viernes, 12 de junio de 2015

“LAS INTERMITENCIAS DE LA MUERTE”, ¿UNA DIATRIBA HACIA LA IGLESIA CATÓLICA?



Acá me propongo resumir y comentar brevemente la novela Las intermitencias de la muerte, de José Saramago.


TEMA

La extraña naturaleza de la muerte

ARGUMENTO

En un extraño país, durante siete meses, la muerte suspendió temporalmente su eterna función de matar a los seres humanos, generando diversos inconvenientes de orden social, económico, político, filosófico y religioso. Luego de reactivar sus funciones de seguir matando, se enamoró de un violonchelista y volvió a suspender su quehacer mortal.

RESUMEN

Desde el primero de enero, en un determinado país, la muerte dejó de matar a las personas; entró en “huelga”; como un fenómeno extraño e inhabitual “decidido envainar la tijera” mortal. Esto generó confusión en los medios de información, en la Iglesia Católica, en la comunidad y en el Gobierno. La Reina Madre, gravemente enferma y a punto de morir, no falleció la noche del 31 de diciembre, y por el contrario se recuperó. Ni los lesionados en accidentes de tránsito ni en otras circunstancias fallecieron esa misma noche, es decir comenzando el primero de enero.

La Iglesia se mostró desconcertada con el Gobierno; pero éste, a través del Primer Ministro, pidió tranquilidad hasta que se constatara y se le encontrara una explicación a tan extraño fenómeno. El Gobierno sostenía “que no se debería excluir la posibilidad de que se tratara de una casualidad fortuita, de una alteración cósmica meramente accidental y sin continuidad, de una conjunción excepcional de coincidencias intrusas en la ecuación espacio-tiempo”. La tranquilidad del Primer Ministro impacentó al cardenal, y le recordó que la muerte es aquello que constituye los cimientos, la viga maestra, la piedra angular, la llave de la bóveda de nuestra santa religión. Además le reiteró que sin muerte no hay resurrección, y sin resurrección no hay Iglesia”.

 Diversas reacciones causó en algunos sectores de la colectividad la noticia de que la muerte suspendía sus actividades. Se suscitó un gran espíritu patriótico y todos empezaron a izar la bandera nacional en señal de regocijo por el inusual regalo que la muerte, generosamente le estaba haciendo. “Las banderas están ahí para celebrar el hecho de que la muerte ha dejado de matar”. Se sentía  en el mejor de los mundos posibles. A pesar de la euforia colectiva “algunas personas, pocas, con mucho sigilo murmuraban que aquello era una exageración, un despropósito, que más pronto que tarde no quedaría más remedio que retirar ese enredo de banderas”.

Pero como no todos estaban contentos con la decisión de la muerte de entrar en receso, “importantes sectores profesionales, seriamente preocupados con la situación, ya comenzaron a transmitir la expresión de su descontento ante quien procediera”. El primero en reclamar, por evidentes razones, fue el gremio funerario. Fue así como solicitaron al Gobierno ordenar el entierro de animales, a falta de seres humanos, y que se les otorgaran créditos blandos para revitalizar el sector funerario, so pena de despedir empleados.

Los hospitales, por su parte, reclamaron al Gobierno, en este caso al Ministerio de Sanidad. “Afirmaban que el corriente proceso rotativo de enfermos entrados, enfermos curados y enfermos muertos había sufrido, por decirlo así, un cortocircuito o, si queremos hablar con términos menos técnicos, un embotellamiento como el de los coches, y cuya causa radicaba en la permanencia indefinida de un número cada vez mayor de internados que, por la gravedad de sus enfermedades o de los accidentes de que fueron víctimas, ya habrían pasado, en circunstancias normales, a otra vida”. El Gobierno respondió que aconsejaba y recomendada “a las direcciones y administraciones de los hospitales que, tras un análisis riguroso, caso por caso, del perfil clínico de los enfermos que se encuentren en esa situación, y confirmándose la irreversibilidad de los respectivos procesos mórbidos, sean entregados a los cuidados de las familias, asumiendo los establecimientos de salud la responsabilidad de asegurarles a los enfermos, sin reserva, todos los tratamientos y exámenes que sus médicos de cabecera todavía juzguen necesarios o aconsejables”.  Solicitaba calma hasta que las correspondientes investigaciones científicas explicaran el extraño fenómeno de la muerte suspendida. Precisaba que “una nutrida comisión interdisciplinaria, incluyendo representantes de las diversas religiones en vigor y filósofos de las diversas escuelas en actividad, que en estos asuntos siempre tienen una palabra que decir, está encargada de la delicada tarea de reflexionar sobre lo que será un futuro sin muerte, al mismo tiempo que intentará elaborar una previsión plausible de los nuevos problemas que la sociedad tendrá que encarar, el principal de los cuales algunos han resumido en esta cruel pregunta: ¿Qué vamos a hacer con los viejos, si ya no está ahí la muerte para cortarles el exceso de veleidades macrobias?”.

Los Hogares del Feliz Ocaso, “esas benefactoras instituciones creadas en atención a la tranquilidad de las familias que no tienen tiempo ni paciencia para limpiar los mocos, atender los esfínteres fatigados y levantarse de noche para poner la bacinilla”, también reclamaron ante el Gobierno. Alguien del “Gobierno tendrá que pensar en nuestra suerte, a nosotros, empresario, gerente y empleados de los Hogares del Feliz Ocaso, el destino que se nos presenta es que no haya nadie que nos recoja cuando llegue la hora en que tengamos que bajar los brazos… Lo que queremos decir es que no habrá sitio para estos que somos en los Hogares del Feliz Ocaso, salvo si despedimos a unos cuantos huéspedes”.

Las empresas aseguradoras igualmente se vieron afectadas. Sus clientes, ante la ausencia de la muerte, empezaron a retirar sus pólizas y a no comprar más. “Algunos iban más lejos: reclamaban la devolución de las cuantías ya abonadas…”.

Una comisión interdisciplinaria se reunió para disertar sobre la ausencia de la muerte. Participaron filósofos optimistas y pesimistas y delegados de las religiones (protestantes y católicos). “Les había sido encomendado que reflexionasen sobre las consecuencias de un futuro sin muerte y que construyesen a partir de los datos del presente una previsión plausible de las nuevas cuestiones con que la sociedad tendría que enfrentarse, además, excusado será decirlo, del inevitable agravamiento de las cuestiones antiguas”. El filósofo pesimista sostuvo que “las religiones, todas, por más vueltas que le demos, no tienen otra justificación para existir que no sea la muerte, la necesitan como pan para la boca”. Los delegados de las religiones, que se presentaron formando un frente unido común con el ánimo de “establecer el debate en el único terreno dialéctico que les interesaba, es decir: la aceptación explícita de que la muerte era absolutamente fundamental para la realización del reino de Dios y que, por tanto, cualquier discusión sobre un futuro sin muerte sería absurda, además de blasfema, porque implicaría presuponer, inevitablemente, un Dios ausente, por no decir desaparecido”. El cardenal ya lo había dicho “que si se acabara la muerte no podría haber resurrección, y que sin resurrección no tendría sentido que hubiera Iglesia”.  Un delegado de la Iglesia Católica reconoció que el filósofo estaba en lo cierto, debido a que “justo para eso existimos, para que las personas se pasen toda la vida con el miedo colgado al cuello y, cuando les llegue su hora, acojan la muerte como una liberación. El paraíso, Paraíso o infierno, o cosa ninguna, lo que pase después de la muerte nos importa mucho menos de lo que generalmente se cree. La religión, señor filósofo, es un asunto de la tierra, no tiene nada que ver con el cielo”. El filósofo preguntó: “¿No es eso lo que nos han habituado a oír?”.Algo tendríamos que decir para hacer atractiva la mercancía”, repuso el religioso. “¿Eso quiere decir que en realidad no creen en la vida eterna?”, preguntó el pensador. “Hacemos como que sí”, puntualizó su interlocutor. Entonces intervino el filósofo optimista, y se generó el siguiente debate: “¿Por qué les asusta tanto que la muerte haya acabado?, preguntó”. “No sabemos si ha acabado; sabemos sólo que ha dejado de matar, que no es lo mismo, contestó el religioso”. “De acuerdo, aceptó el filósofo. Pero, dado que la duda no está resuelta, mantengo la pregunta: ¿Por qué si los seres humanos no muriesen, todo estaría permitido?”. “¿Y eso sería malo?, preguntó el filósofo de más edad”. “Tanto como no permitir nada”. Tanto los filósofos como los delegados religiosos concluyeron que la muerte era útil para la filosofía y para la religión.

Una “familia de pequeños agricultores” logró engañar a la muerte. Como allende de las fronteras del reino sí morían las personas, un abuelo enfermo solicitó lo sacaran del país para poder morir. Así lo hicieron, y allí, junto con su nieto, fallecieron y fueron sepultados. Aunque este procedimiento no tuvo consecuencias legales, si se suscitaron diversas reacciones. “Como un reguero de pólvora, la noticia corrió veloz por todo el país, los medios de comunicación vituperaron a los infames, las hermanas asesinas, el yerno instrumento del crimen, se lloraron lágrimas sobre el anciano y el inocente como si fueran el abuelo y el nieto que todos desearían haber tenido. Por milésima vez los periódicos bienpensantes que actuaban como barómetros de la moralidad pública apuntaron el dedo hacia la imparable degradación de los valores tradicionales de la familia, fuente, causa y origen de todos los males en su opinión, y he aquí que cuarenta y ocho horas después comenzaron a llegar informaciones sobre prácticas idénticas que estaban sucediendo en todas las regiones fronterizas… Presionado por los Gobiernos de los tres países limítrofes y por la oposición política interna, el jefe del Gobierno condenó la inhumana acción, apeló al respeto por la vida y anunció que las fuerzas armadas tomarían de inmediato posiciones a lo largo de la frontera para impedir el paso de cualquier ciudadano en estado de disminución física terminal, ya fuera el intento por iniciativa propia, o determinado por arbitraria decisión de los parientes”.

A pesar de que el hecho de ir a morir a las fronteras de los países vecinos no inquietaba al Gobierno, porque de esta manera se disminuiría el rápido crecimiento demográfico, planeó, en reunión secreta, “la colocación de vigilantes, o espías, en todas las localidades del país, ciudades, pueblos y aldeas, con la misión de comunicarle a las autoridades cualquier movimiento sospechoso de personas afines a pacientes en situación de muerte parada”. Al Gobierno le interesaba “dar una satisfacción parcial ante las preocupaciones de los Gobiernos de los países con fronteras comunes, lo suficiente para acallar durante algún tiempo las reclamaciones”.

Como una salida transitoria, el Gobierno decidió colocar vigilantes en la frontera. “Durante dos semanas el plan funcionó más o menos a la perfección; pero, a partir de ahí, unos cuantos vigilantes comenzaron a quejarse de que estaban recibiendo amenazas por teléfono, conminándolos, si querían vivir una vida tranquila, a hacer vista gorda al tráfico clandestino de pacientes terminales, e incluso a cerrar los ojos por completo si no querían aumentar con sus propios cuerpos la cantidad de personas de cuya observación habían sido encargados”.

Una extraña organización que se identificó como La Maphia, “un grupo de personas amantes del orden y de la disciplina, gente de gran competencia en su especialidad, que detesta la confusión y cumple siempre lo que promete, gente honesta, en definitiva” propuso un acuerdo “de caballeros” al Gobierno consistente en que éste diera la orden de retirar a los vigilantes y aquélla se encargaría de transportar directamente a los pacientes. “Habrá nuevos vigilantes en coma si la respuesta no es la que esperamos”. El Gobierno, impotente a las condiciones de la Maphia y luego de contrapuestas, en un acto en contra de la dignidad patriótica, gubernamental y estatal, “tranzó” con ésta, la cual aprovechó las circunstancias para ejercer sus actividades delincuencialess, entre otras llevando en furgonetas, con la complicidad del Ejército, enfermos al otro lado de las fronteras para que murieran. “A veces el Estado no tiene otro remedio que buscar fuera quien haga los trabajos sucios”.

Se presentó una discusión filosófica, natural y teológica entre un Aprendiz de Filósofo, un Espíritu que Parairaba sobre las Aguas del Acuario, la Iglesia, la prensa y un lector de periódicos, en torno a si eran una o varias muertes, si era la misma que mataba a las personas o a los animales o a las plantas, concluyendo que eran distintas y la Iglesia asegurando que la muerte eran “inescrutables designios de Dios”.

La ausencia de la muerte suscitó implicaciones económicas, éticas y políticas. Un economista llamó la atención respecto de dónde iban a sacar el presupuesto para pagar a tanto jubilado por vejez, que cada día se incrementarían. Algunos acudieron a la Maphia para que les llevara a sus familiares viejos o enfermos a morir a otro lado de la frontera. Los republicanos reclamaban el cambio de régimen: de Monarquía a República, porque si seguía la monarquía los reyes se perpetuarían por siempre en el trono y sus descendientes deberían esperar eternamente el turno para reinar. “Cuánto más lógico no sería tener un presidente de la república con vencimiento a plazo fijo, un mandato, como mucho dos, y después que se las avíe como pueda, que se dedique a su vida, dé conferencias, escriba libros, participe en congresos, coloquios y simposios, arengue en mesas redondas, dé la vuelta al planeta en ochenta recepciones, opine sobre la largura de las faldas cuando vuelvan a usarse y sobre la reducción del ozono en la atmósfera si todavía queda atmósfera, en fin, que se las componga”. A pesar de los temores del rey por un presunto golpe de Estado, el Primer Ministro lo tranquilizó, y no hubo cambio de régimen.

La muerte, a través de una carta enviada al señor Director General de la Televisión Nacional, le anunciaba que “a partir de la medianoche de hoy se volverá a morir tal como sucedía, sin protestas notorias, desde el principio de los tiempos y hasta el día treinta y uno de diciembre del año pasado”, explicando que la intención la motivó “a interrumpir mi actividad, la de parar de matar, a envainar la emblemática guadaña que imaginativos pintores y grabadores de otros tiempos me pusieron en la mano, fue ofrecer a esos seres humanos que tanto me detestan una pequeña muestra de lo que para ellos sería vivir siempre, es decir, eternamente. Ahora bien, pasado este periodo de algunos meses que podríamos llamar de prueba de resistencia o de tiempo gratuito y teniendo en cuenta los lamentables resultados de la experiencia, ya sea desde un punto de vista moral, es decir, filosófico, ya sea desde un punto de vista pragmático, es decir, social, he considerado que lo mejor para las familias y para la sociedad en su conjunto, tanto en sentido vertical, como en sentido horizontal, es hacer público el reconocimiento de la equivocación de que soy responsable y anunciar el inmediato regreso a la normalidad. Lo que significa que a todas aquellas personas que ya deberían estar muertas, pero que, con salud o sin ella, han permanecido en este mundo, se les apagará la candela de la vida cuando se extinga en el aire la última campanada de la medianoche. El director, previa conversación sobre este asunto con el Primer Ministro, leyó por televisión el comunicado de la muerte. A pesar de la confusión, el júbilo retornó al país, comenzando por el Gobierno (que había estado a la altura de la gravedad de la situación), las funerarias y otros sectores que la ausencia de la muerte los había afectado. Para los “Hogares del Feliz Ocaso, los hospitales, las compañías de seguros, la Maphia y la Iglesia, especialmente la Católica, mayoritaria en el país… el regreso de la muerte debería ser, como fue, motivo de alegría y de renovadas esperanzas para las respectivas administraciones”. La muerte había estado inactiva durante siete meses.

¿Qué estuvo haciendo la muerte desde la noche fatal en que anunció su regreso? Utilizando la modalidad de correo, a través de sobres de color violeta, la muerte les anunciaba a las personas que en un plazo de una semana morirían; durante esa semana deberían dejar todos sus asuntos solucionados.

Expertos en diversos campos de la investigación indagaron sobre la naturaleza de la muerte, llegando a la conclusión  de que “sería una mujer de alrededor de los treinta y seis años de edad y hermosa como pocas”.

 La muerte se sorprendió al percatarse que el sobre de color violeta, en el que le anunciaba la muerte a un violonchelista de 49 años, no llegó a su destinatario y fue devuelto, sin saber cómo ni por qué, a pesar de que “la fecha de su defunción estaba fijada, como para todo el mundo, desde el propio día de su nacimiento”. Estaba destinado a vivir sólo 49 años, y como no le llegó cumplió los 50.

En razón a que la carta fue enviada tres veces y tres veces fue devuelta, sin llegar a su destinatario, la muerte salió en búsqueda de la casa donde vivía el violonchelista. Después fue a su escondite (un helado subterráneo) y dialogó con la guadaña, le dio instrucciones, se vistió elegantemente, se colocó unas gafas de sol, se colgó un bolso y salió con la finalidad de asistir a un concierto del violonchelista.

En reiteradas ocasiones se encontró con el violonchelista y dialogó de manera enigmática con éste. Luego de dos intentos fallidos para entregarle la carta de color violeta, entró a la residencia donde vivía el violonchelista; siguieron conversando de manera poco comprensible para el músico. Al poco tiempo, luego de que éste le confesara que estaba enamorado de ella, se entregaron al deleite genital… Mientras él dormía la muerte fue a la cocina y con cerillo quemó la carta de color violeta. “La muerte volvió a la cama, se abrazó al hombre, y, sin comprender lo que le estaba sucediendo, ella que nunca dormía, sintió que el sueño le bajaba suavemente los párpados. Al día siguiente no murió nadie”.


COMENTARIO

Este complejo y denso relato, aunque no es muy apasionante, tiene una enorme profundidad filosófica, política, social y religiosa. No obstante no desarrollarse en él una idea coherente, el autor nos introduce en un extraño y complicado laberinto narrativo, contándonos cómo la muerte suspendió sus actividades, sus consecuencias y su manera en que retornó a dejar de matar, sin saber por cuánto tiempo.

Además de que la muerte es de sexo femenino y tiene unos 36 años, se aprecia que ésta no es una muerte universal sino sectorial y que sólo tiene poder sobre los seres humanos; así mismo, que, como cualquier “mortal”, se enamora.

En el relato, un tanto irónico y mordaz, nos hallamos con elementos de la cotidianidad universal: corrupción y crisis política, controversias teológicas y filosóficas, problemas sociales, delincuencia, poder de los medios de información y afloramiento de emociones humanas: maldad, temor, engaños, violencia, intereses, manipulación, seducción, amor… y otras grandezas y miserias de la condición humana.

LUIS ÁNGEL RÍOS PEREA

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