Participa del fin y método del primer
anuncio del Evangelio porque realiza la función de convocatoria y llamada a la
fe, contribuyendo a despertar el interés por el Evangelio, la conversión y la
profesión de la fe en Cristo, así como la inserción en la comunidad eclesial.
Participa del fin iniciatorio de la
catequesis y de educación permanente de la fe por cuanto realiza la función de
iniciar en el conocimiento completo del mensaje cristiano y dimensiones de la
vida cristiana, contribuyendo a estructurar la vida cristiana y hacer madurar
la conversión y el interés por el Evangelio.
Participa de la función teológica del
ministerio de la Palabra por cuanto realiza a nivel básico la función teológica
de desarrollar la inteligencia de la fe y de diálogo con las ciencias, y campos
del saber contenido en las áreas del plan de estudios, contribuyendo a
profundizar y hacer más sólida la fe.
El carácter evangelizador de la
Educación Religiosa escolar se manifiesta en el hecho de que está articulada
con los fines y objetivos de la educación cristiana y contribuye al logro de
los mismos por parte de los educandos”[96].
La
honorable Corte Constitucional, tribunal encargado de la salvaguarda de la
carta magna, ha sentado jurisprudencia mediante diversas sentencias respecto a
las libertades de conciencia y de religión. En sentencia T—832 de 2011 precisa
que la “Constitución
de 1991 establece el carácter pluralista del Estado social de derecho
colombiano, del cual el pluralismo religioso es uno de los componentes más
importantes. Igualmente, la Carta excluye cualquier forma de confesionalismo y
consagra la plena libertad religiosa y el tratamiento igualitario de todas las
confesiones religiosas […]. Es parte del núcleo esencial de la libertad religiosa
[…]. La disposición sobre libertad religiosa también
protege la posibilidad de no tener culto o religión alguna. El alto tribunal, buscando garantizar los derechos de
los estudiantes, se opone a que se obligue a éstos a realizar rituales y otras
prácticas religiosas con las que no estén de acuerdo. La sentencia T—588 de 1998 señala que: “Prestar su cuerpo para la
expresión de un acto que la conciencia religiosa del alumno rechaza, carece de
toda justificación pedagógica cuando el mismo fin puede cumplirse mediante
procedimientos que no generen este tipo de conflicto interno en el educando. La
instrucción del profesor, en esta situación, obligaría al estudiante a asumirse
como simple objeto, vale decir a enajenarse respecto de sí mismo, que a eso
equivale obrar contra las convicciones más profundas a fin de lograr una cosa —
en este caso la aprobación de una asignatura. En verdad, la libertad de cátedra
no auspicia ni patrocina el ejercicio de la función docente que obligue a los
estudiantes a someterse a las órdenes de un profesor que subordina la dignidad
de sus estudiantes a la realización de una práctica que no es necesaria para
cumplir un objetivo válido del currículo”[97]
Es tanto el poder de la Iglesia Católica que en su gran mayoría
Colombia es una nación profundamente creyente en sus doctrinas. No obstante
existir otras iglesias protestantes, ninguna tiene la fuerza que ostenta la
inveterada y tradicional “Iglesia Católica”. Una gran mayoría de colombianos se
formaron y se forman bajo los dogmas de esta iglesia, considerada “como un
dominio cuya pretensión es construir sociedad desde los valores, la ética y la
moral propios de la fe cristiana”[98]. A partir del Concilio Vaticano II, al proponerse
la experiencia como camino para la pedagogía de la fe, se interroga sobre “qué
significa e implica ser cristiano, qué es al fin y al cabo el objetivo de la
educación religiosa, y qué se entiende por experiencia, sobre todo la experiencia
religiosa en general y, concretamente, la experiencia cristiana”[99]. Observando el quehacer individual, social y moral de las
personas que han recibido una educación religiosa, se evidencia claramente que
los altos ideales propuestos en este modelo educativo no se realizan;
infiriéndose de esta manera que el propósito de esa instancia formativa no se
concreta en hechos tangibles en nuestra sociedad. Si analizamos la siguiente
propuesta educativa, se aprecia que su espíritu no se materializa en la
conciencia de los que en ella se forman. “La Educación Religiosa no puede
ignorar la dimensión comunitaria de la experiencia cristiana ni puede perder de
vista que la fe tiene una dimensión política que le viene dada por su misma
dimensión social. Así mismo tiene que tener en claro que el Dios de la
revelación está comprometido en la liberación de hombres y mujeres y no se
acomoda a los proyectos humanos que dejan a su paso huellas de injusticia, que
la salvación es histórica y que no hay salvación si no hay liberación de todo
lo que impide a las personas realizarse como personas. Vale decir, así, que la
salvación no se refiere al premio en la otra vida sino que es la plena
realización de las aspiraciones verdaderamente humanas y la liberación de todo
lo que impide a hombres y mujeres ser plenamente humanos. Es decir, que la
dimensión social de la fe es constitutiva de la Educación Religiosa”[100]. Algunos docentes de la
cátedra de religión son dogmáticos, intolerantes, no respetan las diferencias y
con muchos de sus actos violan el ordenamiento constitucional al obligar a sus
alumnos a recibir clases de religión y a practicar los rituales y ceremoniales
de la Iglesia Católica. Con esta actitud dogmática, es difícil conseguir que
una entidad forme ciudadanos corresponsables, críticos y transformadores,
máxime “si sus estructuras son cerradas, jerárquicas, autoritarias, excluyentes
y violentas y no permiten la autonomía, la libre expresión, la participación
real, la autorregulación y la autodeterminación de quienes se educan en ella”[101].
Para fortuna de la juventud actual, la que, por diversas
circunstancias, se “educa” en la religión católica, no asimila esta pedagogía
ni se compromete a vivir de acuerdo con ella; posiblemente, porque ya se
percató que la religión no responde a las preguntas que se formula el
estudiante de hogaño.
Pero muchas de las personas formadas con fundamento en el pensamiento
católico no proceden en consecuencia, ni viven una existencia de acuerdo con la
dogmática católica. Son católicos por tradición, mas no por convicción. No
practican las virtudes católicas y obran distinto a la moral cristiana. Son
“católicos” porque sus padres así se lo impusieron “a sangre y fuego” o porque
estudian en colegios de orientación católica—cristiana. A pesar de que se diga que “el área de
educación religiosa debe estimular el
ejercicio de relaciones de convivencia basadas en el respeto al otro y en la
construcción colectiva de normas interiorizadas en un proceso de reflexión consciente,
de los argumentos que lo mueven a las acciones en beneficio de lo colectivo”[102], el cumplimiento de esta formalidad no se evidencia
en la gran mayoría de alumnos y egresados que reciben o recibieron este tipo de
educación. Si todo lo que enseña religión católica, supuestamente es la verdad, cuya fuente
inconfundible es Dios (un Dios bueno y amoroso), y a los hombres nos gusta y
seduce la búsqueda de la verdad, ¿entonces por qué nos fue impuesta “la verdad
revelada por Dios” a sangre y fuego? ¿Por qué fue necesario perseguir con todo
tipo de tropelías y vejámenes a quienes se atrevían a poner en duda esta
“verdad revelada” o que no se acomodaban a esa “verdad” porque disentían de
ella? ¿Por qué la Inquisición, la cacería de brujas, los autos de fe, las
hogueras, las persecuciones, las guerras santas, la excomunión y demás
brutalidades?
Como secuela de la educación religiosa, se percibe que los egresados de
la institución escolar implementan y vivencian en un altísimo porcentaje la
cosmovisión religiosa en la percepción y sistematización de la realidad,
descartando las demás cosmovisiones: científica, estética y filosófica. La
cosmovisión religiosa les anula su conciencia crítica y la capacidad de pensar
por sí mismo, impidiéndoles asumir una actitud iconoclasta, contestataria,
contenciosa, controversial, dialéctica y cuestionadora. Ese tipo de egresados,
con su mentalidad del rebaño, son incapaces de transformarse a sí mismo y
tratar de transformar la sociedad en que viven, arrastradas por la corriente de
las circunstancias, prisiones de un sistema económico, político y social que
les dice qué hacer, qué pensar y qué decir. La educación religiosa no deja
pensar críticamente.
Conclusión
La Iglesia Católica,
como institución eclesiástica, durante tiempo
“órgano de control de moralidad y de vida social[103]”, está en un proceso degenerativo
de decadencia irremediable
e inevitable,
originada en “la fosilización
de sus
instituciones, su incapacidad de enfocar al ser humano como animal en devenir, sus absurdas pretensiones de conservar el status quo clasista
y de preservar la
superstición y la
ignorancia”[104], y los frecuentes e inveterados escándalos de
pedofilia, etc.
A pesar de las irrefutables fechorías y tropelías de la Iglesia
Católica, no se puede desconocer su labor pastoral, catequizadora,
evangelizadora, moralizadora y espiritual. Igualmente, toda su labor
humanitaria en guerras, secuestros, tragedias y desastres naturales, y
asistencia espiritual en cárceles, hospitales, colegios, batallones y otras
instituciones de clausura. No obstante su historia criminal, el Catolicismo
también ha contribuido a aliviar o paliar el dolor y sufrimiento en
circunstancias bélicas y conflictivas, en múltiples ocasiones cuando su
presencia ha sido oportuna en los lugares donde fue llamado y se presentó de
manera espontánea. Todo su acervo doctrinario, ceremonial y ritual, sin duda
alguna, ha sido un bálsamo eficaz para los creyentes. La creencia en Dios, la
Virgen, el Divino Niño, el Sagrado Corazón y algunos santos les ha servido de
alivio para tratar de suavizar su mísera condición tan frágil y deleznable ante
el rigor y la dureza de la naturaleza. Sin embargo, el Catolicismo, la Iglesia
Católica, el Cristianismo, o en general, la religión está en decadencia y,
tarde o temprano, de ella “no quedará ni
la tumba ni la cruz”[105], como dice la canción popular. Sea cual sea la
confesión religiosa que profesen los fieles, la religión, en un futuro lejano,
no será más que una parte de la historia de la humanidad.
La juventud, en una significativa mayoría, es refractaria a sus
creencias y no asiste voluntariamente a las homilías, y, si lo hace, lo hace
por la presión de sus padres o educadores. Algunos estudiantes se niegan a
recibir clase de religión, y los educadores no pueden obligarlos, porque el
ordenamiento constitucional lo impide, debido a la libertad de cultos, de
conciencia, etc. En su gran mayoría, los católicos son adultos; cuando éstos
fallezcan, es probable que el catolicismo se quede sin adeptos, porque los
jóvenes no muestran interés por esta doctrina. Si a los niños y jóvenes se les
permitiera la posibilidad de aceptar libremente el bautizo, la primera comunión y la confirmación, muy pocos lo
aceptarían. En Colombia, dentro del catolicismo, estos tres sacramentos son
impuestos por los padres de familia, sin el consentimiento de los niños y los
adolescentes. El catolicismo no responde a las expectativas e intereses de la
juventud, inclinada a la vida light, a
la superficialidad y al consumismo. El dios o los dioses de los jóvenes son los
cantantes, los deportistas, los videojuegos, los youtuber, la tecnología y las drogas. La religión no forma parte de
la vida de muchos de estos jóvenes. Y eso que muchos jóvenes desconocen las
tropelías y fechorías que se han perpetrado en nombre de la religión, como
algunas de las anteriormente citadas.
Si bien es cierto que la confesión protestante (evangélicos,
cristianos, pentecostales, etc.) en Colombia cada vez tiene más seguidores,
también lo es porque los adultos imponen a sus hijos desde niños que asistan y
se involucren en determinada creencia religiosa. Las diferentes iglesias
protestantes, además de explotar económicamente a sus feligreses, les prometen
una supuesta solución a todos los problemas de sus creyentes.
Vaticinar cuánto tiempo de queda de vida a la religión es imposible,
pero es muy probable que su poderosa influencia siga impactando a los creyentes
durante algunos siglos más. El avance incontrolable de la tecnología y el
desaforado ímpetu consumista, en cualquier momento, le pueden acertar el golpe
mortal a la religión, y si esto es así no se necesitarán siglos, sino pocos
años. El tiempo dictará su sentencia, pero, con toda seguridad, yo no estaré presente en este mundo para asistir
al “entierro” de la religión, que, paradójicamente, enterró a muchas personas.
LUIS ÁNGEL RÍOS PEREA
Colombia, 2016
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DESCHNER, Karlheinz. Historia criminal
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confiando en la vida. www.topia.com.ar
[33] Tomado de una
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creada Royal Society inglesa (quien le había reprochado que se dedicara más a
«teologizar» que a «filosofar»)
[34] LÓPEZ SASTRE, Gerardo. Hume. Cuándo saber ser escéptico. Batiscafo, Barcelona, 2015, p.
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[35] DAMASIO, Antonio. En busca de Spinoza. Neurobiología de las emociones y los sentimientos.
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