En la novela “El poder y la gloria”, de Graham Greene,
se relata, en el contexto posrevolucionario al levantamiento Cristero
(1926-1929), en México, la persecución y posterior captura y fusilamiento de un sacerdote, acusado de traición. El sacerdote (anónimo), que era conocido sólo
como el “padre borracho”, no cumplió con las imposiciones del sistema político
imperante (tras la feroz persecución a la Iglesia Católica instaurada por el
presidente Plutarco Elías Calles), entre las que se destaca la obligación de
casarse y renunciar a su fe.
Cumpliendo órdenes del
Gobernador, el jefe de policía y un teniente emprendieron la “cacería” del
presbítero en la capital del Estado, pueblos vecinos, regiones pantanosas y
escarpadas montañas. El teniente, quien era su más acérrimo persecutor, lo tuvo
dos veces frente a él pero, como no lo conocía físicamente (en persona), sólo
logró capturarlo hasta que un indio (el “Mestizo”) lo entregó por una
recompensa en dinero. El teniente durante su resuelta búsqueda asesinó a tres
personas, porque no quisieron delatar la presencia del religioso en los pueblos
que éste visitaba al momento de huir.
La autoridad, simultáneamente,
también perseguía a un “gringo” acusado de robar un banco y de homicidio. El
extranjero murió al final de su huida, en momentos en que el sacerdote le
prestaba atención religiosa. Ocasión que aprovechó el teniente para capturarlo,
luego de que el “Mestizo” lo convenciera, con artilugios, para que fuera a la
cabaña donde yacía moribundo el norteamericano. Después de su aprehensión, que
se efectuó en sector montañoso, fue llevado a la capital del Estado y allí,
previo juicio, fue fusilado.
En la pieza literaria,
según mi interpretación, se aprecia que el poder político y militar se impone
al poder eclesiástico, al poder “pastoral”, al poder de la gloria. El cura,
desde el mismo momento en que se dispuso su persecución, ya estaba
predeterminado: moriría fusilado. Estaba solo y la Iglesia Católica, espiritual
y materialmente estaba en ruinas. El enfrentamiento con el Gobierno, durante la
Revolución Cristera, la había dejado derrotada; muchos sacerdotes fueron
desterrados, fusilados y otros, obedeciendo la “ley Calles”, se casaron para no
ser perseguidos. Algunas catedrales fueron destruidas y otras fueron adecuadas
para oficinas públicas. La Iglesia Católica fue objeto de persecución porque se
consideraba como responsable del atraso político, social y económico de México.
Los fieles, temerosos los castigos divinos, no se atrevieron a delatar al
sacerdote, a pesar de que eran conscientes que el teniente los fusilaría por no
entregarle al religioso.
La Iglesia, al igual que el
“padre borracho”, sucumbió estrepitosamente ante la persecución del
establecimiento gubernamental. El cura, que muchas veces intentó entregarse
para evitar el fusilamiento de inocentes por parte del teniente y no padecer
más en su huida, murió como mártir de la fe católica. Ignorado y despreciado
por su homólogo, el padre José, entregó su vida por sus convicciones, a pesar
de considerarse como un mal sacerdote. Sabiendo que el “Mestizo” lo
traicionaría, cumplió con su deber sacerdotal al visitar al gringo moribundo. Mientras
huía del teniente realizaba misas, bautizaba y confesaba; nunca descuidó a sus
feligreses, a pesar de su pesimismo y apatía.
Se sentía un ser sin
salida. Sabía que, inexorablemente, se acercaba su fin. Paradójicamente,
cuando, obedeciendo a su instinto de supervivencia, ya se acercaba al pueblo de
“Las Casas”, donde estaría lejos de la acción del teniente, el “Mestizo” lo
convenció (lo traicionó) para que fuera a auxiliar al criminal foráneo. A pesar
de ser acusado de traición, el sacerdote fue traicionado. Y aunque lo sabía, su
deber eclesiástico estaba por encima de su temor a una debilidad humanas: la
traición.
Es evidente que el poder
político siempre estará sobre los hombres, inclusive sobre las instituciones. Las
autoridades, negligentes y apáticas, como las pinta el autor, cumplen fielmente
las órdenes de los gobernantes de turno, sin cuestionar su legitimidad. Se les
ordenó capturar al religioso, y éstas, sin reparar en tropelías, cumplieron con
lo dispuesto. Para el teniente, símbolo de autoridad arbitraria, el fin
justificaba los medios.
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