miércoles, 17 de diciembre de 2014

EL PODER POLÍTICO SOBRE EL PODER DE LA GLORIA



En la novela “El poder y la gloria”, de Graham Greene, se relata, en el contexto posrevolucionario al levantamiento Cristero (1926-1929), en México, la persecución y posterior captura y fusilamiento  de un sacerdote, acusado de traición.  El sacerdote (anónimo), que era conocido sólo como el “padre borracho”, no cumplió con las imposiciones del sistema político imperante (tras la feroz persecución a la Iglesia Católica instaurada por el presidente Plutarco Elías Calles), entre las que se destaca la obligación de casarse y renunciar a su fe.
Cumpliendo órdenes del Gobernador, el jefe de policía y un teniente emprendieron la “cacería” del presbítero en la capital del Estado, pueblos vecinos, regiones pantanosas y escarpadas montañas. El teniente, quien era su más acérrimo persecutor, lo tuvo dos veces frente a él pero, como no lo conocía físicamente (en persona), sólo logró capturarlo hasta que un indio (el “Mestizo”) lo entregó por una recompensa en dinero. El teniente durante su resuelta búsqueda asesinó a tres personas, porque no quisieron delatar la presencia del religioso en los pueblos que éste visitaba al momento de huir.
La autoridad, simultáneamente, también perseguía a un “gringo” acusado de robar un banco y de homicidio. El extranjero murió al final de su huida, en momentos en que el sacerdote le prestaba atención religiosa. Ocasión que aprovechó el teniente para capturarlo, luego de que el “Mestizo” lo convenciera, con artilugios, para que fuera a la cabaña donde yacía moribundo el norteamericano. Después de su aprehensión, que se efectuó en sector montañoso, fue llevado a la capital del Estado y allí, previo juicio, fue fusilado.
En la pieza literaria, según mi interpretación, se aprecia que el poder político y militar se impone al poder eclesiástico, al poder “pastoral”, al poder de la gloria. El cura, desde el mismo momento en que se dispuso su persecución, ya estaba predeterminado: moriría fusilado. Estaba solo y la Iglesia Católica, espiritual y materialmente estaba en ruinas. El enfrentamiento con el Gobierno, durante la Revolución Cristera, la había dejado derrotada; muchos sacerdotes fueron desterrados, fusilados y otros, obedeciendo la “ley Calles”, se casaron para no ser perseguidos. Algunas catedrales fueron destruidas y otras fueron adecuadas para oficinas públicas. La Iglesia Católica fue objeto de persecución porque se consideraba como responsable del atraso político, social y económico de México. Los fieles, temerosos los castigos divinos, no se atrevieron a delatar al sacerdote, a pesar de que eran conscientes que el teniente los fusilaría por no entregarle al religioso.
La Iglesia, al igual que el “padre borracho”, sucumbió estrepitosamente ante la persecución del establecimiento gubernamental. El cura, que muchas veces intentó entregarse para evitar el fusilamiento de inocentes por parte del teniente y no padecer más en su huida, murió como mártir de la fe católica. Ignorado y despreciado por su homólogo, el padre José, entregó su vida por sus convicciones, a pesar de considerarse como un mal sacerdote. Sabiendo que el “Mestizo” lo traicionaría, cumplió con su deber sacerdotal al visitar al gringo moribundo. Mientras huía del teniente realizaba misas, bautizaba y confesaba; nunca descuidó a sus feligreses, a pesar de su pesimismo y apatía.
Se sentía un ser sin salida. Sabía que, inexorablemente, se acercaba su fin. Paradójicamente, cuando, obedeciendo a su instinto de supervivencia, ya se acercaba al pueblo de “Las Casas”, donde estaría lejos de la acción del teniente, el “Mestizo” lo convenció (lo traicionó) para que fuera a auxiliar al criminal foráneo. A pesar de ser acusado de traición, el sacerdote fue traicionado. Y aunque lo sabía, su deber eclesiástico estaba por encima de su temor a una debilidad humanas: la traición.
Es evidente que el poder político siempre estará sobre los hombres, inclusive sobre las instituciones. Las autoridades, negligentes y apáticas, como las pinta el autor, cumplen fielmente las órdenes de los gobernantes de turno, sin cuestionar su legitimidad. Se les ordenó capturar al religioso, y éstas, sin reparar en tropelías, cumplieron con lo dispuesto. Para el teniente, símbolo de autoridad arbitraria, el fin justificaba los medios.

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