Debido a que el hombre es sociable por naturaleza, un
animal político, “infinitamente más sociable que las abejas y que todos los
animales que viven en grey”, se asocia en búsqueda de lo que le parece bueno;
así funda el Estado, la asociación política autártica, “un fin y una
felicidad”, compuesto de individuos y colectividades. “La naturaleza arrastra
instintivamente a todos los hombres a la asociación política”, y el Estado es
una asociación política. Según los designios de la naturaleza, unos seres
mandan sobre otros. “La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la
conservación, ha creado unos seres para mandar y otros para obedecer”. El
hombre manda sobre la mujer y el señor sobre el esclavo. El esposo y la esposa
y el señor y el esclavo son las bases de la familia. Ésta, que es una
asociación natural y permanente, al unirse con otras forman el pueblo (“colonia
natural de la familia”), y la agrupación de éstas conforman el Estado, que es
una “asociación de ciudadanos que obedecen a una misma constitución”.
(Ciudadano es para Aristóteles el hombre libre que tiene participación en la
administración de la justicia y en el gobierno). El Estado procede de la
naturaleza y tiene por origen las necesidades de la vida. “El Estado está
naturalmente sobre la familia y cada individuo”.
En la ciencia doméstica es importante la propiedad,
porque es un “instrumento de la existencia”. Como en la naturaleza unos nacen
para mandar y otros para obedecer (“cada uno debe, según las exigencias de
la naturaleza, ejercer el poder o someterse a él”), la esclavitud no va en
contra de ésta. “Cuando uno es inferior a sus semejantes, se es esclavo por
naturaleza”. Así como el alma gobierna al cuerpo y la razón al instinto, el
señor manda sobre el esclavo, que es una de sus propiedades. Los esclavos y los
animales domésticos son de la misma utilidad, debido a que “unos y otros nos
ayudan con el auxilio de sus fuerzas corporales a satisfacer las necesidades de
nuestra existencia”. La naturaleza hace diferentes en su aspecto corporal a los
hombres libres y a los esclavos, “dando a éstos el vigor necesario para las
obras penosas de la sociedad” y destinando a los hombres libres “solamente a
las funciones de la vida civil… entre las ocupaciones de la guerra y de la
paz”, ya que, por naturaleza, son “incapaces de doblar su erguido cuerpo para
dedicarse a trabajos duros”. Para los esclavos, la esclavitud es tan útil como
justa; así mismo, “la autoridad del señor sobre el esclavo esa la par justa y
útil…” La familia, como elemento del Estado, para que sea completa, debe tener
hombres libres y esclavos. El esclavo “no es sólo esclavo del señor, sino que
depende de éste absolutamente”. El señor debe saber mandar a sus esclavos; la
ciencia del señor “consiste en tan solo saber mandar lo que los esclavos deben
saber hacer”.
La adquisición de bienes (comerciales y domésticos)
corresponde al gobierno domestico. Los bienes de la familia debe adquirirlos el
jefe de la familia y suministrarlos la naturaleza con la materia (“sustancia
que sirve para fabricar un objeto”). La adquisición doméstica es natural y la
comercial no lo es “sí sólo es resultado del tráfico”, razón por la cual es
despreciada por generar usura, “porque es un modo de adquisición nacido del
dinero mismo, al cual no se da el destino para que fue creado… El interés es
dinero producido por el dinero mismo; y de todas las adquisiciones es ésta la
más contraria a la naturaleza”. Esta forma de adquisición (comercial) “tiene
por objeto el acrecentamiento indefinido del dinero”, considerando “que es
preciso a todo trance conservar o aumentar hasta el infinito la suma de dinero
que se posee”, pues se cree erróneamente que la riqueza no tiene límites.
Cuando no se pueden satisfacer los placeres por adquisiciones naturales, que
requieren de abundancia de dinero, “se acude a otras, y aplica uno sus
facultades a usos a que no estaban destinado por naturaleza”. Es por ello que
algunas “profesiones se ven convertidas en negocio de dinero, como si fuera
éste su fin propio, y como si todo debiese tender a él”. El arte de adquirir la
riqueza verdadera y necesaria (doméstica) “no es más que la economía natural, ocupada
únicamente con el cuidado de las subsistencias”, que, al contrario del
comercial, tiene límites positivos.
En cuanto al poder doméstico, el hombre, “salvo
algunas excepciones contrarias a la naturaleza, es el llamado a mandar más bien
que la mujer, así como el ser de más edad y de mejores cualidades es el llamado
a mandar al más joven y aún incompleto”. Si tanto el que manda como el que
obedece no tienen las virtudes de la prudencia y la equidad no pueden mandar
bien y obedecer cumplidamente. El marido manda a la esposa y el padre al
hijo. “El esclavo está absolutamente privado de voluntad; la mujer la tiene,
pero subordinada; el niño la tiene incompleta”.
Disintiendo del comunismo platónico, Aristóteles
propone que la ciudad es múltiple y no una unidad compacta, y que el poder, “ya
sea un honor, ya sea una carga”, debe rotarse y los funcionarios permanecer
poco tiempo en sus cargos. Un trabajador, un obrero o artesano pueden alternar
sus labores y no estar destinados, como lo plantea Platón, a desempeñar de por
vida una sola actividad. La propiedad común no es conveniente porque sólo se
piensa en los intereses privados y se descuida lo público. En la República platónica no
existe “la propiedad y la afección”, que son los dos grandes móviles de solicitud
y amor en el hombre. Contrario a la comunidad de bienes, es “preferible que
la propiedad sea particular, y que sólo mediante el uso se haga común” para
satisfacer el encanto de socorrer a los demás debe existir la propiedad
individual. El Estado y la familia deben tener una unidad, pero no absoluta.
“Por medio de la educación es como conviene atraer a la comunidad a la unidad
al Estado; la propiedad, el trabajo y la templanza son el remedio para evitar
los crímenes”.
La definición del concepto de “ciudadano” es objeto de
controversia, porque según la clase de
Estado y de la
Constitución se tendrá una concepción de ciudadano. En una
democracia “el rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el
goce de las funciones de juez y de magistrado”; ciudadanos son los que gozan de
la magistratura, y ésta es “la idea de juez y de miembro de la asamblea
pública”. El ciudadano es “un individuo revestido de cierto poder” y para serlo
basta gozar de este poder. Fuera de la democracia “es ciudadano el individuo
que puede tener en la asamblea pública y en el tribunal voz deliberante,
cualquiera que sea, por otra parte, el Estado de que es miembro; y por Estado
entiendo positivamente una masa de hombres de este género, que posee todo lo
preciso para satisfacer las necesidades de la existencia”. El Estado es una
posición de ciudadanos que obedecen a una misma constitución. El gobierno es
cierta organización impuesta a todos los integrantes de un Estado. Como la
naturaleza y la condición del ciudadano varían de una constitución a otra, a
Aristóteles le interesa encontrar la idea absoluta de ciudadano.
La virtud del ciudadano es distinta a la virtud del hombre privado. Como en un
Estado no sólo hay hombres de bien, no hay identidad entre la virtud política y
la virtud privada. El Estado se compone de elementos que no son semejantes, y
por ello no hay unidad de virtud en todos los ciudadanos; así “la virtud del
ciudadano y la virtud tomada en general, no son absolutamente idénticas”. El
magistrado reúne la virtud del ciudadano y la virtud del hombre de bien; es
digno del mando que ejerce y es virtuoso y hábil, debido a que la habilidad y
la virtud son necesarias para el hombre de Estado; por eso se debe dar una
educación especial a “los hombres destinados a ejercer el poder”. La virtud del
ciudadano no puede ser idéntica a la del hombre de bien; la virtud de los
ciudadanos no es idéntica a la del magistrado que los gobierna. “No
se estima como menos elevado el talento de saber, a la par, obedecer y mandar;
y en esta doble perfección, relativa al mando y a la obediencia, se hace
consistir ordinariamente la suprema virtud del ciudadano. Pero si el mando debe
ser patrimonio del hombre de bien, y el saber obedecer y el saber mandar son
condiciones indispensables en el ciudadano, no se puede, ciertamente, decir
que sean ambos dignos de alabanzas absolutamente iguales. Deben concederse
estos dos puntos: primero, que el ser que obedece y el que manda no deben
aprender las mismas cosas; segundo, que el ciudadano debe poseer ambas
cualidades: la de saber ejercer la autoridad y la de resignarse a la
obediencia. He aquí cómo se prueban estas dos aserciones”. El que manda no
necesariamente debe ser capaz de trabajar, lo que sí necesita es saber emplear
a los que obedecen; lo demás le toca al esclavo, es decir tener su fuerza
necesaria para realizar todo el trabajo doméstico. Hay tantas especies de
esclavos como hay tantos oficios: artesanos, obreros de profesiones mecánicas…
La autoridad política se ejerce sobre seres libres e iguales por nacimiento. El
magistrado manda, comenzando por obedecer el mismo, porque Solón decía que la única verdadera escuela del mando es
la obediencia. Al buen ciudadano le corresponde “reunir en sí la ciencia y
la fuerza de la obediencia del mando, consistiendo su virtud precisamente en
conocer estas dos fases opuestas del poder que se ejerce sobre los seres
libres… La única virtud especial exclusiva del mando es la prudencia;
todas las demás son igualmente propias de los que obedecen y de los que mandan.
La prudencia no es la virtud del súbdito; la virtud es propia de éste es una
justa confianza en su jefe…” Sólo es plenamente ciudadano el que tiene
participación en los poderes públicos. En el Estado el ciudadano y el
hombre virtuoso son uno solo. Solamente es ciudadano el hombre político, “que
es o puede ser dueño de ocuparse, personal, o colectivamente, de los intereses
comunes”.
La constitución, que se identifica con el gobierno,
es pura cuando se elabora en procura del interés general ya que busca la
práctica rigurosa de la justicia; está viciada cuando sólo busca el interés
personal de los gobernantes, y no es más que una corrupción de las buenas
constituciones. Así, existen las constituciones puras y las
constituciones corrompidas. “Cuando la monarquía o gobierno de uno solo tiene
por objeto el interés general, se le llama comúnmente reinado. Con la misma
condición, al gobierno de la minoría, con tal que no esté limitada a un solo
individuo, se le llama aristocracia; y se la denomina así, ya porque el poder
está en manos de los hombres de bien, ya porque el poder no tiene otro fin que
el mayor bien del Estado y de los asociados. Por último, cuando la mayoría
gobierna en bien del interés general, el gobierno recibe como denominación
especial la genérica de todos los gobiernos, y se le llama república. La
desviación de la monarquía degenera en tiranía; la de la aristocracia en
oligarquía, y la de la república en demagogia. La tiranía es una monarquía que
sólo tiene por fin el interés personal del monarca; la oligarquía tiene en
cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, el de los
pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés general… Lo que
distingue esencialmente la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza;
y dondequiera que el poder está en manos de los ricos, sean mayoría o minoría,
es una oligarquía; y dondequiera que esté en las de los pobres, es una
demagogia”. El Estado, como asociación política, tiene por finalidad la
existencia material de todos los asociados, su felicidad y su virtud. El
primer cuidado de un Estado es la virtud; su fin es el bienestar de los
ciudadanos, la virtud y la felicidad de los individuos y la vida en común.
La
soberanía pertenece a las leyes fundadas en la razón (la soberanía de la
razón). Las leyes son como los gobiernos: malos si el gobierno es malo, buenas
si éste es bueno, justas si el gobierno es justo e injustas si el gobierno es
injusto. Las leyes deben hacer relación al Estado; serán “buenas en los
gobiernos puros, y viciosas en los gobiernos corrompidos”. La igualdad sólo
reina entre iguales. Todos los ciudadanos tienen derechos, pero no
derechos absolutos. Al dictar leyes justas, el legislador debe tener en
cuenta el interés o el de los ciudadanos distinguidos. “La justicia en este
caso es la igualdad, y esta igualdad de la justicia se refiere tanto al
interés general del Estado como al interés individual de los ciudadanos. Ahora
bien, el ciudadano en general es el individuo que tiene participación en la autoridad
y en la obediencia pública, siendo por otra parte la condición del ciudadano
variable, según la constitución; y en la república perfecta es el individuo que
puede y quiere libremente obedecer y gobernar sucesivamente de conformidad con
los preceptos de la virtud”. Los individuos iguales por su nacimiento y por
sus facultades (“seres superiores”) son
la ley, pero ésta no se ha hecho para éstos. Los individuos “superiores” no
pueden confundirse con la masa de la ciudad ni reducirlas a la igualdad común
porque se procedería injustamente, pues esos “seres superiores” son dioses
entre los hombres. “Ésta es una nueva prueba de que la legislación
necesariamente debe recaer sobre individuos iguales por su nacimiento y por sus
facultades”. Someterlos a la constitución es “el origen del ostracismo* en los
Estados democráticos, que más que ningún otro son celosos de que conserve la
igualdad”. El ostracismo aplicado a las superioridades reconocidas es
políticamente injusto. En el ostracismo no se tiene en cuenta el interés de la República, porque es
simplemente un arma de partido. En los gobiernos corrompidos el ostracismo es
justo porque sirve al interés particular. (El ostracismo era el destierro político
acostumbrado entre los atenienses). Los ciudadanos deben
someterse a la superioridad de la virtud, ya que es un gran hombre, al que hay
que “tomarse por rey mientras viva”.
La letra y la ley no pueden constituir un buen gobierno. “La ley es
impasible, mientras que toda alma humana es, por el contrario, necesariamente
apasionada”. La aristocracia (el
gobierno de muchos ciudadanos virtuosos) es preferible al reinado “con tal que
se componga de individuos que sean tan virtuosos los unos como los otros”.
El reinado absoluto es rechazado porque “el Estado no es más que una asociación
de seres iguales, y que entre seres naturalmente iguales las prerrogativas y
los derechos deben ser necesariamente idénticos… la desigualdad entre iguales
no es menos irracional. Es, por tanto, justo que la participación en el poder y
en la obediencia sea para todos perfectamente igual y alternativa; porque esto
es, precisamente, lo que procura hacer la ley, y la ley es la constitución. Es
preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno de los ciudadanos; y por
este mismo principio, si el poder debe ponerse en manos de muchos, sólo se les
debe hacer guardianes y servidores de la ley; porque si la existencia de las
magistraturas es cosa indispensable, es una injusticia patente dar una
magistratura suprema a un solo hombre, con exclusión de todos los que valen
tanto como él”. Cuando se reclama la soberanía de la ley se pide que la razón
reine a la par con las leyes. La soberanía de un hombre (rey) no es procedente
“porque los atractivos del instinto y las pasiones del corazón corrompen a
los hombres cuando están en el poder, hasta a los mejores; la ley, por
el contrario, es la inteligencia sin las ciegas pasiones”. En política,
corrupción y favor ejercen poderosamente un funesto influjo. “Un pueblo monárquico
es aquel que naturalmente puede soportar la autoridad de una familia dotada de
todas las virtudes superiores que exige la dominación política. Un pueblo
aristocrático es aquel que, teniendo las cualidades necesarias para tener la
constitución política que conviene a hombres libres, puede naturalmente
soportar la autoridad de ciertos jefes llamados por su mérito a gobernar. Un
pueblo republicano es aquel en que por naturaleza todo el mundo es guerrero, y
sabe igualmente obedecer y mandar a la sombra de una ley que asegura a la clase
pobre la parte de poder que debe corresponderle”. Cuando una raza o un hombre sobresale por su
elevada virtud superior que sobresalga sobre la virtud de todos los ciudadanos
juntos el justo elevarlo al reinado, al supremo poder. Así, “no queda otra cosa
que hacer que obedecer a este hombre y reconocer en él un poder, no
alternativo, sino perpetuo”. El gobierno perfecto debe procurar la más perfecta
felicidad.
La felicidad se encuentra en los bienes que el
hombre puede gozar: “bienes que están fuera de su persona, bienes del cuerpo y
bienes del alma; consistiendo la felicidad en la reunión de todos ellos. No
hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia,
justicia, fortaleza y templanza, que tiemble al ver volar una mosca, que se
entregue sin reserva a sus apetitos groseros de comer y beber, que esté dispuesto,
por la cuarta parte de un óbolo, a vender a sus más queridos amigos y que, no
menos degradado en punto a conocimiento, fuera tan irracional y tan crédulo
como un niño o un insensato. Cuando se presentan estos
puntos en esta forma, se conviene en ellos sin dificultad. Pero en la práctica
no hay esta conformidad, ni sobre la medida, ni sobre el valor relativo de
estos bienes. Se considera uno siempre con bastante virtud, por poca que tenga;
pero tratándose de riqueza, fortuna, poder, reputación y todos los demás
bienes de este género, no encontramos límites que ponerles, cualquiera que sea
la cantidad en que los poseamos”. Lo que creemos
útil no es más que lo que nos complica y nos es inservible. Los bienes
exteriores “y las cosas que se dicen útiles son precisamente aquellas cuya
abundancia nos embaraza inevitablemente, o no nos sirven verdaderamente para
nada”. Los bienes del alma son útiles debido a su abundancia, ya que
son cosas esencialmente bellas. El alma es más preciosa que la riqueza y que el
cuerpo. La felicidad la hallamos en la prudencia, la justicia, la fortaleza y
la templanza, y no en la riqueza material, la fortuna, la reputación, el poder
y todos los demás bines de este género, porque “la felicidad está siempre en
proporción de la virtud y de la prudencia, y de la sumisión a las leyes de
éstas…” El Estado más perfecto es simultáneamente el más dichoso y el más
próspero. El Estado y el hombre valiente, prudente y virtuoso es justo, sabio y
templado. El fin esencial del individuo y del Estado es “el más noble grado de
virtud y hacer todo lo que ella ordena”.
La felicidad del individuo está constituida por los mismos elementos
de la felicidad del Estado: si la felicidad del individuo está en la riqueza,
el Estado rico será feliz. Si está en el poder tiránico, el Estado será también
feliz si es grande su dominación; “si para el hombre la felicidad suprema
consiste en la virtud, el Estado más virtuoso será igualmente el más
afortunado”. El Estado más perfecto es aquel donde cualquier ciudadano, de
acuerdo con la ley, “pueda practicar lo mejor posible la virtud y asegurar su
mejor felicidad”. Aunque la virtud es el
fin capital de la vida, el hombre prudente elegirá el camino que le parezca
mejor: el de la política o el de la filosofía. Para el ciudadano es preferible
la acción (la vida política) que la inacción, “porque la felicidad sólo se
encuentra en la actividad”. Éste debe participar en la vida política debido a
que si no se obra, es imposible ejecutar actos de virtud, y la felicidad y las
acciones virtuosas son cosas idénticas. “Estas opiniones son en parte
verdaderas y en parte falsas. Que vale más vivir como un hombre libre que vivir
como un señor de esclavos es muy cierto; el empleo de un esclavo, en tanto que
esclavo, no es cosa muy noble, y las órdenes de un señor, relativas a los
pormenores de la vida diaria no tienen nada de encantador. Pero es un error
creer que toda autoridad sea necesariamente la autoridad del señor. La que se
ejerce sobre hombres libres y la que se ejerce sobre esclavos no difieren
menos que la naturaleza del hombre libre y la naturaleza del esclavo, como ya
hemos demostrado en el principio de esta obra. Pero se incurre en una gran
equivocación al preferir la inacción al trabajo, porque la felicidad sólo se
encuentra en la actividad, y los hombres justos y sabios se proponen siempre
en sus acciones fines tan numerosos como dignos… y si la felicidad consiste
en obrar bien, la actividad es para el Estado todo, lo mismo que para los
individuos en particular, el asunto capital de la vida. No quiere decir
esto que la vida activa deba, como se piensa generalmente, ser por necesidad
de relación con los demás hombres, y que los únicos pensamientos verdaderamente
activos sean tan sólo los que proponen resultados positivos, como consecuencia
de la acción misma. Los pensamientos activos son más bien las reflexiones y
las meditaciones completamente personales, que no tienen otro objeto que su
propio estudio; obrar bien es un fin; y esta volición es ya casi una acción; la
idea de actividad se aplica, en primer término, al pensamiento ordenador que
combina y dispone los actos exteriores. El aislamiento, hasta cuando es
voluntario con todas las condiciones de existencia que lleva tras sí, no impone
necesariamente al Estado la inacción. Cada una de las partes que componen la
ciudad puede ser activa mediante las relaciones que necesariamente y siempre
tienen las unas con las otras. Otro tanto puede decirse de todo individuo
considerado separadamente, cualquiera que él sea; porque de otra manera
resultaría que Dios y el mundo entero no existían, puesto que su acción no
tiene nada de exterior, sino que permanece concentrada en ellos mismos. Y así,
el fin supremo de la vida es necesariamente el mismo para el individuo que para
los hombres reunidos y para el Estado en general”.
El Estado perfecto no puede ser ni muy grande ni muy pequeño, ni muy
populoso ni muy escaso de individuos. “La belleza resulta de ordinario de la
armonía del número con la extensión; y la perfección para el Estado consistirá
necesariamente en reunir justa extensión y un número conveniente de
ciudadanos”. Es conveniente, para su seguridad y su comercio, que el Estado esté
a la orilla del mar. La raza griega es la más indicada para conformar un Estado
porque es inteligente, industriosa y tiene corazón para amar. “Posee a la par
inteligencia y valor; sabe al mismo tiempo guardar su independencia y constituir
buenos gobiernos, y sería capaz, si formara un solo Estado, de conquistar el
universo”.
Los elementos indispensables para la existencia de la ciudad son las
subsistencias, las artes, las armas, las riquezas, los sacerdotes y los jueces.
“Enumeremos las cosas mismas a fin de ilustrar la cuestión: en primer lugar,
las subsistencias; después, las artes, indispensables a la vida, que tiene
necesidad de muchos instrumentos; luego las armas, sin las que no se concibe la
asociación, para apoyar la autoridad pública en el interior contra las
facciones, y para rechazar los enemigos de fuera que puedan atacarlos; en cuarto lugar, cierta abundancia de riquezas, tanto
para atender a las necesidades interiores como para la guerra; en quinto
lugar, y bien podíamos haberlo puesto a la cabeza, el culto divino, o, como
suele llamársele, el sacerdocio; en fin, y este es el objeto más importante, la
decisión de los asuntos de interés general y de los procesos individuales… El
Estado exige imperiosamente todas estas diversas funciones; necesita trabajadores
que aseguren la subsistencia de los ciudadanos; y necesita artistas,
guerreros, gentes ricas, pontífices y jueces que velen por la satisfacción de
sus necesidades y por sus intereses”.
En la república perfecta los ciudadanos no se ocuparán de las
profesiones mecánicas, especulación mercantil, agricultura y otras contrarias a
la virtud. La clase guerrera y la que delibera sobre los negocios estatales y
juzga los procesos son los dos elementos políticos del Estado y los pontifica;
la clase guerrera será perpetua y la deliberante alterna. Los bienes raíces
están reservados para estas dos clases de ciudadanos. Los artesanos y las otras
clases extrañas a las nobles ocupaciones de la virtud” no tienen derechos
políticos. Los ciudadanos serán los propietarios de los bienes raíces y los
labradores serán “esclavos, o bárbaros o siervos”. El cuerpo político se divide
en la clase guerrera y en la deliberante. Las clases distintivas son la de los
guerreros y la de los labradores. Un Estado oligárquico y monárquico debe estar
situado en lo alto del terreno; el aristocrático en las altas fortificaciones,
y el democrático en las llanuras.
Todos deseamos la virtud y la felicidad, pero las
circunstancias y la naturaleza lo impiden a algunos. La virtud está reservada a
los individuos afortunados y no a los menos favorecidos, pero es posible que
esos afortunados se desvíen en el camino de su búsqueda.
La administración perfecta del Estado perfecto debe procurar la mejor suma de
felicidad para los ciudadanos; y “la felicidad es un desenvolvimiento y una
práctica completa de la virtud, no relativa, sino absoluta”. La virtud relativa
se refiere a las necesidades precisas de la vida, y la virtud absoluta
únicamente a lo bello y al bien. El hombre virtuoso “es el que, a causa de
su virtud, sólo tiene por bienes los bienes absolutos”. Es la voluntad
inteligente del hombre la que asegura la virtud del Estado y no el azar, que a
veces es el único dueño de las cosas. “El Estado no es virtuoso sino cuando
todos los ciudadanos que forman parte del gobierno lo son”. La virtud general
es el resultado de la virtud de todos los particulares. La naturaleza, el
hábito y la razón hacen al hombre virtuoso. Como el hombre está sometido a
la razón, a la costumbre y a la naturaleza, se requiere que las armonice.
Como la asociación política está compuesta de jefe y subordinados, la
alternancia en el mando y la obediencia debe ser común a todos los ciudadanos.
“La igualdad es la identidad de atribuciones entre seres semejantes, y
el Estado no podría vivir de un modo contrario a las leyes de la equidad”. La
virtud del ciudadano que manda es idéntica a la virtud del hombre perfecto. “La
vida, cualquiera que ella sea, tiene dos partes: trabajo y reposo, guerra y
paz. De los actos humanos, unos hacen relación a lo necesario, a lo útil;
otros únicamente a lo bello. Una distinción del todo semejante debe encontrarse
necesariamente bajo estos diversos conceptos en las partes del alma y en sus
actos: la guerra no se hace sino con la mira de la paz; el trabajo no se
realiza sino pensando en el reposo; y no se busca lo necesario y lo útil sino
en vista de lo bello. En todo esto el hombre de Estado debe arreglar sus
leyes en vista de las partes del alma y de sus actos, pero, sobre todo, teniendo
en cuenta el fin más elevado a que ambas puedan aspirar. Iguales distinciones
se aplican a las distintas profesiones, a las diversas ocupaciones de la vida
práctica. Es preciso estar dispuesto lo mismo para el trabajo que para el
combate; pero el descanso y la paz son preferibles. Es preciso saber
realizar lo necesario y lo útil; sin embargo, lo bello es superior a ambos. En
este sentido conviene dirigir a los ciudadanos desde la infancia, y durante
todo el tiempo que permanezcan sometidos a jefes”. Es necesario conocer la
naturaleza del poder que el político debe esforzarse en saber, porque “mandar a
hombres libres vale mucho más y es más conforme a la virtud que mandar a
esclavos”. El Estado para gozar de paz debe ser prudente, valeroso y firme.
Hay que tener valor y paciencia en el trabajo, y filosofía en el descanso; en
el trabajo y en la guerra se requiere prudencia y templaza, especialmente en
medio de la paz y el reposo. La
justicia, la moderación y la filosofía son virtudes necesarias para el
bienestar y para la vida moral del Estado. Si en el alma ejercen influencia la
naturaleza, las costumbres o el hábito y la razón (alma irracional, que le es
propio el instinto, y al racional, que le es propia la inteligencia), se debe
educar primero el cuerpo, luego el alma instintiva y, por último, el alma
inteligente.
El legislador y el verdadero hombre de Estado deben
saber cuál es la mejor forma y naturaleza de gobierno, mediante qué condiciones
puede ser perfecto, qué constitución conviene adoptar, cuál es en sí y en
absoluto el mejor gobierno, y cuál es la mejor relativamente a los elementos
que han de constituirle. El primer deber del hombre de Estado consiste en
conocer la constitución que pueda darse a la mayor parte de las ciudades. No
basta imaginar un gobierno perfecto; se necesita, sobre todo, un gobierno
practicable. El hombre de Estado deber ser capaz de mejorar la organización
de un gobierno ya constituido.
En su orden, los gobiernos malos o peores, son: la
tiranía, la oligarquía y la demagogia. Según Platón, la demagogia es el menos
bueno de los buenos gobiernos y el mejor de los malos. Los elementos sociales
del Estado son los labradores, los artesanos, los comerciantes, los
mercenarios, los guerreros, los ricos y los magistrados. Los ricos y los pobres
son las dos porciones más distintas del Estado; son los elementos políticos
completamente opuestos, porque los ricos son minoría y los pobres mayoría; por
eso la diferencia de constituciones que se reducen a la democracia y a la
oligarquía.
En las clases inferior y elevada o distinguida hay diversos grados. En
la clase inferior existen los labradores, los artesanos, los comerciantes, los
marineros y los pobres; “en la clase elevada, las distinciones se fundan en la
fortuna, la nobleza, el mérito, la instrucción, y en otras circunstancias
análogas”. Hay cinco especies diversas de democracia. “La igualdad es la que
caracteriza la primera especie de democracia y la igualdad fundada por la ley
en esta democracia significa que los pobres no tendrán derechos más extensos
que los ricos, y que ni unos ni otros serán exclusivamente soberanos, sino que
lo serán todos en igual proporción. Por tanto, si la libertad y la igualdad
son, como se asegura, las dos bases fundamentales de la democracia, cuanto más
completa sea esta igualdad en los derechos políticos, tanto más se mantendrá
la democracia en toda su pureza; porque siendo el pueblo en este caso el más
numeroso, y dependiendo la ley del dictamen de la mayoría, esta constitución es
necesariamente una democracia… Después de ella viene otra, en la que las
funciones públicas se obtienen con arreglo a una renta, que de ordinario es muy
moderada. Los empleos en esta democracia deben ser accesibles a todos los que
tengan la renta fijada, e inaccesibles para todos los demás. En una tercera
especie de democracia, todos los ciudadanos cuyo derecho no se pone en duda
obtienen las magistraturas, pero la ley reina soberanamente. En otra, basta
para ser magistrado ser ciudadano con cualquier título, dejándose aún la
soberanía a la ley. Una quinta especie tiene las mismas condiciones, pero
traspasa la soberanía a la multitud, que reemplaza a la ley; porque entonces la
decisión popular, no la ley, lo resuelve todo. Esto es debido a la influencia
de los demagogos. …en las democracias en que la ley gobierna, no hay
demagogos, sino que corre a cargo de los ciudadanos más respetados la
dirección de los negocios. Los demagogos sólo aparecen allí donde la ley ha
perdido la soberanía. …el demagogo y el adulador tienen una manifiesta
semejanza. Ambos tienen un crédito ilimitado; el uno cerca del tirano, el otro
cerca del pueblo corrupto. Los demagogos, para sustituir la soberanía de los
derechos populares a la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo porque
su propio poder no puede menos de sacar provecho de la soberanía del pueblo de
quien ellos soberanamente disponen, gracias a la confianza que saben
inspirarle… La especie que viene en segundo lugar en el orden que hemos trazado
es aquella en la que todos los ciudadanos de cuyo origen no se duda tienen
derechos políticos, aunque realmente sólo los gozan los que pueden vivir sin
trabajar. En esta democracia, las leyes son todavía soberanas, porque los
ciudadanos, en general,
no son bastante ricos, ni tienen bastantes rentas propias. En la
tercera especie, basta ser libre para poseer derechos políticos. Pero aquí
también la necesidad de trabajar impide a casi todos los ciudadanos el
ejercerlos: y la soberanía de la ley no es menos indispensable que en las dos
primeras especies. La cuarta es la más moderna, cronológicamente hablando. Habiendo
alcanzado más extensión los Estados, que la tenían escasa en un principio, y
aumentado su bienestar con el crecimiento de las rentas públicas, la multitud
adquirió, a causa de su importancia, todos los derechos políticos; y los
ciudadanos pudieron entonces consagrarse en común a la dirección de los negocios
generales, porque tenían tiempo de sobra, y se procuró a los menos acomodados,
por medio de indemnizaciones, el tiempo necesario para consagrarse también a la
cosa pública. Estos mismos ciudadanos pobres son los más desocupados, puesto
que no tienen intereses particulares de que cuidar, circunstancia que con tanta
frecuencia no permitía a los ricos concurrir a las asambleas del pueblo y a
los tribunales de que son miembros, y así la multitud se hace soberana, ocupando
el lugar de las leyes. Tales son las causas necesarias que determinan el número
y las diversidades de las democracias”.
También existen diversas formas de oligarquía. “El carácter distintivo
de la primera especie de oligarquía es la fijación de un censo bastante alto,
para que los pobres, aunque estén en mayoría, no puedan aspirar al poder,
abierto sólo a los que poseen la renta fijada por la ley. En una segunda especie,
el censo exigido para tomar parte en el gobierno es de consideración, y el
cuerpo de magistrados tiene el derecho de elegir sus propios miembros. Sin
embargo, es preciso decir que si la elección ha de recaer entre todos los incluidos
en el censo, la institución parece más bien aristocrática; y sólo es
oligárquica cuando el círculo de la elección es limitado. Una tercera especie
de oligarquía se funda en la sucesión, a manera de herencia, en los empleos que
pasan de padre a hijo. En otra, la cuarta, se une a este principio hereditario
el de la soberanía de los magistrados, la cual sustituye al reinado de la ley.
Esta última forma corresponde perfectamente a la tiranía en los gobiernos
monárquicos; y en las democracias, a la especie de que últimamente hemos
hablado. Esta especie de oligarquía se llama dinastía o gobierno de la
fuerza… La primera especie de oligarquía es aquella en la que la mayoría de
los ciudadanos posee riquezas inferiores a las de que acabamos de hablar, y que
son de poca consideración. El poder se atribuye a todos aquellos que tienen la
renta legal; y el ser tantos los ciudadanos que adquieren de esta manera los
derechos políticos ha sido causa de que se haya atribuido la soberanía a la
ley y no a los hombres. Estando muy distantes a causa de su número de la unidad
monárquica, y siendo muy poco ricos para vivir en un ocio absoluto, y no
bastante pobres para deber vivir a expensas del Estado, tienen necesidad de
proclamar la ley soberana, en vez de hacerse ellos mismos soberanos. Si suponemos
que los poseedores de renta son menos numerosos que en la primera hipótesis, y
las fortunas más pingues, tendremos la segunda especie de oligarquía. La
ambición entonces se aviva con el poder, y los ricos nombran ellos mismos entre
los demás ciudadanos a los que habrán de desempeñar los empleos del gobierno.
Poco poderosos aún para reinar sobre la ley, lo son bastante, sin embargo,
para hacer dictar la que les concede estas inmensas prerrogativas. Concentrando
en un número de manos todavía menor las fortunas que han llegado ya a ser
demasiado grandes, se llega al tercer grado de la oligarquía, en el cual los
miembros de la minoría desempeñan personalmente las funciones, pero conforme a
la ley que las hace hereditarias. Suponiendo en los miembros de la oligarquía
un nuevo aumento de riquezas y de partidarios, este gobierno hereditario se
aproxima mucho a la monarquía. Los hombres, no la ley, reinan en él. Esta
cuarta forma de oligarquía corresponde a la última forma de democracia. Al lado
de la democracia y de la oligarquía existen otras dos formas políticas, una de
las cuales, según reconocen todos los autores y nosotros también, forma parte
de las cuatro principales constituciones, si se admite, siguiendo la opinión
común, que estas constituciones son la monarquía, la oligarquía, la democracia
y la llamada aristocracia. Una quinta forma política es aquella que recibe el
nombre genérico de todas las demás, y que se llama comúnmente república; como
es muy rara, pasa desapercibida a los ojos de los autores que pretenden
enumerar las especies diversas de gobierno y que sólo reconocen las cuatro que
acabamos de indicar, como ha hecho Platón en sus dos repúblicas. Con
razón se ha llamado el gobierno de los mejores a aquel de que hemos tratado
precedentemente. Este hermoso nombre de aristocracia sólo se aplica
verdaderamente con toda exactitud al Estado compuesto de ciudadanos que son
virtuosos en toda la extensión de la palabra, y que no se limitan a tener sólo
alguna virtud particular. Este Estado es el único en que el hombre de bien y
el buen ciudadano se confunden en una identidad absoluta. En todos los
demás sólo se tiene la virtud que está en relación con la constitución
particular bajo que se vive. También hay otras combinaciones políticas que,
diferenciándose de la oligarquía y de lo que se llama república, reciben el
nombre de aristocracias; estos son los sistemas en que los magistrados son
escogidos tomando en cuenta el mérito, por lo menos tanto como la riqueza. Este
gobierno entonces se aleja de la oligarquía y de la república, y toma el
nombre de aristocracia; y es que, en efecto, no hay necesidad de que la virtud
sea el objeto especial del Estado mismo, para que encierre en su seno ciudadanos
tan distinguidos por sus virtudes como pueden serlo los de la aristocracia. Así
pues, cuando la riqueza, la virtud y la multitud tienen derechos políticos, la
constitución puede ser todavía aristocrática…Y así, la aristocracia, además de
su primera y más perfecta especie, tiene también las dos formas que acabamos
de decir, y hasta una tercera que presentan todos los Estados que se inclinan
más que la república propiamente dicha hacia el principio oligárquico”.
Las diversas
formas políticas, de gobierno o constituciones, son la monarquía, la
oligarquía, la democracia y la aristocracia. La tiranía no es un verdadero
gobierno. La república es una combinación de la democracia y la oligarquía. “Es
costumbre dar el nombre república a los gobiernos que se inclinan a la democracia,
y los de aristocracia a los que se inclinan a la oligarquía”. La ilustración y
la riqueza son patrimonio de los ricos; el sistema aristocrático tiene por fin
dar la supremacía a los ciudadanos eminentes. Todos los gobiernos son
corrupciones de la constitución perfecta. No hay buen gobierno sino donde se
obedece a la ley, y ésta está fundada en la razón. “El
principio esencial de la aristocracia consiste, al parecer, en atribuir el
predominio político a la virtud; porque el carácter especial de la aristocracia
es la virtud, como la riqueza es el de la oligarquía, y la libertad el de la
democracia. Todas tres admiten, por otra parte, la supremacía de la mayoría,
puesto que, en unas como en otras, la decisión acordada por el mayor número de
miembros del cuerpo político tiene siempre fuerza de ley. Si los más de los
gobiernos toman el nombre de república, es porque casi todos aspiran únicamente
a combinar los derechos de los ricos y de los pobres, de la fortuna y de la
libertad; pues la riqueza, al parecer, ocupa casi en todas partes el lugar del
mérito y de la virtud”. La igualdad, la libertad, la riqueza y el mérito son
los elementos que se disputan en el Estado. La combinación de la igualdad y la
libertad produce la república, y la combinación de la riqueza, el mérito y la
nobleza produce la aristocracia.
El Estado virtuoso, el Estado feliz, es el que su mayoría pertenece a
la clase acomodada, la clase media (el justo medio – la virtud), porque los
extremos (la riqueza y la pobreza) hacen que unos no obedezcan y otros sólo
sepan obedecer. Los ricos son insumisos, vanidosos y esto impide la convivencia
pacífica. La igualdad y la semejanza, que es la que requiere el Estado, se
encuentra en las situaciones medias, en el justo medio. Es una gran ventaja que
la mayoría tenga una fortuna modesta, pero suficiente para atender a todas sus
necesidades. “Una constitución no se
consolida sino donde la clase media es más numerosa que las otras dos clases
extremas…”.
Los tres elementos o poderes del gobierno o del Estado son el
legislativo (asamblea general, asamblea deliberante o soberano), el ejecutivo
(los magistrados) y el judicial (los tribunales).
En cuanto a la organización del poder en la democracia, tenemos: “El
principio del gobierno democrático es la libertad. Al oír repetir este axioma,
podría creerse que sólo en ella puede encontrarse la libertad; porque ésta,
según se dice, es el fin constante de toda democracia. El primer carácter de la
libertad es la alternativa en el mando y en la obediencia. En la democracia el
derecho político es la igualdad, no con relación al mérito, sino según el
número. Una vez sentada esta base de derecho, se sigue como consecuencia que la
multitud debe ser necesariamente soberana, y que las decisiones de la mayoría
deben ser la ley definitiva, la justicia absoluta; porque se parte del
principio de que todos los ciudadanos deben ser iguales. Y así, en la
democracia, los pobres son soberanos, con exclusión de los ricos, porque son
los más, y el dictamen de la mayoría es ley. Este es uno de los
caracteres distintivos de la libertad, la cual es para los partidarios de la democracia
una condición indispensable del Estado. Su segundo carácter es la facultad
que tiene cada uno de vivir como le agrade, porque, como suele decirse, esto es
lo propio de la libertad, como lo es de la esclavitud el no tener libre
albedrío. Tal es el segundo carácter de la libertad democrática. Resulta de
esto que en la democracia el ciudadano no está obligado a obedecer a cualquiera;
o si obedece es a condición de mandar él a su vez; y he aquí cómo en este
sistema se concilia la libertad con la igualdad. Estando el poder en la
democracia sometido a estas necesidades, las únicas combinaciones de que es susceptible
son las siguientes. Todos los ciudadanos deben ser electores y elegibles.
Todos deben mandar a cada uno y cada uno a todos, alternativamente. Todos los
cargos deben proveerse por suerte, por lo menos todos aquellos que no exigen
experiencia o talentos especiales. No debe exigirse ninguna condición de riqueza,
y si la hay ha de ser muy moderada. Nadie debe ejercer dos veces el mismo
cargo, o por lo menos muy rara vez, y sólo los menos importantes, exceptuando,
sin embargo, las funciones militares. Los empleos deben ser de corta duración,
si no todos, por lo menos todos aquellos a que se puede imponer esta condición.
Todos los ciudadanos deben ser jueces en todos, o por lo menos en casi todos
los asuntos, en los más interesantes y más graves, como las cuentas del Estado
y los negocios puramente políticos; y también en los convenios particulares. La
asamblea general debe ser soberana en todas las materias, o por lo menos en
las principales, y se debe quitar todo poder a las magistraturas secundarias,
dejándoselo sólo en cosas insignificantes… Si los caracteres de la oligarquía
son el nacimiento ilustre, la riqueza y la instrucción, los de la democracia
serán el nacimiento humilde, la pobreza, el ejercicio de un oficio. Es preciso
cuidarse mucho de no crear ningún cargo vitalicio; y si alguna magistratura
antigua ha conservado este privilegio en medio de la revolución democrática, es
preciso limitar sus poderes y conferirla por suerte en lugar de hacerlo por
elección. Tales son las instituciones comunes a todas las democracias. Se
desprenden directamente del principio que se considera como democrático, es
decir, de la igualdad perfecta de todos los ciudadanos, sin que haya entre
ellos otra diferencia que la del número, condición que parece esencial a la
democracia y querida a la multitud. La igualdad pide que los pobres no tengan
más poder que los ricos, que no sean ellos los únicos soberanos, sino que lo
sean todos en la proporción misma de su número; no encontrándose otro medio
más eficaz de garantizar al Estado la igualdad y la libertad… Al decir de los
partidarios de la democracia, la justicia está únicamente en la decisión de la
mayoría; y si nos atenemos a lo que dicen los partidarios de la oligarquía, la
justicia está en la decisión de los ricos, porque a sus ojos la riqueza es la única
base racional en política. De una y otra parte veo siempre la desigualdad y la
injusticia. Los principios oligárquicos conducen derechamente a la tiranía;
porque si un individuo es más rico por sí solo que todos los demás ricos juntos,
es preciso, conforme a las máximas del derecho oligárquico, que este individuo
sea soberano, porque solamente él tiene el derecho de serlo. Los principios
democráticos conducen derechamente a la injusticia; porque la mayoría, soberana
a causa del número, se repartirá bien pronto los bienes de los ricos, como he
dicho en otro lugar… La debilidad reclama siempre igualdad y justicia; la
fuerza no se cuida para nada de esto”.
La ciudad necesita de las siguientes magistraturas: 1. La del mercado
público. 2. La de la conservación de las propiedades públicas y particulares,
tanto en el campo como en la ciudad. 3. La encargada de recibir las rentas y
custodiar y repartir el tesoro público. 4. La encargada de regular y revisar
los negocios jurídicos. 5. La encargada de las condenas judiciales y del
cuidado de los presos. 6. La encargada de la defensa de la ciudad y los asuntos
militares. 7. La encargada de presidir la asamblea en los Estados en que el
pueblo es soberano. 8. La encargada del culto a los dioses. 9. La encargada del
cuidado de los sacrificios públicos que la ley no encomienda a los pontífices.
“En resumen, puede decirse que las magistraturas indispensables al Estado
tienen por objeto el culto, la guerra, las contribuciones y gastos públicos,
los mercados, la policía de la ciudad, los puertos y los campos, así como
también los tribunales, las convenciones entre particulares, los procedimientos
judiciales, la ejecución de los juicios, la custodia de los penados, el examen,
comprobación y liquidación de las cuentas públicas; y por último, las
deliberaciones sobre los negocios generales del Estado”.
La desigualdad es siempre la causa de las revoluciones. Las
revoluciones se hacen para conquistar la igualdad. Como es peligroso pretender
constituir la igualdad real o proporcional entre los pertenecientes a la
nobleza y a la virtud, que son minoría, y los pobres, que son mayoría, “lo más
prudente es combinar la igualdad relativa al número con la igualdad relativa al
mérito”. La democracia está menos sujeta a las revoluciones que la oligarquía.
“La república en que domina la clase media y que se acerca más a la democracia
que a la oligarquía, es también el más estable de los gobiernos”.
Las causas y origen de la revoluciones son “la disposición moral de
los que se revelan, el fin de la insurrección y las circunstancias
determinantes que producen la turbación y la discordia entre los ciudadanos”. Los
ciudadanos se sublevan, ya en defensa de la igualdad, ya por el deseo de la
desigualdad y predominio político. Un inferior se rebela para conseguir la
igualdad, y cuando la consigue se rebela para dominar. “Su propósito, cuando se
insurrecciona, es alcanzar fortuna y honores, o también para evitar la
oscuridad y la miseria…”. El ansia de riquezas y de honores puede encender la discordia.
El ansia de riquezas y de honores, el insulto, el miedo, la superioridad, el
desprecio, el acrecentamiento desproporcionado de algunas parcialidades de la
ciudad, las cábalas, la negligencia, las causas imperceptibles y la diversidad
de origen son las causas de las revoluciones. Si los gobernantes son insolentes
y codiciosos generan motivos para la sublevación. La posición topográfica
también a veces acarrea revoluciones. “Pero el más poderoso motivo de
desacuerdo nace cuando están la virtud de una parte y el vicio de otras; la
riqueza y la pobreza vienen después; y, por último, vienen todas las demás
causas, más o menos influyentes…”. Las revoluciones proceden empleando la
violencia y la astucia.
En la democracia las revoluciones nacen del carácter turbulento de los
demagogos. En las oligarquías las revoluciones proceden de la opresión de las
clases inferiores y de que el jefe del movimiento sale de las filas mismas de
la oligarquía. En las aristocracias proceden de que las funciones públicas son
patrimonio de una minoría demasiado reducida, y de la miseria extrema de los
unos y de la opulencia excesiva de los otros.
Para
conservar los estados es necesario: 1. No derogar la ley ni atentar contra
ella, porque “la ilegalidad mina sordamente al Estado”. 2. Conducta
prudente de los gobernantes. 3. No permanecer tanto tiempo en el poder. 4.
Vigilar la ciudad. 5. Prevenir las luchas y las disensiones de los ciudadanos
poderosos por medios legales. 6. Cuidar que no surja una superioridad
desproporcionada. 7. No perder de vista el acrecentamiento de prosperidad y de
fortuna que pueden adquirir las diversas clases de la sociedad. 8. Impedir que
los cargos públicos enriquezcan a quienes lo ejercen. 9. En las aristocracias
sólo se debe confiar el poder a los ciudadanos eminentes. 10. Ejercer controles
para evitar la dilapidación de las rentas públicas. 11. Apreciar la moderación
y la mesura. 12. Acomodar la educación al principio mismo de la constitución.
“Una educación conforme a la constitución no es la que enseña a hacer todo lo
que parezca bien a los miembros de la oligarquía o a los partidarios de la
democracia; sino que es la que enseña a poder vivir bajo un gobierno
oligárquico o bajo un gobierno democrático. En las oligarquías actuales, los
hijos de los que ocupan el poder viven en la molicie, mientras que los hijos de
los pobres, endurecidos con el trabajo y la fatiga, adquieren el deseo y la
fuerza para hacer una revolución. En las democracias, sobre todo en las que
están constituidas más democráticamente, el interés del Estado está muy mal
comprendido, porque se forman en ellas una idea muy falsa de la libertad. Según
la opinión común, los dos caracteres distintivos de la democracia son la
soberanía del mayor número y la libertad. La igualdad es el derecho común;
y esta igualdad consiste en que la voluntad de la mayoría sea soberana. Desde
entonces libertad e igualdad se confunden en la facultad que tiene cada cual
de hacer lo que quiera: «todo a su gusto», como dice Eurípides. Este es un
sistema muy peligroso, porque no deben creer los ciudadanos que vivir conforme
a la constitución es una esclavitud; antes, por el contrario, deben encontrar
en ella protección y una garantía de felicidad”.
ARISTOTELES Y LA EDUCACIÓN EN “LA POLÍTICA”
CAPÍTULO XIV
DE LA EDUCACIÓN DE LOS
HIJOS EN LA CIUDAD
PERFECTA
Si
es un deber del legislador asegurar robustez corporal desde el principio a los
ciudadanos que ha de formar, su primer cuidado debe tener por objeto los
matrimonios de los padres y las condiciones, relativas al tiempo y a los
individuos, que se requieren para contraerlos. Dos cosas deben tenerse
presentes: las personas y la duración probable de su unión, a fin de que
haya entre las edades una conveniente relación, y que las facultades de los dos
esposos no estén nunca en discordancia, pudiendo el marido tener aún hijos cuando
la mujer se ha hecho estéril, o al contrario; porque estas diferencias en las
uniones son origen de querellas y disgustos. Esto importa, en segundo lugar, a
causa de la relación que debe haber entre los padres y los hijos que deben
reemplazar a aquéllos. No es conveniente que haya entre padres e hijos una
excesiva diferencia, porque entonces la gratitud de éstos para con aquéllos,
que son demasiado ancianos, es completamente vana, no pudiendo los padres
procurar a su familia los recursos de que tiene necesidad. Tampoco conviene que
esta diferencia de edades sea muy poca, porque se tropieza con otros
inconvenientes no menos graves. Los hijos entonces no tienen a sus padres mayor
respeto que a sus compañeros de edad; y esta igualdad puede dar lugar en la
administración de la familia a discusiones poco oportunas.
Pero
volvamos a nuestro punto de partida, y veamos cómo el legislador podrá formar,
casi como le plazca, los cuerpos de los niños tan pronto como son engendrados.
Todo esto descansa en un punto, al que hay que
prestar una particular atención. Como la naturaleza ha limitado la facultad
generadora hasta los sesenta años, a lo más, para los hombres, y hasta los
cincuenta para las mujeres, ajustándose a estas edades extremas puede fijarse
la edad en que puede comenzar la unión conyugal. Las uniones prematuras son
poco favorables para los hijos que de ellas salen. En toda clase de animales,
el emparejamiento de individuos demasiado jóvenes produce crías débiles, las
más veces hembras y de formas raquíticas. La especie humana está
necesariamente sometida a la misma ley. Puede uno convencerse de ello viendo
que en todos los países donde los jóvenes se unen ordinariamente muy pronto, la
raza es débil y de pequeñas proporciones. De esto también resulta otro peligro:
las mujeres jóvenes padecen más en los partos y sucumben con más frecuencia. Así
se dice que, habiendo los trecenios consultado al oráculo sobre la frecuencia
con que morían sus jóvenes mujeres, éste respondió: que se las casaba muy
pronto «sin tomar en cuenta el fruto que debían dar». La unión en una edad más
adelantada no es menos útil para asegurar la templanza de las pasiones. Las
jóvenes que han sentido el amor muy pronto parecen dotadas en general de un
temperamento ardiente. Respecto a los hombres, el uso de la venus (deleite sexual o acto carnal) durante su crecimiento daña al desarrollo del
cuerpo, que no cesa de adquirir fuerza sino en el momento fijado por la
naturaleza, más allá del cual no puede crecer más.
Se
puede fijar la edad para el matrimonio en los dieciocho años para las mujeres y
en los treinta y siete o un poco menos para los hombres. Dentro de estos
límites, el momento de la unión será el de mayor vigor; y los esposos tendrán
un tiempo igual para procrear convenientemente, hasta que la naturaleza quite a
ambos el poder generador. De esta manera su unión podrá ser fecunda, y lo será
desde el momento de mayor vigor, si, como debe suponerse, el nacimiento de los
hijos sigue inmediatamente al matrimonio, hasta la declinación de la edad, es
decir, hacia los setenta años para los maridos. Tales son nuestros principios
sobre la época y la duración de los matrimonios. En cuanto al momento mismo de
la unión, participamos de la opinión de aquellos que, en vista de los buenos
resultados de su propia experiencia, creen que la época más favorable es el
invierno. Es preciso consultar también lo que los médicos y los naturalistas
han dicho sobre la generación. Los primeros podrán decir cuáles son las
cualidades requeridas en cuanto a la salud, y los segundos dirán qué vientos
conviene esperar. En general el viento del Norte es, según ellos, preferible al
del Mediodía.
No
nos detendremos en las condiciones de temperamento que han de tener los padres
para que nazcan con vigor sus hijos. Estos pormenores, si se tratase el asunto
profundamente, tendrían su verdadero lugar en un tratado de educación. Aquí
podremos ocuparnos de él en pocas palabras. No hay necesidad de que el temperamento
sea atlético, ni para las faenas políticas, ni para la salud, ni para la
procreación; tampoco es conveniente que sea valetudinario e incapaz de rudos
trabajos, sino que es preciso que ocupe un término medio entre estos extremos.
El cuerpo debe agitarse por medio de la fatiga, pero de modo que ésta no sea
demasiado violenta. Tampoco deben limitarse estos ejercicios a un solo género,
como hacen los atletas, sino que debe poder soportar el cuerpo todos los
trabajos dignos de un hombre libre. Estas condiciones me parecen igualmente
aplicables a las mujeres que a los hombres. Las madres, durante el embarazo,
atenderán con cuidado a su propio régimen, y se guardarán bien de permanecer
inactivas y de alimentarse ligeramente. El medio es fácil, pues bastará que el
legislador les ordene que vayan todos los días al templo para implorar el favor
de los dioses que presiden a los nacimientos. Pero si su cuerpo necesita la
actividad, convendrá que su espíritu conserve, por el contrario, la calma más
perfecta. Los fetos sienten las impresiones de las madres que los llevan en su
seno, lo mismo que los frutos de la tierra penden del suelo que los alimenta.
Para
distinguir los hijos que es preciso abandonar de los que hay que educar,
convendrá que la ley prohíba que se cuide en manera alguna a los que nazcan
deformes; y en cuanto al número de hijos, si las costumbres resisten el
abandono completo, y si algunos matrimonios se hacen fecundos traspasando los
límites formalmente impuestos a la población, será preciso provocar el aborto
antes de que el embrión haya recibido la sensibilidad y la vida. El carácter
criminal o inocente de este hecho depende absolutamente sólo de esta
circunstancia relativa a la vida y a la sensibilidad.
Pero
no basta haber fijado la edad en que el hombre y la mujer podrán llevar a cabo
la unión conyugal; es preciso determinar también la época en que la generación
deberá cesar. Los hombres muy ancianos, y lo mismo los muy jóvenes, sólo
producen seres incompletos de cuerpo y de espíritu, y los hijos de los primeros
son de una debilidad irremediable. Se debe cesar de engendrar en el momento
mismo en que la inteligencia ha adquirido todo su desenvolvimiento, y esta
época, si nos atenemos al cálculo de algunos poetas que miden la vida por
septenarios, coincide generalmente con los cincuenta años. Y así se debe renunciar
a procrear hijos a los cuatro o cinco años a contar desde este término, y no
usar de los placeres del amor sino por motivos de salud o por consideraciones no
menos graves.
En
cuanto a la infidelidad, cualquiera que sea la parte de que proceda y
cualquiera el grado en que se verifique, es preciso considerarla como cosa
deshonrosa, mientras uno sea esposo de hecho o de nombre; y si la falta ha sido
cometida durante el tiempo fijado para la fecundidad, deberá ser castigada con
una pena infamante y con toda la severidad que merece.
CAPÍTULO
XV
DE
LA EDUCACIÓN DURANTE
LA PRIMERA INFANCIA
Una
vez nacidos los hijos, es preciso convencerse de que la calidad del alimento
que se les dé ha de ejercer un gran influjo sobre sus fuerzas corporales. El
ejemplo mismo de los animales, así como el de todas las naciones que hacen un
estudio particular de los temperamentos propios para la guerra, nos prueba
que el alimento más sustancial y que más conviene al cuerpo es la leche, y que
es preciso abstenerse de dar vino a los niños por temor a las enfermedades que
engendra.
Importa
igualmente saber hasta qué punto conviene dejarles libertad en sus movimientos;
y para evitar que sus miembros, tan delicados, no se deformen, algunas naciones
se sirven aún en nuestros días de ciertas máquinas que procuran a estos pequeños
cuerpos un desenvolvimiento regular. También es útil habituarlos, desde la más
tierna infancia, a las impresiones del frío, costumbre que no es menos útil
para la salud que para los trabajos de la guerra. Asimismo hay muchos pueblos
bárbaros que tienen la costumbre de bañar a sus hijos en agua fría, o de
vestirlos con ropa muy ligera, que es lo que hacen los celtas.
Todos
los hábitos que deben contraer los niños conviene que comiencen desde la más
tierna edad, teniendo cuidado de proceder por grados; así, el calor natural de
los niños hace que arrostren muy fácilmente el frío. Tales son sobre poco más
o menos los cuidados que más importa tener en la primera edad. En cuanto a la
edad que sigue a ésta y que se extiende hasta los cinco años, no se puede
exigir ni la aplicación intelectual, ni ciertas fatigas violentas que
impedirían el crecimiento. Pero se les puede exigir la actividad necesaria para
evitar una pereza total del cuerpo. A los niños se les debe excitar al
movimiento empleando diversos medios, sobre todo el juego, los cuales no deben
ser indignos de hombres libres, ni demasiado penosos, ni demasiado fáciles.
Pero sobre todo, que los magistrados encargados de la educación, y que se
llaman pedónomos, vigilen con el mayor cuidado las palabras y los cuentos que
lleguen a estos tiernos oídos. Todo esto debe hacerse a fin de prepararles para
los trabajos que más tarde les esperan; y así sus juegos deben ser en general
ensayos de los ejercicios a que habrán de dedicarse en edad más avanzada. Es un
gran error ordenar en las leyes que se compriman los gritos y las lágrimas de
los niños, cuando son un medio de desarrollo y un género de ejercicio para el
cuerpo. Reteniendo el aliento se adquiere una nueva fuerza en medio de un penoso
esfuerzo, y los niños también se aprovechan de esta contención cuando gritan.
Entre otras muchas cosas, los pedónomos cuidarán también de que los niños se
comuniquen lo menos posible con los esclavos, ya que hasta los siete años han
de permanecer necesariamente en la casa paterna. Mas, no obstante esta
circunstancia, conviene alejar de sus miradas y de sus oídos toda palabra y
todo espectáculo indignos de un hombre libre. El legislador deberá desterrar
severamente de su ciudad la obscenidad en las palabras, como lo hace con cualquier
otro vicio. El que se permite decir cosas deshonestas está muy cerca de permitirse
ejecutarlas, y, por tanto, debe proscribirse desde la infancia toda palabra y
toda acción de este género. Si algún hombre libre por su nacimiento, pero
demasiado joven para ser admitido en las comidas en común, se permite una
palabra, una acción prohibida, que se le castigue poniéndole a la vergüenza,
que se le apalee, y si es de edad ya madura, que se le pene como a un vil esclavo
con castigos convenientes a su edad, porque su falta es propia de un esclavo.
Si proscribimos las palabras indecentes, hemos de hacer lo mismo con las
pinturas y las representaciones obscenas. El magistrado debe cuidar de que
ninguna estatua ni dibujo recuerde ideas de este género, a
no ser en los templos de aquellos dioses a quienes la ley misma permite la
obscenidad. Pero la ley prescribe, en una edad más avanzada, no dirigir
súplicas a estos dioses ni en favor de uno mismo, ni de su mujer, ni de sus
hijos.
La
ley debe prohibir a los jóvenes asistir a la representación de piezas satíricas
y de las comedias, hasta la edad en que puedan tomar asiento en las comidas
comunes y beber vino puro. Entonces la
educación los resguardará de los peligros de estas reuniones.
No
hemos hecho hasta aquí más que tratar someramente esta materia; pero más
adelante veremos, al insistir más en ella, si será conveniente privar a la
juventud absolutamente de todo espectáculo, o en caso de admitir este
principio, cómo deberá modificarse. Por ahora nos hemos limitado a las
generalidades más indispensables.
Teodoro, el actor trágico, quizá tenía razón para decir que
no podía tolerar que un cómico,
aunque fuese malo, se presentase en escena antes que él, porque los
espectadores se acomodaban fácilmente a la voz del primero que oían. Esto es
igualmente exacto en las relaciones con nuestros semejantes y con las cosas
que nos rodean. La novedad es siempre la que más nos encanta; y así debe
alejarse de la infancia todo lo que lleve el sello de algo malo, y
principalmente todo aquello que tenga que ver con el vicio o con la malevolencia.
Desde
los cinco a los siete años es preciso que los niños asistan, durante dos, a
las lecciones que más adelante habrán de recibir ellos mismos. Después, la
educación comprenderá necesariamente dos épocas distintas: desde los siete
años hasta la pubertad, y desde la pubertad hasta los veintiún años. Es una equivocación el querer contar la vida
sólo por septenarios. Debe seguirse más bien para esta división la
marcha misma de la naturaleza, porque las artes y la educación tienen por
único fin llenar sus vacíos.
Veamos,
pues, en primer lugar, si conviene que el legislador imponga una regla a la
infancia. Después veremos si vale más que la educación se haga en común por el
Estado, o si ha de dejarse a las familias, como sucede en la mayor parte de los
gobiernos actuales; y diremos, por fin, sobre qué objetos debe recaer.
LIBRO QUINTO
DE
LA EDUCACIÓN EN
LA CIUDAD PERFECTA
CAPÍTULO
I
CONDICIONES
DE LA EDUCACIÓN
No
puede negarse, por consiguiente, que la educación de los niños debe ser uno de
los objetos principales de que debe cuidar el legislador. Dondequiera que la
educación ha sido desatendida, el Estado ha recibido un golpe funesto.
Esto consiste en que las leyes deben estar siempre en relación con el principio
de la constitución, y en que las costumbres particulares de cada ciudad
afianzan el sostenimiento del Estado, por lo mismo que han sido ellas mismas
las únicas que han dado existencia a la forma primera. Las costumbres
democráticas conservan la democracia, así como las costumbres oligárquicas
conservan la oligarquía, y cuanto más puras son las costumbres, tanto más se
afianza el Estado.
Todas
las ciencias y todas las artes exigen, si han de dar buenos resultados,
nociones previas y hábitos anteriores. Lo mismo sucede evidentemente con el
ejercicio de la virtud. Como el Estado todo sólo tiene un solo y mismo fin, la
educación debe ser necesariamente una e idéntica para todos sus miembros, de
donde se sigue que la educación debe ser objeto de una vigilancia pública y no
particular, por más que este último sistema haya generalmente prevalecido, y
que hoy cada cual educa a sus hijos en su casa según el método que le parece y
en aquello que le place. Sin embargo, lo que es común debe aprenderse en común,
y es un error grave creer que cada ciudadano sea dueño de sí mismo, siendo así
que todos pertenecen al Estado, puesto que constituyen sus elementos y que los
cuidados de que son objeto las partes deben concordar con aquellos de que es
objeto el conjunto. En este punto nunca se alabará bastante a los lacedemonios.
La educación de sus hijos se verifica en común, y le dan una extrema
importancia. En nuestra opinión, es de toda evidencia que la ley debe arreglar
la educación, y que ésta debe ser pública. Pero es muy esencial saber con
precisión lo que debe ser esta educación, y el método que conviene seguir. En
general, no están hoy todos conformes acerca de los objetos que debe abrazar;
antes, por el contrario, están muy lejos de ponerse de acuerdo sobre lo que los
jóvenes deben aprender para alcanzar la virtud y la vida más perfecta; Ni aún
se sabe a qué debe darse la preferencia, si a la educación de la inteligencia o
a la del corazón. El sistema actual de educación contribuye mucho a hacer
difícil la cuestión. No se sabe, ni poco ni mucho, si la educación ha de
dirigirse exclusivamente a las cosas de utilidad real, o si debe hacerse de
ella una escuela de virtud, o si ha de comprender también las cosas de puro
entretenimiento. Estos diferentes sistemas han tenido sus partidarios, y no hay
aún nada que sea generalmente aceptado sobre los medios de hacer a la juventud
virtuosa; pero siendo tan diversas las opiniones acerca de la esencia misma de
la virtud, no debe extrañarse que lo sean igualmente sobre la manera de
ponerla en práctica.
CAPÍTULO
II
COSAS
QUE DEBE COMPRENDER LA
EDUCACIÓN
Es
un punto incontestable que la educación debe comprender, entre las cosas
útiles, las que son de absoluta necesidad, pero no todas sin excepción.
Debiendo distinguirse todas las ocupaciones en liberales y serviles, la juventud
sólo aprenderá, entre las cosas útiles, aquellas que no tiendan a convertir en
artesanos a los que las practiquen. Se llaman ocupaciones propias de artesanos
todas aquellas, pertenezcan al arte o a la ciencia, que son completamente
inútiles para preparar el cuerpo, el alma o el espíritu de un hombre libre para
los actos y la práctica de la virtud. También se da el mismo nombre a todos los
oficios que pueden desfigurar el cuerpo y a todos los trabajos cuya recompensa
consiste en un salario, porque unos y otros quitan al pensamiento toda
actividad y toda elevación. Bien que no haya ciertamente nada de servil en
estudiar hasta cierto punto las ciencias liberales; cuando se quiere llevar
esto demasiado adelante se está expuesto a incurrir en los inconvenientes que
acabamos de señalar. La gran diferencia depende en este caso de la intención
que motiva el trabajo o el estudio. Se puede, sin degradarse, hacer para sí,
para sus amigos, o con intención virtuosa, una cosa que, hecha de esta manera,
no rebaja al hombre libre, pero que, hecha para otros, envuelve la idea del
mercenario y del esclavo. Los objetos que abraza la educación actual, lo
repito, presentan, en general, este doble carácter, y sirven poco para ilustrar
la cuestión. Hoy la educación se compone ordinariamente de cuatro partes
distintas: las letras, la gimnástica, la música y, a veces, el dibujo; la
primera y la última, por considerarlas de una utilidad tan positiva como
variada en la vida; y la segunda, como propia para formar el valor. En cuanto a
la música, se suscitan dudas acerca de su utilidad. Ordinariamente, se la mira
como cosa de mero entretenimiento, pero los antiguos hicieron de ella una parte
necesaria de la educación, persuadidos de que la naturaleza misma, como he
dicho muchas veces, exige de nosotros, no sólo un loable empleo de nuestra actividad,
sino también un empleo noble de nuestros momentos de ocio. La naturaleza,
repito, es el principio de todo. Si el trabajo y el descanso son dos cosas
necesarias, el último es, sin contradicción, preferible, pero es preciso el
mayor cuidado para emplearlo como conviene. No se dedicará, en verdad, al
juego, porque sería cosa imposible hacer aquél el fin mismo de la vida. El
juego es principalmente útil en medio del trabajo. El hombre que trabaja
tiene necesidad de descanso, y el juego no tiene otro objeto que el procurarlo.
El trabajo produce siempre la fatiga y una fuerte tensión de nuestras
facultades, y es preciso, por lo mismo, saber emplear oportunamente el juego
como un remedio saludable. El movimiento que el juego proporciona afloja el
espíritu y le procura descanso mediante el placer que causa.
El
ocio parece asegurarnos también el placer, el bienestar, la felicidad; porque
éstos son bienes que alcanzan no los que trabajan, sino los que viven
descansados. No se trabaja sino para llegar a un fin que aún no se ha
conseguido, y, según opinión de todos los hombres, el bienestar es,
precisamente, el fin que debe conseguirse, no mediante el dolor, sino en el
seno del placer. Es cierto que el placer no es uniforme para todos, pues cada
uno le imagina a su manera y según su temperamento. Cuanto más perfecto es el
individuo, más pura es la felicidad que él imagina y más elevado su origen. Y
así es preciso confesar que para ocupar dignamente el tiempo de sobra hay
necesidad de conocimientos y de una educación especial; y que esta educación y
estos estudios deben tener por objeto único al individuo que goza de ellos, lo
mismo que los estudios que tienen la actividad por objeto deben ser
considerados como necesidades y no tomar nunca en cuenta a los demás. Nuestros
padres no han incluido la música en la educación a título de necesidad, porque
no lo es; ni a título de cosa útil, como la gramática, que es indispensable en
el comercio, en la economía doméstica, en el estudio de las ciencias y en una
multitud de ocupaciones políticas; ni como el dibujo, que nos capacita para juzgar
mejor las obras de arte; ni como la gimnástica, que da salud y vigor; porque la
música no posee, evidentemente, ninguna de estas ventajas. En la música sólo
han encontrado una digna ocupación para matar el ocio, y esto ha tenido en
cuenta en la práctica; porque, según ellos, si hay un solaz digno de un hombre
libre, éste es la música. Hornero es del mismo dictamen cuando pone en boca de
uno de sus héroes estas palabras:
Convidemos
al festín a un cantor armonioso,
o
cuando dice que algunos de sus personajes llaman
Al
cantor, cuya voz sabrá hechizar a todos, y en otro pasaje Ulises dice que el
más dulce de los placeres para los hombres, cuando se entregan a la alegría,
Escuchar
en el festín, en que todos toman parte,
los
acentos del poeta...
CAPÍTULO
III
DE
LA GIMNÁSTICA COMO
ELEMENTO DE LA EDUCACIÓN
Se
debe, pues, reconocer que hay ciertas cosas que es preciso enseñar a los
jóvenes, no como cosas útiles o necesarias, sino como cosas dignas de ocupar a
un hombre libre, como cosas que son bellas. ¿Hay sólo una ciencia de esta
clase?, ¿hay muchas?, ¿cuáles son?, ¿cómo deben enseñarse? He aquí una serie de
cuestiones que examinaremos más tarde. Lo que aquí queremos hacer constar es
que la opinión de los antiguos sobre los objetos esenciales de la educación
coincide con la nuestra, y que de la música pensaban absolutamente lo mismo
que nosotros. Añadiremos, también, que si la juventud debe adquirir
conocimientos útiles, tales como la gramática, no es sólo a causa de la utilidad
especial de estos conocimientos, sino también porque facilitan la adquisición
de otros muchos. Otro tanto debe decirse del dibujo. Se aprende éste, no tanto
para evitar los errores y equivocaciones en las compras y ventas de muebles y
utensilios, como para formar un conocimiento más exquisito de la belleza de
los cuerpos. Por otra parte, esta preocupación exclusiva de la idea de
utilidad no conviene ni a almas nobles ni a hombres libres.
Se
ha demostrado que se debe pensar en formar las costumbres antes que la razón,
y el cuerpo antes que el espíritu; de donde se sigue que es preciso someter los
jóvenes al arte de la pedotribia
y a la gimnástica: aquélla para procurar al cuerpo una buena constitución; ésta
para que adquiera soltura. En los gobiernos, que parecen ocuparse con especial
cuidado de la educación de los jóvenes, se intenta las más veces hacer de
ellos atletas, lo cual perjudica tanto a la gracia como al crecimiento del
cuerpo. Los espartanos8 evitan
esta falta, pero cometen otra; a fuerza de endurecer a los jóvenes, los hacen
feroces con el pretexto de hacerlos valientes. Pero, lo repito, no hay que
fijarse en su solo fin exclusivamente, y en éste menos que en cualquier otro.
Si sólo se intenta inspirar valor, tampoco se consigue por este medio. El
valor, lo mismo en los animales que en los hombres, no es patrimonio de los
más salvajes, sino que lo es, por el contrario, de los que reúnen la dulzura y
la magnanimidad del león. Algunas tribus de las orillas del Ponto Euxino,
los aqueos y los heniocos, tienen por costumbre el asesinato y son
antropófagos; otras naciones, situadas más al interior, tienen hábitos semejantes,
y a veces todavía más horribles; y, sin embargo, no son más que bandoleros y
no tienen verdadero valor. Ahí están los mismos lacedemonios, que debieron al
principio su superioridad a sus hábitos de ejercicio y de fatiga, y que hoy
son sobrepujados por muchos pueblos en la gimnástica y hasta en el combate; y
es que su superioridad descansaba no tanto en la educación de su juventud, como
en la ignorancia de sus adversarios en gimnástica.
Es
preciso, pues, poner en primer lugar un valor generoso, y no la ferocidad.
Desafiar noblemente el peligro no es cualidad propia de un lobo, ni de una
bestia salvaje; es propio exclusivamente del hombre valiente. Dando demasiada
importancia a esta parte secundaria de la educación, y despreciando los puntos
principales de la misma, no hacéis de vuestros hijos más que obreros; habéis
querido hacerlos aptos tan sólo para una ocupación de la sociedad, y resulta
que son, hasta en esta especialidad, muy inferiores a otros muchos, como lo
dice claramente la razón. Es preciso juzgar de las cosas en vista, no de los
hechos pasados, sino de los actuales: hoy encontramos rivales tan instruidos
como puede serlo uno mismo; en otro tiempo no los había.
Debe,
por tanto, concedérsenos que la ocupación de la gimnástica es necesaria y que
los límites que le hemos fijado son los verdaderos. Hasta la adolescencia los
ejercicios deben ser ligeros; y se evitará la alimentación demasiado
sustanciosa, así como los trabajos demasiado duros, no sea que vayan a detener
el crecimiento del cuerpo. El peligro de estas fatigas prematuras se prueba con
un notable testimonio: apenas se encuentran en los fastos de Olimpia dos
o tres vencedores de los premiados cuando eran niños, que hayan conseguido el
premio más tarde en edad madura; los ejercicios demasiado violentos de la primera
edad les habían privado de todo su vigor. Los tres años que siguen a la
adolescencia serán consagrados a estudios de otro género; y se podrá, ya sin
peligro, someterlos en los años siguientes a ejercicios rudos y a un régimen
más severo. De esta manera se evitará fatigar a la vez el cuerpo y el
espíritu, cuyos trabajos producen, en el orden natural de las cosas, efectos
del todo contrarios: los trabajos del cuerpo dañan el espíritu; los trabajos
del espíritu son funestos al cuerpo.
CAPÍTULO
IV
DE
LA MÚSICA COMO
ELEMENTO DE LA EDUCACIÓN
Ya
hemos expuesto acerca de la música algunos principios dictados por la razón;
creemos conveniente volver sobre esta discusión y desarrollarla más, a fin de
suministrar alguna dirección a las indagaciones ulteriores que otros podrán
hacer sobre esta materia. Dificultoso es decir en qué consiste su poder y cuál
es su verdadera utilidad. ¿Es sólo un juego? ¿Es un puro pasatiempo, como el
sueño y los placeres de la mesa, entretenimientos poco nobles en sí mismos, sin
duda, pero que, como ha dicho Eurípides,
¿Nos
agradan... y sirven de desahogo?
¿Se
debe poner la música al mismo nivel, y tomarla como se toma el vino, no
deteniéndose hasta la embriaguez, o como se toma el baile? Hay gentes que dan
otro valor a la música. Pero la música, ¿no es más bien uno de los medios de
llegar a la virtud? Así como la gimnástica influye en los cuerpos, ¿no puede
ella influir en las almas, acostumbrándolas a un placer noble y puro? Y, en
fin, ¿no tiene como tercera ventaja, que debe unirse a aquellas dos, la de
que, al procurar descanso a la inteligencia, contribuye también a perfeccionarla?
Se
convendrá sin dificultad en que la instrucción que se da a los jóvenes no es
cosa de juego. Instruirse no es una burla, y el estudio es siempre penoso.
Añadamos que el ocio no conviene durante la infancia, ni en los años que la
siguen: el ocio es el término de una carrera; y un ser incompleto no debe, mientras
lo sea, detenerse. Si se cree que el estudio de la música, durante la
infancia, puede tener por fin el preparar una diversión para la edad viril,
para la edad madura, ¿a qué viene adquirir personalmente esta habilidad, en
lugar de valerse, para gozar de este placer y alcanzar esta instrucción, del
talento de artistas especiales, como hacen los reyes de los persas y de los
medos? Los hombres prácticos que se han consagrado a la música como una
profesión, ¿no alcanzarán en ella una ejecución mucho más perfecta que los que
sólo han dedicado a la misma el tiempo estrictamente necesario para conocerla?
Y si cada ciudadano debe hacer personalmente estos largos y penosos estudios,
¿por qué no ha de aprender también los secretos de la cocina, educación que
sería completamente absurda? Esta objeción no tiene menos fuerza si se supone
que la música forma las costumbres. Porque en este caso también, ¿para qué
aprenderla personalmente? ¿No se podrá también gozar con ella, y juzgarla bien,
oyéndola a los demás? Los espartanos han adoptado este método, y sin poseer
ellos mismos este conocimiento pueden, según se asegura, juzgar muy bien el
mérito de la música y decidir si es buena o mala. La misma respuesta puede
darse si se pretende que la música es el verdadero placer, el verdadero
solaz de los hombres libres. ¿Para qué aprenderla uno mismo, y no gozar de
ella mediante la habilidad de otro? ¿No es esta la idea que nos formamos de los
dioses? ¿Nos han presentado jamás los poetas a Júpiter cantando y tocando la
lira? En una palabra, hay algo de servil en hacerse uno mismo artista de este
género en música; y a un hombre libre sólo se le permite en la embriaguez o
por pasatiempo.
Más
adelante tendremos quizá ocasión de examinar el valor de todas estas
objeciones.
CAPÍTULO
V
CONTINUACIÓN
DE LO RELATIVO A LA MÚSICA
COMO ELEMENTO
DE
LA EDUCACIÓN
Ante
todo, ¿debe la música ser comprendida en la educación o debe ser excluida?;
¿qué es realmente de los tres caracteres que se le atribuyen?; ¿es una ciencia,
un juego o un simple pasatiempo? Es posible la duda, porque la música presenta
igualmente estos tres caracteres. El juego no tiene otro objeto que la distracción;
pero es preciso que ésta sea agradable, porque es un remedio para las
penalidades del trabajo. También es preciso que el pasatiempo, honesto como es,
sea agradable, porque el bienestar sólo existe mediante estas dos condiciones;
y la música, según parecer de todo el mundo, es un delicioso placer, aislado
o acompañado por el canto. Museo lo ha dicho:
El canto, verdadero hechizo de la vida.
Y
así no deja de tenerse presente en toda reunión, en toda diversión, como un
verdadero goce. Este motivo bastaría por sí solo para incluirla en la
educación. Todo lo que procura placeres inocentes y puros puede concurrir al
fin de la vida, y, sobre todo, puede ser un medio de descanso. Raras veces el hombre consigue el objeto supremo de la
vida, pero tiene con frecuencia necesidad de descanso y de
diversiones; y aunque no fuera más que por el sencillo placer que causa,
siempre se sacaría buen partido de la música tomándola como un pasatiempo. Los
hombres hacen a veces del placer el fin capital de la vida; el fin supremo,
cuando el hombre lo consigue, procura también, si se quiere, placer; pero no es
el placer que se encuentra a cada paso; buscando uno, se fija en otro, y se
confunde las más de las veces con lo que debe ser el objeto de todos nuestros
esfuerzos. Este fin esencial de la vida no debe buscarse a causa de los bienes
que puede darnos; y, de igual modo, los placeres de que aquí se trata se
buscan, no por los resultados que deban producir, sino a causa de lo que les ha
precedido, es decir, del trabajo y las penalidades. He aquí, sin duda, por qué
se cree encontrar la verdadera felicidad en estos placeres, que, sin embargo,
no la proporcionan.
En
cuanto a cierta opinión común que recomienda el cultivo de la música, no por sí
misma, sino como un utilísimo medio de descanso, puede preguntarse, aun
aceptándola, si la música es verdaderamente cosa tan secundaria, y si no se le
puede asignar un fin más noble que aquel vulgar empleo. ¿Es posible que no
pueda esperarse de ella otra cosa que este vano placer que excita en todos los
hombres? Porque no se puede negar que causa un placer físico que encanta sin
distinción a todas las edades y a todos los caracteres. ¿O es cosa que debe
averiguarse si ejerce algún influjo en los corazones y en las almas? Para
demostrar su poder moral, bastaría probar que puede modificar nuestros
sentimientos. Y, ciertamente, los modifica. Véase la impresión que producen en
los oyentes las obras de tantos músicos, sobre todo de Olimpo. ¿Quién negará
que entusiasme a las almas? ¿Y qué es el entusiasmo más que una modificación
puramente moral? Basta, para renovar las vivas impresiones que la música nos
proporciona, oírla repetir aunque sea sin el acompañamiento o sin la letra.
La
música es, pues, un verdadero goce; y como la virtud consiste en saber gozar,
amar, aborrecer, como pide la razón, se sigue que nada es más digno de nuestro
estudio y de nuestros cuidados que el hábito de juzgar sanamente las cosas y de
poner nuestro placer en las sensaciones honestas y en las acciones virtuosas.
Ahora bien, nada hay tan poderoso como el ritmo y el canto de la música, para
imitar, aproximándose a la realidad tanto como es posible, la cólera, la bondad,
el valor, la misma prudencia, y todos los sentimientos del alma, como
igualmente todos los opuestos a éstos. Los hechos bastan para demostrar cómo la
simple narración de cosas de este género puede mudar la disposición del alma; y
cuando en presencia de simples imitaciones se deja uno llevar del dolor y de
la alegría, se está muy cerca de sentir las mismas afecciones en presencia de
la realidad. Si al ver un retrato, siente uno placer sólo con mirar la copia
que tiene delante de sus ojos, se consideraría ciertamente dichoso si llegara
a contemplar a la persona misma, cuya imagen tanto le había encantado. Los
demás sentidos, como el tacto y el gusto, no reproducen ni poco ni mucho las
impresiones morales; el sentido de la vista lo hace suavemente y por grados, y
las imágenes a que aplicamos este sentido concluyen poco a poco por obrar sobre
los espectadores que las contemplan. Pero ésta no es, precisamente, una
imitación de las afecciones morales; no es más que el signo revestido con la
forma y el color que ellas toman, limitándose a las modificaciones puramente
corporales que revelan la pasión. Pero cualquiera que sea la importancia que se
atribuya a estas sensaciones de la vista, jamás se aconsejará a la juventud
que contemple las obras de Pauson, mientras que se le pueden recomendar las de
Polignoto o las de cualquier otro pintor que sea tan moral como él.
La
música, por el contrario, es evidentemente una imitación directa de las
sensaciones morales. Cada vez que las armonías varían, las impresiones de los
oyentes mudan a la par que cada una de ellas y las siguen en sus
modificaciones. Al oír una armonía lastimosa, como la del modo llamado
mixolidio, el alma se entristece y se comprime; otras armonías enternecen el
corazón, y son las menos graves; entre estos extremos hay otra que proporciona
al alma una calma perfecta, y este es el modo dórico, único que, al parecer,
causa esta última impresión; el modo frigio, por
el contrario, nos llena de entusiasmo. Estas diversas cualidades de la armonía
han sido bien comprendidas por los filósofos que han tratado de esta parte de
la educación, y su teoría no se apoya sino en el testimonio de los hechos. Los
ritmos no varían menos que los modos. Los unos calman el alma, los otros la
conmueven; pudiendo ser las formas de estos últimos más o menos vulgares, de
mejor o peor gusto.
Es,
por tanto, imposible, vistos todos estos hechos, no reconocer el poder moral
de la música; y puesto que este poder es muy verdadero, es absolutamente
necesario hacer que la música forme parte de la educación de los jóvenes. Este
estudio guarda también una perfecta analogía con las condiciones de esta edad,
que jamás sufre con paciencia lo que le causa fastidio, y la música, por su
naturaleza, no lo causa nunca. La armonía y el ritmo parecen cosas inherentes a
la naturaleza humana, y algunos sabios no han temido sostener que el alma no
es más que una armonía, o, por lo menos, que es armoniosa.
CAPÍTULO
VI
CONTINUACIÓN
DE LO RELATIVO A LA MÚSICA
Pero
¿debe enseñarse a los jóvenes a ejecutar por sí mismos la música vocal y la
instrumental? Esta es una cuestión que ya indicamos antes, y que ahora vamos a
tratar. No se puede negar que la influencia moral de la música varía
necesariamente mucho, según que se practique o no personalmente, porque es
imposible, o, por lo menos, muy difícil ser buen juez en cosas que uno no
practica por sí mismo. Además, la infancia necesita una ocupación manual. El
mismo sonajero de Arquitas no fue mala invención, puesto que,
haciendo que los niños tuviesen las manos ocupadas, les impedía romper alguna
cosa en la casa, porque los niños no pueden estar
quietos ni un solo instante. El sonajero es un juguete excelente
para la primera edad, y el estudio es el sonajero de la edad que sigue; y
aunque no sea más que por esto, nos parece evidente que es preciso enseñar
también a los jóvenes a cultivar por sí mismos la música. Es fácil, por otra
parte, determinar hasta dónde debe extenderse este estudio en las diferentes
edades, para que no exceda los límites debidos, a fin de poder rechazar las
objeciones de los que pretenden que la música sólo puede crear virtudes
vulgares. Por lo pronto, puesto que para juzgar bien en este arte es preciso
practicarlo por sí mismo, concluyo de aquí que es necesario que los jóvenes
aprendan a ejecutar la música. Más tarde podrán abandonar este trabajo
personal, pero entonces serán capaces de apreciar y de gozar como es debido de
las obras de mérito, gracias a los estudios que han hecho cuando eran jóvenes.
En cuanto al inconveniente que se pone a veces a la ejecución musical diciendo
que ella reduce al hombre al papel de simple artista, basta para contestar a
este cargo precisar lo que conviene exigir en punto al talento de ejecución
musical a los hombres que hayan de formarse en la virtud política; qué cantos
y qué ritmos se les debe obligar a aprender y qué instrumentos deben estudiar.
Todas estas distinciones son muy importantes, puesto que, mediante ellas, se
puede responder a los que hablan de aquel supuesto inconveniente, porque no
niego que cierta clase de música produce el mal efecto que se denuncia. Es
preciso, pues, evidentemente, reconocer que el estudio de la música no debe
perjudicar en nada a la carrera ulterior que se emprenda; que no debe degradar
el cuerpo, haciéndolo incapaz de las fatigas de la guerra o de las ocupaciones
políticas; en fin, que no debe ser un obstáculo a que a la sazón se practiquen
los ejercicios del cuerpo, ni más tarde se adquieran los conocimientos serios.
Para que el estudio de la música sea verdaderamente lo que debe ser no se ha de
aspirar ni a formar discípulos que hayan de presentarse en los concursos
solemnes de artistas, ni a enseñar a los jóvenes esos vanos prodigios de
ejecución que en nuestros días han comenzado por introducirse en los
conciertos, y que han pasado después a la esfera de la educación común. De
estas delicadezas del arte sólo debe tomarse lo necesario para sentir toda la
belleza de los ritmos y de los cantos, y tener para apreciar la música un
sentimiento más completo que el vulgar que produce hasta en algunas especies
de animales, así como en la muchedumbre de esclavos y de niños.
Con
arreglo a los mismos principios se han de elegir los instrumentos para esta
parte de la educación. Es preciso proscribir la flauta y los instrumentos de
que sólo se sirven los artistas, como la cítara y los que a ella se parecen; y
admitir solamente los que son propios para formar el oído y desenvolver generalmente
la inteligencia. La flauta, por otra parte, no es instrumento moral; sólo es
buena para excitar las pasiones, y se debe limitar su uso a aquellas
circunstancias en que nos proponemos corregir más bien que instruir. Además,
otro de los inconvenientes de la flauta, desde el punto de vista de la
educación, es que impide el uso de la palabra mientras se la estudia. No sin
razón han renunciado a ella hace mucho tiempo los jóvenes y los hombres
libres, por más que en un principio se les obligara a estudiarla. Tan pronto
como nuestros padres pudieron gustar las dulzuras del ocio, como resultado de
su prosperidad, se consagraron con un ardor magnánimo a la virtud, y,
orgullosos de sus campañas pasadas y, sobre todo, de sus victorias en la Guerra Médica,
cultivaron todas las ciencias con más pasión que discernimiento y elevaron el
arte de la flauta a la dignidad de ciencia. Se vio en Lacedemonia a un corista
dar el tono al coro, tocando él mismo la flauta; y en Atenas este gusto se
hizo tan nacional que no había hombre libre que no aprendiese este arte; como
lo prueba bien el cuadro que Trasipo consagró a los dioses cuando tomó a su
cargo la representación de una de las comedias de Ecfantides. Pero la
experiencia hizo que bien pronto se desechara la flauta, cuando se reflexionó
con más detenimiento sobre lo que podía contribuir o perjudicar a la virtud. Se
proscribieron también muchos de los antiguos instrumentos, los pectides, los
barbitonos, los que sólo excitan en los oyentes ideas voluptuosas, los
heptágonos, los trígonos y los sambucos, y todos los que exigen un extremado
ejercicio de la mano. Una antigua tradición mitológica, que es muy razonable,
proscribe asimismo la flauta, diciéndonos que Minerva, que la había inventado,
no tardó en abandonarla. Se ha dicho también, con mucha gracia, que la
antipatía de la diosa a este instrumento procedía que afeaba el semblante; pero
puede creerse que Minerva rechazaba el estudio de la flauta porque no sirve
para perfeccionar la inteligencia, ya que, realmente, Minerva es a nuestros
ojos el símbolo de la ciencia y del arte.
CAPÍTULO
VII
CONCLUSIÓN
DE LO RELATIVO A LA MÚSICA
En
punto a instrumentos y a ejecución, rechazamos, por tanto, aquellos estudios
que son propios de los que se dedican a ser profesores, esto es, de los que se
destinan a tomar parte en los combates solemnes de la música. Los que tal hacen
no se proponen mejorarse a sí mismos moralmente, sino que sólo tienen en cuenta
el placer grosero de los futuros oyentes. Y así no considero esta como una
ocupación digna de un hombre libre y sí como un trabajo de mercenario, que sólo
sirve para hacer artistas de profesión. El fin a que el artista aspira en este
caso con el mayor empeño es malo, porque tiene que rebajar su obra poniéndola
al alcance de los espectadores, cuya grosería envilece muchas veces a los
artistas que intentan complacerles, degradando hasta su cuerpo a causa de los
movimientos que han de hacer para tocar su instrumento.
En
cuanto a armonías y a ritmos, ¿se deben incluir todos indistintamente en la
educación, o se deben elegir algunos? ¿Admitiremos solamente, como hacen hoy
los que se ocupan de esta parte de la enseñanza, dos elementos en música, la
melopea y el ritmo, o añadiremos uno más? Importa conocer con precisión el
poder de la melopea y del ritmo desde el punto de vista de la educación. ¿Debe
preferirse la perfección de la una o la de la otra? Como todas estas cuestiones
han sido, a nuestro parecer, muy discutidas por algunos músicos de profesión y
por algunos filósofos que practicaron la misma enseñanza de la música, recomendamos
los exactos pormenores de sus obras a todos los que quieran profundizar esta
materia; y ya que aquí tratamos de la música sólo desde el punto de vista del
legislador, nos limitaremos a algunas generalidades fundamentales.
Admitimos
la división de los cantos hecha por algunos filósofos, y distinguimos, como
ellos, el canto moral, el animado y el apasionado. Dentro de la teoría de estos
autores, cada uno de estos cantos corresponde a una armonía especial, que es
análoga a él. Partiendo de estos principios creemos que de la música se puede
sacar más de un género de utilidad, puesto que puede servir a la vez para
instruir el espíritu y para purificar el alma. Decimos aquí, en general, que
puede purificar el alma, pero ya trataremos este punto con más claridad en nuestros
estudios sobre la Poética.
En tercer lugar, la música puede emplearse como un solaz y
servir para distraer el espíritu y procurarle descanso después del trabajo.
Igual uso deberá hacerse, evidentemente, de todas las armonías, pero con fines
diversos en cada una de ellas. Para el estudio se escogerán las más morales; y
para los conciertos, en lo que uno oye pero no toca, se escogerán las animadas
y apasionadas. Estas impresiones que ciertas almas experimentan de un modo tan
poderoso, alcanzan a todos los hombres, aunque en grados diversos; porque
todos, sin excepción, se ven arrastrados por la música a la compasión, al
temor, al entusiasmo. Algunos se dejan dominar más fácilmente que otros por
estas impresiones; y así puede verse cómo, después de haber oído una música que
ha conmovido su alma, se tranquilizan de repente al escuchar los cantos
sagrados, que vienen a ser para ésta una especie de curación y purificación
moral. Estos cambios bruscos tienen lugar también necesariamente en aquellas
almas que se dejan arrastrar por el encanto de la música a la compasión, al
terror, o a cualquier otra pasión. Cada oyente se siente conmovido, según que
estas sensaciones han influido más o menos en él; pero todos han experimentado
una especie de purificación y se sienten aliviados de este peso por el placer
que han experimentado. Por el mismo motivo, los cantos que purifican el alma
nos producen una alegría pura; y deben dejarse estas armonías y estos cantos
tan impresionables a los músicos que tocan en el teatro. Pero los oyentes son
de dos especies; unos que son libres e ilustrados, y otros, artesanos y
groseros mercenarios, que tienen necesidad de juegos y espectáculos para
descansar de sus fatigas. Como en estas naturalezas inferiores el alma se ha
torcido y separado de su debido camino, tiene necesidad de armonías tan degradadas
como ella y de cantos de un color falso y de una rudeza que no pierden jamás.
Cada cual sólo encuentra placer en lo que responde a su naturaleza, y he aquí
por qué concedemos a los artistas que han de disputarse el premio el derecho de
acomodar la música a los groseros oídos de los que deben escucharla.
Pero
en la educación, lo repito, sólo se admitirán los cantos y las armonías que
tiene un carácter moral, como, por ejemplo, según hemos dicho ya, la armonía
dórica. También es preciso aceptar cualquiera otra que propongan los versados
en la teoría filosófica o en la enseñanza de la música. Sócrates, en la República de Platón, al no admitir más que el modo frigio al
lado del dórico, incurre en una equivocación tanto más extraña cuanto que ha
proscrito el estudio de la flauta. Es el modo frigio en las armonías
poco más o menos lo que la flauta entre los instrumentos, puesto que ambos
producen igualmente en el alma sensaciones impetuosas y apasionadas. La poesía
misma lo prueba bien, porque en los cantos que consagra a Baco y en todas sus
producciones análogas a éstas exige, ante todo, el acompañamiento de la flauta.
En los cantos frigios es donde particularmente tiene lugar este género de
poesía, por ejemplo, el ditirambo,
cuyo
carácter completamente frigio nadie desconoce. Las gentes versadas en estas
materias citan de esto muchos ejemplos, entre otros, el de Filóxeno, el cual,
después de haber intentado componer su ditirambo, las
Fábulas, según el modo dórico,
se vio obligado, por la naturaleza misma de su poema, a emplear el modo frigio, único
que convenía bien en aquel caso.
En
cuanto a la armonía dórica, todos convienen en que tiene más gravedad que todas
las demás, y que su tono es más varonil y más moral. Partidarios declarados,
como lo somos nosotros, del principio que busca siempre el término medio entre
los extremos, sostendremos que la armonía dórica, que es la que tiene este
carácter entre todas las demás, debe ser evidentemente enseñada con
preferencia a la juventud. Dos cosas deben tenerse aquí presentes: lo posible y
lo oportuno; porque lo posible y lo oportuno son principios que deben guiar a
todos los hombres; pero la edad de los individuos es la única que puede determinar
lo uno y lo otro. A los hombres fatigados por la edad les sería muy difícil
modular cantos vigorosamente sostenidos, y la naturaleza misma les inspira más
bien modulaciones suaves y dulces. Así es que algunos autores que se han
ocupado de la música han echado en cara a Sócrates, y con razón, el haber
proscrito las armonías dulces de la educación, con el pretexto de que sólo eran
propias de la embriaguez. Sócrates se ha equivocado al creer que tenía que ver
con la embriaguez, cuyo carácter consiste en una especie de frenesí, mientras
que el dé los cantos no es más que el de una dulce dejadez. Cuando llega la
época próxima a la edad senil es bueno estudiar las armonías y los cantos de
esta especie, y hasta creo que se podría encontrar entre ellos uno que
convendría perfectamente a la infancia, y que reuniría, a la vez, la decencia y
la instrucción; y, a nuestro juicio, tal sería con preferencia a cualquiera
otro el modo lidio. Y así en punto a educación musical, se requieren
esencialmente tres cosas: primero, evitar todo exceso; segundo, hacer lo que
sea posible, y, finalmente, hacer lo que sea oportuno.
COMENTARIO
Esta grandiosa
obra de Aristóteles, a pesar del tiempo trascurrido desde su composición,
todavía, en algunos aspectos, tiene una gran vigencia en la actualidad. Este
pensador, gracias a su irrefutable genialidad, se adelantó a su época y nos
legó un tratado político muy actual. Para citar un solo ejemplo tenemos la
división tripartita del poder público (legislativo, ejecutivo y judicial), de
vital importancia en las democracias contemporáneas y en nuestro país.
Asombra y
deleita la manera cómo discurre su pensamiento comparando la naturaleza con el
hombre, para sacar de aquella los principios para plantear el arte de gobernar.
Sorprende el hecho de que en esa época no contaba con la información teórica
con que hoy contamos para su estudio de las diversas constituciones y los tipos
de gobiernos.
En esta obra,
además del Aristóteles filósofo, encontramos al Aristóteles pedagogo, psicólogo,
antropólogo, biólogo, sociólogo, político, economista, constitucionalista,
abogado, educador… Refleja en su libro todo su amplio saber enciclopédico. Este
filósofo genial escrutó los intrincados laberintos del alma humana y descubrió
sus grandezas y miserias.
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