Introducción
Escribir la primera novela es
toda una aventura por un camino que nunca se ha recorrido. En él el novel
escritor se puede perder en intrincados laberintos. A tientas da sus primeros
pasos y cae muchas veces. Todo en su horizonte es nuevo. Va haciendo camino al
andar. El arte de escribir le exige la exactitud que aún no posee. Oscila entre
la imprecisión y el acierto. Explora en ese sendero el método para consolidar
su estilo. A pesar de que sabe que su quehacer será difícil, se arriesga y se
lanza a la contingencia de elaborar un relato, sin importar hasta dónde lo
pueda llevar ese camino que, en una de sus tantas bifurcaciones, podrían
conducirlo al fracaso como escritor. Y su valentía consiste en que, sin
embargo, se arriesga…
Aunque algunos críticos y
no pocos lectores afirmen que la novela es solamente una mezcla sinfónica de
realidad y fantasía, y no es vehículo para la denuncia, la criticidad, la
controversia y las actitudes contestatarias, irreverentes e iconoclastas, mi primera novela está en abierta
contradicción a esta tesis. Si el escritor tiene algo que decir, ¿por qué no expresarlo
en sus novelas? Éstas deben reflejar sus posiciones filosóficas, políticas,
sociológicas, económicas y sicológicas. ¿Por qué callar si se puede hablar?
Cuando los caminos no van para donde vamos, saliéndose un tanto de los
asfixiantes convencionalismos literarios, pretende narrar una historia de
manera diferente —sin que por ello pueda prescindir de los esquemas narrativos
tradicionales— en la que seremos testigos de cómo tres seres, principalmente,
nos muestran tres maneras muy distintas de ser y de estar en el mundo. Aunque luchan
con las armas que la vida les da y ellos mismos fabrican, la fatalidad sale a su
encuentro como la única salida a la encrucijada de existir. Cuando los caminos no van para donde vamos es
una lucha contra lo establecido y una constante e incansable búsqueda de la
verdad y del sentido de la existencia.
Esta novela puede resultar
polémica e irreverente porque cuestiona la dinámica de algunas instituciones tradicionales
e inveteradas que han pretendido imponer estilos de vida y manipular la
conciencia de quienes no asumen el ineludible compromiso existencial de pensar
por ellos mismos. Además de asignarle a cada persona un nombre diferente a las
denominaciones convencionales, el final difiere de algunos finales
tradicionales. Su final es el inicio de otro final.
I
—¡Señorita, entrégueme el libro! ¿Sí? Hágame el favor de
entregarme el libro —quien efectuaba esta petición era Fileno Rodero, dos años
antes de su trágica muerte.
Fileno Rodero, trabajador
de la hacienda Las Vestales, era un hombre de unos 35 años. Muy poco se conocía
de su origen, ya que ni él mismo sabía con certeza la fecha exacta y el lugar
de su nacimiento.
—¡Señorita Iselda,
entrégueme el libro!
—¡Yo no tengo ningún libro
tuyo! — aclaró Iselda.
El libro que pedía con
insistencia Fileno Rodero era una Biblia escrita en idioma inglés que éste
había recogido de un basurero, pocos años atrás, en la ciudad de Calentero,
distante unos cinco kilómetros de Las Vestales. Aunque él no sabía leer,
recogió la Biblia del vertedero de la basura, la limpió y se la llevó para su
lugar de residencia y trabajo.
—Señorita, no sea mala
gente: ¡entrégueme el libro! —insistía Fileno, mientras hacía esfuerzos por
mantenerse en pié, debido a que se encontraba embriagado; actitud habitual e
inveterada en él.
—Ya te dije que no tengo tu
libro —le aseguró en tono apacible Iselda—. ¡Déjame tranquila! Tú estás
demasiado borracho y no sabes lo que dices.
Sintiendo que los efectos
del aguardiente lo desestabilizaban, Fileno se sentó en un taburete y se quedó
profundamente dormido.
Fileno se encontraba al
servicio de la familia Lautero Perino desde hacía unos 23 años. Había llegado a
otra hacienda, de nombre El Encanto, perteneciente a la misma familia, localizada
en área rural del municipio de Bomelero, cuando sólo contaba con 12 años. El
día en que solicitó trabajo en esa estancia no quiso entrar en detalles sobre
su origen, ni jamás reveló informaciones o pistas que esclarecieran su
procedencia. Dijo ser un joven analfabeto por cuanto no había asistido nunca a
la escuela, y aclaró que jamás tenía intención de hacerlo, porque el
conocimiento que necesitaba para vivir lo podía aprender en la escuela de la
vida.
Sumiso y dócil, trabajó
con ahínco desde el mismo instante en que empezó a laborar con la familia Lautero
Perino. Parco en sus conversaciones, nunca se involucraba en actos lingüísticos
en los que no se le pidiera su participación. Contestaba con monosílabos y era muy
dado al ensimismamiento. Después de sus duras jornadas de trabajo, se retiraba al
exterior de la casa a fumar cigarrillo y a fijar su enigmática mirada en el
horizonte. Jamás se supo qué pensaba cuando se ensimismaba de tal manera.
A medida que crecía,
incrementaba su hábito de fumar y hacer ingesta de bebidas embriagantes, entre
las que prefería el aguardiente, la cerveza y el tradicional “guarapo”. Se
podría decir, sin incurrir en exageraciones, que lo que ganaba no le alcanzaba
sino para sus vicios. Jantino Lautero, su patrón, además de pagarle un salario
justo, que le cancelaba oportunamente, le regalaba ropa nueva, que el mismo Fileno
lavaba, ya que no permitía que lo hiciera la empleada del servicio doméstico.
A pesar de su timidez y
silencio característico, se relacionaba de manera empática y asertiva con los
demás trabajadores y con todos los integrantes de la familia Lautero Perino. Incluso,
cuando disponía de tiempo libre, si los niños de ésta lo invitaban, participaba
en los juegos tradicionales y se divertía, pero sin expresar evidentes muestras
de alegría o regocijo. Se comportaba como una persona impasible.
Cuando la familia Lautero
Perino vendió El Encanto y compró Las Vestales, Fileno, que tenía 31 años,
decidió seguir al servicio de ésta. A esa edad, su hábito por el cigarrillo y
las bebidas embriagantes era tan arraigado, que formaba parte de su extraña manera
de ser y de estar en el mundo. Instalado en su nuevo lugar de trabajo acrecentó
su pasión por estos dos vicios.
Hasta sus 35 años no se le
conocieron inclinaciones afectivas y lascivas evidentes hacia las mujeres o
hacia los hombres. Trataba por igual a los integrantes de los dos sexos. Además
de impasible, parecía una persona alexitímica. Sin embargo, tiempo después, se
acercó a Iselda y, con voz trémula y sin ningún preámbulo, le dijo:
—¡Señorita, estoy
enamorado de ti!
Tal vez habría estado
preparando y repitiendo esta frase durante muchos años. Como el felino que
espera escondido y en silencio el momento propicio del ataque, Fileno esperó el
instante preciso para efectuar el que pensaba sería un certero lance amoroso.
Cual cazador, agazapado y conteniendo la respiración para no espantar a su
presa, esperó impasible el tiempo requerido para realizar el disparo que, según
él, daría en el blanco. No había contemplado la posibilidad de que el tiro
impactara fuera de la diana. “La presa ya
es mía”, fantaseaba, confiando en sus armas de seducción y conquista.
—¿Qué? —preguntó Iselda, profundamente
sorprendida—. ¿Qué disparate acabas de expresar? ¿Acaso no sabes que tengo
novio y estoy enamorada?
—¡Sí, señorita Iselda,
estoy enamorado de ti, y no me importa que tengas novio y estés enamorada! —protestó
con vehemencia y demostrando una valentía que nunca antes se había evidenciado
en su compleja personalidad.
—¡No afirmes expresiones
sin sentido! —espetó Iselda—. ¿Cómo puedes estar enamorado de mí, si yo tan
sólo tengo 16 años y tú 35?
—A mí no me importa la
edad —aclaró Fileno.
—¡Pero a mí sí! —le
advirtió Iselda con tono enfático.
—¡Ah, me desprecias porque
soy empleado de tus padres! —trató de justificarse Fileno.
—No se trata de eso —explicó
amablemente Iselda—. Tú tienes derecho a amar y ser amado por tu sola condición
de ser una persona que tiene una dimensión afectiva y una necesidad natural de
amar y ser amado. Por las razones que ya te expuse no podría corresponderte, y
espero que sean respetadas y no insista.
Fileno agachó la cabeza,
dio media vuelta y se dirigió hacia una piedra que estaba junto a un frondoso samán
anclado a la entrada de la imponente casa de la hacienda Las Vestales. Sacó un
cigarrillo del bolsillo de su camisa, lo encendió y empezó a fumarlo, sin
levantar la cabeza, mirando fijamente al suelo. Allí, sentado sobre la piedra,
permaneció sumido en sus cavilaciones durante unas dos horas. ¿Qué pensaría?
¿Qué tramaría? Nunca se sabría, porque era un ser profundamente insondable.
II
La familia Lautero Perino, propietaria de Las
Vestales, estaba conformada por Jantino, el padre; Terema, la madre, y Falero,
Soren e Iselda, los hijos. En esos tiempos, el padre tenía 53 años, la madre 42,
Falero 18, Soren 17 e Iselda16. La
familia disfrutaba de una posición económica relativamente estable, debido a
que Jantino era un hombre muy trabajador y había amasado su fortuna gracias a
su constancia y habilidad como comerciante de ganado vacuno y equino. Era un
hombre totalmente analfabeto; escasamente sabía escribir su nombre y hacer mentalmente
cuentas muy elementales. Terema se dedicaba a las labores domésticas y a la
modistería. Había cursado hasta segundo año de primaria. Falero sólo terminó la
primaria, Soren estaba a punto de terminar la secundaria e Iselda terminaría ésta al año
siguiente.
Soren se caracterizaba por
su voraz apetito lector y por poseer muy desarrollado el sentido del oído. Esta
facultad sensitiva le permitía deleitarse con los sonidos ambientales de la
naturaleza y con la música clásica. Era un estudiante excelente; sus profesores
se sorprendían de su inteligencia —operativa y emocional—, su facilidad para
aprender, su actitud contestataria, su talante iconoclasta, su carácter
controversial y su irrefutable espíritu crítico y libertario. Su profesor de
filosofía —que poseía una vasta experiencia como filósofo, además de ser un
lector consumado— le fortalecía su hábito lector y le reforzaba su espíritu
crítico. Este docente y otros (con los que participaba tertulias literarias)
influyeron en su anhelo de algún día convertirse en un depurado intelectual. Falero,
que solamente terminó, a duras penas, la primaria, decía que la escuela no le
enseñaba lo que él buscaba: aprender destrezas como comerciante. Su espíritu
aventurero y emprendedor lo inclinaba a desempeñarse como un habilidoso hombre
de negocios; se había propuesto conseguir una enorme fortuna. Por eso aprendía
con interés las enseñanzas de su padre.
Las Vestales estaban
compuestas por 130 hectáreas de ubérrimo terreno. De manera equilibrada, la
estancia se dividía en pastizales, praderas, valles, montañas y un sector
selvático. Anclada en la cordillera Perifales, la hacienda era el hontanar de
tres caudalosas quebradas, que desembocaban en el río Terino, uno de los dos
que bañaban a la apacible, acogedora y colonial ciudad de Calentero, cuna de
dos próceres de la independencia.
La amplia y confortable
casa de Las Vestales, era una vivienda rodeada de cuatro corredores, cercados
por lujosas barandas de las que colgaban varias materas con diversas plantas
ornamentales. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de yedras, que, como
lagartijas, se aferraban a los ladrillos de barro cocido. En la pared frontal
había una vistosa y refrescante pintura primitivista, elaborada por el antiguo
dueño de Las Vestales. Las dos puertas de ingreso al espacioso inmueble eran de
madera de cedro, pintadas de verde; las cuatro ventanas eran de la misma madera
y del mismo color. En el alero anidaban las golondrinas, y en los árboles
aledaños un enjambre de arrendajos construía sus elaborados nidos. Las palomas
volaban desde el palomar hasta el patio de la casa, alimentándose con los
granos que encontraban en los comederos.
Soren e Iselda, que
estudiaban en Calentero, pasaban los fines de semana y las vacaciones en Las
Vestales, disfrutando de la sosegada vida campestre. Falero, como no estudiaba,
laboraba junto a su padre y a los demás trabajadores de la finca. A pesar de
ser un joven impetuoso, bizarro y de un temperamento explosivo, tenía excelente
comunicación y trato con los empleados y socializaba armoniosamente con el
introvertido Fileno Rodero. Éste le había enseñado a domar potros y a lidiar
con el ganado. Era un hábil jinete y se desempeñaba con admirable destreza en
faenas de ganadería. No obstante departir y compartir con Fileno, Falero no
fumaba ni consumía bebidas embriagantes.
Cuando Soren regresó de
realizar una extensa caminata por la hacienda, encontró a Fileno, taciturno y
meditabundo, sentado sobre la piedra, bajo la sombra del samán.
—¿Qué te pasa, Fileno?
—“Penas, penas, son del hombre las cadenas”, como dice la canción —respondió
Fileno, levantando la mirada hacia el vasto horizonte.
—Desde que no sean penas
de amor, son penas que se pueden sobrellevar —trató de consolarlo Soren en tono
jocoso—. No pienso que sean penas de amor las que te atormentan. ¡Párate de
ahí; vamos a caminar un ratico y me cuenta cuál es la pena que te tiene así de
acongojado!
Fileno se levantó, se
dirigió a la pesebrera y trajo dos caballos ensillados; montado en uno de
ellos, dijo:
—Vamos a cabalgar un poco.
Soren ágilmente se montó,
y los dos iniciaron la cabalgata hacia la parte más empinada de la hacienda.
III
Las Vestales, además de
poseer nacimientos de aguas cristalinas, eran el hábitat natural de varias
especies de flora y fauna, propias de esa región templada. Allí, como en un
apacible paraíso, proliferaban armadillos, venados, conejos, ardillas, micos,
nutrias, faras, diversas aves silvestres y de corral. El trinar de los pájaros era
toda una sinfonía de armoniosos arpegios. La hacienda estaba localizada de tal
manera que, desde cualquier parte en que se ubicaran las personas, se observaba
el vasto e ignoto horizonte en el que se encontraba, en un amplio valle, la
ciudad de Calentero, bañada por dos caudalosos ríos: el Terino y el Paseto.
En esa histórica villa la
familia Lautero Perino poseía una imponente vivienda de estilo colonial en el
marco del parque principal, considerado por el consenso nacional como uno de
los más bellos del país. Allí
permanecían, bajo el cuidado de una empleada doméstica, Soren e Iselda durante
la época de estudios, y era el lugar de residencia de la familia durante algunas
temporadas en que, por diversas razones y circunstancias, debía trasladarse a Calentero.
En la ciudad había dos
bibliotecas, establecimientos del saber frecuentados asiduamente por Soren,
quien, desde niño, cultivaba en su inquieto espíritu el hábito voraz de leer
sobre diversos temas. Esos “templos del saber” eran la biblioteca del municipio
y la del colegio donde estudiaba. Al principio, cuando Soren desaparecía
momentáneamente de la vista de sus padres y hermanos o compañeros de colegio, éstos
se preguntaban intrigados dónde iría, hasta que, con el transcurso del tiempo,
detectaron que, en sus ratos libres, después de hacer sus tareas, socializar, jugar
y divertirse, se internaba en cualquiera de esas librerías a leer
incansablemente.
Desde los primeros años de
su educación secundaria había mostrado su acendrado espíritu crítico, haciendo
preguntas sobre diversos temas que los demás estudiantes no se atrevían a
problematizar y cuestionar. Lo que otras
personas daban por sentado, para Soren era motivo de dudas e incertidumbres.
Quería saber qué eran esas abstracciones tan manidas como verdad, justicia,
belleza, política, religión, arte y democracia, entre otras. Le inquietaban
hondamente “los relatos legitimadores del saber y de la verdad”. No aceptaba como “verdades”
inamovibles lo establecido por la tradición, los convencionalismos sociales y
la tiranía acrítica de las inveteradas costumbres. Vivía en constante lucha
dialéctica con tradiciones, condicionamientos, convencionalismos,
determinismos, supuestos, creencias, imposturas, inercia institucional, marcos
referenciales, esquemas compartidos, orientación dilemática, construcción
de la realidad social, yo colectivo, pensamiento grupal, imaginarios socioculturales, inconsciente colectivo, masificación y
cosificación, entre otros fenómenos culturales, que tiranizaban con su velado
poder hasta el extremo de imponer qué pensar, qué sentir, qué decir y qué
hacer. El sistema productor de mercancías, consumista, torticero y
competitivo, en que se desenvolvía la cotidianidad de su contexto, era blanco
de sus cuestionamientos y críticas, no para defenderlo ni condenarlo, sino para
problematizarlo y convertirlo en objeto de sus reflexiones. Los mal llamados
“medios de comunicación” —que para él no eran sino simples medios de
información— también eran objeto de su acerba y virulenta crítica. Ellos eran
los encargados de imponer los criterios de verdad, decir qué consumir y
establecer una manera unilateral de pensar y de hablar, indicando por quién
votar, a quién querer y a quién odiar.
Un día en clase de español, el profesor
asignó como tarea a sus alumnos la escritura de un ensayo relativo a los medios
de información, y Soren elaboró el siguiente, titulado “Los opinadores a sueldo”:
“Nuestro
ordenamiento constitucional consagra los derechos a la libertad de pensamiento
y de expresión, pero éstos no son absolutos: su frontera se encuentra donde
empiezan los derechos de los demás. Quienes se arrogan la potestad de abusar de
ellos impiden el pensamiento y la expresión de otras personas. Los llamados
“columnistas” (los “opinadores a sueldo”) de los medios de información,
concretamente de la prensa escrita (periódicos y revistas), pretenden
imponernos su particular y acomodaticia manera de percibir, interpretar y
sistematizar la dinámica de los acontecimientos cotidianos del entorno local,
regional, nacional e internacional. Los “columnistas”, que se creen los
“mesías”, los voceros de la comunidad y
los depositarios de todos los conocimientos, pretenden imponer sus
“verdades”, sus puntos de vista, sus sesgos ideológicos y todo aquello que
sirve a los intereses de los medios de información, del sistema imperante, del
consumismo y de los convencionalismos establecidos.
Quienes
pensamos con espíritu crítico y tenemos actitudes contestatarias,
desmitificadoras, iconoclastas, anticonvencionales, controversiales y
libertarias sabemos que los “columnistas” no están en poder de la verdad y ni siquiera saben, con el debido fundamento
epistemológico, lógico, filosófico, gramatical, hermenéutico, semiológico y sociológico, ¿qué es la verdad? Ellos, a
pesar de su aparente intención de servir de voceros de la comunidad (“para
mantenerla bien informada”), generalmente buscan, subrepticiamente, defender
intereses políticos, económicos, gubernamentales y tratar de mantener el statu
quo de la oligarquía, la clase dominante, los empresarios, los funcionarios y
los poderosos…
Si
tenemos derecho a la información, que sea de información verás desde una
cosmovisión pluralista y multifacética, y no desde unos pocos “columnistas”
(que nacen, se reproducen y mueren en los medios de información) quienes nos
reducen la variada realidad multidimensional a un sector de ésta meramente
unidimensional, para que la gente, sin espíritu crítico, piense y opine como
quiere que piensen y opinen los “opinadores a sueldo”. Si todos tenemos derecho
a la libertad de expresión, ¿por qué no podemos expresarnos, ocasionalmente,
como “columnistas” en los medios de información? ¿Dónde queda el pluralismo
informativo? Ya es hora de que los “columnistas”, enquistados en los periódicos
y revistas, dejen de “opinar” y permitan que otros opinen”.
El aparato educativo también era objetivo de
su juvenil pero reflexiva crítica. Estaba convencido de que la educación, tal
como era llevada a la praxis por el sistema imperante, no buscaba formar
personas integrales y pensantes, sino jóvenes acríticos y fáciles de
domesticar. En el colegio se enseñaban materias que no tenían utilidad práctica
para la convivencia dentro de un ambiente de tolerancia y respeto por las
diferencias. La formación que impartían los profesores se enfocaba en la
preparación de personas aptas para desempeñarse, sin cuestionar, dentro de un
aceitado mecanismo productivo, y perpetuar tradiciones, costumbres y
convencionalismos sociales.
Durante el desarrollo de las clases, en
diversas ocasiones, controvertía a sus profesores y hacía del acto educativo un
campo de combate, refutando y disintiendo de lo establecido y aceptado
acríticamente. Con los docentes de
historia eran recurrentes sus disputas, por cuanto él pensaba que la historia tradicional,
la que se enseñaba en los colegios y con la cual se domesticaba y alienaba a
los estudiantes, era la historia de los vencedores, “la historia oficial”, encargada
de convertirlos en mitos y leyendas, así no hubieran sido sino meros
dominadores, avasalladores y asesinos: generales, presidentes, reyes,
dictadores, emperadores, “revolucionarios”, “reformadores”, en fin, gobernantes
de toda laya. Disentía de los “maestros” que pretendían exaltar a la categoría de
héroes nacionales a personas, con pragmáticos intereses, como adalides de la
independencia; cuando en realidad los verdaderos héroes, adalides y paladines
de este proceso fueron las ideas filosóficas de la Ilustración, incubadas en la
mente reflexiva de egregios pensadores… Así, con argumentos y posiciones contestatarias,
cuestionaba la dinámica académica que, a su juicio, no contribuía a la
formación de seres pensantes, sino a moldear dócilmente personas del rebaño.
No obstante su crítica a la institución
educativa, él proseguía “estudiando” porque consideraba a la escuela como la
instancia propicia para interrelacionarse con los demás estudiantes, y de esta
manera ir desarrollando habilidades de convivencia pacífica y de socialización
entre sus coetáneos. A pesar de su disentimiento, razonaba que el sistema
educativo, humanizándolo, era indispensable para la transmisión del quehacer
cultural de interés para la prosperidad personal y colectiva. Por eso seguiría
hasta concluir la educación secundaria, cuidándose de no permitir su
domesticación.
IV
—Fileno, detengámonos por acá en la cima de
este cerro —le pidió Soren, mientras se disponía a descender del caballo—. Los
dos, luego de haberse desmontado, se sentaron en un grueso tronco. Después de
un corto silencio, tras una efímera observación del horizonte, Soren dijo con
entusiasmo:
—¡Qué paisaje tan hermoso se aprecia en
lontananza!
—Sí, desde acá podemos contemplar el panorama
y deleitarnos con la naturaleza —acotó Fileno, mientras sacaba un cigarrillo
del bolsillo de la camisa y lo encendía.
—Ahora sí, teniendo este paisaje vasto y
silente como testigo, dígame ¿cuál es el motivo de tu aflicción? —exhortó, con
tono comprensivo, Soren a Fileno.
—¡Estoy enamorado de Iselda! —exclamó Fileno,
con voz trémula y actitud valiente. Sabía que Soren no le juzgaría, ni le
efectuaría reproche alguno. Por eso expresó la exclamación como si se quitara
un enorme peso de encima. Callar ya era insoportable. Si no le confesaba ese
secreto a su amigo, iba a explotar. Aunque era consciente de que Soren no le
increparía, sí esperaba su cuestionamiento.
—¿Y ella lo sabe? —preguntó de manera
empática Soren.
—Sí —respondió Fileno—. Ella lo sabe, pero me
rechazó.
—¿Qué piensas de la actitud de mi hermana?
—¿Qué voy a pensar? ¡Pues que me despreció!
—¿Acaso ella no está en su derecho de
hacerlo? —le interrogó con acento asertivo.
—Sí —reconoció Fileno, a la vez que fijaba su
mirada en lejanía y exhalaba un profundo suspiro.
—Así es la vida, Fileno: algunas veces se
gana y otras se pierde. Ella no será ni
la primera ni la última que te rechace. Los seres
humanos, gracias a nuestra capacidad de autodeterminación, gozamos de la
potestad de decir sí o no, y con mayor fundamento cuando se trata de decidir,
libre y autónomamente, sobre nuestra
dimensión afectiva.
—Eso es cierto, pero resulta doloroso
aceptarlo —reconoció Fileno con un dejo amargo de resignación.
Fileno se levantó del tronco y se retiró unos
veinte metros a terminar de fumar su cigarrillo. Soren se dirigió a una piedra
enorme que se encontraba a unos doscientos metros. Trepó a ésta, y desde allí
contempló extasiado el extenso horizonte. Mientras se distraía observando el
paisaje cubierto de un verde intenso bajo los fulgurantes rayos del sol,
percibía con su extraordinario sentido del oído el gorjeo de los pájaros y el trinar
de otras aves. En los frondosos árboles aledaños y pastizales revoloteaban
juguetones, mientras comían insectos y frutos en miniatura, azulejos, mirlas,
cardenales, cucos, teros, caricares, jacamares, cucaracheros, copetones, semilleritos,
mosqueros, pechirrojos, tordos, amapoleros, mieleros, fliojos, guacharacas y
otras aves grandes y pequeñas. El gorjeo, el trinar y el murmullo de las
canoras aves constituían una armoniosa sinfonía que deleitaban hasta el éxtasis
el agudo oído de Soren. Allá, a lo lejos, se escuchaba el resonante picoteo de
un carpintero que hacia un hueco en un cedro seco. Colibrís volaban de flor en flor, libando el
néctar oloroso, mientras se detenían en el aire y volaban raudos agitando sus
pequeñas alas a velocidades imperceptibles por el ojo humano. Garcitas blancas
volaban y se anclaban en el lomo del ganado, alimentándose de los insectos que
encontraban en la piel de los vacunos. Las ardillas, esos ágiles mamíferos que
tanto le encantaban, saltaban raudas de gajo en gajo de un añoso y frondoso
árbol de roble. El paisaje ofrecía un espectáculo para el inefable deleite de
sus sentidos.
Sentados nuevamente
sobre el tronco, al término de un efímero silencio, Soren preguntó:
—Fileno, ¿por qué se enamoró de mi hermana?
—Ella es una mujer de una belleza sin igual —se
apresuró a responder Fileno, mirándolo fijamente a la cara.
—¿Qué es la belleza, Fileno?
—No sabría contestarte, pero lo único que
puedo decirte es que tu hermana es una mujer muy bella —respondió con una
sonrisa franca.
—Sí, ella es una mujer que responde a los
tradicionales patrones estéticos de belleza convencionales —aceptó Soren—, pero
ésta no es la belleza, estéticamente hablando…
—Pueda que así sea —le interrumpió Fileno—,
pero a mí me parece una mujer bella, y eso me basta para estar enamorado. Yo la
he visto crecer, y a pesar de haberme propuesto no anidar en mi corazón ningún
sentimiento amoroso por ella, mis impulsos pasionales me vencieron, y ahora me
encuentro locamente enamorado.
—¿Enamorado? ¿Qué es el amor?
— Enamorado, sí; el amor no sé qué será. Lo
único que sé es que estoy enamorado y no lo puedo evitar —afirmó Fileno, con
tal convencimiento que era evidente que su ardiente pasión lo consumía.
—Pero el problema es que no eres
correspondido —le aclaró Soren.
—Sí, de eso soy consciente, a pesar del
ímpetu de mi pasión —aceptó con manifiesta resignación—. Pero, dígame: ¿te han
rechazado las mujeres?
—Algunas veces. Al principio eso me afectaba,
Fileno, pero cuando entendí la enorme dimensión del fenómeno intangible de la
libertad, entonces comprendí que no me quedaba otra alternativa que respetar y
aceptar, así duela, cuando una mujer me rechace o me diga que no. Como seres
libres y autónomos, al igual que nosotros los hombres, tienen la inalienable
potestad de aceptarnos o de rechazarnos.
Escuchado con atención este razonamiento, Fileno
se sumergió en sus característicos silencios, encendió un cigarrillo y empezó a
“disfrutarlo”. Instantes después, arreglándose el sombrero y ajustándose las
botas, le sugirió a Soren:
—¿Nos vamos? Parece que va a llover.
V
—¡Silencio! ¡Vamos a
empezar la clase de religión!
Con esta estentórea
voz hizo el llamado tradicional el profesor de religión, a comienzo del año
escolar, en momentos en que Soren y sus compañeros iniciaban su último año de
estudios en el colegio de Calentero.
—Estudiantes, la
religión es una materia muy importante porque ella nos enseña que Dios es
todopoderoso y ante Él debemos postrarnos, obedeciendo sus designios y, sobre
todo, temiéndole y adorándolo, porque Él es quien dirige nuestro destino y nos
dice la verdad…
—¿Es obligatorio
asistir a las clases de religión? —interrumpió y preguntó, casi en voz baja,
una alumna.
—¡Claro que es
obligatorio! —respondió el profesor, con tono autoritario—. Este es un colegio
de orientación cristiana, y por eso debemos enseñar la doctrina de Jesucristo,
hijo de Dios. ¿Acaso, señorita, tiene algo en contra de la enseñanza de la
religión católica?
—¡No! Simplemente
preguntaba por preguntar.
—Yo si tengo algunas
inquietudes al respecto —terció Soren, mirando fijamente al profesor, que se
quedó pasmado ante la intervención de su alumno.
—¿Cuáles son esas
inquietudes? Pero plantéelas rápidamente porque el tiempo apremia y debo dictar
la clase de religión.
—Para empezar,
pregunto: ¿Por qué afirmas que es obligatorio
asistir a la clase de religión?
—Porque así lo
disponen las normas académicas, la orientación católica del colegio y porque si
queremos salvarnos tenemos que aprender las enseñanzas de Dios y su hijo
Jesucristo, escritas en la sagrada Biblia.
—¿Por esas razones es
obligatoria la enseñanza de la religión católica?
—¡Por esas y por
muchas más! —aclaró el profesor con vehemencia, mientras giraba su cabeza
mirando a sus estudiantes, con mohín intimidatorio.
—¿Nuestro país es un
Estado pluralista?
—¡Claro que lo es!
—Entonces, ¿por qué
es obligatoria la clase de religión?
—Porque la religión
católica contiene la verdad absoluta.
—¿Qué es la “verdad
absoluta”?
—La que nos enseña la
Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana.
—Estoy en desacuerdo
con tu afirmación.
—Entonces, ¿cuál es
la verdad absoluta?
— ¡No sé! Pienso que
tal vez nadie lo sepa.
—¡Yo sí lo sé! La
verdad absoluta es la verdad de nuestra Iglesia Católica.
El profesor, luego de
hacer esta aseveración, se asomó a una de las ventanas del salón y oteó un
cerro tutelar que se erguía imponente en lontananza. Después se acercó al sitio
donde estaba de pie, junto a su pupitre, Soren, y con actitud autoritaria, le
dijo:
—¡No me interrumpa mi
clase con preguntas estúpidas e intervenciones bobaliconas!
—¿Preguntar e
intervenir es interrumpir?
—¡Sí!
—¿Este es un colegio
democrático?
—¡Sí, así lo es! ¡No
sólo es democrático, sino participativo y pluralista!
—Si aceptas que el colegio posee estas
características, de la misma manera aceptará que nuestro país es una República
democrática, participativa y pluralista.
—¡Sí, efectivamente, el colegio y el país son
democráticos, participativos y pluralistas! —convino el profesor, dirigiéndose
al tablero—. Soren, ¿ahora sí me permites continuar con la clase de religión?
—¡Puedes seguir,
profesor! Pero antes, permítame una intervención.
—¿Cuál?
—Así aseveres que es
obligatoria la clase de religión, te recuerdo que nuestro país es un estado
laico, y por esta razón se afirma en nuestro ordenamiento constitucional que en los
establecimientos del Estado ninguna persona podrá ser obligada a recibir
educación religiosa…
—¿Eso dice? —interrumpió el profesor, expresando con rostro y otros
ademanes su evidente molestia con Soren.
—Sí, eso dice. Además, establece el
carácter pluralista del Estado social de derecho, del cual el pluralismo
religioso es uno de los componentes más importantes. Recuerde, apreciado
profesor, que la Declaración Universal de los Derechos Humanos y nuestra carta
fundamental consagran la libertad religiosa. Así mismo, en reiteradas
sentencias la Corte Constitucional señala que la Carta excluye cualquier forma
de confesionalismo y consagra la plena libertad religiosa y el tratamiento
igualitario de todas las confesiones religiosas…
—Sí, y entonces, ¿qué hago? ¿Salirme del aula de clases? —interrogó el
docente con tono exasperado y visiblemente contrariado, luego de haber
interrumpido abruptamente a Soren.
—¡No! No es necesario. Sin embargo, amparado en mis libertades de
pensamiento y expresión, tengo algunos aspectos para disertar. Los que podemos
salir del aula, si así lo deseamos, somos quienes no consideramos pertinente
recibir clases de religión. Al fin y al cabo, la disposición sobre
libertad religiosa también protege la posibilidad de no tener culto o religión
alguna. El alto tribunal, buscando garantizar los derechos de los estudiantes,
se opone a que se obligue a éstos a realizar rituales y otras prácticas
religiosas con las que no estén de acuerdo...
—Si no es obligatoria la enseñanza de la religión, ¿dónde queda la
libertad de cátedra? —interrumpió e interrogó absorto el profesor.
—El ente jurídico que protege la Norma Superior ha reiterado que la
libertad de cátedra no auspicia ni patrocina el ejercicio de la función docente
que obligue a los estudiantes a someterse a las órdenes de un profesor que
subordina la dignidad de sus estudiantes a la realización de una práctica que
no es necesaria para cumplir un objetivo válido del currículo —precisó Soren con moderada actitud y, mirando
fijamente al profesor, siguió con su intervención—. Para terminar con mi disertación,
quiero expresar que la libertad religiosa implica, tal como lo dispone el
ordenamiento legal, que la persona profese sus creencias religiosas que libre o
soberanamente escoja o no profesar ninguna; cambiar de confesión o dejar la que
tenía; y manifestar libre y espontáneamente su religión o creencias religiosas
o la ausencia de las mismas o abstenerse de declarar sobre ellas. Igualmente,
las personas no pueden ser obligadas a practicar actos de culto o a recibir
asistencia religiosa contraria a sus convicciones…
—Soren, ¿por qué sabe
todo esto, con respecto a la libertad religiosa? —interrogó el profesor,
cambiando su tono arrogante por uno más conciliatorio, porque se percató que
éste era un estudiante iconoclasta, contestatario, dialéctico, libertario y
crítico.
—¡Leyendo! Soy un
lector voraz desde cuando aprendí a leer. Como el profesor es nuevo en este
colegio, posiblemente no sepas que me intereso por leer temas útiles para mi
formación intelectual y para la defensa de los derechos humanos, especialmente
los derechos de los estudiantes. Derechos que empiezan a ser conculcados con
los manuales o pactos de convivencia escolar que son redactados e impuestos
transgrediendo el ordenamiento jurídico, e incluyendo prohibiciones que violan
el derecho al libre desarrollo de la personalidad al impedir que las mujeres se
maquillen…
—¿Por qué se opone a
recibir la clase de religión? —preguntó el profesor, interrumpiendo a Soren.
—Porque no profeso
ninguna religión.
—¿Eres ateo?
—Ni creyente ni ateo.
Afirmar o negar a Dios son salidas facilistas. A mí no me gustan las salidas
facilistas, me gusta pensar antes que creer. Y no es que sea un detractor o
defensor de la religión; lo que ocurre es que voy en búsqueda de respuestas,
preguntando y preguntándome por el fenómeno religioso en todo su fantástico y
complejo universo, buscando desentrañar qué hay dentro de él. Pregunto y me
pregunto por el insondable problema de Dios, no para negarlo o afirmarlo; lo
que quiero saber es qué se esconde detrás de esta problemática que, gracias a
nuestra cultura, nos inquieta. Pregunto
y me pregunto por el insondable problema de Dios, porque no me gustan las
salidas facilistas: afirmarlo o negarlo, porque otros ya lo han hecho. Para mí,
Dios es un inquietante problema de profunda hondura metafísica, que no se agota
con pocas preguntas y respuestas… ¡Cómo será de complejo el problema de Dios,
que la ciencia está interesada en éste, al emprender investigaciones en campos
como la neuroteología, neurofisilogía y la neurobiología de la religión! Que
Dios sea no sea cuestión de ciencia, eso es otro problema insondable, como todo
lo relacionado con el inextricable y sibilino misterio de Dios.
¿Tienes algo en
contra de la religión? —volvió a interrumpir y preguntar el profesor.
—No estoy en contra
de las religiones. Ellas orientan a las personas hacia lo sagrado y satisface
las dimensiones metafísicas y espirituales que tenemos los seres humanos.
Acepto y respeto las religiones. La religión, en sí, no es buena ni mala. Son
sus practicantes quienes la distorsionan y la ponen al servicio de sus
mezquinos intereses, como lo han hecho los altos jerarcas de la Iglesia
Católica desde sus comienzos: la han utilizado como ideología política y como
instrumento de sometimiento… Somos muchos los que disentimos de la religión,
pero no negamos ésta ni estamos en contra de su existencia. Somos tolerantes,
aceptamos y respetamos las diferencias, porque las personas tienen el
inalienable derecho a creer o no creer, a profesar o no profesar la religión de
su preferencia, vocación o la que “le conviene”; pueden acudir a ella en
“situaciones límite” para salir del abismo en que caen por sus vicios,
caprichos, ignorancia o incontrolables pasiones. Los profetas, sacerdotes,
pastores, rabinos, en fin, toda laya de “predicadores” les asiste el “sagrado”
derecho de divulgar los dogmas y
doctrinas religiosas y, lo más conveniente,
de convencer a los creyentes, fieles, feligreses o seguidores. Los
pastores no pueden vivir sin el rebaño, y éste no puede vivir sin aquéllos. Los
amos no pueden existir sin sus esclavos, ni los esclavos sin sus amos; existe
una relación dialéctica entre ellos; en términos hegelianos: “la dialéctica del
amo y del esclavo”. Cada quien es autónomo para luchar por su libertad o para
conservar sus cadenas…
—Si no estás en
contra de la religión, ¿por qué no eres creyente? —interrumpió el docente para
interrogar a Soren.
—No soy creyente, porque me
gusta más pensar que creer. Creer es fácil, pensar es difícil. Y, como te dije,
a mí me gustan las empresas difíciles —aclaró Soren y, con tono sereno y jovial, prosiguió—. Disiento
de la Iglesia Católica porque, con su dogma, doctrina, rituales y ceremoniales,
nos ha mantenido en la mentira. Ha impuesto a sangre y fuego todo su acervo
dogmático, para no dejarnos pensar críticamente, por nosotros mismos. Uno de
los aspectos que más me molesta de la iglesia es que, históricamente, ha
ejercido violencia sobre muchas personas que han pensado diferente a la
doctrina católica. Las persecuciones a científicos e intelectuales son
reprochables. Como hechos puntuales puedo citar solamente la incineración de
Giordano Bruno (en 1600) y la persecución de Galileo, Spinoza y muchos más. El
asesinato violento de Bruno es un hecho execrable. Quedé estupefacto
al conocer la ocurrencia de tan cruel exabrupto. ¡Incinerado vivo por pensar
diferente a los dogmas católicos! ¡No puedo “creer” que una institución
“sagrada”, puesta ante nosotros, desde niños, como fuente de moral y patrón de vida correcta, hubiera sido capaz de un
vejamen tan aberrante! Que se hayan enfrentado católicos y protestantes en épocas de intolerancia y
oscurantismo, eso no me importa; eso es problema de “borregos”. Lo que me causa inconformismo es que la Iglesia
Católica, encargada de difundir el mensaje de Jesús (el amor, el perdón y la justicia),
hubiera perpetrado tan cobarde tropelía, quemando vivo al intelectual y
filósofo más grande del Renacimiento. Un pensador que luchó por pensar
diferente, ¿tenía que ser asesinado por los “representantes de Dios en la
tierra”? Semejante crimen tan absurdo, merece todo el rechazo de los
intelectuales, y esa es una de las razones para que pensemos críticamente en
lugar de creer ingenuamente en el acervo dogmático y doctrinario con el que la
iglesia aliena y masifica a los cándidos creyentes. ¡Qué paradójico: mientras
la iglesia mentirosa predicaba el amor, el perdón y la justicia, asesinaba a un
librepensador! Pienso que con esa tropelía, la iglesia hizo de Bruno un mártir
del pensamiento diferente —Soren realizó una breve pausa, observó a sus compañeros,
en quienes vio una ademán de aprobación; miró a su profesor, y continuó—. Pareciera
que este nefasto y aberrante “ejemplo” de la “santa madre Iglesia Católica
Apostólica y Romana” hubiera cundido en los regímenes totalitarios,
persiguiendo (y muchas veces eliminando) a intelectuales de toda laya, quienes,
como parias, han tenido que vivir una existencia nómada y errabunda para poder
huir de la férrea mano que pretende silenciarlos. Voltaire, Diderot, Rousseau,
Marx, Dostoievski, Freud, Kafka, Lawrence, Kundera, Lorca, Alberti, Hernández y
Zuleta constituyen una pequeña muestra de la infinidad de intelectuales
incordiados por los sistemas sociales, políticos y económicos imperantes, por
el “delito” de pensar diferente —Soren hizo una nueva pausa, se pasó la mano
por el cabello, y con renovados ímpetus continuó disertando—. Quienes pensamos diferente no
podemos aceptar y estamos profundamente dolidos con la Iglesia Católica por las
tropelías que cometió en contra de los intelectuales citados y
de otros filósofos y científicos. ¿Acaso es que los intelectuales están “a la
vuelta de la esquina” o se dan por manadas, como para perseguirlos y
asesinarnos? La humanidad necesita de intelectuales, porque ellos son quienes
transforman la sociedad sin imponer dogmas ni acudir a la violencia. Borregos
hay muchos, por millones; intelectuales muy pocos, ha sido una especie que no
se reproduce masivamente. No son mayoría, y la iglesia los persiguió como a una
plaga que había que eliminar… A pesar de que la Iglesia Católica,
recientemente, reconoció su fatal error, rehabilitó y pidió perdón por la muerte
de Bruno y la persecución de Galileo, ¿para qué, si el daño ya estaba hecho? Al
menos reconoció que se
había equivocado la que nunca creyó equivocarse, la legitimadora del saber y de
la verdad… ¿Cuándo pedirá perdón por los otros intelectuales asesinados y perseguidos,
la quema de libros, la Inquisición, la cacería de brujas, las cruzadas? Cuántos
intelectuales, en tiempos de persecución, tuvieron que publicar sus textos con
seudónimos o anónimamente. Y cuántos se abstuvieron de hacerlo por temor a las
persecuciones de la religión. Muchos de los grandes filósofos, con sistemas de
pensamiento sorprendentemente originales, debieron sustentarlos en Dios
(Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Berkeley…) y seguir creyendo en Dios
(Pascal, Rousseau, Kant, Hegel, Kierkegaard, Jaspers…), posiblemente por no
entrar en disputas con la Iglesia Católica o con los gobernantes de su tiempo,
que eran títeres de ésta, con el absurdo argumento falaz del derecho divino de
los reyes…
—Eso corresponde al pasado, y de eso yo no
tengo la culpa —interrumpió el profesor y, en tono, amable pidió a los alumnos
que no quisieran recibir clase de religión salieran del aula.
Acompañando a Soren, salieron cinco alumnos
más que pertenecían a la Iglesia Protestante. Antes de cruzar el umbral, Soren
se volteó, y observando al profesor, dijo:
—Así todo eso corresponda al pasado, la
Iglesia Católica tendrá que transformarse, si no quiere desaparecer…
—Sí, eso es precisamente lo que pretendo con los alumnos creyentes que sean conscientes de todo eso —aclaró el
profesor, mientras se disponía a continuar con la cátedra de religión para los
alumnos que quedaron en el recinto escolar.
VI
—¿Dónde está Capitán?
¡Venga Teniente! No veo a Sargento. ¡Coronel y General no peleen! Soldado y
Dragoneante, hoy nos vamos de cacería. Cabo, ¡levántate de ahí! —así se
expresaba Rebero Galber, un pintoresco labriego con la apariencia del “caballero de la triste figura”, dirigiéndose
a los integrantes de su jauría de perros, algunos entrenados para la cacería.
Rebero Galber era un agricultor de unos 50
años aproximadamente, por cuánto ni éste ni su anciana madre, con quien vivía,
recordaban la fecha exacta de su nacimiento. Vestía de manera estrafalaria, y
con sus particulares atuendos y ademanes militares semejaba un chafarote. Cubría su pequeña cabeza con un
sombrero elaborado artesanalmente por él mismo con delgadas y resistentes
lianas. Su silueta desmirriada la cubría con trajes de vistosos colores.
Calzaba botas de caucho con las que se acostaba algunas noches en que estaba
borracho, que eran casi todas. Su grotesca vestimenta difería notoriamente de
la de cualquier otro campesino.
Residía en una destartalada vivienda que
limitaba con Las Vestales. Su pequeña parcela, ubicada en la ladera de un
terreno en declive, sólo tenía dos hectáreas de extensión. Nunca se había
casado ni tenía hijos. Su neurótica progenitora jamás le había permitido tener
novia como tampoco casarse, en parte porque ella pensaba que él no tenía la
sensatez necesaria y en parte porque no quería quedarse sola. Rebero era su
única compañía y quien le procuraba el sustento, por cuanto ella, lisiada por
una caída, no podía trabajar. En lugar de hijos, Rebero poseía una jauría de perros de cacería a quienes
llamaba con nombres de grados militares. Durante el cumplimiento del servicio
militar obligatorio recibió un balazo en la cabeza, quedando con secuelas
psíquicas que le hacían comportarse de manera extraña y obsesionarse por los
grados militares.
En su rústica vivienda tenía diversas
escopetas, fabricadas artesanalmente por él, con las que frecuentaba irse de
cacería, aunque muy pocas veces tenía éxito en tan antinatural labor. En una
ocasión, todavía siendo joven, una de sus inseguras escopetas se le descompuso
al momento de disparar. Como secuela del desperfecto mecánico, se le
incrustaron en su cara minúsculos perdigones, sin graves consecuencias físicas;
su cara sufrió una ligera afectación estética.
Entretenido con sus perros, Rebero no se
percató que Soren, silencioso, ingresaba en su estancia. Luego del tradicional
saludo, Soren le preguntó, con una sonrisa y un tono amistoso:
—Mi general, ¿cómo te va al mando de tu
ejército de perros?
—Alistándolos para la guerra —repuso Rebero,
invitándolo a que se sentada en un viejo taburete que estaba en el corredor.
—La guerra en contra de los animales
silvestres —aclaró mordazmente Soren—. Últimamente como que esa guerra se viene
perdiendo —le recordó, sabedor de que sus excursiones al bosque no tenían
éxito.
—Sí, pero pienso seguir cazando —aseguró,
haciendo un ademán militar.
—A pesar de que no cazas en tierras de
propiedad de mi padre, sería pertinente que abandonara su “guerra” contra los
animales, y de esta manera no alterar la ecología —sugirió asertivamente Soren.
—Mis cacerías ya no son como las de antes y
mis perros ya están demasiado viejos. Algún día dejaré de cazar. Ya lo verás.
—La naturaleza te lo agradecerá —concluyó
Soren, cambiando de tema—. He venido a saludarte e invitarte para que nos
acompañes esta noche a cenar y, de paso, nos cuente cuentos, así sean sólo de
terror.
Rebero se caracterizaba por su prodigiosa
memoria para recordar cuentos que había aprendido en el Ejército y una potente
imaginación para inventar otros. Pero su habilidad superior se encontraba en la
manera de relatarlos, manteniendo expectantes y atentos a sus oyentes. Los
cuentos, producto de la tradición vernácula, trataban de seres malignos,
espantos, muertos, leyendas y hasta del popular diablo. Su cautivadora forma de
relatarlos, hacía de Rebero un personaje singular. Por esta habilidad y por su
peculiar manera de ser, un poco “chalada”, se había ganado el cariño de la
familia Lautero Perino, y con Soren se prodigaban una franca amistad recíproca.
VII
Terema regaba el vistoso jardín que crecía en
las materas y en el piso alrededor de la casa, cuyas fragantes y polícromas
flores expelían exquisitos olores encargados de perfumar el sosegado ambiente
familiar. Diversidad de plantas ornamentales crecían en el encantador jardín: orquídeas,
helechos, jazmines, rosas, begonias, margaritas, tulipanes, abelias, dalias, magnolias,
petunias, geranios, hortensias, girasoles, cayenas, lirios, gladiolos,
lobelias, gazanias, pansies, lupines, narcisos, jacintos, claveles, crocosmias,
anturios,
bromelias, gerberas y posetias.
—Soren, hijo, ven y me ayudas a regar el
jardín —llamó Terema con su tierna y maternal voz, en tanto que, con unas
tijeras de jardinería, cortaba las hojas secas y las flores marchitas.
—Voy enseguida, Sinfonía —convino Soren que
se encontraba acostado en una hamaca, en la parte trasera de la vivienda
campestre, leyendo como era habitual en él. Había llamado a su madre
“Sinfonía”, debido a que, rompiendo —en cuanto le fuera posible y pertinente—
con tradiciones, costumbres y convenciones, solía llamar con otros nombres a
sus seres queridos, consciente de que el lenguaje era convencional y arbitrario,
y que las palabras no tenían relación directa ni causal con los objetos y los seres
vivientes nombrados por éstas.
—Hijo, riega las matas de la parte trasera de
la casa —dispuso su madre con su característica ternura—. Quítales las hojas
secas y las flores marchitas. Revisa que no tengan insectos perjudiciales.
Soren, provisto de una regadera, se dirigió
al sitio donde estaban las plantas y comenzó a regarlas. Mientras las regaba,
reflexionaba sobre lo que estaba leyendo. Instantes después, contemplando las
flores, vino a su mente la imagen de su novia Falena, a quien cariñosamente
llamaba “Armonía”. Se habían conocido un año antes cuando Falena llegó,
procedente de Bomelero, a estudiar en el colegio donde él estudiaba en
Calentero. Fue lo que se llama “un amor a primera vista”. Se gustaron
mutuamente, y, tras algunos encuentros ocasionales, dentro y fuera del colegio,
Soren le propuso establecer el vínculo afectivo, propuesta que Falena
no dudó en aceptar. El recuerdo de su novia lo transportaba a paraísos
inefables…
—Soren, ¿ya terminó de regar? —pregunto su
madre.
—Ya termino, Sinfonía —respondió Soren
apurando su quehacer.
Cuando acabó de regar, se acercó a su madre,
y ésta le pidió que le ayudara a terminar de rociar las matas que ella estaba
regando.
—¿Ya decidió qué carrera universitaria vas a
estudiar? —le indagó, suspendiendo momentáneamente el riego y mirándolo
fijamente a los vivaces ojos.
—Literatura —repuso Soren, sin dudarlo.
—¿Y esa carrera sí te servirá para obtener el
sustento económico? —inquirió Terema con acento escéptico.
—Cualquier carrera universitaria sirve para
obtener sustento económico, Sinfonía —aclaró Soren—. Hay profesionales que, por
diversos motivos o situaciones, no pueden o no quieren desempeñarse
laboralmente en el área de la carrera estudiada. Es posible que ningún título
universitario convierta, rápidamente, a las personas en millonarias. Eso
depende de la actitud de cada persona. Además, pienso que la carrera
universitaria —y aquí hizo un evidente énfasis—, más que una fuente de ingresos
económicos, debe ser una manera de autorrealización, una ocasión para aprender
a pensar e investigar.
—Hijo, yo entiendo tus razonamientos, pero me
gustaría que estudiara una carrera que te asegurara un empleo o un trabajo
concreto, como médico, abogado, arquitecto o ingeniero —intervino su madre,
creyendo que era lo mejor para el futuro de Soren—. Piense mucho lo que vas a
hacer, no vayas a equivocarte. A mí me sigue inquietando la posibilidad de que
estudies lo que acabo de sugerirte. ¡Cuidado con equivocarte!
—El mundo en que vivimos es incierto,
Sinfonía. Pero permítame correr el riesgo de enfrentarlo como lo he decidido.
Pueda que me equivoque, pero ¡déjame intentarlo! No hay nada seguro; de lo
único que podemos estar seguros es de la incertidumbre. Los padres, antes que
pensar qué quieren ser sus hijos profesionalmente, deberían pensar cómo podrían
ser felices en la vida sus queridos descendientes…
—Allá tú, hijo, con tus decisiones —le
interrumpió y convino amablemente su madre—. Estoy segura que tu padre, a pesar
de su mentalidad práctica, estará de acuerdo con la toma de tus decisiones. Él
confía mucho en tu prudencia. Hijo, hablando de otro asunto, he notado con
extrañeza que no has vuelto a misa desde el día de tu primera comunión.
—Sinfonía, no siento ningún interés credulón,
sino problématico, por temas relativos a la religión —le aclaró Soren.
—¡Pero cómo puedes hacer tal afirmación, hijo
mío! —exclamó su madre, una mujer demasiado piadosa e integrante de las
adoratrices de Calentero—. No te olvides que estás bautizado e hiciste tu
primera comunión en la Iglesia Católica.
—Sí, Sinfonía, pero esas fueron dos
decisiones que tú y Arpegio tomaron sin consultarme —intervino para aclarar Soren—.
Ahora que pienso críticamente y no delego mi inalienable capacidad de pensar
por mí mismo, es distinto.
—¿Es que te has vuelto ateo? —le preguntó con
evidente preocupación su madre.
—Sinfonía, ni soy ateo, ni soy creyente. Mi
ser multidimensional no se puede reducir a creer o no creer en Dios. Dentro de
mi ser pluridimensional se encuentra la opción de negarlo o de afirmarlo. Pero para mí, antes
que acudir a las salidas facilistas de negar o aceptar la existencia de un ente
metafísico, Dios es un problema de profunda hondura filosófica y teológica, que
no se agota en una o varias respuestas…
—Entonces —le interrumpió su madre— ¿no
aceptas lo que dice la Biblia acerca de Dios? La Biblia contiene toda la
verdad.
—Sinfonía, ¿qué es la verdad?
—Lo que dice la Biblia.
—Esa es la “verdad” que contiene la Biblia. La única
verdad inconcusa es que no sabemos qué es la verdad. Quien
dice poseer la verdad es un ingenuo o un fanático. No
obstante, busco mi
propia verdad. Aunque, para empezar, me encuentro con un interrogante crucial:
¿Qué es la verdad? Y así no pueda
saberlo nunca, ni que exista quién pueda decírmelo, seguiré buscando “mi
verdad”…
—¿Con qué valores piensas vivir para vivir
correctamente? —preguntó Terema, interrumpiendo a su hijo.
—Con algunos valores tradicionales y con mi
propia tabla de valores —elucidó Soren—. Después del valor del amor, considero
al respeto como el valor fundamental para la existencia pacífica y armónica
conmigo mismo y con los demás. El respeto posibilita la realización de los
demás valores y el disfrute del derecho a la vida y a todas las expresiones
físicas y metafísicas del fenómeno intangible de la libertad. Para respetarme y
respetar a mis semejantes, no necesito pertenecer a ninguna religión; si lo
hiciera estaría siendo injusto con la diversidad de religiones existentes, ya
que cada una de ellas contiene “su verdad”. “Matricularme” o “casarme” con una
religión determinada implicaría afirmar una y negar otras. Es tan complejo el
problema de la religión que, a pesar de haber leído y profundizado sobre la
historia de las religiones, la filosofía, la antropología, la sicología, la
sociología y la fenomenología de la religión y la cultura teológica, no logro
encontrar la luz que me ilumine en tan inveterado, influyente e insondable
misterio.
—Una vez más acepto tu manera de pensar, hijo
mío —se rindió Terema ante los abrumadores razonamientos de Soren—. Lo
importante es hacer el bien, sin hacer
el mal—. Y haciendo esa aclaración, madre e hijo dieron por terminados, tanto
el diálogo como el riego de las matas del jardín.
Soren, inquieto como siempre, pensó
preguntarle a su madre qué era el bien y qué era el mal, pero se abstuvo para
no incordiarla. A muchas personas no les gusta que las abrumen con preguntas, y
mucho menos cuando se trata de ese tipo de preguntas tan insondables.
VIII
—¿Cuánto tiempo hace
que vives aquí? —quiso saber Soren, encontrándose sentado en un desvencijado
taburete, en la rústica casa de Rebero Galber, junto a éste, tiempo después de
haberse conocido.
—Mucho tiempo, posiblemente desde que nací —respondió
Rebero, mientras acariciaba a su perro coronel.
—¿Dónde naciste?
—La cédula dice que en Calentero, pero no sé
exactamente dónde nací. Mi madre me habla muy poco sobre mi origen.
—¿Y tu padre?
—¡No sé quién es! —respondió Rebero, como si
una daga se hundiera en su carne—. Sobre ese tema no hablamos con mi madre. Es
una mujer callada, apenas habla lo estrictamente necesario. No sé qué secreto
oculta con su silencio.
—¿Fuiste a la escuela?
—Sí, y estudié solamente dos años. No me
gustó lo que enseñaban.
—¿Cuántos años tienes?
—Cincuenta.
—¿Esto quiere decir que cuando nosotros
llegamos a Las Vestales, tú tenías 45?
—Así es —aceptó Rebero.
—¿Nunca te has ausentado de esta región?
—Solamente cuando estuve en el Ejército.
—¿Qué se siente haber vivido casi durante
toda tu vida en este lugar?
—Se sienten muchas ganas de conocer otros
lugares —contestó, acompañando su respuesta de un ademán en el que se
evidenciaba su vehemente anhelo de irse y no volver. Ese lugar había sido su
cárcel, y él pensaba que había nacido para ser libre y poder recorrer el
mundo—. A veces pienso que mi vida transcurre sin frenesí, y a mí me gusta el
riesgo, el peligro y la aventura. Aquí, atado por los invisibles lazos de mi
madre, mi vida pierde su vigor y su entusiasmo. Es como si no tuviera un sentido,
como si no tuviera un objetivo para vivir. Uno se cansa de mirar el mismo
paisaje: los mismos cerros, los mismos valles, las mismas quebradas y los
mismos bosques. Sueño con una esposa y con unos hijos. Y mírame acá, a mis 50
años: sin esposa y sin hijos. Siento que a mi vida le falta una razón que la
justifique.
—Lamento mucho esta situación —se compadeció
Soren—. Pero a pesar de tu medio siglo de monótona existencia, todavía puedes
replantearla y ponerle alas para que tenga un sentido y puedas realizar tus
sueños. Una vida sin sueños es una vida sin motivos para vivir. Los sueños le
ponen alas a nuestra vida, son el motivo para existir. ¡Ve y cumple tus sueños!
Si sabes dónde estás, ¿te vas a quedar ahí? De ti depende quedarte o irte,
darle un rumbo diferente a tu vida, ser feliz o infeliz.
—Ya estoy cansado de labrar la tierra ajena.
Casi cincuenta años trabajando para otros. La peña en que vivo no produce sino
maleza. Tanto trabajar, y al final ¿para qué? Tanto luchar en la vida para
algún día dejar de vivir. ¡Qué vaina!, se le va a uno la vida sin vivirla.
Tanta lucha, tanto esfuerzo, tanto trabajar, ¿y qué? ¡Sólo miseria! ¿Eso es
todo lo que la vida me puede dar? Si es así, no me resigno, quiero más. ¡Qué
vida la mía! Me la he pasado escarbando la tierra en que algún día caeré, ya
viejo y sin fuerzas —se lamentó Rebero, con un dejo de amargura—. ¡Cuánto
anhelo conocer el mar! Dicen que es muy grande, inmenso, profundo, misterioso.
Me gustaría ver los barcos que llegan y se van. No me quiero morir sin
conocerlo. Algún día repararé mis descompuestas alas y volaré muy alto y muy
lejos —sentenció Rebero, sin que en su mirada se evidenciara el menor asomo de
duda.
Rebero, además de ocuparse en labores de
agricultura, desempeñaba con habilidad faenas de aserrío de maderas y de
carpintería. Era paradójico, pero en su casa no había un solo mueble nuevo.
Todos los muebles que elaboraba los vendía. Había perdido la última falange del
dedo meñique de la mano izquierda cuando manipulaba, en estado de embriaguez,
una sierra. Sin embargo, se desempeñaba hábilmente en sus múltiples quehaceres.
—He pensado en hacerle una cama para
regalársela a la señorita Iselda —dijo Rebero, mirando hacia un montón de
madera que tenía en su taller de carpintería—. Pienso elaborarle un dibujo que
a ella le va a encantar. En ese dibujo le escribiré un mensaje secreto… Ya se
la prometí.
—Si se la prometió, no te queda más que
cumplirle —le animó Soren.
—Su hermana es muy hermosa —dijo tímidamente
Rebero—. ¡Si yo tuviera la edad que ella tiene…! Pero así es la vida: ella
empieza a vivir y yo estoy en retirada.
—Así es la vida, Rebero —aceptó Soren,
observando atento cómo su amigo exhalaba un suspiro largo, largo como el camino
que no va para donde uno va.
IX
La dinámica de la
vida escolar en el colegio donde cursaba su último año de estudios Soren
transcurría dentro del tradicional ambiente cotidiano: los profesores imponían
sus enseñanzas y los estudiantes las asimilaban pasivamente, acríticamente, sin
cuestionar ni refutar, excepto Soren, quien incordiaba a los docentes con su
actitud contestataria y espíritu libertario. Sin embargo, los maestros
aprendieron a respetarlo y aceptarlo con su peculiar manera de ser y de estar
en el mundo. La actitud dialéctica de Soren les servía a los profesores para
ser tolerantes e ir más preparados a dictar sus clases, para evitar que éste
los refutara y ellos no tuvieran argumentos suficientes para responderle.
Durante una clase de español y literatura, se
suscitó un debate en torno de la calidad literaria. El profesor defendía la
tesis de que había obras literarias buenas y malas. Tesis que no era respaldada
por Soren y otros estudiantes.
—Sólo hay que leer obras buenas. Sólo ellas
divierten y enseñan –aconsejó el dogmático profesor.
—¿Cuáles son las
obras buenas? –inquirió Soren.
—Las obras
clásicas.
—¿La Biblia es una obra clásica?
—¡Sí! ¡Claro que es
una obra clásica!
—La Biblia es una obra
clásica, luego es buena…
—¡Efectivamente,
es una obra buena! No hay duda –interrumpió el profesor, muy ufano.
—Las demás obras literarias, ¿no son buenas?
—No lo son; sólo lo son las obras clásicas.
—Considero que en literatura no hay mérito ni
demérito. Las obras literarias no son ni “buenas” ni “malas”. ¿Quién puede, objetivamente, decir qué es
bueno y que no lo es en literatura?
—Las mismas obras y los críticos literarios lo
dicen. Si lo dicen los críticos, ellos saben por qué lo dicen, tienen autoridad
para decirlo.
—Los calificativos de “bueno” o “malo” en
literatura no son más que simples abstracciones, absurdas convenciones. Son
caprichos de los críticos y de las editoriales para poder vender –acotó Soren,
convencido de su acotación—. En mi modesto concepto toda la literatura es
importante e interesante, dependiendo de nuestros gustos, intereses, propósitos
y estados de ánimo. Leo lo que encuentro, sin pensar si es “buena” o “mala”
literatura. Mi hábito por la lectura me produce una inefable fruición y no me
detengo a pensar en lo “bueno” y en lo “malo”. Disfruto y aprendo de lo que
leo. Por esa razón leeré hasta cuando caiga al insondable abismo de la nada…
—Si toda la literatura es buena para ti, Soren,
por favor recomiéndele a tus compañeros obras para leer –interrumpió el docente
para efectuarle esa solicitud a su inquieto alumno.
—No recomiendo obras para leer. Cada quien lea
lo que pueda, lo que encuentre o lo que le guste. Quien quiera leer, que lea;
quien no quiera hacerlo, no lea. Pienso que el don de la lectura está reservado
por naturaleza a unos pocos elegidos. O si no es así, ¿por qué habiendo tantos
libros disponibles, a una inmensa mayoría de personas no les gusta el
apasionante hábito de leer? Pienso que los estudiantes rechazan la lectura,
porque les es impuesta como tareas, como trabajos y como obligación a cambio de
una nota. Eso puede causar rechazo a la lectura –teorizó Soren, e hizo una
pausa breve, se rascó una oreja y continuó—. Como no recomiendo obras para leer,
solamente quiero manifestarles que me han impactado profundamente algunos
textos filosóficos como las de Platón, Aristóteles, Descartes, Spinoza, Locke,
Kant, Hegel, Mar, Nietzsche y Sartre, entre otros. Así mismo, he disfrutado de
ciertas novelas de Homero, Cervantes, Dostoievski, Tolstoi, Balzac, Flaubert,
Dickens, Joyce, Proust, Mann, Kafka, Hesse, Rulfo, Cortázar, Borges y, por
supuesto, la obra de García Márquez.
—A propósito de García Márquez, me dijo uno de
tus compañeros que escribiste algo sobre uno de los personajes de Cien años de soledad. Me gustaría que
leyeras ese escrito ahora mismo –propuso el profesor.
Soren, atendiendo a la propuesta de su
maestro, disertó de la siguiente manera:
“SANTA SOFÍA DE LA PIEDAD, UNA MUJER CENTINELA DE SUS PROPIAS
MISERIAS
Hay quienes
opinan que un escritor cuando crea una novela no tiene otra intención que dejar volar su fecunda imaginación,
sin que sus personajes encarnen seres humanos reales; tampoco que la obra se una denuncia social o el
retrato de la sociedad de un tiempo pasado o presente.
Otros
piensan, por el contrario, que cada novela es el testimonio de una o múltiples
realidades: económicas, sociales, políticas, ideológicas, filosóficas, familiares, etcétera.
Yo asumo que
estos puntos de vista pueden estar en lo cierto: así como han existido y
existen escritores contestatarios, irreverentes e iconoclastas, que defienden o
combaten ideologías, y, por lo tanto, se les considera como escritores
"comprometidos", también hay autores que escriben sólo por el gusto
de escribir, sin que los animen causas sociales o de otra índole.
Considero
que Gabriel García
Márquez puede pertenecer a los
escritores "comprometidos", a pesar del irrefutable desborde de
imaginación, fantasía y ficción, evidente en su novela "Cien años de soledad", y de
su "realismo mágico". Así, al momento de escribirla, éste no tuviera la
intención de denunciar la condición indigna y de servidumbre de Santa Sofía de
la Piedad (y de las otras mujeres presente en su novela), me dispongo, sin
mayor hondura hermenéutica, semiológica, ontológica, sicológica y sociológica , disertar
sobre este conmovedor personaje, debido a que la escena o la narración del
momento en que ésta abandona Macondo me estremeció profundamente y el impacto
que ejerció sobre mi ser ese episodio de la obra literaria afectó mi
sensibilidad humana hasta el delirio.
No considero
que García
Márquez haya tenido la intención de
mostrar, a través de las mujeres que desfilan por su novela, y, principalmente,
de Santa Sofía de la Piedad, la condición miserable e indigna de la
mujer en una sociedad en donde el poder del hombre o el "macho" se impone sobre la indefensa mujer.
Tampoco se
le puede tildar de "machista" o que inconscientemente hubiera querido
"exorcizar" su atracción por el incesto (tema predominante en la
obra). Intuyo que sus personajes requerían de toda una compleja sicología, y lo
logró; sin que por ello se haya propuesto, deliberadamente,
"retratar" o caricaturizar, mostrando las grandezas y las miserias
del alma humana, una sociedad incestuosa, vesánica, violenta, marginada,
ilusa…
Desde esta
perspectiva pretendo reflexionar sobre este personaje tan conmovedor: Santa
Sofía de la Piedad. Y comienzo diciendo que éste (a mi juicio, uno de los personajes
más importantes de la
novela) desempeña el papel de la esposa
sumisa de José Arcadio (Arcadio) y la abnegada madre de Remedios la bella y de
los gemelos Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo.
Esta mujer,
que "tenía la rara virtud de no
existir por completo sino en el momento oportuno", vivió
anónimamente durante gran parte de la novela, arrastrando una existencia
impersonal, vacía y sin sentido; no porque ella así lo hubiera querido, sino
porque las circunstancias lo dispusieron de esta manera.
El incesto
(piedra angular en "Cien años de
soledad"), indirectamente, propició el negro destino de Santa
Sofía de la Piedad.
Para evitar
que se consumara un acto de incesto entre Pilar Ternera y su hijo José Arcadio
Buendía Ternera, conocido sólo como Arcadio, Santa Sofía de la Piedad fue
comprada a sus padres para que reemplazara a Pilar Ternera en el lecho y
tuviera intimidad con Arcadio. "Era virgen y tenía el nombre inverosímil de
Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos, la
mitad de sus ahorros de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo.
Arcadio la
había visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y
nunca se había fijado en ella, porque tenía la rara virtud de no existir por
completo sino en el momento oportuno. Pero desde aquel día se enroscó como un
gato al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la hora de la siesta, con el consentimiento de sus padres, a
quienes Pilar Ternera había pagado la otra mitad de sus ahorros".
Pilar
Ternera (otra víctima de las circunstancias), violada a los 14 años, y que
llegó con los fundadores de Macondo, parió a Arcadio, producto de la relación clandestina con José Arcadio Buendía Iguarán, hijo
del patriarca José Arcadio Buendía y de la matrona Úrsula Iguarán.
Al igual que
su nuera, Santa Sofía de la Piedad se muestra bajo la genial pluma de García Márquez como un ser anodino e
intranscendente, como una mujer más del montón.
Como si la
ruindad de sus padres de venderla no hubiera sido un atropello a su dignidad, la vida se encargó de propinarle golpes de toda índole, entre
los que se cuenta la temprana muerte de su marido, fusilado poco tiempo después de haberse vinculado
en concubinato con ella.
En los
albores de su juventud quedó viuda y embarazada. Desde entonces, hasta su partida de
Macondo, no hizo otra cosa que desempeñar laboriosa y diligentemente las tareas
domésticas de la casa Buendía, sin recompensa alguna, bajo el control y férrea disciplina de Úrsula Iguarán, la abuela de sus hijos, quien dispuso cómo
deberían llamarse sus nietos. Santa Sofía de la Piedad fue otro ser
milimétricamente sincronizado en el sistema planetario de la matrona de los Buendía.
Santa Sofía
de la Piedad, "la silenciosa, la condescendiente, la que nunca contrarió
ni a sus propios hijos", pertenece a esa horda de mujeres centinelas de
sus propias miserias, porque no fue capaz de oponerse a las determinaciones de
sus padres, ni a la cosificación de la cual fue objeto durante su larga
permanencia al servicio de la familia Buendía.
En su adolescencia, cuando todas las mujeres buscan entregar su virginidad al joven
amado, debió entregar sus afectos y su castidad, sin que hubiera sido una
decisión libre y autónoma, a un hombre que no era de su elección, sino al que
las circunstancias le impusieron.
Esta mujer,
ejemplo de entrega y abnegación, consagró casi toda su vida de miserable
existencia, en medio de "la
soledad y el silencio", a la crianza de sus hijos y sus
nietos, sin saber que era la bisabuela de Aureliano Babilonia, producto de los
amores furtivos y prohibidos (por Úrsula Iguarán) de su nieta Renata Remedios,
conocida como Meme, con Mauricio Babilonia. Gracias a su laboriosidad, la casa
de los Buendía se sostuvo por largo tiempo, resistiendo a fenómenos naturales,
destruyendo la maleza, limpiando telarañas, sacudiendo el polvo y combatiendo
la invasión de insectos, lagartos, ratones, sanguijuelas y hormigas coloradas.
Como en esa
"casa de locos" ninguno se preocupaba por la felicidad de los demás,
Santa Sofía de la Piedad dormía en esteras y no tenía atuendos suficientes para
vestirse.
Petra Cotes,
la concubina de su hijo Aureliano Segundo, a quien nunca conoció, era la única
que se compadecía de ella.
"Estaba pendiente de que tuviera un buen par
de zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en
que hacían milagros con el dinero de las rifas". Fernanda del Carpio, su nuera (esposa de Aureliano Segundo),
pensó que era una "sirvienta
eternizada, y aunque
varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le resultaba tan
increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo".
Pareciere
que el autor hubiera querido ensañarse con esta mujer hasta llegar al extremo
de hacerla degollar a uno de sus hijos, después de muerto, "para
asegurarse de que no lo enterraran vivo".
Esta mujer
no pudo descender más al fondo de sus miserias. Luego de esto, ¿qué queda para
rebajarle a semejante condición de indignidad? ¡Qué vida tan cruel y degradada
la de Santa Sofía de la Piedad!
Dada su
loable nobleza, nunca se molestó por su humilde condición de subalterna.
Siempre se mantenía ocupada en el cuidado y mantenimiento de la casa donde vivió, en condición de doméstica, durante muchos
años.
Después de la
muerte de Úrsula Iguarán, su anónima
capacidad de trabajo disminuyó. "No era
solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la
noche a la mañana en una crisis de senilidad.
Fue así,
como después de tanta lucha y olvido, se rindió ante Aureliano Babilonia, que
vivía ensimismado en el cuarto de Melquíades, tratando de descifrar sus
pergaminos. —Me rindo —le dijo a Aureliano—.
Esta es mucha casa para mis pobres huesos. Aureliano le preguntó para
dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la menor idea
de su destino".
Vieja,
cansada y solitaria se marchó de Macondo. Su irrefutable abnegación y entrega
al servicio de los residentes y visitantes de la casa Buendía, lo mismo que su
sacrificio de entregarse, en venta, a Arcadio, sólo valieron catorce pescaditos de oro que le dio su bisnieto Aureliano. Sólo se llevó, de sus ahorros,
"un peso y veinticinco centavos".
¡Qué condición tan indigna la de esta humilde y sumisa mujer! Su sacrificio y
su tiempo de servicio doméstico solamente valieron eso: ¡catorce pescaditos de
oro y un peso con veinticinco centavos!
Huérfana y
viuda, luego de la muerte de sus hijos, se marchó con rumbo desconocido, y no se volvió a saber más de
ella. Un ser tan grandioso termina así su participación en la vida de Macondo.
Esta
dolorosa partida, en mi concepto el momento más conmovedor y sublime de la narración, me extasió.
No sólo se fue Santa Sofía de la Piedad, se fue una parte de mi ser. Santa
Sofía de la Piedad, paradigma de lo que una mujer jamás debe ser, se llevó parte de mi
tranquilidad. Me afectó profundamente el momento en que Aureliano Babilonia
"la vio atravesar el patio con su atadito de
ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por
un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido".
Culmina así
su papel en el juego de la vida una mujer que nunca fue dueña de sus propias
decisiones y soberana de sí misma. Los demás decidieron por ella, sin que
tuviera otra opción que aceptar.
Otra mujer
más de las que no tiene ni "la menor
idea de su destino". Su miserable vida ¿a qué mujer le puede
interesar?
Una mujer
sin espíritu crítico, sin capacidad de pensar por sí misma, sin ánimo
contestatario, y dócilmente resignada, no puede ser el modelo de mujer para
cualquier fémina
que quiera vivir plena
y
auténticamente. Quienes hemos leído con hondura hermenéutica esta novela no
podemos estar de acuerdo que una mujer viva una vida así de impersonal y
alienada. Una mujer tiene que vivir una vida auténtica, siendo ella misma,
pensando por sí misma y tomando sus propias decisiones de manera autónoma,
libre y soberana.
¡Qué
paradójico! Ella que irrumpió abruptamente en la novela para evitar la
consumación de un incesto, uno de sus descendientes vivió una vida incestuosa:
su bisnieto Aureliano Babilonia engendró, con su tía Amaranta Úrsula, a un niño
con cola de cerdo, el último de la dinastía Buendía. La novela comenzó y terminó
con el fenómeno del incesto. Aunque, sin saberlo ni proponérselo, Santa Sofía de la Piedad
evitó un hecho incestuoso, pero no pudo evitar que su descendiente incurriera en un acto de
incesto.
La condición
miserable e indigna de Santa Sofía de la Piedad es un vehemente llamado a todas
las mujeres que han leído o que lean esta novela con conciencia o espíritu crítico y aprendan las “lección”. Así hayan muchas "Santa Sofía de la
Piedad" en nuestra sociedad, las mujeres no pueden permitir que su vida
sea objeto de tan inhumana degradación. La vida literaria de esta mujer tiene
que ser un urgente llamado para que ninguna mujer acepte una vida así de indigna y
miserable. Ninguna
mujer puede ser como Santa Sofía de la Piedad: una mujer centinela de sus
propias miserias. Hay que vivir una vida que valga la pena vivirla”.
X
Fileno Rodero, luego de un día de intensas
faenas —como lo eran todos los días de trabajo—, se recostó silente en su
hamaca, colgada en el corredor lateral izquierdo de la vivienda, y encendió un
cigarrillo. Fijó su enigmática y penetrante mirada en el horizonte. Ensimismado
en su contemplación y en sus pensamientos, no oía la algarabía y el bullicio de
sus compañeros de trabajo, quienes se aprestaban a cenar. Dicharacheros y
entusiastas por culminar un día más de ardua labor, los trabajadores se hacían
bromas y echaban chistes para matizar la dura jornada.
Cuando ya la noche tendía su oscuro manto
sobre la hacienda, Fileno terminó de cenar en silencio y abandonó el comedor.
Buscó en su habitación su Biblia escrita en inglés, para luego instalarse
cómodamente sobre la piedra que estaba bajo el cedro.
Este misterioso y enigmático hombre hojeaba
el texto sagrado y parecía extasiarse en su aparente lectura. No podía conocerse
con qué intención la examinaba si el texto no poseía ninguna ilustración. Seguramente,
no lo hacía motivado por su fe, debido a que nunca la había expresado
públicamente; quizá profesara una religión interior. Parecía encontrar algo en
las “sagradas escrituras” o en el libro que le entusiasmaba. Esta Biblia, la
misma que le pidiera insistentemente a Iselda, era una especie de fetiche para
él. El día en que la había extraviado, producto de su estado de embriaguez, la
encontró, luego de buscarla debajo de su cama (lugar donde la había dejado y
olvidado). “Era verdad: la Biblia no la
tenía la señorita Iselda”, se dijo para sí, arrepentido, tras haberla
encontrado.
Cuando se cansó de estar sentado sobre la
piedra, encendió un cigarro y lo fumó más rápido que de costumbre, como si un
afán incierto lo apurara. Presumiblemente, esa avidez era producto de su
evidente ansiedad. Una vez consumido el cigarrillo, se dirigió a su habitación
y, sin despedirse de ninguno de los integrantes de la familia que aún no se
habían acostado, se tendió en su cama, sin quitarse la ropa. Fileno, este a
veces incomprensible ser, se comportaba extrañamente. Su silencio y su extraño
comportamiento, en ese momento, obedecían al rechazo de Iselda. Así lo
evidenció luego de acostarse y empezar a meditar. No quería comprender las
razones por las que había sido rechazado. No las encontraba lógicas dentro de su
peculiar e irracional lógica. “Así es la vida, Fileno:
algunas veces se gana o se pierde. Ella no será ni la primera ni la última que
lo rechace”, tronaron en su atribulado cerebro las palabras
que le había dicho Soren. Pero en lugar de aceptarlas, pensó que no debía
resignarse, que continuaría dando batalla. No pensaba darse por vencido. Su
amor era tan inmenso que no estaba dispuesto a ahogarlo con un rechazo. Sin
vacilar, como impulsado por un potente resorte y acopiándose de la bizarría que
no poseía su pusilánime ser, se prometió, en ese momento de silencio y
cavilación, que seguiría intentándolo, costara lo que costara. Segundos después,
vencido por el cansancio del día de infatigables labores, se quedó
profundamente dormido.
Durante la noche soñó con ininteligibles
sucesos de su tierna infancia. Entre las confusas brumas e intrincados tejidos
del sueño se encontró junto a sus padres, cuyas siluetas eran indefinibles. No
pudo observar con mediana claridad el rostro de esas dos personas tan
evanescentes. No observó la presencia de otras personas o niños que pudieran
ser sus parientes o hermanos. Cuando el profundo e impreciso sueño adquirió
matices de pesadilla, se percató que esas dos siluetas le quitaban la comida y
le apaleaban. Sintiendo que le propinaban garrotazos y le insultaban, despertó
sobresaltado. Se levantó, salió al patio de la casa y fumó un cigarrillo. Tras
observar impávido un momento la bóveda celeste se deleitó con el resplandor de
ese enorme enjambre de rutilantes astros que titilaban a lo lejos. El arrobador
espectáculo del cielo estrellado sobre él lo maravilló de tal manera que, no
obstante su peculiar ataraxia, sintió algo de conmoción interior. Deslumbrado
por esa magia incomprensible que le ofrecía silente la naturaleza, retornó a su
cama y durmió profundamente sin sueños, ni pesadillas.
XI
Iselda era una estudiante consagrada a su
quehacer académico. Se destacaba en el deporte del baloncesto. Pertenecía a la
selección del colegio. Participaba en campeonatos intercolegiados, municipales
e intermunicipales. Por ser una adolescente agradable y atractiva, moral y
estéticamente, era pretendida por sus compañeros de colegio. Los hombres, tanto
jóvenes como adultos, se rendían antes sus encantos, soñaban con ella e
instintivamente la deseaban. Era tan encantadora, que ningún hombre podía
resistirse fácilmente a la atracción que irradiaba su seductora apariencia y su
cautivadora manera de ser. Muchos se habían disputado sus afectos, pero Jomar
Belano había sido el único afortunado. Su relación afectiva había comenzado
seis meses antes, durante la celebración de un día de integración de los tres
colegios de Calentero. Jomar, que estudiaba en un colegio diferente al de Iselda,
era otro adolescente. La juvenil relación se desarrollaba bajo la amenaza de
los celos mutuos. Este estilo de amor enfermizo generaba desacuerdos y
desencuentros recíprocos. Se podría decir que, como secuela del efecto nocivo
del fenómeno de inseguridad sicológica, el vínculo relacional estaba expuesto a
una inminente ruptura.
En cierta ocasión, mientras Iselda departía
alegremente con un compañero de colegio en el parque principal, Jomar irrumpió
abruptamente en el lugar, y, sin saludar, la emprendió contra su novia.
—¿Por qué estás con él? —preguntó,
visiblemente celoso.
—¿Por qué no podría hacerlo? —contrainterrogó
Iselda—. Tú también departes con tus
amigas, y yo no te lo reprocho.
—Es diferente. Yo puedo tener las amigas que
quiera, pero tú no, porque eres mujer —trató de justificarse Jomar—. Además, tú
eres mi novia y no tienes por qué hablar, fuera del colegio, con tus compañeros. Tú eres para mí solo.
—No encuentro razonable tu posición, pero sí
muy injusto tu reclamo —se defendió Iselda—. El departir con mis compañeros, no
es motivo para tus absurdos reclamos.
— ¿Y cómo es que tú me celas cuando me ves con
mis amigas o te enteras que comparto con ellas? —cuestionó Jomar, mientras la
miraba con evidente carga emotiva.
—Tus celos, Jomar, a mi juicio, son
infundados —le aclaró con actitud conciliatoria —. En cambio, cuando te he reclamado por
compartir, evidente o clandestinamente, con tus compañeras y amigas, tengo la
certeza de que mis celos se fundan en tu falta de lealtad. ¿No es verdad?
—¡Claro que no es verdad! —se apresuró a
defenderse Jomar—. Yo sería incapaz de engañarte con otra mujer. Te amo
demasiado, y por eso temo que pueda perderte.
—Si sigues con tus celos infundados y
absurdos, corres el inminente riesgo de perderme —le advirtió en tono asertivo Iselda—.
Para evitar que esto ocurra, te pido que suspendamos temporalmente nuestro
vínculo, y, si podemos consolidar la seguridad y la madurez que requiere una
relación afectiva, más tarde podremos reactivarlo.
—Estoy de acuerdo —aceptó con resignación
Jomar, y se retiró del sitio del desencuentro con las manos en el bolsillo.
Iselda se reunió, momentos después, con Soren
y lo enteró de lo sucedido. Ella, emocionalmente afectada, buscó refugio
afectivo en su hermano, y éste, sereno y ecuánime, se lo brindó. Después, en la
casa, sentados en un mullido sillón, dialogaron empática y asertivamente,
tratando de encontrar una salida a la accidentada relación afectiva. Iselda,
segura de la sabiduría de su hermano, confiaba en sus acertadas orientaciones y
lo consideraba como un referente en su vida. Desde niños no eran frecuentes las
discusiones acaloradas, los conflictos y los desencuentros entre los dos; se
comprendían y aceptaban como eran con sus defectos y sus virtudes. A diferencia
de su hermano mayor, Falero, con Soren las relaciones fraternas eran fluidas y
cordiales. Con Falero no tenía mucha empatía; él era displicente y autoritario,
sin ser afecto a la práctica del diálogo con ella. Sin embargo, la relación
entre los tres hermanos nunca había llegado al insulto, ni a las agresiones,
procedimientos inadecuados, frecuentes entre algunos hermanos de Calentero.
Una vez, pocos años antes, cuando se le presentó
un desacuerdo con una compañera, Iselda, un tanto intolerante, trató de
resolverlo mediante el uso de expresiones ofensivas y el uso inadecuado de las
vías de hecho, Soren debió mediar y reconvenir, en privado, a su hermana, en
tono firme pero asertivo:
—Así, de esa manera inadecuada, no se
solucionan los conflictos…
—Pero Melene me ofendió primero —le
interrumpió ofuscada Iselda.
—¡Cálmate y escucha! Aquí no se trata de
quién ofendió primero. Aquí lo que importa es aprender cómo resolver
conflictos, porque éstos son concomitantes a la convivencia en sociedad. Como
seres lingüísticos y emotivos estamos expuestos a los conflictos. Por eso
debemos buscar y reinventar nuevas maneras apropiadas para resolverlos. Para la sana convivencia, no podemos responder
a las agresiones con agresiones…
—¿Y entonces uno tiene que dejarse de los
demás? —volvió a interrumpir Iselda.
—No se trata de “dejarse de los demás”, sino
de explorar alternativas para la resolución pacífica de los conflictos, a
través del diálogo asertivo y empático, en donde la praxis comunicativa sea un
intercambio de mensajes, ideas, opiniones, disensos o consensos, y no un canje
de agravios.
—Melene me ofendió diciéndome que era presumida
y que quería conquistar a todos los estudiantes —explicó Iselda.
—¿Eso es motivo para el uso de expresiones
procaces y de la agresión física? —le interrogó Soren.
—Yo no me iba a dejar…
—¡Tranquilízate y escúchame!, Iselda. Si tú
sabes quién eres realmente, no tienes por qué molestarte por esas expresiones
contrarias a tu manera de ser y de proceder. ¿Acaso eres “presumida” y
pretendes “conquistar a todos los estudiantes”? ¡Claro que no! Tú lo que eres
es un ser infinito en posibilidades, cuya finalidad suprema de tu existencia es
la búsqueda de la felicidad. Cuando escuches esas injurias, ignóralas o
pídales, con tono calmado, a las personas que las emiten que se abstengan de
hacerlas, por cuanto mereces respeto. Si bien es cierto que es posible que tu
interlocutora prosiga ofendiéndola, al menos no tendrá una oponente para
generar un conflicto que se puede evitar.
—Voy a tratar de poner en práctica tus
orientaciones, porque no quiero volver a tener ese tipo de enfrentamientos tan
desagradables —aceptó cabizbaja Iselda, mientras se disponía a bañarse.
XII
Soren gozaba del aprecio de sus compañeros y
de los profesores porque era un estudiante ejemplar y por su excelente
rendimiento académico. Debido a su facilidad para aprender y asimilar
críticamente las materias enseñadas colaboraba con la asesoría de los
compañeros que tenían dificultades o que poseían ritmos diferentes de
aprendizaje. Representaba al colegio en las olimpiadas de matemáticas. Tenía
habilidades extraordinarias para conocer y entender el nuevo paradigma
científico y filosófico de la mecánica o física cuántica que investiga la
naturaleza y la sociedad bajo nuevas e innovadoras herramientas teóricas, terminológicas,
conceptuales y renovados fundamentos epistemológicos, y que pone en duda
conceptos tradicionales tan arraigados, como los de realidad, tiempo y espacio.
Paradigma difícil de entender por los espíritus que se conducen bajo las directrices
de la mecánica clásica que opera con la lógica tradicional, orientada por el
sentido común.
Un día, encontrándose en recreo, escuchó a
través del altavoz del colegio que era solicitado por el señor rector en su
oficina. Presente en el despacho, éste lo invitó a que se sentara y, con
actitud inquisitiva, le interrogó:
—Soren, acepta ser el autor de este escrito,
publicado en el periódico del colegio, con el título “¿Creer para vivir en la mentira?”
—Sí —aceptó en el acto Soren, reconociendo el
escrito que le mostraba en ademán acusativo el señor rector.
—¿Acaso ignoras que éste es un colegio de
orientación católica y que este libelo es causal de expulsión de la
institución? —cuestionó con acento recriminatorio el funcionario.
—No lo ignoro —le respondió Soren—. Pero esa
orientación no me impide expresar lo que pienso. En cuanto a mi supuesta
expulsión del colegio, permítame aclararte que al hacerlo estaría conculcando
mi derecho inalienable a la libertad de pensamiento y de expresión consagrado
en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
—Efectivamente, por el respeto a los Derechos
Humanos no puedo expulsarte, pero sí te pido que te abstengas de emitir ese
tipo de publicaciones que atentan contra la fe. Me han dicho algunos profesores
que tienes actitudes subversivas que atentan contra el orden establecido…
—¡Excúsame que te interrumpa, señor rector!
Pero si cuestionar, refutar, controvertir y disentir son “actitudes
subversivas”, sí soy un subversivo que pretendo subvertir “el orden
establecido”. ¿Acaso el ideal de este colegio no es el de formar estudiantes
con espíritu crítico?
—Sí, así es —reconoció el rector—. Ese es el
ideal, pero el Ministerio de Educación determina lo que hay que enseñar, sin
que haga énfasis en el cultivo del espíritu crítico o de la criticidad de los
estudiantes. Aquí entre nos —dijo, en tono bajo— el ministerio pretende moldear
estudiantes acríticos y no jóvenes pensantes…
Mientras el señor rector aceptaba esta
inobjetable realidad —que el prepotente funcionario no tenía por qué aceptar,
excepto ante un estudiante crítico, iconoclasta y contestatario— fue
interrumpido por su secretaria para informarle que acababa de llegar el señor
Alcalde municipal. Por esta razón, con la aquiescencia del rector, Soren
abandonó el despacho con el escrito en sus manos. Fue hasta la cafetería, y,
sentado en una silla, empezó a releer el texto causa de la inconformidad del
señor rector:
“
¿CREER PARA VIVIR EN LA MENTIRA?
¡Advertencia! Ofrezco respetuosas excusas a
las personas que se ofendan con este escrito. Así como reconozco la libertad de
creencias, este texto lo elaboro amparado en mis libertades de pensamiento y de
expresión.
Ser
felices es la finalidad de los seres humanos mientras vivamos. Sin embargo,
este ideal en nuestro contexto cultural se dificulta; simplemente aspiramos a
buscarla, sin que podamos alcanzarla. Son muchos los obstáculos que impiden la
conquista de la felicidad, entre los que destacaré la imposibilidad de vivir en
la verdad. La mentira se apodera de nuestra existencia, condicionando la manera
como percibimos, interpretamos y sistematizamos la realidad. La mentira
procede, en ciertas ocasiones, de la política, la historia, las ideologías, la economía
y hasta de la ciencia. Pero una de las principales fuentes de la mentira son
las religiones; todas se ufanan en declararse poseedoras de la “verdad
absoluta”. ¿Qué es la verdad?
Cada
religión predica y defiende supuestamente su “verdad absoluta”; las demás son
tildadas de falsas. Cada una enaltece a sus dioses o a su dios; algunas no
tienen dios. ¿Cuál es la que contiene “la verdad absoluta”, o al menos “la
verdad”? ¿Todas? ¡Ninguna! Hay que ser ingenuo para creer en estas supuestas
“verdades absolutas”. ¿Cuál es el fundamento epistemológico de estas
“verdades”? ¿Cuál es el Dios legítimo? ¿El de los judíos, el de los cristianos
o el de los musulmanes? ¿Cuáles dioses? ¿Los 33 millones de los hinduistas…? Y
las religiones que no tienen dioses, ¿qué? Todas estas “verdades absolutas” no
llevan más que a la confusión de los cándidos creyentes; por eso viven en la
mentira. Las personas tienen derecho a tener creencias, es decir, a vivir en la
mentira…
Mi
reflexión no se extiende a las religiones en particular, sino a una en general:
la católica, debido a que es la más influyente en nuestro contexto. Los
“creadores” de esta religión la plagaron de todo un acervo de creencias
irracionales, ilógicas y absurdas, procedentes de la Biblia. Muchos “católicos”
no han comprendido que los textos bíblicos contienen mitos, y éstos no son más
que narraciones fantásticas… Personas a las que les gustan las cosas fáciles
(algo que no necesite sino creer en lugar de pensar) los leen e interpretan
acrítica y literalmente, encontrando en ellos “la verdad absoluta”. Pero
quienes preferimos las cosas difíciles, el pensamiento crítico para reflexionar
en vez de creer (creer es fácil, reflexionar es difícil), leemos esos textos
exegética, hermenéutica, semiológica, retórica, lógica y gramaticalmente, y no
encontramos ni siquiera la “verdad relativa”. Esa “verdad absoluta” que
encuentran tan “fácil” los creyentes, la ponemos en duda y la cuestionamos
quienes abordamos los textos “sagrados” con espíritu crítico, conciencia crítica,
mente abierta o criticidad.
¡Qué
mentira tan grande ha construido la cristiandad! No el cristianismo, si es que
en realidad existió Cristo, sino la cristiandad; porque la supuesta existencia
de éste hay que ponerla en duda, si es que a uno le gustan las cosas difíciles.
En más de dos mil años se han podido inventar muchas mentiras. ¿Cómo así que
una sola persona elegida por Dios? Una persona que muere violentamente por
“voluntad de Dios” y que luego resucita y sube al “cielo”, cuando la ciencia ha
demostrado que hasta ahora nadie resucita después de haber muerto. Un salvador.
¿Salvador de qué? ¡Cómo pretenden imponer una doctrina divorciada del
capitalismo —con el cual ha convivido y defendido subrepticiamente, con una
doble moralidad—, que es el sistema económico que condiciona nuestra manera de ser y de estar
en el mundo, en donde el dinero ocupa el lugar de dios, así muchos no estemos
de acuerdo con su voracidad consumista! ¡Como así que solamente los pobres se
salvan! ¿De qué se salvan? Y los ricos, ¿qué culpa tienen de ser ricos? ¡Qué
son todos estos disparates, todas estas mentiras!
No pretendo defender el
capitalismo, un sistema profundamente injusto, fundado en la explotación del
hombre por el hombre. Desgraciadamente, el inicuo capitalismo es el mundo real
en que vivimos. Pero las doctrinas religiosas son incapaces de una revolución
que logre subvertirlo, o al menos humanizarlo. Las revoluciones
tienen como fundamento el pensamiento filosófico, racional, y no
irracionales creencias religiosas.
Cuando
uno les pregunta a muchos de los que dicen “ser católicos” sobre los pilares
del cristianismo, doctrina del catolicismo, enmudecen porque no saben cuáles
son. ¿Saben los creyentes qué intereses políticos, doctrinarios,
ideológicos, manipuladores,
domesticadores, alienadores y masificadores se ocultan detrás de la religión?
¡Que van a saber si les encanta la mentira! Duermen profundamente bajo el
aletargador poder de la mentira. Igualmente, se percibe que algunos “católicos”
no son consecuentes con sus creencias, ya que practican una moral que riñe con
los principios católicos cristianos. Muchos son creyentes pero de sólo nombre,
no saben con la debida certeza en qué creen; tienen creencias arraigadas porque
así les “enseñaron”, y así se lo ha impuesto y se lo exige la sociedad en que
viven. Cuántos son “católicos”, no por convicción o por vocación, sino por
tradición, costumbre y convención. Por eso viven en la mentira, y ésta los hace
sentir “felices”. ¿Sabrán, en realidad, qué es la felicidad?”.
XIII
Fileno, sumido en su
tradicional mutismo, desempeñaba sus agotadoras faenas agrícolas con ímpetu
admirable: no haraganeaba, sino que trabajaba “como si tuviera el diablo en el
cuerpo”, tal como reza el adagio popular. Obsesionado por Iselda, escrutaba en
su atribulada mente procurando cómo implementar una estrategia que le
facilitara su esquiva conquista. Exploraba posibles maneras que fueran dignas
del amor de su amor imposible. En una ocasión, aprovechando que Iselda se
encontraba sola en la casa de Las Vestales,
se le acercó discretamente y, con un dejo de ternura, musitó:
—¿Me has pensado? —indagó
nervioso, percatándose de que, aunque intentara innovar sus estrategias de
conquista, seguía dentro de un esquema tradicional de efectuar lances amorosos,
y esto lo podría llevar al fracaso.
—¡No! —fue su respuesta
lapidaria pero rotunda.
—¿Por qué no, señorita? —volvió
a interrogar Fileno, adoptando una postura de hombre conquistador.
—Porque tengo novio, y
sólo pienso en él. Solamente él tiene cabida en mi mente. Lo amo mucho, y por eso
pienso a cada instante en él…
—Pero ese novio nada te
puede ofrecer —le interrumpió Fileno—. Ese noviazgo no va para ninguna parte.
Él está muy joven y todavía no tiene nada para brindarte en el futuro.
—Yo también estoy joven,
al igual que él; los dos somos jóvenes. No estoy pensando en ningún futuro con
mi novio; simplemente procuramos vivir el aquí y el ahora, sin pensar si
nuestro noviazgo nos durará para siempre. Los jóvenes no debemos enamorarnos con
la finalidad de conseguir pareja. La relación de noviazgo es una manera de
explorar y vivenciar nuestras dimensiones afectiva, sicológica y social. El
noviazgo es una forma de afianzar nuestra identidad en proceso de consolidación
en el amplio y complejo universo adolescente…
—Pero yo podría
convertirla en mi esposa y hacerla muy feliz —interrumpió nuevamente Fileno, en
tanto que terminaba de fumarse un cigarrillo, arrojando la colilla fuera de la
sala.
—Fileno, yo te aprecio y te
respeto por el solo hecho de ser persona; pero no puedo amarte, ni como novia,
ni como esposa —le aclaró Iselda, mientras se soltaba su luenga cabellera
azabache—. Y en cuanto a que me haría “muy feliz”, quiero aclararte, estimado Fileno,
que nuestra felicidad no depende de los demás; ésta no pueden proporcionárnosla
los demás, porque la felicidad está dentro de cada uno de nosotros: uno mismo
decide, por cuenta propia, ser feliz o infeliz. La felicidad es un ideal y
nadie nos puede decir con certeza qué es…
—Señorita, no me
desprecie; yo te amo —volvió a interrumpir Fileno. Al hacerlo infirió que su
manera de conquistar lo llevaría inexorablemente a la derrota. No advertía el
éxito en su fallida forma en que trataba de despertar el amor de su idolatrada
quimera.
—No te desprecio —esclareció
Iselda, con énfasis en sus palabras y con un dejo de compasión, reflejado en
una mirada sincera que le dirigió a los ojos del iluso Fileno—. El hecho de que
tú me ames, no implica que yo tenga que amarte, que tenga que corresponderte…
Sin que Iselda concluyera
sus aclaraciones, Fileno salió cabizbajo de la sala; fue hasta la pesebrera,
montó un caballo que estaba ensillado y se marchó raudo sobre el galopante
equino.
Luego de galopar, sin
rumbo fijo, por la vasta hacienda, detuvo el caballo, se bajó de éste, lo
amarró de un árbol y se dirigió a un arroyo cristalino, debió un poco de agua
y, finalmente, se sentó sobre una piedra ubicada a la orilla de un pozo en cuyo
fondo se reflejaban los rayos del sol y nadaban diversos pececillos. Con su
mirada absorta en el agua, sacó, mecánicamente, un cigarro y lo encendió,
lanzando el fósforo prendido y humeante al pozo, donde se apagó en el acto. Los
peces, en vez de huir, nadaron hacia el pabilo apagado y dieron vueltas en
torno de éste. Alrededor del pozo revoloteaban y gorjeaban algunos pájaros. Un
águila lo oteaba con su poderosa vista desde la copa de un árbol que sobresalía
en el bosque. A lo lejos se oía el estentóreo cantar de las guacharacas. Una
bandada de garzas pasó sobre Fileno, haciendo una complicada formación en el
aire. Fileno fijó su mirada en esas albas aves, que instantes después se
perdieron sobre un bosque de frondosos y vistosos árboles.
Cuando culminó de fumarse
el cigarrillo, tiró la colilla en el agua, sorbió unos tragos del líquido cristalino,
se dirigió a donde estaba el caballo amarrado, lo soltó y, aprovechando que se
encontraba en su día de descanso, emprendió veloz carrera, sobre el lomo del
corcel, hacia la ciudad de Calentero. Allí ingresó a una cantina y se embriagó
hasta quedarse profundamente dormido, sentado sobre una silla y con la cabeza
sobre la mesa donde estaban las botellas de licor. El caballo, amarrado en la
pesebrera municipal, esperaba paciente, agobiado por el hambre y por la sed.
Cuando despertó ya era de
madrugada. Canceló la cuenta al cantinero. Salió del establecimiento con su confusa
cabeza convertida en un torbellino. Encendió un cigarrillo y fue hasta la
pesebrera. Con dificultad logró montarse en el caballo y marcharse a Las
Vestales. Durante el recorrido se quedó dormido sobre el animal, pero, dada su
pericia, no se cayó. Despertó en el momento en que el caballo ingresó en la
pesebrera de la hacienda. Se apeó, haciendo ingentes esfuerzos para poder
mantenerse en pie; desensilló el equino, lo llevó al potrero y, ya sin
alientos, cayó dormido sobre un montón de pasto seco a la entrada de la
vivienda.
XIV
Falero, desde su infancia,
había sido un niño díscolo e intrépido. No aceptaba dócilmente los regaños de
sus padres. Era dialéctico y no se sometía con facilidad a las prohibiciones
con las que los adultos trataban de “aquietar” a los impúberes. Con su actitud
pragmática, no se dedicaba sino a aquellas actividades o juegos que le
resultaran útiles y muy divertidos. No se tomaba en serio las relaciones
afectivas con sus contemporáneas. Hacía alarde de comportarse como el típico
“picaflor”. Le aburrían las adolescentes posesivas, celosas e “intensas”. Para
él, el amor era un juego más. Decía que nunca se casaría porque no soportaría
la convivencia durante muchos años con una sola mujer. “Habiendo tantas mujeres en el mundo, ¿por qué convivir con una sola?”,
era su lema. Desde que aprendió de su padre la manera de trabajar con el
objetivo de prosperar económicamente, su interés primordial giraba en torno a
la manera de conseguir dinero. Su vehemente deseo era trabajar con ahínco para
poder ser una persona acaudalada. Le gustaban los caballos y la vida suntuosa
que observaba en las personas adineradas.
—Papá, ¿por qué hay más
pobres que ricos? —preguntó Falero a su padre en una ocasión en que descansaban
en sendas hamacas después de una intensa y productiva jornada de trabajo—. ¿Es
que la gente no trabaja o es que la riqueza es para unos pocos?
—Hijo, hay más pobres que
ricos por múltiples razones. La riqueza es para todos; lo que ocurre es que,
para ser ricos, no basta con trabajar, hay que desarrollar lo que algunos
llaman la inteligencia financiera. No entiendo bien qué quiere decir
“inteligencia financiera”, pero supongo que es la habilidad que tenemos algunos
para conseguir el dinero y hacerlo producir, sin convertirnos en esclavos de
éste, sino en sus amos —aclaró Jantino, con tono pausado y con el saber que la
experiencia de vida le había dado, con ese conocimiento que sólo brinda la
“universidad de la vida”, en tanto que el inquieto joven atendía entusiasmado—.
En nuestra sociedad capitalista, uno decide ser rico o pobre; eso depende de la
actitud y de las habilidades que uno desarrolle. Todo en la vida es un arte, y
conseguir dinero —eso sí honradamente— es un arte que requiere de esfuerzos,
concentración, práctica, disciplina, entusiasmo, optimismo y amor por lo que se
haga. Pero ese arte implica que, en materia de conseguir dinero trabajando, no
se explote o se cometan injusticias con los demás. Ah, hijo, hasta la religión
influye en que muchos sean pobres.
—¿Cómo influye la religión?
—preguntó intrigado Falero.
—El dogma de la tradición
bíblica de que sólo se salvarán los pobres y se condenarán los ricos, ha hecho
que la mayoría considere que es mejor ser pobres que ricos, si se quiere entrar
en el reino de los cielos —respondió a su hijo, seguro de su respuesta Jantino.
—¿Esto quiere decir que
muchos prefieren ser pobres durante su vida para alcanzar la gloria eterna? —interrogó
Falero, fijando sus vivaces ojos en los de su padre.
—Eso han aprendido de la
tradición religiosa, y proceden de esta manera —terció Jantino, rascándose su
cabeza cubierta de canas.
—Dicen por ahí que el
verdadero dios de la tierra se llama “Dinero” —sentenció Falero, sin dejar de
mirar a su jovial padre.
—Eso he oído decir también
yo durante mis últimos años —convino su padre—, sin que pueda negar o afirmar
ese dicho. Para mí lo importante es trabajar y no hacerle daño a la humanidad.
—Eso pienso yo también:
trabajar sin afectar a los demás.
Padre e hijo suspendieron,
como si tácitamente se hubieran puesto de acuerdo, la conversación y dirigieron
su mirada al cielo encapotado que anunciaba una tormenta.
Instantes después, luego
de un reluciente relámpago seguido de un sonoro trueno, empezó a llover
fortísimo y la lluvia se prolongó durante dos horas. Entrada la oscuridad, los
animales domésticos se instalaron en sus nidos o recintos adecuados para pasar
la noche y los habitantes de Las Vestales cenaron y se dispusieron a dormir.
XV
Un sábado en la tarde, bajo la sombra de un
frondoso guamo, Soren, Fileno y Rebero, a quienes los unía una estrecha
amistad, sin importar la disparidad de edades, departían amenamente y
saboreaban el delicioso fruto del árbol que los cobijaba. Rebero divertía a sus
amigos con los cuentos que les relataba. Los tres se hacían bromas mutuas y se
divertían como niños.
—El militar Rebero nos podría contar cómo es
la vida en el Ejército —sugirió en broma Soren.
—¡Como ordene mi mayor! —aceptó en tono
jocoso Rebero.
—Entonces, cuéntanos sobre el servicio
militar —pidió Fileno, mientras le arrojaba una semilla de la fruta que comía
al pecho de Rebero.
—El Ejército, queridos amigos —comenzó Rebero—
es una entidad para machos, para valientes. Allí solamente vamos los hombres.
—Los hombres que obliga el Ejército —espetó
Soren, con una vehemente dosis de ironía.
—Así hubiera sido obligado, a mí me hubiera
gustado prestar el servicio militar para matar a todos los ricos —interpuso
Fileno—. Con un fusil en mis manos yo hubiera matado hasta el último rico.
—El Ejército no es para matar ricos, sino
para defenderlos —aclaró Soren, quien disentía del servicio militar
obligatorio, por cuanto lo consideraba como un atentado contra la dignidad
humana—. El Ejército es el brazo armado de los dueños del poder político y
económico. Éste está al servicio de esta clase dominante, para proteger sus
intereses. El servicio militar debe acabarse; si los poderosos quieren
seguridad, que la paguen ellos mismos. El servicio militar debe ser voluntario.
Hay muchos a quienes les gusta la guerra...
—Hay que servirle a la patria —interrumpió
Rebero.
—Hay diversas maneras de “servirle a la
patria” —reconoció Soren—, pero no prestaré ningún servicio militar. No sé qué
tenga que hacer, pero jamás pondré mis pies en un cuartel militar. Y de eso
estoy absolutamente seguro —sentenció con una convicción tan profunda que
ninguno de sus interlocutores se atrevió a cuestionar o poner en duda—. Los
militares, además de perder algunos de sus derechos constitucionales, no pueden
pensar libremente, ni cuestionar el orden establecido. Su actitud contestataria
queda totalmente anulada al no poder criticar al sistema sociopolítico imperante.
Luego de estas intervenciones, Rebero les
contó con detalles cómo había sido su servicio militar. Durante cerca de una
hora les relató sus ingratas experiencias vividas al servicio de la patria. A
pesar del accidente que había sufrido y de los malos tratos de que fue víctima,
no alimentaba ningún resentimiento contra la institución castrense.
Frecuentemente tenía pesadillas, producto de las secuelas sicológicas que le
ocasionaron los tratos inadecuados y del balazo que recibió en su cabeza en momentos
en que combatían con integrantes de una fracción insurgente perteneciente a uno
de los movimientos de oposición armada. El servicio militar le había causado un
impacto tan profundo en su psiquis y en su quehacer posterior, reflejado en
ademanes castrenses y en denominar a sus perros con grados militares.
Al término de la amena plática, Fileno
propuso a Rebero que fueran a Calentero a ingerir bebidas embriagantes. Éstos
se despidieron de Soren y se marcharon entonando una canción de moda. Soren
siguió a sus amigos con la mirada. Cuando desaparecieron en el horizonte,
extrajo de su bolso un libro y, acomodándose bajo el guamo, se entregó al
placer de la lectura, mientras se deleitaba con el trinar de los pajaritos que
volaban en su entorno. Un águila, en silencio, se posó sobre un viejo
eucalipto; desde la altura, expectante observaba a Soren y con su potente
mirada podía captar las letras del libro que leía éste.
XVI
—Soren, deseo que
participes en un concurso de cuento —le invitó el profesor de español—. Confío
en tus habilidades como escritor y sé que ganarás ese concurso.
—Agradezco tu invitación y
tu confianza, pero no me motivan los concursos literarios por diversas razones,
entre las que destaco la imposición de criterios, en mi concepto, camisas de
fuerza, como los que condicionan el número de páginas, el número de palabras y
el tema del escrito. Esto, además de atentar contra los derechos a la libertad
de pensamiento, de opinión y de expresión, es antipedagógico y antiacadémico.
Da la impresión de que, tácita, implícita o veladamente, se les estuviera
indicando a los concursantes que “se piense hasta aquí y no se piense más de
allí”; como si se le pusieran límites al pensamiento. No se puede ignorar que
el pensamiento libre no tiene límites ni fronteras. Mientras Thomas Mann (un
espíritu libertario e iconoclasta) necesitó más de 1000 páginas para tratar de
manera brillante y genial el rumbo y el sentido del proyecto de la modernidad
con todas las contorsiones del mercantilismo industrial, en su novela La montaña mágica, Richard Bach (otro
espíritu libre) necesitó menos de 100 páginas para expresarnos el ansia de
libertad, la búsqueda de la perfección, el valor de la amistad, el derecho que
tenemos de ser lo que queramos ser y el encuentro de una razón que justifique
nuestra existencia, en su novela Juan
Salvador Gaviota. El irrefutable éxito e innegable influencia de estas
obras tan grandiosas radica en que sus autores no tuvieron límites para
expresar sus ideas…
—En esta ocasión no hay criterios,
ni condiciones y el tema es libre —le interrumpió el profesor—. Participa, Soren,
esta es la oportunidad.
—Siendo así, entonces
escribiré un cuento, intentando romper con la manera tradicional de
escribirlos, y participaré —aceptó Soren.
Sus profesores de español
y de filosofía le habían reforzado, desde sus primeros años de secundaria, su
vocación por el hábito lector, posiblemente innato en él, por cuanto era amante
de los libros desde que aprendió a leer. No tuvo ninguna influencia familiar
por la lectura, debido a que sus padres no la practicaban, excepto su madre que
leía, tal vez sin entender, la Biblia. Su padre era analfabeto y su madre sólo
había culminado la primaria. En el entorno familiar escaseaban los libros. Por
eso era asiduo visitante de las bibliotecas. Allí disfrutaba en silencio de los
inefables placeres que brindaba la lectura, reservados solamente para los
espíritus inquietos que buscaban reinventar y ampliar su estrecho mundo.
Sin importar que sus
compañeros de estudio, acudiendo a todo tipo de martingalas, buscaban que no
leyera tanto y que más bien se dedicara a la conquista de adolescentes y se entregara al desborde incontrolable del
placer sensorial, él seguía leyendo y cada vez más aumentaba su pasión por los
libros y, por ende, su caudal de conocimientos. “Yo me dedico a la lectura, sin descuidar otras facetas de mi ser
multidimensional como las de enamorarme y disfrutar moderadamente de los
placeres sensoriales”, les aclaraba con frecuencia.
Luego de leer un libro lo
comentaba y discutía con sus profesores, compañeros e Iselda. Así mismo,
participaba en tertulias literarias, en las que intervenía copiosamente. Sus
ocasionales interlocutores lo escuchaban con respeto y atención, formulando
algunos interrogantes que Soren se esmeraba en responder, aclarándoles que no
poseía la “verdad” última sobre los temas de que hablaba, dadas las distintas
aristas desde las cuales se les podía abordar. Su novia Falena se extasiaba con
sus disertaciones sobre el amor y se deleitaba con las poesías que le recitaba,
algunas de ellas de su propia autoría. Su dimensión simbólica se embelesaba con
la poesía de despedida y filosófica. Falena deliraba de entusiasmo cuando oía
recitar de los dulces labios de su amado uno de sus poemas favoritos:
“SE MARCHÓ EL AMOR
Se
marchó sin una despedida.
Su
cuerpo se perdió en lontananza.
Profundo
vacío me dejó su partida.
Con
ella se fue mi esperanza.
Se
marchó sin decir por qué.
Su
cuerpo se perdió en lejanía.
De
mi vida se llevó no sé qué.
Esa
mujer me dejó solo en agonía.
Se
marchó sin importar mi clamor.
Su
cuerpo se perdió en el camino.
Su
partida me dejó profundo dolor.
Sin
ella no sé cuál será mi destino.
Se
marchó sin voltear la mirada.
Su
cuerpo se perdió en la distancia.
Sin
ella no me quedó nada…
Pero
el viento me trae su fragancia”.
XVII
La muerte de la madre de Rebero fue un
lánguido acontecimiento que solamente afectó a éste. Luego de su entierro se
fue a la cantina, en compañía de Fileno, y allí se embriagó como jamás lo había
hecho.
Meses después, gracias al sucedáneo de la
embriaguez, había superado la pena por la muerte de su autoritaria y
manipuladora madre, y pronto se olvidó de ella. Entonces experimentó una
sensación de libertad que nunca antes había experimentado. Se sentía en un
mundo nuevo. Sus renovadas alas se aprestaban a remontarse sobre ignotas
alturas.
Desde niño aspiraba a viajar por algunas
regiones de su país, pero sólo había salido de su terruño natal a prestar
servicio militar durante dos años. Su madre siempre le había cortado sus alas,
impidiéndole volar libremente. Su autoritarismo no le había permitido
enamorarse, ni recorrer la nación como él siempre había querido.
—Fileno, ahora sí me siento libre —confesó en
tono alegre Rebero un día en que se embriagaban en un bar de Calentero—. Tengo
la intención de irme para lejos en búsqueda de una vida diferente a la que he
vivido durante cincuenta años. Me cansé de esta miseria económica y
existencial. Mi mamá me arruinó la vida, pero aún puedo recuperarme.
—Si marcharte te servirá para cambiar de
vida, hazlo cuanto antes —aconsejó Fileno.
—No tengo ataduras que me amarren por acá.
Quiero irme lejos para inventarme otra manera diferente de vivir —suspiró
Rebero, levantando su copa para libar un trago hasta dejar vacío el
recipiente—. Mi espíritu aventurero, oculto en mi ser, me exige que explore
otros lugares y otros modos de vivir.
—¡Qué espera¡ ¡Anímate! ¡Recorra el mundo! —le
animó Fileno, fumándose un cigarrillo—. ¡Consiga una mujer y conforme un hogar!
Yo seguiré por acá tratando de buscarme una.
—He pensado mucho, y mi decisión es irme para
otro lugar; quiero hacer una vida nueva lejos de aquí —convino Rebero,
sintiendo que se emborrachaba—. Yo analizo lo que dice Soren, y reconozco que
está en lo cierto cuando afirma que hay que encontrarle el sentido a la vida
para poder vivirla auténticamente.
—Sí, ese muchacho, a pesar de su juventud,
sabe lo que dice —reconoció Fileno, indicándole al cantinero que les trajera
más bebidas—. Parece como si fuera una persona adulta, como si ya hubiera
vivido mucho.
—Ese joven llegará muy lejos en la vida —acotó
Rebero—. Ojalá lo dejen…
—Llegará, llegará; de eso estoy seguro —afirmó
Fileno, sin saber que el azar es quien gobierna el universo.
En horas de la madrugada debieron abandonar
el establecimiento público, porque el dependiente se disponía a cerrarlo. En
avanzado estado de beodez los dos amigos se marcharon para su lugar de
residencia. Cuando Rebero se acostó, en medio de su borrachera, rememoró una
charla que había sostenido con Soren meses antes:
—¿Qué se siente saber tanto, Soren?
—Satisfacción e insatisfacción.
—¿Cómo?
—¡Sí, satisfacción e
insatisfacción! Me siento satisfecho de conocer y saber del mundo
a través de los libros. Pero me siento insatisfecho porque lo poco que conozco y sé me lo han enseñado los libros; no he vivido. He leído muchas cosas, y vivido muy pocas. Y entre
más leo, más dudas tengo; el conocimiento, en lugar de acercarme a la verdad,
me aleja más de ésta. No sé qué es la verdad, y si no lo sé, ¿cómo hallarla? La única verdad inconcusa es que no sabemos qué es
la verdad. Quien dice poseer la verdad es un ingenuo
o un fanático. ¿Las verdades científicas sólo son aproximaciones a la verdad?
Mientras buscamos la verdad, ¿acumulamos mentiras? El
conocimiento del universo, la vida y el hombre es un infinito e inalcanzable. El conocimiento obtenido hasta
ahora me deja más dudas que certezas. Sin embargo, seguiré buscando e indagando
en libros y, fundamentalmente, en el libro del mundo; preguntando,
preguntándome y dudando de todo lo aprendido, sospechando del conocimiento.
—¿Realmente sirve para algo saber tanto?
—Esa pregunta me la hago frecuentemente, Rebero,
cuando leo, cuando conozco, cuando aprendo. A veces pienso que un filósofo del
pasado estaba en lo cierto cuando afirmó que “la mucha lectura sólo sirve para
hacer ignorantes presuntuosos”.
—Esta miseria de existencia es un
sinsentido.
—Encontrarle sentido a la vida, tal como nos toca vivirla, es un desafío enorme, que a veces no es fácil.
Vivimos tan distraídos y extraviados en la existencia, que no sabemos por qué y
para qué vivimos. Vivimos haciendo lo que podemos y no lo que queremos.
Queremos vivir de una manera, pero las circunstancias nos hacen vivir de otra.
Estamos perdidos y no logramos encontrarnos. El milagro de la vida es un
misterio insondable. La condición humana es frágil y deleznable. Nacemos
débiles y esa debilidad nos mata. Queremos ser, pero escasamente podemos hacer
para poder tener y sobrevivir. Vivimos en la angustia y el desasosiego, pues
sabemos con certeza absoluta (la única certeza que podemos tener) que somos
seres inexorablemente destinados a perecer;
no sabe cuándo, cómo y dónde, pero condenados por la naturaleza a dejar
de ser. No importa el camino que escojamos: ¡cualquiera nos conduce al
insondable abismo de la nada! ¿Qué somos antes de nacer? ¡Nada! ¿Qué seremos
después de morir? ¡Nada! Entonces, ¿qué es la vida? ¿Nada?
—No lo sé. Lo único que sé es que mi vida es una
miseria.
—¿Por qué?
—Tanto trabajar, luchar, bregar, sufrir, ¿y para qué?, ¿qué tengo? ¡Nada! Ni si siquiera un hoyo donde
descansen mis cansados huesos.
—Tienes vida, y eso es suficiente.
—¿A esto que vivo se le puede llamar vida?
—Eso depende de tu manera de percibir,
interpretar y sistematizar tu mundo y el mundo en que vives.
—No entiendo mucho lo que dices, pero supongo que
estás en lo cierto.
—Aunque la vida no es tan dichosa como
quisiéramos, ni entendamos su sentido (si es que lo tiene), hay razones para
disfrutarla mientras vivamos. Nos toca vivirla si queremos vivir.
—Eso lo dices porque eres joven, tienes una
familia normal y, sobre todo, dinero, mucho dinero.
—Tenemos el deber y el derecho de ser felices,
sin importar las circunstancias, accidentes que no tienen por qué afectar
nuestra esencia, nuestra naturaleza humana, el núcleo esencial de nuestro ser.
—¿Qué puedo decirle? Lo único que deseo es no
haber nacido. ¿Nacer para vivir una vida miserable como la que yo vivo? Si a
eso se le puede llamar vida. Soy un cobarde, y mi cobardía me impide quitarme
mi triste vida.
—Nacer es salir de la eterna y apacible quietud de la nada para entrar
en la efímera y agitada vorágine del ser. Se nace para morir. Sólo muere quien
nace.
—¡Mírame aquí, sentado sobre esta piedra, mirando
al inmenso horizonte: pobre, viejo, triste, enfermo y siempre buscando lo que
más se necesita y no se consigue fácilmente: dinero!
—La tiranía del capitalismo nos convierte a todos (pobres y ricos) en
esclavos del dinero. El goce de nuestra ansiada y esquiva libertad se pierde
por ir tras la conquista de los bienes y servicios que se pueden comprar con
dinero. La competitividad, productividad y consumismo de nuestra sociedad, que
se centra en el hacer y el tener, nos esclaviza si no tenemos dinero, que casi
lo compra todo. El dinero vale tanto, que, paradójicamente, no tiene ningún
valor. ¿Acaso se puede comer el dinero? El dinero es tan solo un medio para alcanzar unos fines.
—El dinero no se puede comer, pero sirve para comer. Anhelo otra vida más tranquila, sin afanes, sin
angustias y sin carreras. Uno se pasa la vida corriendo de aquí para allá y de
allá para acá. Nos la pasamos corriendo como perros de cacería.
—¡Ay, la carrera por la vida! ¿Para qué?
Si desde la salida ya la tenemos perdida.
—Yo la perdí antes de nacer.
Semanas después, profundamente convencido de
que en el puerto de su vida ya no había anclas que sujetaran su nueva
embarcación, Rebero soltó las amarras y emprendió su aventurado viaje hacia
otros puertos, sin temor a la incertidumbre.
Aprovechando que su ejército de perros
adquirió la enfermedad canina de hidrofobia, uno a uno los mató con disparos de
escopeta. Sin enterrarlos, se marchó con rumbo desconocido, llevando solamente
la muda de ropa que vestía. Nunca se supo más de él. La parcela pronto se
cubrió con una espesa maleza y la vetusta vivienda se derrumbó, desapareciendo todo vestigio que indicara que
allí, alguna vez, había vivido persona alguna.
XVIII
Después de su última
borrachera, Fileno Rodero decidió buscar el amor en otra mujer. En una finca
vecina a Las Vestales vivían con todas las comodidades y el confort que les
prodigaba su acaudalado padre, Sentano Lorato, cuatro hermosas jovencitas entre
los 15 y los 21 años. Fileno, en su mundo de febriles delirios, fijó sus
quimeras en esas atractivas muchachas. Sin importar todo el aprecio y las
consideraciones que recibía de la familia Lautero Perino, el iluso Fileno orientó
las velas de sus inestables naves con el propósito de cruzar el proceloso
océano que implicaba conquistar a esas esquivas mujeres, y hacia el puerto de
éstas se dispuso a partir.
—Soren, no insisto más con
Iselda. Ella no valoró mi amor —se lamentó Fileno, con un tono que evidenciaba
una profunda frustración, pasando, nerviosamente, de una mano a otra la Biblia
que solía abrir y mirar.
—Esa es
una decisión sabia de tu parte. No se te olvide que aunque estamos abiertos
a todas las posibilidades, no todas las posibilidades están abiertas para nosotros. En ocasiones no es posible alcanzar nuestros objetivos, así se luche
incansablemente. Es indispensable moderar el corazón porque se corre el
riesgo de perder la cabeza. Hay que ser águila para volar sobre abismos. ¿Para qué amar sin ser correspondido? Sólo debemos amar a quien nos corresponda con amor; de lo contrario nos
hacemos daño, y el amor no es para sufrir sino para disfrutar —reflexionó Soren,
mirando el humo del cigarrillo que salía de la nariz y de la boca de Fileno—. No
es que ella no te haya valorado —le aclaró—. El hecho de que no haya
correspondido a su enamoramiento, no implica que no lo valore. Una cosa es amar
y otra valorar…
—Lo cierto es que me
despreció —interrumpió Fileno—. Y como me despreció, decidí irme a trabajar
donde Sentano Lorato. Espero que alguna de las cuatro muchachas acepte mi amor,
y así poder casarme y establecer un hogar.
—Es respetable tu
decisión, pero pienso que no te quedará fácil conquistar a cualquiera de esas
jovencitas. Todas tienen novio. Recuerde que ellas son hijas de un millonario
y, de acuerdo con la tiranía absurda de las costumbres, tradiciones y
convencionalismos, las mujeres ricas se casan con hombres de su misma condición
económica. Es posible que desprecien tu amor…
—No importa que tengan
novio, pero voy a intentarlo —interrumpió Fileno para expresar su aclaración—. Todo
es cuestión de intentarlo, y para lograr mi cometido debo irme a trabajar allá.
Estoy seguro de que podré conquistar a alguna. Yo también tengo derecho a amar.
El amor no es sólo para los ricos, que, para mí, son personas despreciables.
—¿Qué culpa tienen los
ricos de ser ricos?
—No tienen ninguna culpa,
pero son despreciables.
—Si esa es tu manera de
pensar, yo te la respeto, pero estoy en desacuerdo. Las personas, antes que
pobres o ricas, son seres infinitos en posibilidades y tienen una esencia que
no se altera con su condición económica…
—Sea como sea, los ricos
son despreciables, y yo me voy de esta finca para donde Sentano Lorato. Ya lo
pensé detenidamente, y estoy dispuesto a tomar esta decisión, sin importar las
consecuencias.
—¿Ya le comunicaste tu
decisión a mis padres? Recuerde que ellos, mis hermanos y yo te apreciamos y
agradecemos tu trabajo.
—No lo he hecho, pero
pienso hacerlo en los siguientes días, al finalizar este mes.
—Allá tú con tus
decisiones. Lamentaremos tu partida, pero tenemos que aceptarla —expresó
apacible Soren y, con curiosidad, le pidió—: Me gustaría, antes de que te
vayas, que me cuentes por qué tanta obsesión con esa Biblia en inglés que miras
con frecuencia.
—En su debido momento te
cuento. Ahora me voy porque tengo que terminar un trabajo que comencé durante
la mañana —respondió Fileno, mientras se disponía a cargar en su hombro una
herramienta de trabajo para trasladarse a su lugar de faenas agrícolas, sin
sospechar que esta sería la última vez que dialogaría con su portentoso amigo.
Soren se quedó
observándolo en silencio hasta que Fileno se perdió en la distancia. “¡Qué vida tan triste y aciaga la de este
hombre! —pensaba—. Además de no haber
podido disfrutar del amor de sus padres, ahora pretende enamorarse de mujeres
que probablemente no le corresponderán. Si no orienta su amor hacia una mujer,
más o menos de su edad y de su condición social, es difícil que en esta
sociedad, tan convencional, pueda encontrar el amor que tanto anhela. Si no
logra conquistar el amor de una mujer, se estaría perdiendo el disfrute de la
experiencia más maravillosa y plena del universo”. En tanto que Soren
reflexionaba de esta manera, vinieron a su mente los versos de una poesía que
había compuesto tiempo atrás, después de haber leído una de las novelas más
renombradas de la tradición clásica.
“
REALIDAD
Nuestros
incontrolables sentimientos,
cual
cometa al viento,
en
su vaivén incierto,
nos
llevan a la más alta cumbre de la felicidad
o
a los más profundos abismos del dolor.
¿Amar
y sufrir es la ley?
¡No!
Se sufre porque no se sabe amar.
Muchas
veces lo que llamamos amor
no
es más que insaciable deseo,
incontrolable
lujuria,
agobiadora
dependencia
o
esclavizante obsesión.
¿Deseo,
lujuria, dependencia u obsesión?
Perdido
en estas inútiles pasiones
el
ser humano pierde su existencia”.
XIX
Las relaciones entre Iselda
y Soren eran fluidas y se desarrollaban dentro de un ambiente de seguridad,
confianza, respeto, tolerancia y aceptación de las diferencias, no obstante sus
eventuales disensos. A pesar de no convivir con sus padres durante toda la
semana de estudio, se comportaban como jóvenes responsables, entregándose por
entero a su quehacer académico, al descanso, al deporte, a las diversiones
juveniles y a los quehaceres domésticos que la vivienda requería, y así
afianzar su sentido de pertenencia. Los fines de semana y durante las
vacaciones se trasladaban a Las Vestales para compartir con sus padres, su
hermano y disfrutar de las bondades naturales que les brindaba la hacienda:
bosques, valles, montañas, nacimientos de agua, quebradas, pozos para bañarse, árboles
frutales, flora y fauna…
Un sábado que salieron a
cabalgar por la hacienda visitaron uno de los bosques más apacibles de la
estancia campesina. Allí, sentados sobre un grueso árbol caído, sostuvieron el
siguiente diálogo, al tenor del canto de las aves y del sonido de un hontanar:
—¿Cómo sigue tu noviazgo
con Jomar? —preguntó Soren, antes de empezar a deleitar su paladar con una
sabrosa pomarrosa.
—Mi relación afectiva
prosigue al fragor de los celos de Jomar —respondió Iselda luego de recibir una
pomarrosa que le ofreció Soren—. A veces me fastidia con sus celos infundados.
Es posesivo y no quiere sino que hable solamente con él y no lo haga con mis
compañeros. Tiene algunas conductas machistas y manipuladoras. Yo lo amo mucho,
pero sus celos y su inmadurez emocional empiezan a incomodarme. Realmente no sé
qué hacer para que nuestro vínculo afectivo transcurra sin estos
inconvenientes. ¿Por qué será tan celoso?
—Si esa relación les
genera más sinsabores que disfrute, es pertinente que la replanteen. El amor es
para vivirlo intensamente y disfrutarlo como una expresión posibilitadora de
nuestro ser pluridimensional. Si bien es cierto que la convivencia afectiva entre
jóvenes es azarosa y conflictiva, por nuestra misma naturaleza intrínseca de
ser personas que estamos aprendiendo a vivir y amar, también lo es que tenemos
que desarrollar habilidades que nos faciliten esa convivencia sin tantos
desencuentros. Los noviazgos no pueden ser sólo un lecho de rosas, pero tampoco
tienen por qué ser un campo de combate. Para que una relación fluya
normalmente, tiene que dinamizarse por los cauces de la comunicación asertiva y
empática, y por los del respeto y la aceptación de las diferencias, teniendo en
cuenta que estamos insertos en una sociedad democrática y pluralmente diversa —disertó
Soren mirando fijamente a su hermana, quien atendía las elucubraciones de éste
sin interrumpirlo—. En cuanto a que por qué será tan celoso Jomar, es
importante tener en cuenta las probables causas de ese fenómeno psíquico y
emocional. Los celos, según mis lecturas, pueden ser consecuencia de
inseguridad, posesividad, baja autoestima y algo de paranoia. Es cuestión de
dialogar con Jomar para tratar de explorar su posible etiología. Por ahora sólo
puedo recomendarte que dialogues más con él, con el ánimo de que no terminen
autoinfligiéndose daño… En la compleja y agitada dinámica afectiva, el otro no
es quien nos hace daño; el daño nos lo hacemos nosotros mismos con nuestra
inmadurez emocional y nuestros aprendizajes inadecuados del arte de amar.
—¿Y tú cómo vas con tu
novia? —interrogó Iselda, sabedora de que, seguramente, su hermano no tendría
dificultades con su vínculo amoroso.
—Hasta el momento no hemos
tenido inconvenientes que puedan afectarnos relacional y emocionalmente —respondió,
seguro de sí mismo y de la dinámica intrínseca del noviazgo—. No puedo asegurar
con la debida certeza que en el futuro esté exento de conflictos o desacuerdos,
toda vez que los seres humanos nos caracterizamos por la inconsecuencia: hoy
decimos algo, mañana decimos lo contrario; hoy hacemos una afirmación, mañana negamos
lo afirmado; hoy estamos enamorados, pero quién nos garantiza que mañana lo
estemos… Somos seres con una característica muy particular: la levedad. Por eso
somos inconsecuentes, somos veleidosos. Lo importante es ser sincero y honesto
con uno mismo y con la persona que amamos. El respeto por la libertad y por las
diferencias es fundamental en la dinámica de cualquier relación, ya sea de
noviazgo o de matrimonio. La persona con tendencia a la celotipia y a la
intolerancia no respeta la libertad del otro y es incapaz de reconocerlo como
un ser diferente que tiene su peculiar manera de existir en el mundo. Cuando
uno ama, como en la vida, tiene que saber qué quiere y para dónde va —hizo una
breve pausa para inhalar y exhalar ese aire perfumado de las flores de los
árboles donde libaban el néctar las abejas, los colibrís y los pajaritos—. No
sólo necesitamos saber lo que queremos y para dónde vamos, también debemos
tener claridad conceptual para llamar las cosas por su nombre y no
confundirnos…
—Permítame que te
interrumpa. Me gustaría que me dieras algunos ejemplos de “claridad conceptual”
—solicitó Iselda, convencida de que lo que le platicara su hermano le sería de
utilidad para su vida.
—Te daré dos. El primero tiene
que ver con el concepto de cultura. No pocas personas piensan que cultura son
sólo expresiones artísticas, ignorando que cultura es todo el quehacer humano,
material e intelectual. La cultura comprende las industrias, las instituciones
y los valores. En términos coloquiales, se podría decir que cultura es todo lo
hecho por el hombre y naturaleza es todo lo hecho por Dios — explicó, haciendo
una breve pausa para aspirar el aire perfumado—. El segundo tiene que ver con
la evidente confusión que tienen algunos entre sexo, sexualidad y genitalidad. Sexo
quiere decir diferencia. Sexo es lo que somos y no lo que hacemos. Si sexo es
lo que somos, sexualidad es la expresión de lo que somos, la expresión de
nuestras diferencias. La sexualidad forma parte de nuestras expresiones humanas.
Genitalidad es un componente de la sexualidad —puntualizó Soren, e infiriendo
que su respuesta podría resultar muy académica, y con ello aburrir a su
hermana, optó por alterar la dinámica de la conversación—. Si me lo permites,
me gustaría cambiar de tema. ¿Estás de acuerdo?
—Sí —aceptó Iselda—. ¿Ya
escribiste el cuento para concursar? Sé que será muy bueno y ganarás el
concurso.
—Estoy desarrollándolo
mentalmente y un día de estos me siento y lo escribo —respondió sin mucho
entusiasmo, no porque temiera al fracaso, sino porque a él no le atraían los
concursos literarios, puesto que infería que detrás de estos podría ocultarse
una dinámica que atendía a arcanos intereses de las editoriales y de los organizadores
de ese tipo de justas creativas—. En cuanto a lo de “bueno”, esto es muy
relativo. En la narrativa, ya se trate de un cuento, una novela, un ensayo o un
drama, quién puede decir qué es bueno y qué es malo; empezando porque pienso
que no hay quién pueda decir, con la debida certeza, qué es lo bueno y qué es
lo malo. Estos dos adjetivos, en mi opinión, no son más que meras abstracciones
establecidas por la manía clasificatoria de nuestra cultura. Gane o pierda el
concurso, para mí es secundario; lo importante es que a mí me guste el cuento
que escriba; si esto es así, ya me considero ganador.
—Confío en que, además de gustarte, serás el
ganador —le apoyó Iselda, consiente de las capacidades literarias de su
hermano.
—Esperemos que llegue ese
día —puntualizó Soren, dirigiendo su mirada en lontananza, mientras escuchaba
los sonidos encantadores del ambiente natural—. Por el momento, ¿qué te parece
si suspendemos el diálogo y caminamos por el bosque y disfrutamos del silencio?
Presiento que te puedes aburrir de mis disertaciones…
—No —le interrumpió Iselda,
con amabilidad—. No me aburren; por el contrario, las considero de mucho
interés.
—Es posible que a ti te
gusten mis disertaciones, pero para otros no sean de interés. Recuerde que, por
el hecho de ser diferentes, lo que es agradable para algunos, puede resultarle
desagradable a otros.
—Si tú lo dices —convino
Iselda, mirando absorta cómo un arrendajo tejía su intrincado nido en la rama
de un añoso arrayán.
Luego de intercambiar una
fraternal sonrisa, los juveniles hermanos se internaron en el bosque,
contemplando extasiados y silentes los árboles, las plantas, las flores, las
lianas, los frutos silvestres y las aves, que, cantoras, revoloteaban
juguetonas sobre los árboles. Un armadillo, que comía insectos y otros bichos, al
notar la presencia de los jóvenes, se introdujo raudo en su madriguera. El estentóreo
cantar de las guacharacas deleitaba el sensible oído de Soren. Los juveniles
espíritus, ajenos al complejo mundo de los adultos, disfrutaban hasta el
éxtasis del ambiente natural. Embelesados por la magia del bosque se olvidaron
del tiempo y sus premuras, permaneciendo allí durante un rato, luego del cual
procedieron a trasladarse a un pozo aledaño al bosque, al que caía majestuosa
una cristalina cascada. En ese estanque natural se despojaron de sus ropas y,
sobre todo, de sus pudores, y se dispusieron a bañarse. En esa agradable y
recreativa actividad permanecieron durante un prolongado rato, hasta que,
cansados de tanto disfrute de la naturaleza, decidieron volver a casa, montados
en sus caballos a galope tendido.
XX
Por esa época apareció
dentro de los predios de Las Vestales un caballo, cuya procedencia resultó un
enigma. Las primeras conjeturas indicaban que el equino se había salido de la
finca donde pastaba, había empezado a deambular, llegando a la entrada de la
hacienda, y alguna persona que transitaba por allí, infiriendo que ese caballo
era de esa dehesa, le abrió la puerta y lo ingresó allí.
Jantino Lautero dispuso
que el caballo fuera sacado de la finca. Más tarde el equino volvió aparecer
dentro de la estancia rural. Nuevamente fue sacado de esa propiedad. Esta dinámica
se repitió por cuatro ocasiones. Posiblemente, las personas que transitaban por
el lugar abrían la puerta e ingresaban el équido a Las Vestales, pensando
erróneamente que pertenecía a esa hacienda. Jantino decidió dejarlo dentro de
su propiedad, iniciando un proceso de averiguación con los hacendados vecinos
sobre la procedencia del animal. Ninguno dijo ser el dueño del corcel. Entonces
optó por reportar lo sucedido a la autoridad correspondiente, la cual le
recomendó conservarlo en su hacienda, en espera de que apareciera su dueño,
quien debía cancelarle el cuidado y el valor del pasto consumido, advirtiéndole
que no podía ser utilizado en ningún tipo de faenas, tanto de silla como de
carga.
Un día laboral, Fileno
Rodero, prisionero de su frustración, de manera abusiva y subrepticia, amarró
ese caballo, lo ensilló y se marchó para Calentero. Era la primera vez, en todo
el tiempo que llevaba laborando con la familia Lautero Perino, que adoptaba una
conducta de irresponsabilidad y de abandono de sus labores.
En un bar de Calentero se
embriagó, luego montó en el caballo y empezó a recorrer las calles galopando,
sin ningún control sobre éste, que, en ciertos momentos, parecía que iba
atropellar a los transeúntes. A medida que avanzaba por las concurridas calles,
ofrecía en voz alta al caballo. “¡Vendo
este caballo!”, pregonaba con insistencia a las personas que lo observaban
expectantes.
Un hacendado que, por
coincidencia, transitaba por una de las calles por donde pasaba Fileno, reconoció
de inmediato el caballo como de su propiedad.
—¿Por qué tienes ese
caballo? —preguntó expectante el hacendado.
—Porque es mío —respondió
en tono desafiante el embriagado Fileno.
—Ese caballo es mío. Se me
extravió meses antes de mi hacienda. ¿A quién se lo compró?
Ante esta circunstancia, Fileno relató la
forma en que el caballo había llegado a Las Vestales. Sin embargo, el relato
del embriagado Fileno no lo satisfizo y decidió denunciar el posible hurto a la
autoridad. Fileno Rodero fue privado de su libertad y el caballo decomisado.
Instantes después Jantino
Lautero fue citado ante la autoridad para el esclarecimiento del caso. Éste explicó
cómo había llegado a su finca ese caballo. La autoridad, mientras verificó las
informaciones, le pidió permanecer en el despacho. Aclarado el incidente, la
autoridad entregó el caballo a su propietario, luego de demostrar con
documentos ser su legítimo dueño, y cancelar el valor del cuidado y pasto consumido.
Tanto Fileno como Jantino fueron dejados en libertad instantes después.
Reunidos en la hacienda Las
Vestales, al día siguiente Fileno comunicó a su patrón su irrevocable intención
de marcharse a laborar en la finca de Sentano Lorato.
—Ya he laborado durante
algunos años al servicio de esta acogedora familia, pero quiero cambiar de
ambiente y trabajar en otra hacienda —expuso Fileno a su patrón, sin revelar las
verdaderas causas por las que había decidido marcharse de Las Vestales.
—Lamentaremos tu partida,
por el aprecio que te tenemos; pero si esa es tu voluntad, estamos dispuestos a
aceptarla y respetarla. Procederé a realizar tu liquidación con el propósito de
cancelarte todo lo adeudado —dijo Jantino, estrechándole su mano—. Como sé que
eres un trabajador eficiente, tendrás éxito en tu nuevo lugar de trabajo.
Recibida su liquidación,
organizó su pequeña maleta, y, llevando en una de sus manos la Biblia, se
marchó de Las Vestales, luego de despedirse de todas las personas que en ese
momento se encontraban presentes en la hacienda; sin poder hacerlo de su amada
Iselda y de su amigo Soren, quienes no estaban allí en el momento.
Mientras caminaba, sin
voltear la mirada atrás, sentía que una parte muy valiosa de su vida se quedaba
allí: su amor imposible, su amigo y los recuerdos de un pasado alegre y amargo
a la vez. Había crecido junto a esa amable familia, que tanto aprecio le había
brindado. En esa finca se había enamorado por primera vez. Y aunque en el
momento de su triste partida no se encontraba allí su quimera, conservaba la
imagen de su amada en lo más recóndito de su mente. Ella era y sería su primer
amor, así nunca le correspondiera. “¿Quién
puede contra los caprichos del amor?”, preguntó en silencio. Esa locura del
enamoramiento había convertido su vida en un torbellino de sufrimientos, por
cuanto no se resignaba al desprecio. Pensaba, ilusamente, que, huyendo de ese
lugar, podría olvidarla cuando se sintiera amado por cualquiera de las
jovencitas Lorato. Pero a este ruiseñor herido, cuyas frágiles alas le impedían
volar alto, le esperaban aciagos sinsabores…
Agotado de caminar bajo el
inclemente sol, se recostó junto a un árbol para descansar un poco y
recuperarse de la resaca del día anterior que todavía lo mareaba y le disminuía
sus infatigables fuerzas. Luego de fumarse un cigarrillo, miró ensimismado el
horizonte y empezó a hurgar en lo más recóndito de su memoria, entre los celajes
del tiempo, sus escasos, confusos y vagos recuerdos que conservaba de su fatídica
niñez. Su madre, lisiada a causa de una golpiza propinada por su padre, lo
castigaba frecuentemente, lo insultaba y lo sometía a duros trabajos, demasiado
fatigosos para su edad. A su padre tan solo lo veía de vez en cuando, pero
siempre estaba embriagado. Jamás le oyó pronunciar palabra alguna, sin que Fileno
pudiera saber si era mudo o no le gustaba hablar. Recordaba a su silente padre como una persona
jorobada que cojeaba del pie derecho. Aún lo impactaba la ocasión en que su
padre trató de propinarle un machetazo a su madre, pero ésta lo evitó,
colocando como escudo de protección un libro grande, similar al que había
encontrado años después en el basurero. Desde entonces huyó de su casa para
siempre…
XXI
Delmero Fegaro. Así se
llamaba el sacerdote de Calentero. Tenía 33 años. Era bajo de estatura, pero
intelectualmente alto. Había decidido irse al seminario, a los 18 años, no por
convicción propia, ni vocación religiosa, sino porque su madre, un ser
profundamente devoto, lo convenció de que ese era el camino que debía seguir en
la vida si quería encontrar la verdad. Con la finalidad de no contrariar a su
autoritaria madre, Delmero se entregó a la vida eclesiástica, sin que éste
fuera el objetivo primordial de su vida. Sabía, desde pequeño, que lo que las
personas llamaban “verdad”, era un problema de hondura metafísica, ontológica,
filosófica y científica que no era fácil de abordar. Sin embargo, ansioso de ir
en su búsqueda, escogió como opción la cosmovisión religiosa.
Cuando fue ordenado
sacerdote, se le presentó la posibilidad de viajar por algunos países del mundo
en su labor pastoral, teniendo la oportunidad de entrar en contacto con muchos
clérigos, no sólo de su religión, sino de otras religiones. Esta experiencia le
permitió ir tomando conciencia de que la búsqueda de la verdad era un problema
muchísimo más complejo de lo que él pensaba en su adolescencia.
Tras retornar a su patria,
sus superiores lo enviaron a prestar sus servicios religiosos a Calentero, ciudad
que carecía de sacerdote en propiedad desde hacía varios años. Este pueblo,
caracterizado por su acrisolado fervor religioso, lo recibió con jolgorio y vio
en él, desde un principio, no sólo su guía espiritual, sino el salvador del
mundo. Creyente como era, el rebaño confió en que sus diversos problemas y
conflictos existenciales tendrían solución gracias a la intervención del
sacerdote. Seguidores de tradiciones y costumbres, los feligreses lo atosigaron
con ofrendas en dinero y en especies. La llegada del presbítero, que para los
ingenuos creyentes era el símbolo de la redención, colmó de paz y tranquilidad
a la feligresía, porque creían que desde ese instante ya se encontraban más cerca
del reino de los cielos…
Los seguidores del dogma
acudieron masivamente, una vez que el sacerdote asumiera su quehacer pastoral,
a confesarse y a cumplir con el ceremonial y los rituales que impone la
tradición religiosa. Pronto hubo bautizos, primeras comuniones, confirmaciones
y matrimonios. El pueblo disfrutaba de la efervescencia religiosa.
Llevando una vida
totalmente entregada al sacerdocio, el padre Delmero desempeñaba su quehacer
con un alto sentido de la responsabilidad y un encomiable compromiso
sacerdotal. Tenía poco contacto con su feligresía fuera del templo y se
dedicaba, en sus ratos libres, a la lectura de textos filosóficos y
científicos. A medida que leía, releía y reflexionaba, se percataba de que la
búsqueda de la verdad se le complicaba cada vez más. No la veía brillar en el horizonte
próximo. No la avizoraba en el oscuro limbo de la religión, tampoco la
vislumbraba ni en la filosofía, ni en la ciencia. Cada momento que transcurría
le revelaba que la quijotesca empresa de conquistar la verdad, presumiblemente,
no estaba al alcance del ser humano…
Tras permanecer en Calentero
tres años, un día, aprovechando que el templo se encontraba atiborrado de
feligreses, el padre Delmero rompió abruptamente con la dinámica tradicional de
una ceremonia religiosa. Los asistentes se sorprendieron permaneciendo atentos
a la inusual disertación del padre, quien, despojado de sus atuendos propios de
un sacerdote, les decía, mientras caminaba por el pasillo central:
—Apreciados fieles, no les
hablaré del dogma religioso: hoy me propongo ponerle orden a mi vida y, si
vosotros lo permitís, alejarlos del rebaño —pronunciadas estas primeras
palabras, nunca antes dichas por un sacerdote, lo fieles empezaron a sentirse
estupefactos—. En nuestra vida tenemos algunas misiones, entre las que se
encuentra la búsqueda de la verdad. Yo llevo algunos años buscándola, y hasta
ahora no la he encontrado; por el contrario, ni siquiera sé qué es la verdad —aclaró,
haciendo esfuerzos para no callar, ya que su deber religioso le prohibía decir
lo que él pensaba; todo cuanto podía expresar era lo que dijeran las enseñanzas
religiosas—. El hecho de que no sepa qué es la verdad y no la haya encontrado,
no implica que no la siga buscando en otras cosmovisiones. Pero de lo que si
estoy seguro es que a partir de hoy no la seguiré buscando en la religión. Ya
la busqué allí durante quince años, y no la hallé. ¿Qué he encontrado en la
religión? ¡La mentira! —Dilucidada esta pregunta, el padre puso énfasis en la
respuesta. Los asistentes no salían de su asombro; no podían dar crédito a lo
que sus castos oídos escuchaban—. Sí, la mentira. La religión ha mantenido a la
humanidad bajo la influencia de una enorme mentira. Y no sólo le ha mentido
durante milenios, sino que le ha impuesto un patrón acrítico de existencia. Los
creyentes, durante muchos siglos, han creído en seres superiores y en lo que
narran los relatos míticos, porque así se lo hemos dicho los sacerdotes,
replicando escrituras, supuestamente escritas por entes metafísicos, reyes,
profetas y otros fanáticos religiosos —aquí hizo una pausa, mientras seguía
caminando por el pasillo, fijando su mirada en la atónica muchedumbre que,
interiormente, pensaba que el padre era víctima de alguna posesión diabólica.
El rebaño, que estaba absolutamente convencido de la sabiduría religiosa y del
poder divino, no se resignaba a creer lo que oía, precisamente, de su mentor y
guía espiritual. Pensaba que eso era un aviso premonitorio del fin del mundo.
En tanto que los creyentes no salían de su asombro, el sacerdote prosiguió—. Si
quieren buscar la verdad, no la busquen más en la religión; ésta, despojada de
los fanatismos tradicionales, sirve sólo como una manera de vivenciar nuestra
dimensión espiritual, pero no nos permite encontrar la verdad, tan ansiosamente
buscada. Yo los invito a que la busquen en otros saberes y, fundamentalmente,
dentro de vosotros mismos. Busquen la verdad, esté donde esté; pero búsquenla
incansablemente si quieren pensar por vosotros mismos y encontrarle el genuino
sentido a la vida…
Pronunciadas estas
palabras, el sacerdote abandonó meditabundo, pero con su frente en alto, el
templo y se marchó, sin emitir ninguna palabra, por el mismo sendero por donde
tres años antes había llegado al pueblo. Los ensimismados feligreses nunca más
volvieron a saber de ese irreverente sacerdote que los había puesto a dudar de
su fe.
XXII
Durante algunos meses en Calentero
se habló y se comentó de la determinación del sacerdote. Los más creyentes se
negaban a aceptar esa herejía por parte de un enviado divino. En colegios,
casas, plazas, parques, almacenes, tiendas, en fin, en todos los rincones de la
ciudad, el tema de conversación era el inhabitual proceder de ese sacerdote.
Los había dejado confundidos y dudando, y esto les inquietaba demasiado. Este cismático
les había sembrado la duda, y ésta, a pesar de sus reticencias, luchaba por
germinar. Pero la feligresía no podría permitir que su inveterada fe fuera
resquebrajada. Por ese motivo solicitaron a la curia el nombramiento de un
nuevo sacerdote, antes de que la duda echara raíces en sus atávicas creencias.
La única persona que no se sorprendió de la decisión del sacerdote
fue Soren. Cuando se enteró de lo sucedido, se identificó con lo expuesto por
el padre Delmero. Los dos, al respecto, coincidían en la manera de pensar;
pero, respetuoso de las creencias de los demás, nunca exteriorizó la
comprensión relativa a la actitud del prelado. Sólo él fue consciente de las implicaciones
de esta manera libertaria de pensar. Y éstas no se hicieron esperar. Pronto
trascendió a las ciudades vecinas y más tarde se convirtió en noticia nacional
tras el despliegue que hizo la prensa de este proceder subversivo de un
clérigo. Los superiores jerárquicos, desde sus púlpitos y mediante comunicados,
rechazaron y condenaron virulentamente el proceder herético de esa oveja
descarriada de la Iglesia; de ese apóstata que se había atrevido a dudar de la
verdad omnipresente de la religión. La alta jerarquía eclesiástica se
comprometió a limpiar a la iglesia de este tipo de predicadores que se atrevían
a poner en duda los omnipotentes e incuestionables dogmas religiosos.
Asignada la nueva guía
espiritual, toda la feligresía reconfortó su fe y se olvidó para siempre de que
en Calentero alguna vez existió un sacerdote que intentó negar la verdad
religiosa, y, lo más grave aún, pretender socavar la fe tan profundamente
arraigada en el espíritu del rebaño. Para éste, la herejía del canónigo, no fue
más que una burda pesadilla. Sin embargo, algunos siguieron dudando…
Soren, sumido en su mundo
de elucubraciones intelectuales, observaba cómo influía el poder de la religión
en el espíritu de los habitantes de su pueblo natal. Concluyó que el quehacer
cultural condicionaba de una manera profunda la dinámica existencial de cada
uno de ellos. Observando y reflexionando sobre el comportamiento
colectivo de sus conciudadanos, Soren cada día reinventaba nuevas maneras de
comunicación y de interrelaciones, buscando la aceptación de los demás, la comprensión
de éstos y el respeto por las diferencias. A pesar de su juventud era
consciente de que la convivencia armónica y pacífica en sociedad sería posible,
siempre y cuando aprendiéramos a comunicarnos asertiva y empáticamente,
aceptando y respetando las diferencias. Pensaba que los conflictos y los
desencuentros entre las personas se debían, en parte, al inadecuado uso del
lenguaje y a su contundente poder manipulativo. Consciente de las miserias y
grandezas del alma humana, confiaba que en el futuro podría haber un mundo
mejor, capaz de posibilitar una convivencia más fraterna. Deliberando sobre
estos caros ideales se dispuso a escribir el cuento con el que participaría en
el concurso.
XXIII
Soren sentía una ferviente pasión por las
casas viejas campesinas. Solitario le gustaba recorrer los campos de su
municipio en búsqueda de casas viejas y abandonadas. Cada vez que se encontraba
una, se paraba frente a ésta y le embargaba la nostalgia: allí habían vivido
varias generaciones. “Ahí
están, pensaba. Uno las ve y siente profunda nostalgia al verlas. Se ven tan
imponentes y silenciosas; resistiendo, hasta donde pueden, el inexorable
transcurrir del tiempo. Algunas tienen cincuenta, cien, doscientos y hasta más
años. En pie soportan estoicas el azote del viento, la inclemencia del sol, la
pertinaz lluvia y hasta la destructora mano del hombre. En su interior guardan
secretos. Con ojos y oídos invisibles
han visto y oído deambular, en silencio, gritando, riendo, llorando o cantando,
a sus ocasionales moradores. Todo el acontecer desarrollado en sus entrañas lo
han percibido con sus ocultos sentidos. Mudas e impasibles han presenciado
nacimientos y muertes. Dentro de ellas el ser humano ha amado, odiado,
discutido, pensado, descansado, mimado, acariciado, abrazado y hasta golpeado.
Sin decirles adiós a los que parten y saludar a los que llegan, han sido el
puerto donde unos vienen y otros se van. Algunos se han ido para siempre por su
propia voluntad y otros en brazos de la muerte. Cuando una familia las
abandona, otra llega en su lugar. Muchas se han quedado solas, y paulatinamente
se han ido deteriorando hasta caerse y terminar en ruinas. Sobre éstas, en
donde otrora vivieran personas, hogaño crece la maleza. Ninguna casa puede
resistirse a la acción del tiempo”.
—El
tiempo, en su inexorable transcurrir, todo lo cambia, todo lo acaba —le dijo un
día un campesino anciano, quien, apoyándose en un bastón, salía de una casa, a
punto de derrumbarse.
—Ese
es el tiempo: un devorador insaciable —aceptó Soren, pensando que ese hombre
pronto se perdería en el insondable abismo de la nada, devorado por el tiempo.
Dentro de poco, ni él, ni su casa serían recordados. “Hasta los recuerdos se van con el tiempo”, reflexionó, sin dejar de
observar el arrugado rostro del octogenario. Pensando en el anciano y
consciente de nuestra condición finita en un mundo infinito, filosofó de esta
manera: “¡Ay, la carrera por la vida! ¿Para qué,
si desde la salida ya la tenemos perdida?
Sólo muere quien nace. Se nace para morir. La vida es una luz fugaz finita entre dos
oscuridades infinitas. Un constante juego con la muerte. ¡Eso es la vida!”.
Soren, que le inquietaba el inescrutable fenómeno del tiempo, vivía
apasionado por éste, por toda la profundidad metafísica que él encerraba. El
tiempo, cual demiurgo, dada y quitaba la vida. El tiempo que lo inquietaba, no
era el tiempo que marcan los relojes, el tiempo convencional, sino el tiempo
metafísico, aquel que lo instaba a reflexionar sobre su naturaleza. Aunque él
estaba en los albores de su existencia, sabía que el tiempo, tarde o temprano,
se la quitaría. Era consciente de su finitud y de su caducidad. Él, a pesar de
saber que era mortal, se atrevía a vivir auténticamente. No pretendía
sucedáneos que le apartaran de su mente la idea de que, por ley inexorable de
la vida, algún día moriría. “¿Qué es este misterio inextricable llamado
vida?”, se preguntaba con frecuencia. No soslayaba la pregunta de las
preguntas: “¿Quién soy yo?” Vivía
indagando sobre ésta y otras preguntas que le inquietaban profundamente y a la
mayoría no le importaban, porque implicaba pensar reflexivamente; pensar es
difícil, y a muchos no les apasionan las cosas difíciles. “Para qué pensar, si los demás piensan por nosotros”, era la divisa
de quienes no les gustaba pensar, de quienes no les agradaban las empresas
difíciles.
Vivía preguntando y haciéndose preguntas. Buscaba respuestas, y aunque
sabía que cada respuesta le dejaba más incertidumbres que certezas, seguía
preguntando y preguntándose. Preguntaba y se preguntaba con profundidad, porque
preguntar es un modo de ser de la existencia. Preguntaría hasta que un puñado
de tierra le tapara la boca…
Con
su profesor de filosofía discutían sobre los temas cruciales y fundamentales de
la existencia: el amor, la amistad, la verdad, la justicia, el arte, la
belleza, la política, el poder, el ser, la vida, la muerte... Pero el problema
que los inquietaba por igual era el problema de la violencia.
—¿Tú
consideras que el ser humano es violento por naturaleza o por la influencia
cultural? —interrogaba a su profesor de historia Soren.
—He
ahí la gran pregunta que, como muchas otras, seguirá sin respuesta definitiva —reflexionó
el profesor, buscando salir de semejante encrucijada.
El
problema que más inquietaba a Soren, dada su circunstancia existencial, era su
búsqueda de identidad. Tenía perfectamente claro que no podía terminar la
secundaria sin saber quién era él en realidad, dónde estaba y para dónde quería
ir en la vida. El problema de la identidad era para él un problema de
palpitante hondura filosófica, fisiológica, sicológica y sociológica.
Consciente de que si no lograba alcanzar de manera satisfactoria la definición
de su identidad tendría dificultades enormes en su vida adulta, no eludía su
compromiso existencial de consolidar su identidad.
XXIV
Cuando el último año estudiantil de Soren se encontraba en sus
postrimerías, visitó el colegio un delegado del Ministerio de Educación,
encargado de socializar aspectos relacionados con la implementación de un nuevo
modelo productivo de educación y su correspondiente evaluación.
Frente a todo el alumnado, el delegado fue
presentado por el rector quien, siguiendo las tradiciones y los
convencionalismos, de manera artificiosa, ceremonial y solemne, dijo:
—Estudiantes, es un honor para este colegio
contar con la presencia del doctor Rolero Ferilla Valano, ilustre educador que
ostenta los títulos de economista, matemático, ingeniero e investigador —se
ufanó el rector de esa florida presentación, y continuó—. Espero que presten
toda la atención, guardando la compostura y permaneciendo en absoluto silencio,
sin interrumpir ni hacer preguntas a nuestro ilustre visitante, quien viene…
—Gracias, señor rector, por su elocuente
presentación —interrumpió el delegado, acompañando su expresión con ademanes
arrogantes, por cuanto él pensaba que no se merecía menos deferencia del
funcionario y reverencia de los docentes y estudiantes; por eso, con tono
vehemente comenzó su disertación—. El Gobierno nacional, en cabeza de nuestro
perínclito Presidente y del insigne Ministro de Educación, preocupado por la
calidad de la educación ha expedido un conjunto de normas buscando la formación
de jóvenes altamente capacitados y productivos para que contribuyan con el
desarrollo económico de nuestro país y podamos ser más competitivos en los
mercados internacionales. Por eso se implementará una evaluación que responda a
estos ideales de progreso y desarrollo económico…
—¿La educación
sólo está interesada en el desarrollo y progreso económico? —interrumpió Soren,
rompiendo con las interdicciones del rector y con los convencionalismos que
imponen el escuchar sin refutar y cuestionar.
—¡Qué buena
pregunta la del estudiante! La respuesta es un sí contundente y rotundo.
Progreso y desarrollo económico para ser más competitivos en materia comercial.
Necesitamos jóvenes productivos para que el país se desarrolle y crezca
económicamente. Esa es la finalidad de la educación. Por eso se implementará
una evaluación que verifique si las competencias en este sentido se están
logrando a satisfacción…
—Evaluación que
verifique cómo se efectúa convenientemente la domesticación de los estudiantes
—nuevamente interrumpió Soren, con espíritu contestatario.
—Se podría aceptar
que así es —reconoció el funcionario—. Pero así lo exige el modelo social
imperante, que impone la banca internacional y la dinámica política y
económica. El país necesita desarrollarse productiva y económicamente, para
estar a tono con el mundo tecnológico y globalizado en que vivimos.
—Sólo educación
para la producción. ¿Y para la humanización?
—Escuche, joven,
las humanidades se están marginando del sistema educativo. Es una tendencia
universal que el Gobierno está adoptando en esta nación. ¿Para qué las ciencias
sociales? ¿Para qué la filosofía?
Reconozco que la filosofía ha transformado al mundo. Pero necesitamos
hombres productivos y no especulativos. Hombres prácticos y no soñadores. Lo
que necesita nuestra nación son ingenieros, arquitectos, matemáticos, geólogos,
científicos, publicistas, economistas, médicos, investigadores, comerciantes,
trabajadores, personas prácticas y productivas…
El delegado, haciendo énfasis en la educación
de hombres prácticos y productivos, prosiguió con su extensa disertación sobre
el tipo de formación que se proponía implementar el Gobierno en el inmediato
futuro, en procura del ideal pragmático de un país productivo y competitivo.
Al término de su extensa y argumentada
exposición, el funcionario se sentó junto al rector, indicándole a éste que prosiguiera
con el protocolo propio de ese evento.
—Queridos estudiantes, ya escucharon la
brillante y contundente intervención del doctor Rolero. No nos queda otra
opción que implementar y poner en práctica el nuevo modelo de educación, porque
si el Gobierno así lo dispone, se debe proceder en consecuencia —expresó con
aire de sumisión y pusilanimidad el rector y, arreglándose el cuello de la
camisa, prosiguió—. Después de mi intervención, el estudiante Soren Lautero
Perino intervendrá con su participación literaria.
En seguida, el rector emitió un extenso
discurso agradeciendo la presencia del delegado y otras futilezas matizadas de
evidente servilismo y reverencia al visitante, buscando que éste se llevara una
imagen de un funcionario comprometido con la educación, dispuesto a cumplir
fielmente con lo impuesto por el Gobierno Nacional. Apenas culminó su
empalagoso discurso, pidió la participación de Soren.
—Antes de efectuar mi acto literario, deseo
expresar mi opinión sobre lo expuesto por el Señor delegado. Aunque respeto lo
expuesto en su intervención, disiento del modelo educativo que se proyecta
implementar. Dicho modelo no permitirá que los estudiantes piensen
críticamente, por sí mismos, que logren satisfactoriamente la definición de su
identidad, que aprendan a convivir tolerando a los demás y respetando las
diferencias, y que aprendan a solucionar sus conflictos de manera consensuada y
no mediante el uso de la violencia. Ese tipo de educación tan sólo busca la
formación de personas acríticas, que no cuestionen lo establecido, y que se
conviertan en engranajes lubricados para insertarse dócilmente al aparato
productivo. Por esta y otras razones no pienso adelantar ninguna carrera
universitaria; me formaré académicamente mediante la lectura, de manera
autodidacta; muchos de los grandes intelectuales del mundo entero así lo han
hecho. Las universidades entregan títulos, pero no otorgan el que me propongo
alcanzar: el de intelectual —aquí Soren realizó una breve pausa, respiró
hondamente y prosiguió—. A continuación narraré un cuento de mi autoría, el
cual, coincidencialmente, trata de una crítica acerba al modelo educativo para
personas prácticas y productivas.
“SOLEDAD EN SU MUNDO DE ENSOÑACIÓN
—Para empezar, queridos estudiantes, debo hacer la siguiente
aclaración: en mi escuela no hay espacios para la fantasía, la imaginación y la
ensoñación.
La inflexible profesora, luego de sentenciar su “aclaración”,
prosiguió en tono enérgico con su estentórea voz:
—Esta sociedad competitiva requiere de niños prácticos, niños de
acción; no de ilusos soñadores…
Mientras la profesora proseguía disertando sobre la necesidad de
formar “niños prácticos” para la vida laboral, la pequeña, pero inquieta
Soledad, sentada en su incómodo pupitre, cabalgaba en el corcel alado de su
fantasía, su imaginación y su ensoñación hasta un tranquilo bosque con
frondosos árboles, cristalinas aguas y apacibles animales.
Extasiada con la belleza de la estancia rural que la acogía, plena
de encanto observó la gracia y el donaire de una serpiente de coral que
descendía mágicamente desde lo alto de las ramas de un centenario samán.
—Las serpientes son animales repugnantes y peligrosos; son el
símbolo del mal y del engaño—, le había advertido su madre años atrás.
Soledad, embelesada con los colores de la serpiente y con su
particular manera de desplazarse, decidió seguirla, mientras el ofidio se
adentraba en la maraña del bosque.
—¿Cómo caminan las serpientes si no tienen patas, mamá?—, había
preguntado en cierta ocasión Soledad.
—Hija mía, esos animales del demonio parece que no tuvieran patas,
pero las tienen; lo que ocurre es que la persona que se las vea, ¡morirá
inmediatamente!
—Mamá, eso es puro imaginario popular.
Mientras la serpiente continuaba inofensiva y garbosa ocultándose
tras los matorrales, Soledad la seguía intrigada por todo lo que se decía en
contra de esos fantásticos animales. La vio salir del matorral, treparse a un
árbol, cazar un pájaro y descender de él, sumergirse en un arroyo y salir de
éste.
—Las culebras fueron malditas por Dios porque desobedecieron sus
prohibiciones—, le había dicho su madre en una ocasión en que le impartía
clases de religión.
—Mamá, todo eso que me has dicho de las serpientes no son más que
mitos y leyendas.
Mientras la serpiente
danzarina avanzaba por el bosque, Soledad corría tras ella como hechizada por
el indescriptible serpentear de tan fantástico animal. Ensimismada con el
singular espectáculo, prosiguió tras el colorido y llamativo cuerpo del reptil.
Sin perderla de vista ni por un efímero instante, la observó cómo reptaba con
singular encanto por la espesa vegetación. Quería seguirla hasta donde fuera
posible. Siguiéndola, probablemente podría tratar de desentrañar el misterio
que se oculta detrás de los mitos y leyendas.
Luego de varias horas de seguimiento, decidió descansar un poco,
aprovechando que la serpiente se detuvo a engullirse un ratón. Las fuerzas poco
a poco abandonaron a Soledad y sus pasos se hacían cada vez más lentos, a pesar
de las frutas que comía y el agua que bebía. Sacando alientos y valor de lo más
recóndito de su ser, se dispuso a seguirla después que la serpiente continuara
con su largo viaje.
Tras salir del bosque y atravesar la carretera, la serpiente
ascendió rauda por una pendiente y descendió hasta un valle, para luego cruzar
un río e internarse en un árido y caluroso desierto. Soledad, casi sin fuerzas,
la había seguido sin que de sus ojos desapareciera la imagen de aquel animal
que tanto la cautivaba. Adentradas en lo profundo del desierto, la serpiente y
Soledad, hambrientas, sedientas y laceradas por la inclemencia de la arena
caliente, cayeron rendidas. Soledad deliraba, no podía distinguir entre la fantasía
y la realidad. Cuando la serpiente, que yacía, casi muerta, junto a ella, se
puso de espaldas a la arena para evitar que el candente sol quemara su colorida
piel, Soledad le observó las patas, y al instante murieron las dos.
—¡Soledad, despierta!—, gritó la profesora con su atronadora e
imponente voz—. Aquí no se viene a soñar. Ya les aclaré que en mi escuela no
hay espacio para la fantasía, la imaginación y la ensoñación. Aquí sólo
formamos personas prácticas.
—Profesora, no quiero estudiar.
—¿Por qué, Soledad?
—Porque su escuela no me deja aprender”.
XXV
En Calentero, tres
décadas antes, un profesor de filosofía
(que ya se había pensionado)
estableció un espacio de discusión literaria y filosófica, llamado “Navegando ando en ríos de palabras”, el
que funcionaba en un salón de la Casa de la Cultura. Allí acudían algunos
profesores, estudiantes y lectores del pueblo, dos veces por semana. Se
realizaban lecturas críticas y candentes debates sobre literatura y filosofía.
Eran lecturas exegéticas, hermenéuticas, semiológicas, gramaticales, lógicas y
retóricas. Así se facilitaba la comprensión de los textos leídos. Cada sesión
de lectura y discusión eran eventos divertidos y enriquecedores de
conocimiento.
Esa tertulia literaria era famosa no sólo en
Calentero, sino en la región. En ciertas ocasiones asistían profesores y
lectores de algunos municipios aledaños. Gracias a esa notoriedad, el
comandante guerrillero de la zona se enteró y decidió enviar a uno de sus
milicianos a que asistiera, en calidad de lector, a las pláticas literarias. El
disciplinado subversivo, poco a poco, se fue enterando del talante intelectual
de los lectores. Fue así como identificó a Soren como un prometedor joven
intelectual, ya que era consciente de su espíritu crítico que le permitía
adoptar posturas iconoclastas, contestatarias, contenciosas, controversiales,
dialógicas y libertarias. El comandante rebelde, luego de enterarse del
carácter intelectual de Soren, procedió al envío de uno de los adoctrinadores,
con el fin de que entrara en contacto con el joven, y tratara de adoctrinarlo y
atraerlo a la causa subversiva.
Cierto día, cuando Soren se encontraba en la
biblioteca municipal, extasiado en la lectura de “Así hablaba Zarathustra”, de Nietzsche, fue interrumpido por el
adoctrinador insurgente.
—¡Buenos días, amigo Soren! —saludó el visitante, con un tono campechano, mirándolo fijamente,
mientras le ofrecía su mano derecha en ademán de saludo cordial.
—¡Buenos días!—saludó jovialmente Soren al desconocido —.
No eres de Caletero, no te he visto por acá. Sin embargo, bienvenido a este
pueblo y, sobre todo, a esta biblioteca, la cual cuenta con una abundante
cantidad de libros de diversos temas. ¿Te puedo ayudar en algo?
—¡Claro que me puedes ayudar! —musitó el
faccioso, con evidente emotividad—. ¡Eres la persona que necesitamos!
El
adoctrinador era un sujeto alto, un poco delgado, con la cara recién afeitada y
cabellos largos. Se caracterizaba en la guerrilla por ser una persona que leía mucho,
escribía ensayos subversivos,
redactaba panfletos y le apasionaba la
poesía contestataria. A su espíritu alegre, dinámico y dialéctico, se le
agregaba la habilidad en el arte de la palabra. Convencía fácilmente, porque, con sus construcciones lingüísticas,
juegos y artificios del lenguaje, cautivaba y seducía. Gracias a esta destreza, era contundente en el
reclutamiento de adeptos para la causa guerrillera. Luego de sentarse junto a
Soren, se presentó e inició su plática adoctrinadora.
—Mi nombre es Telero. No vivo en Calentero,
pero sé que su gente es emprendedora y progresista —se expresó convencido de lo
que afirmaba, a la vez que tomaba el libro que leía Soren, el cual se
encontraba sobre la mesa, después que éste lo dejara allí para corresponder al
saludo del visitante—. Leyendo al genial Nietzsche, ese
gran pensador de la sospecha. Interesante libro. Lo felicito por ser un lector
de este tipo de lecturas que enseñan a pensar críticamente para cuestionar el
orden cultural establecido —quiso ganarse la confianza de Soren con estos elogios—. Dije que me puedes ayudar y que
eras la persona que necesitamos, porque estoy enterado de su condición de joven
intelectual, amante de la lectura crítica.
—Según los convencionalismos, costumbres y
tradiciones culturales, mis padres me etiquetaron con el nombre de Soren —expresó con cierto dejo de ironía—. Cultivo un considerable
hábito por la lectura y me gusta pensar por mí mismo.
—Soren, admiro a los jóvenes que piensan
diferente y que disienten de los condicionamientos culturales.
—Los jóvenes tenemos el compromiso de
interpretar, desinterpretar y reinterpretar la cultura que nos ha sido dada por
nuestros antepasados, y así poder vivir una existencia auténtica.
—¡Esas son las personas que nuestra causa
revolucionaria necesita! —celebró entusiasmado Telero y, sin más circunloquios,
le espetó uno de sus contundentes interrogantes: —. ¿Qué opina de la lucha
guerrillera?
—En una democracia es legítimo este tipo de lucha por parte de los
grupos de oposición…
—¿Le interesa la causa subversiva?
–interrumpió con actitud entusiasta Telero.
—¿A quién no le interesa la subversión?
–respondió con otra pregunta.
—¿Piensas que la lucha subversiva armada es
una salida para la transformación del sistema social, político y económico
imperante?
—Acepto que la causa subversiva puede
transformar la sociedad, pero estoy convencido que la lucha armada no cambia
ningún sistema imperante. Para lo único que sirve la guerra es para generar
violencia de todo género: terrorismo, asesinatos, desplazamientos, secuestros…
—¡La lucha guerrillera sin violencia no sirve
para cambiar el sistema imperante —interrumpió abruptamente Telero—, porque
quienes detentan el poder no lo cederán con el solo ímpetu de la causa subversiva! La subversión está
profundamente ligada a la violencia armada.
—Disiento de la subversión violenta, porque está
demostrado que en nuestro país es imposible llegar al poder al fragor de las
armas. Soy partidario de la lucha “almada”, de una revolución transformadora,
que solamente tendrá éxito si se
realiza por las vías democráticas, sin acudir a los vejámenes y tropelías de
toda laya. Existen otros caminos no violentos para llegar al poder; la
violencia propicia más violencia. Ninguna revolución violenta ha cambiado
radicalmente el estado de cosas, lo instalado, lo establecido; algunas cosas
cambian para volver luego a lo mismo, bajo otras formas de dominación. Antes de
querer transformar al mundo, sería pertinente preguntarnos qué estamos
haciendo nosotros para orientar nuestra propia vida. Parodiando al escritor
Stefan Zweig, podría decir que el intelectual no tiene otra cosa que hacer sino
establecer y formular claramente las verdades, sin luchar violentamente por ellas —Soren hizo una brevísima pausa, observó detenidamente un colibrí que libaba el néctar de una
flor del jardín de la biblioteca, luego, mirando fijamente a su interlocutor,
continuó—. Sé que en nuestro país los derechos humanos son
pisoteados impunemente. Aunque me identifico con los defensores
de los derechos humanos, disiento de aquellos que ofrendan su vida inútilmente.
¿“Hacerse” matar tan absurdamente por
mantener una lucha desigual contra un Estado violador de los derechos humanos?
No me parece una decisión inteligente. No tiene sentido: ¿tantos defensores de
los derechos humanos asesinados para que todo siga igual? ¿Qué han cambiado
sustancialmente y de fondo esos “mártires”? ¡Cuántos intelectuales, en aras de
su supuesta revolución subversiva, han muerto en este país, para que todo siga igual! ¿Qué han logrado esos intelectuales
inmolados en tantos años de lucha guerrillera? El
fenómeno oprobioso de la violación de los derechos humanos y la injusticia
social prosigue incólume. No comparto las supuestas acciones mesiánicas. ¡Nunca estaría
dispuesto a cargarme un fusil al hombro para hacer revoluciones! Las
revoluciones, aunque suene romántico, son de ideas y no de armas. ¡Qué absurdo!
Matar hombres por la causa de los hombres. Al poder se llega luchando por
combatir la injusticia social y todos los demás males de la nación, planteando
y ejecutando propuestas concretas, sin intereses personales o de partidos
políticos. Después que se entronizan en el poder quienes han llegado a él por
la vía armada, se convierten en tiranos, olvidándose del pueblo y de los
compañeros de lucha. Como ejemplos evidentes y fácticos tenemos…
—Nuestra lucha por el poder es con las armas
–interrumpió para aclarar enfáticamente Telero y le
ofreció un cigarrillo a Soren, pero éste lo rechazó—. La subversión armada y
violenta llegará al poder tarde o temprano, pero llegará. ¡De eso estoy
absolutamente convencido!
—Tu empresa la veo difícil, por no decir que imposible.
—¡Triunfará nuestra causa subversiva en
nuestro país, ya lo verá!
—Respeto y acepto tu manera de pensar, pero
disiento de sus planteamientos. ¡Abandonen las armas y conviértanse en un movimiento político para intentar llegar al poder!
—¡No! ¡Qué partidos políticos ni que dejar las armas! ¡Vamos por el poder con las armas! —refutó con evidente vehemencia Telero—. En lugar de anidar idealismos
románticos, Soren, lo invito a que se una a la lucha guerrillera. Las utopías
no triunfan ni generan cambios estructurales y profundos. Sólo la lucha armada
triunfará.
—La utopía es la que le da sentido a las
luchas. La utopía es el camino que conduce a las revoluciones triunfantes. Seré
fiel a mis “idealismos románticos” y utópicos, porque el mundo tiene que
transformarse pacíficamente; las guerras no han cambiado los sistemas imperantes, sólo han dejado
miserias y ruinas. No tengo ningún interés de vincularme a la guerrilla. Mi
lucha por la transformación la enfoco desde otros escenarios diferentes,
empezando por mi transformación interior…
—¡Con esos ideales no se llega al poder! —interrumpió Telero para expresar su disenso radical.
—No pretendo llegar al poder. Sólo anhelo mi
transformación, para luego, por los caminos democráticos, intentar el cambio
que implica, primeramente, una revolución educativa, tanto a nivel familiar
como escolar…
—¡La lucha debe ser armada! —volvió a
insistir Telero, en tanto abría y cerraba el libro que había tomado de la mesa.
—No. La lucha armada no tiene sentido.
Cuántos intelectuales han muerto en ese modo de confrontación. Es mejor confrontar ideas y no armas. Mentes prodigiosas se han
inmolado inútilmente. Esas mentes, democráticamente, ya hubieran realizado el
cambio que tanto anhela la subversión armada. No tiene sentido ofrendar la vida
por una causa. Ninguna causa justifica el sacrificio de vidas. Respeto a los intelectuales rebeldes, pero
considero estúpido inmolarse por causas que, aunque son importantes y necesarias, no
fructifican. Precisamente, el libro que tienes en tus manos dice que nos
alejemos de los humos de esos sacrificios humanos…
—Si no estás de acuerdo con nuestra causa
revolucionaria armada, no insisto en su adhesión a la lucha insurgente, porque
no serías un guerrillero con el perfil que anhela nuestra lucha rebelde.
—No lo sería –convino Soren—. La revolución en la
que seré un militante
comprometido, será en una revolución democrática.
Telero, luego de escuchar el punto de vista de Soren, se levantó de la
silla, entregó a Soren el libro que leía, y dándole una palmadita en el hombro,
le dijo muy quedo:
—¡Sigue leyendo y haz tu revolución como quieras, que
nosotros haremos a nuestra manera la revolución que el país necesita!
XXVI
Instalado en su nuevo
lugar de trabajo, Fileno continuaba con su mutismo, su introversión y su
compromiso laboral. Desde su llegada había empezado su pretendida conquista de
cualquiera de las cuatro muchachas Lorato. Inició cortejando a Janesi, la
mayor. Ésta era una hembra de unos 21 años; se caracterizaba por ser una mujer
hacendosa y por conservar una luenga caballera ensortijada. Cuando ella descubrió
los galanteos de Fileno, evitó cualquier oportunidad que le fuera propicia a
éste para manifestárselos, en parte porque estaba a punto de casarse y porque
no le atraía físicamente el nuevo empleado.
Como un hombre de retos, Fileno
aceptó las evasivas de Janesi, confiando en que todavía podía intentarlo con
sus tres hermanas. En su primer intento había fallado, pero no podría fallar en
los siguientes. Estaba seguro de que alguna de las otras tres jovencitas
estaría dispuesta a ser su novia y casarse con él.
La cotidianidad
transcurría normalmente para Fileno, quien proseguía con su aburrida vida rutinaria
y vacía, trabajando duro durante la semana y emborrachándose en Calentero el
día de descanso. Su vida acontecía entre el trabajo, la embriaguez y sus
quimeras. Habiendo puesto los ojos en Fentina, de 19 años, inició su virtual
conquista. Una noche, después de un arduo día de trabajo, Fileno, luego de
fumarse un cigarrillo, se acercó a la silla en que se encontraba sentada,
solitaria, Fentina. Los dos iniciaron una conversación amena. Cuando ésta concluía,
Fileno, luchando contra su introversión, se lanzó, como a un río caudaloso, a
la conquista de su dama.
—Fentina, he notado que
los dos nos entendemos y nos divertimos cuando hablamos. Me gustaría que entre
los dos se estableciera una relación, aunque fuera sólo como amigos y esperar
qué nos depare el destino —indicó, sintiendo que las piernas le temblaban y que
le faltaba aire para respirar.
—Ya somos amigos —repuso Fentina
con una sonrisa en sus seductores labios.
—Pero, ¿por qué no
podríamos ser más que simple amigos? —indagó Fileno, mirando fijamente sus
inquietos ojos que armonizaban con su rostro simétrico que tenía un misterioso
poder cautivador.
—¿A qué te refieres con
eso de “más que simple amigos”? —preguntó visiblemente sorprendida Fentina,
quien se recogió el cabello azabache que, ensortijado, de vez en cuando le
cubría parte de su hermoso rostro.
—Novios, si estás de
acuerdo —aclaró Fileno con ganas de huir de allí.
—¿Novios? ¡Cómo se te
ocurre! ¿Acaso no sabes que Nerino Urico, tu compañero de trabajo, es mi novio?
Las palabras de Fentina
fueron un rayo que le fulminó su voz ipso
facto. Fileno enmudeció. La miró con odio e inmediatamente salió de la
vivienda, encendió un cigarro, lo fumó y luego se acostó en su lecho, sin poder
conciliar el sueño en toda la noche.
Fue una de las peores
noches de su aciaga existencia. Una vorágine de confusos pensamientos golpeaba
en su atribulada cabeza y se agitaban como partículas subatómicas dentro de un
átomo, sin poder determinar exactamente ni su posición ni su velocidad. El sistema
planetario de su convulso universo se desequilibró. Todo en su vida era un caos
insoportable. Sentía, impotente, que su mundo podría colapsar. Mundo en el que
estaba solitario, sin quién pudiera auxiliarlo para tratar de recomponer los
mecanismos que se habían desajustado. Su universo no respondía a las leyes
tradicionales, su mundo era incontrolable. Entonces, por primera vez en su vida
se preguntó quién era él en realidad, dónde estaba y para dónde iba; preguntas
que debió habérselas formulado muchos años atrás. Sin una respuesta a sus
inquietudes existenciales, se sintió solitario en su universo. Escrutó y
escruto en su pasado y en su presente, y tuvo que aceptar que estaba solo en
este mundo y sin amor. Cuando se vio al borde del abismo, desesperado buscó una
cuerda que evitara su caída, y cuando estaba a punto de caer al insondable
precipicio se le apareció. “Soren, la única
persona que me comprende, es la cuerda que tal vez impedirá mi inminente caída”,
pensó como si lo gritara en voz alta. Cuando intentó conciliar el sueño, se
percató que ya era hora de levantarse.
XXVII
El nuevo sacerdote de Calentero, Marelvo
Patelo, había resarcido la ofensa que su antecesor le había infligido a la
incontrovertible fe de los creyentes. Este representante de la iglesia era el
símbolo evidente de la existencia de Dios. Con el ánimo de afianzar la fe,
celebraba tres misas diarias y visitaba barrios, veredas y establecimientos
educativos. El rebaño de Calentero, guiado por este fervoroso pastor, llegaría
a la “diestra del padre”. Entre el clérigo y su feligresía existía un
indisoluble matrimonio espiritual.
—Soren, hijo mío, no te he visto en misa —le
reconvino el sacerdote, con acento conciliatorio, en cierta ocasión que se
encontraron casualmente en la biblioteca municipal.
—Después de mi primera comunión no he vuelto
a misa —replicó Soren, mirando a los ojos del canónigo.
—¿Por qué no volvió a misa desde entonces? —quiso
saber el presbítero, mientras invitaba a Soren a que se sentaran en sendas
sillas que se encontraban en un rincón del establecimiento.
—Porque mis lecturas y mis reflexiones me han
indicado que para vivenciar mi dimensión
espiritual no necesito de iglesias, biblias, sacerdotes, ceremoniales, ni
rituales —explicó Soren, colocando sobre un estante de la biblioteca el libro
que estaba leyendo, para sentarse en la silla que su interlocutor le indicaba—.
No necesito de religiones, de fe, ni de creencias para mi espiritualidad,
vivenciada como yo la experimento.
—Pero hiciste tu primera comunión —intervino
el cura.
—Efectivamente, yo la hice, pero ésta fue una
decisión que tomaron mis padres. En ese tiempo aún no pensaba por mí mismo,
ni había leído sobre historia de las
religiones, antropología de la religión, sociología de la religión,
fenomenología de la religión, sicología de la religión y filosofía de la
religión. Como comprenderás, esos saberes arrojan luces sobre la búsqueda de la
verdad.
—¿Eres ateo o creyente? —indagó con profunda
expectación el sacerdote.
—Ni ateo, ni creyente —respondió Soren.
—¿Entonces cómo vives?
—Con mis convicciones y mi propio código de
valores. Vivo de acuerdo a como pienso, porque muchos, incapaces de vivir de
acuerdo a como piensan, terminan pensando como viven…
—¿Tienes algo en contra de la religión? —interrumpió
el clérigo con esta pregunta.
—En contra de la religión, no; sino en contra
de quienes la han utilizado como arma de manipulación y adoctrinamiento
ideológico. La religión, como hecho social, en sí no es ni buena, ni mala. Mi
disenso se orienta hacia el inadecuado uso y el pragmático abuso que se ha
hecho de ésta. Si la religión es, como afirman algunos estudiosos del fenómeno
religioso, la orientación de las personas hacia lo espiritual, ¿entonces por
qué se ha utilizado como ideología política y como herramienta de conquista y
sometimiento? ¿Acaso en su nombre, muchos no han perpetrado impunes tropelías?
Y ni qué hablar de las “guerras santas”. ¡Oh, cuántos religiosos han hecho de
ésta una manera de legitimar la mentira!
—¿Me quieres dar un ejemplo para fundar tus
afirmaciones, Soren?
—La imposición de la monogamia en una
sociedad poligámica por naturaleza. Este gravamen ha contribuido a convertir el
amor en un campo de batalla, la genitalidad en algo sucio y a despreciar
nuestro cuerpo.
—La religión debe evitar la concupiscencia —aclaró
el clérigo.
—¿La represión de los instintos naturales? —preguntó
Soren, matizando su tono de una dosis moderada de ironía.
—Eso ha hecho siempre la religión y ésta es
una de las instituciones tradicionales más antiguas, que ha sobrevivido al paso
del tiempo. Yo sigo las tradiciones de mi religión y las perpetúo en el rebaño.
—Esa restricción instintiva que intentas
perpetuar ha contribuido a incrementar el malestar cultural…
—Tengo la impresión de que eres un poco
subversivo —interrumpió el sacerdote para emitir ese juicio.
—Si ser subversivo es cuestionar lo
establecido, sí soy subversivo —convino Soren, insertando su mirada en el
rostro del religioso—. Pero no me
declaro derechista, izquierdista, capitalista, socialista, idealista,
materialista, racionalista, empirista, ateo, creyente, reaccionario,
adoctrinador, Mesías o profeta… Me declaro buscador de la verdad. Así como reconozco la
gestión humanitaria que ha realizado la religión en el mundo entero, igualmente
acepto que ha ejercido una notoria influencia nefasta en la humanidad —enjuició
Soren.
— Aunque respeto tu manera de pensar,
disiento profundamente de ésta. ¡Vaya con Dios, hijo mío! —declaró el
sacerdote, estrechando la mano de Soren y comunicándole que debía marcharse
porque ya se acercaba la hora de oficiar la misa. Sin embargo, la plática con
este irreverente joven lo dejó inquieto. ¿Sería, acaso, que también le había
fisurado su aquilatada fe?
XXVIII
El tiempo no se detenía y
la vida cotidiana transcurría sin acaecimientos que interrumpieran el sosegado
existir de los calenteros. El año escolar se acercaba a su fin y Soren pronto
terminaría sus estudios secundarios. Había escrito y enviado su cuento al
concurso. También al finalizar el año se conocerían los resultados. Los
hermanos Iselda y Soren proseguían con sus actividades académicas durante la
semana y al culminar ésta viajaban a disfrutar de la cautivadora naturaleza de
Las Vestales.
Falero, por su parte, se
esforzaba por trabajar y progresar. Con el fruto de su esmerado trabajo iba amasando
un pequeño capital que, con la empírica asesoría financiera de su padre, se iba
consolidando.
—No lea tanto, Soren, y
haga como yo: aprenda a negociar; los libros no producen dinero —intervino en
una ocasión, interrumpiéndole su lectura.
—¿Por qué los libros no
producen dinero y los negocios sí? —le pregunto Soren, levantando sus ojos del
libro que leía en silencio.
—Porque no he conocido a
ningún doctor millonario; en cambio sí conozco negociantes millonarios —respondió
en voz alta Falero, como era habitual en él: hablar haciendo énfasis en lo que
expresaba, buscando llamar la atención con sus afirmaciones.
—¿Para qué sirve ser
millonario? —preguntó Soren, mirando con un mohín fraternal a su interlocutor.
—Para vivir mejor,
disfrutar los placeres de la vida y, sobre todo, poder conquistar muchas
mujeres. No se te olvide que las mujeres se conquistan con dinero. Quienes
carecen de él, tienen que conformarse con una sola. Como anhelo tener muchas
mujeres, necesito ser millonario, y esto es lo que me propongo hacer en la
vida. Sólo los millonarios son felices, los pobres son infelices.
—¿Qué es la felicidad? —interrogó
Soren, observando cómo su hermano se ufanaba de la vida de los millonarios.
—No sé, pero supongo que
son todos los lujos que procura el dinero, el dios de la tierra —contestó con
ímpetus de grandeza Falero.
—Hay muchas maneras de ser
y de estar en el mundo. Pobres o ricos tenemos derecho a existir. Mientras yo
disfruto de la lectura, tú puedes disfrutar de tus sueños de riqueza. Lo
importante es procurarnos una manera amena de vivir nuestro aquí y nuestro
ahora como mejor nos apetezca, sin incordiar a los demás. Si tu proyecto de
vida lo pretendes direccionar en torno al ideal de obtener fortuna económica,
aplaudo y respeto tu decisión. Yo, por el momento, exploro diversas formas de
vivir feliz, y por ahora la lectura contribuye, en gran parte, al logro de este
cometido. Veré más adelante qué me depara la existencia. No estoy seguro de
nada, porque lo único que puedo afirmar es que nada puedo afirmar. De lo único
que estoy cierto es de la incertidumbre…
—Ya empezó con su
filosofar —interrumpió Falero—. Siga leyendo tranquilo que yo me voy a trabajar
porque la fortuna y la prosperidad económica me esperan muy pronto.
Sin culminar de expresar
esta manifestación se marchó a vacunar un lote de ganado que esperaba
impaciente en el corral.
Días después un hecho
criminal alteró la tranquilidad de los apacibles calenteros. Atelmo Vejero, un
pequeño comerciante, con su psiquis alterada, presuntamente por la neurosis que
produce el agite de este mundo competitivo, accionó su arma de fuego contra su
esposa, Mileta Fornero, y luego se autoeliminó en presencia de sus dos hijos
adolescentes. Este trágico hecho conmocionó a los ciudadanos de Calentero y de los pueblos aledaños. Durante los días
siguientes mucho se comentó boca a boca y se difundió en los periódicos y
emisoras regionales. El uxoricidio y el suicidio causaron un profundo impacto
en la psiquis colectiva de la comunidad.
Este hecho, absurdo e irracional, fue objeto de reflexión en las instituciones
educativas de Calentero. Los profesores encargaron a Soren para que escribiera
una reflexión sobre la condición humana, la cual fue publicada en el periódico del
colegio, así:
“LA MISERA CONDICION HUMANA
¡He aquí la mísera condición humana!
Temporal,
contingente, voluble, contradictoria, deleznable, desquiciada, violenta,
neurótica, agresiva, finita, absurda, veleidosa, inefable, conflictiva,
cosificada, superficial, masificada, inauténtica, intolerante, alienada,
agresiva, egoísta, turbulenta, mortal, pasajera, insoportable, vesánica…
Existencialmente absurda, ontológicamente sin
sentido y filosóficamente irreflexiva; olvidada de las dimensiones del ser personal:
corporeidad, interioridad, comunicación, afrontamiento, compromiso, libertad y
trascendencia; arrastrada por la corriente de las circunstancias; gobernada por
indómitas pasiones; obnubilada por una doble moralidad; eclipsada por el brillo
oropelesco de los entes; sometida por el imperio de la razón instrumental;
confundida en su búsqueda incansable del dominio de los objetos; perdida en la
racionalidad tecnológica; carente de espíritu crítico; desperdiciada en la
estulticia; condenada a la caducidad…
Destinada a la felicidad, pero expuesta al
dolor y al sufrimiento; realizándose entre el ser y la nada; confundida entre
la realidad y la fantasía; atrapada en la red de los absurdos convencionalismos
sociales; agobiada por el qué dirán; cautiva en una cultura artificial, en ella
viviendo y en ella muriendo; en constante lucha entre lo ideal y lo real;
embrollada en su relación entre el ser y el conocer; comprometida con la
impostura; prisionera en la cárcel del lenguaje; insegura ante la opción por la
levedad o por el peso; alienada con sucedáneos como el poder, el honor, los
elogios, la fama, la adulación, el éxito, el consumo, el fanatismo, la
frivolidad, la superficialidad, los fetiches y la inautenticidad; extraviada en
la existencia…
Amando para después odiar (ambivalencia
afectiva); anhelando un papel en la vida, pero desempeñando otro distinto;
haciendo lo que puede y no lo que quiere; girando en la rueda del hacer, del
tener y del consumir; buscando objetividad en su mundo subjetivo; oscilando al
garete entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño; fluctuando
entre el ser y la nada; librando constantes batallas entre la razón y los
instintos; pretendiendo inútilmente rebasar los estrechos límites que le impone
su mísera condición; anhelando quiméricamente el ideal de justicia; vacilando
entre la verdad y la mentira, sin saber qué es la verdad; precipitándose
inexorablemente hacia el insondable abismo de la nada; venerando ídolos y
despreciándose a sí misma; ufanándose vanamente de poseer la verdad, cuando ni
siquiera sabe qué es la verdad; huyendo
de su ansiada libertad…
Frágil barquilla al vaivén de las
embravecidas y turbulentas olas del inmenso y proceloso mar de la vida…”.
XXIX
El domingo siguiente de su
tercera fallida conquista amorosa, Fileno Rodero, quebrantando su costumbre, no
visitó a Calentero, sino que, en compañía de un perro, se marchó para un enorme
y profundo pozo de agua, localizado en la convergencia de dos caudalosas
quebradas. Al llegar se sentó sobre una enorme roca, encendió un cigarrillo y lo
fumó. El perro se acostó bajo un árbol, observando unos pajaritos que
revoloteaban en la copa de éste.
Fileno, en ese solitario y
silencioso lugar, meditaba sobre los últimos acontecimientos importantes en su
vida, que no eran muchos ni muy significativos, ya que su existencia era
aburrida y monótona. Sus penas de amor crecían proporcionalmente con el ímpetu
de su pasión. A esa edad necesitaba el amor de una mujer y el calor de un hogar.
Tal vez unos hijos contribuirían a darle un sentido a su superflua existencia.
Pero el amor no llegaba y su pasión aumentaba. “¿Qué hacer”?, se preguntó, sin que avistara una salida a esta
encrucijada vital.
Sumido en el proceloso
océano de sus atribulados pensamientos, Fileno contemplaba, profundamente
ensimismado, el vasto horizonte poblado de árboles, montañas, valles,
quebradas, aves y una recua de ganado que pacía cerca. Ni el verdor de la
naturaleza, ni el silencio, ni el trinar de los pajaritos y ni el aletargador
perfume de las flores silvestres le traían paz a su acongojado espíritu.
Perdida su mirada en
lontananza, daba la impresión de que en ese sitio solamente se encontraba su
cuerpo, por cuanto su mente divagaba muy lejos de allí. Por momentos se perdía
en su oscuro pasado y por instantes tornaba al presente. Los ingratos recuerdos
de su azarosa niñez lo fustigaban sin tregua. Rememoraba, con profundo dolor y
nostalgia, momentos en que sus padres, cuyas imágenes se le desvanecían por
instantes, lo maltrataban física y moralmente. Tenía claro que junto a ellos no
había sido un niño como los demás, como los que él contemplaba en su vida de
adulto: niños que jugaban, reían, corrían, saltaban, recibían caricias de sus
padres e iban a la escuela a estudiar.
Del oscuro mundo de su
pasado remoto lo regresó a su presente el bramido de una vaca que se arrimó al
pozo a saciar su sed. El repentino mugir del vacuno lo asustó un poco, a pesar
de su característica ataraxia. Mientras el animal abrevaba tan vital y
cristalino líquido, Fileno lo observaba sin prestar demasiada atención, debido
a que su mente insistía, de manera incontrolable, regresar a su infancia.
Ensimismado en sus
recuerdos, se perdió en los albores de su existencia. Entre las tinieblas de su
infausta niñez recordó, de forma un tanto vaga e imprecisa, el día en que, bajo
una aterradora tempestad, tuvo que abandonar su hogar, con el objeto de evadir
una golpiza que se aprestaba a propinarle su padre. Pasó su primera noche fuera
del hogar en un rancho abandonado, en el que sólo habitaban hambrientos
ratones. Empapado como estaba intentó dormir, pero el frío y la gazuza se lo
impidieron.
Al siguiente día se
despojó de sus sucias y raídas ropas y las puso sobre una piedra para que el
sol las secara. Cuando éstas estuvieron un poco secas, se vistió nuevamente y
se marchó del rancho en búsqueda de algo para comer. Solamente encontró
naranjas y mandarinas, y con ellas sació un poco su voraz apetito.
Luego de vagar durante
todo el día por el campo solitario se encontró, cuando el ocaso se aproximaba a
su fin, con una mujer que llevaba un niño en sus brazos. Fileno, mintiéndole,
le dijo que se había extraviado de su casa y que no recordaba dónde quedaba
ésta. La mujer, dada su condición de madre, se conmovió y lo llevó a su vetusta
vivienda, donde vivía solitaria tras haber sido abandonada por su esposo.
Cuando la campesina le preguntó cómo se llamaba, él respondió que Fileno, sin
revelarle sus apellidos, temiendo que ésta supiera de dónde procedía y lo
devolviera al seno de sus padres, lugar al cual jamás pensaba regresar.
En esa época, Fileno contaba
apenas con seis años. La buena mujer lo albergó, alimentó y vistió durante
aproximadamente un año, al cabo del cual, sin avisarle a ésta, se marchó para
la parte más montañosa de la región y terminó al servicio de una familia
campesina, sin hijos, que tenía una vivienda rústica en la pendiente del cerro El
Perelano. Desde allí podía observar el vasto horizonte y su mirada se perdía en
la inmensidad. Aprendiendo y trabajando en faenas agrícolas fue desarrollando
esa capacidad de trabajar esforzadamente que lo caracterizaba ahora como
adulto.
Esa familia, que le brindó
la posibilidad de aprender a trabajar, era cazurra y se comunicaba muy poco con
él. Le hablaba lo estrictamente necesario, sin brindarle ninguna muestra de
cariño. Como no había niños en la casa ni en las casas vecinas, no tuvo la
oportunidad de jugar con éstos. Nunca jugó con niños. Su niñez, lo mismo que su
vida de adulto, estuvo agobiada por el trabajo, mas no por el inefable placer del
juego.
Luego de permanecer
durante algunos años al servicio de esa familia, que no lo maltrató pero
tampoco le ofreció ningún tipo de afecto, sin previo aviso la abandonó y, tras
caminar durante dos días, cansado y hambriento ancló la frágil carabela de su
aciaga existencia en el puerto seguro y acogedor de la familia Lautero Perino,
la cual le ofreció una cordial bienvenida y le brindó cariño, diversión, trabajo
y comprensión.
El bullicioso cántico de
las guacharacas trajo del pasado al presente al ensimismado Fileno, que,
cansado de estar sentado en la enorme roca, decidió despojarse de sus ropas e
ingresar al pozo a disfrutar de un reconfortante baño. Tratando de olvidar que
era un adulto, intentó divertirse dentro del agua como lo hacían los niños que
él a veces contemplaba jugando. Las aguas diáfanas le permitían observar en el
fondo diversos pececillos que nadaban de manera rauda y sincronizada. Él
trataba de agarrarlos pero ninguno se dejaba atrapar. Absorto en esa
distracción permaneció así durante más de dos horas, como allende del tiempo y del
espacio. De ese agradable letargo lo despertó un lote de ganado que se abalanzó
sobre ese estanque natural a beber agua. Sin embargo, él no abandonó el pozo y,
extasiado como el niño que nunca fue, observaba con detalle cómo bebía esa
manada de sediento ganado.
Cuando el ganado hubo
abandonado el pozo, Fileno sorbió unos tragos de agua, salió, se vistió y, con
paso lento, se dirigió, seguido por el perro, a su lugar de habitación,
fraguando en su convulsa mente nuevas estrategias para proseguir con la
conquista de las hermanas Lorato.
XXX
La campaña política para la Alcaldía de
Calentero había entrado en su etapa definitiva. Pronto se efectuarían las
elecciones. Cada candidato, mediante discursos demagógicos, retóricos y
populistas, buscaba ganar la simpatía de los incautos electores y, de esta
manera, obtener el triunfo en las justas democráticas.
Lupinto Cervero, un hábil y pragmático
candidato, que ya había sido alcalde en dos ocasiones, sabía cómo salir ganador
en la contienda electoral. Adelantándose a sus competidores, convocó a una
reunión a los estudiantes que se aprestaban a concluir sus estudios
secundarios. Sabía que éstos, aún menores de edad, no podrían sufragar; pero
también sabía que sus padres y familiares sí votarían. Si convencía a los
jóvenes —en su opinión, espíritus frágiles, fáciles de convencer—, éstos
persuadirían a sus padres para que votaran por él.
—Jóvenes de Calentero, el futuro de la nación
—empezó su convencional discurso, convencido de que la juventud sería un
receptáculo acrítico para verter en él su demagógica peroración—, los he
convocado, sin ningún interés politiquero —mintió— para socializar mis ideas,
mi programa de gobierno y orientarlos en el arte de la política. Quiero
revolucionar, en presencia de estos espíritus efervescentes e inquietos, el
paradigma tradicional de realizar proselitismo político —volvió a mentir—.
Luego de que escuchen lo que me propongo exponerles, sin retórica, ni demagogia
—incurrió en otra falacia—, estarán seguros de sus convicciones, sabrán lo que
quieren y convencerán a sus padres, familiares y amigos para que voten por mí.
Yo les prometo…
—Pura retórica y demagogia —murmuró uno de
los estudiantes, casi de forma inaudible, interrumpiendo la fluida facundia del
aspirante.
—Permítame, señor
Cervero, que me pronuncie —pidió Soren, con tono moderado—, alterando el ritual
convencional de este tipo de certámenes masificadores, sobre algunos de sus
asertos.
—Sí, puede hacerlo —convino
el interpelado—. Mi talante democrático permite que la juventud se exprese
libremente en estos escenarios participativos. ¡Adelante, joven!
—Aunque no ha terminado
su alocución, encuentro en su exordio, a juzgar por sus construcciones
lingüísticas, por el artificio de sus palabras, que ésta tiene ciertos matices
retóricos, demagógicos y populistas, que en nada subvierten la manera
tradicional de realizar campaña política. Me parece que su disertación, un
tanto artificiosa, despoja a la palabra de su realidad óntica. La política,
tengo entendido, es el arte de gobernar éticamente, buscando la equidad para
todos, o al menos para la mayoría. Si su discurso carece de ética, su manera de
gobernar podría carecer de ésta...
—Jovencito, usted apenas empieza a vivir y no
sabe de política —terció el candidato, adoptando la impostura de un experto en
las lides políticas—. Mi querido joven —dijo irónicamente—, a usted le falta
madurar mucho en los intríngulis y vericuetos de la política, todavía no es un
político.
—En una democracia,
todos somos políticos; ya sea directamente o por representación de otros —refutó
Soren.
El candidato Cervero, con el propósito de no
entrar en controversia con este joven, que evidenciaba una intimidadora actitud
contestataria, en contravía de sus intereses espurios, optó por evitar la
confrontación de ideas, por cuanto la discusión podría exponerlo a perder su
máscara, necesaria para el éxito de su campaña a la alcaldía. En actitud
conciliadora, característica de los demagogos, atemperó sus ánimos, evitando
contender dialécticamente con ese impertinente muchacho que podría
desenmascararlo, y manifestó:
—No pretendo entrar en
confrontaciones dialécticas con éste, ni con ningún otro joven. Mi intención es
que entiendan que el voto, en cualquier estado, fortalece la democracia. Eso
quiero, nada más; sólo eso.
—¿Fortalece la
democracia o perpetúa un sistema imperante? —interrogó Soren, en tono moderado,
pero certero.
El aspirante, sin responder al
cuestionamiento, decidió, abruptamente, pretextando compromisos adquiridos con
antelación, dar por terminada la reunión. Agradeció a los jóvenes —como una
forma de cumplir con un formalismo convencional— su presencia en el evento
proselitista y se marchó, fingiendo una sonrisa, temeroso de que este incómodo
joven hubiera influido en la conciencia de sus contemporáneos y se perdieran
algunos votos.
XXXI
El año escolar terminó. Soren
recibió el título de bachiller. El día de la tradicional ceremonia, a la cual
asistió sin ninguna motivación, debido a que todo lo que procediera de
tradiciones, costumbres y convenciones sociales no le atraían; pensaba que
gracias a este acervo cultural algunas personas se comportaban como corderitos
de un rebaño, haciendo lo que las demás ovejas hacían, sin tener conciencia de
lo que realizaban. Colegía que todos estos condicionamientos sociales, producto
del quehacer cultural en que crecíamos y nos desenvolvíamos, atentaban contra
la genuina individualidad del ser personal. Por eso muchos eran seres anónimos
y sin una identidad propia. La mayoría vivía una vida prestada. La
inautenticidad era la característica de una sociedad manipulada por los medios
de información. En ese maremágnum competitivo y consumista se imponía la lucha
de todos contra todos. Las personas tenían prisa por llegar, no se sabía adónde, pero cuanto antes. Incapaces de vivir
de acuerdo a como pensaban, terminaban pensando como vivían. Perdidas en un
mundo inauténtico, pensaban y vivían mecánicamente, dejándose arrastrar por la
corriente de las circunstancias y naufragando en el proceloso y embravecido mar
de una existencia anodina, mediocre y vacía.
El rector se ufanaba de poder
graduar con honores a Soren Lautero Perino, el mejor bachiller que había pasado
por el colegio. Ese era un día memorable e histórico. Estudiantes de ese
rendimiento académico no se graduaban todos los años. La satisfacción
embriagaba al rector, quien se regocijaba con el éxito de este brillante
bachiller. Ansioso de poder expresar lo que sentía y pensaba en tan magno
evento, el rector inició su discurso ensalzando la personalidad de tan singular
estudiante.
—Queridos graduandos —así
comenzó su acostumbrado y tradicional discurso, el mismo que emitían éste y los
demás rectores de otras instituciones educativas—, en esta ocasión, colmada de
un inefable júbilo, nos disponemos a graduar a un grupo de bachilleres y a
exaltar al mejor bachiller del país —aquí realizó una breve pausa para mirar
fijamente a Soren que, por disposición del rector, estaba sentado en una silla
cerca al atril en que éste emitía su rimbombante discurso—. Qué orgullo es para
mí y para el colegio que dirijo tener la desbordada dicha de graduar al mejor
bachiller de la patria y el mejor estudiante que ha pasado por este colegio;
ninguno como él, nadie mejor que él…
—Permítame interrumpir su
disertación ceremonial —pidió espontáneamente Soren, abrumado por la inmerecida
exaltación, ya que él no se consideraba ni el mejor, ni el peor estudiante;
simplemente había sido un estudiante más, con un ritmo de aprendizaje y unas
capacidades diferentes, pero nunca superiores a las de sus compañeros—. Me
opongo a ser tratado como el mejor estudiante del colegio o como el mejor
bachiller del país. ¿Con qué criterios objetivos y subjetivos los directivos y
autoridades educativas de la nación se atreven a clasificarnos y a dividirnos
caprichosamente entre buenos y malos estudiantes? Esto es un flagrante
atropello a la dignidad humana. Antes que “estudiantes buenos” y “estudiantes
malos”, somos personas diferentes, seres únicos e irrepetibles, con
finalidades, talentos y motivaciones diversas. Este mundo competitivo pretende
clasificarnos, ordenarnos, determinarnos y encasillarnos. No somos una masa
amorfa susceptible de moldear y determinar. Si el actual paradigma científico y
filosófico para la investigación de la naturaleza y la sociedad está regido por
el azar, la indeterminación y la incertidumbre, nos resistimos a la tiranía de
la determinación. Si desde el acto educativo se nos pretende condicionar y
determinar bajo los dictados de la razón instrumental, se nos imposibilita
desarrollarnos como personas capaces de pensar y repensar, y de interpretar,
desinterpretar y reinterpretar el mundo en que vivimos; un mundo hecho y dado
de antemano por otros, de acuerdo con mezquinos y pragmáticos intereses, un
mundo en el que se dificulta el desarrollo de nuestras potencialidades y
capacidades. No estoy de acuerdo con el modelo educativo domesticador que
impone el sistema imperante, que educa para la competencia y no para la
convivencia, para competir y no para compartir, para la competitividad y no
para amistad, para producir y no para vivir, para la producción y no para la
reflexión, para consumir y no para discernir, para el juego del mercado y no
para el juego de la vida, para el negocio y no para el ocio, para parecer y no
para ser… Si queremos una sociedad diferente, capaz de romper con los desgastados
esquemas convencionales, que no dejan vivir una existencia auténtica y
humanizada, necesitamos reinventar el modelo educativo.
—Soren —dijo el rector,
retomando su alocución—, yo también, cansado de repetir lo mismo todos los
años, reconozco que estos protocolos y ceremoniales son mecánicos e
inauténticos. Así mismo, pienso que el modelo educativo no permite el
desarrollo de todo el potencial humano y lucho contra los condicionamientos de
orden social e institucional, ¿pero qué puedo hacer si el Ministerio de Educación
impone la realización de estas ceremonias en la dinámica educativa? No me queda
otra salida que obedecer, debido a que así lo determina el ordenamiento
educativo. Yo devengo un salario de mi quehacer educativo, y si no quiero perder
mi trabajo, tengo que, inexorablemente, cumplir con lo que se me impone. La
libertad es tan solo una quimera.
Hechas estas aclaraciones,
el rector prosiguió con la pomposa ceremonia de graduación. Soren recibió con
honores su diploma de bachiller, pero se rehusó aceptar la distinción como el
mejor bachiller del país; no estuvo dispuesto a dejarse eclipsar por el brillo
oropelesco de las distinciones tradicionales.
El rector reservó para el
final de la ceremonia el anuncio de que Soren, según un comunicado de los
organizadores del concurso de cuento, había sido el apoteósico ganador,
teniendo en cuenta su particular estilo narrativo que rompía con la manera
tradicional y convencional de escribir un cuento.
XXXII
Soren, amante de la libertad,
le gustaba la soledad, no porque huyera de la compañía, sino porque en los
instantes de soledad se encontraba íntimamente consigo mismo. “Soledad
no es sólo carecer de compañía”, sentenciaba. En ese estado reflexionaba profundamente sobre
el mundo que lo rodeaba y en el que
vivía. Sumido en su mundo subjetivo, se entregaba al análisis, al debate
consigo mismo, cuestionaba y se cuestionaba. Se ensimismaba en inquietantes
monólogos. Era consciente de que “pensar la vida, esa era la tarea”, tal como
lo había planteado un filósofo.
Observando y analizando el mundo cotidiano de su contexto y de su
entorno, el mundo lejano del cual se enteraba mediante la lectura y los medios
masivos de información, y la manera de ser y de existir de algunas personas, concluía
que muchos estaban perdidos en la existencia. “Extraviados en su mundo de apariencias y
fetiches, prisioneros en sus esquemas mentales, encerrados en los moldes
tradicionales e instrumentalizados por el contundente y arrollador poder del
consumismo, desprecian todo lo que implique esfuerzo mental, y, por tanto, no
reflexionan sobre la vida que les toca vivir”, se decía interiormente. Se
percataba que el hombre contemporáneo, a pesar de estar rodeado de personas, se
siente solo y extraviado en el ajetreo de la vida moderna; tiene prisa por
llegar, no se sabe a dónde, pero cuanto antes. El hombre de su tiempo, en su
desesperada y alocada búsqueda de salidas a su sinsentido y a su extravío,
recurre a sucedáneos como la fama, el vicio, el consumismo, los
convencionalismos, los halagos, la riqueza, el poder, y termina más alienado y
más perdido. “El ser humano se encuentra extraviado, y no sabe que está
extraviado. Y por estar extraviado no es más que una persona del rebaño, un
hombre borrego. Perdido
y confundido en el aletargador anonimato del rebaño, el hombre borrego pierde
su identidad: él es uno más del montón”, reflexionaba.
Le
llamaba la atención las muchedumbres. “¿Por qué se masifica el hombre? ¿Qué
busca? Quiere conocer a los demás, pero no sabe quién es él. ¿A dónde quiere ir
si no sabe dónde está? ¿Por qué huye de la soledad?”, preguntaba. “Masifica el
deporte, la religión, el consumo, el cine, los conciertos musicales y otros
eventos populares”, reconocía. “Es posible que se masifique y aliene buscando
salidas a la angustia, la ansiedad, la neurosis y al vértigo que
implica vivir en un mundo violento, injusto, competitivo, excluyente, cosificado, masificado, instrumentalizado, inauténtico, superficial y
culturalmente condicionado y determinado”, colegía. “¿El fanatismo por el deporte no
será más que un sucedáneo para olvidar momentáneamente las preocupaciones
diarias? ¿Tiene sentido idolatrar y reverenciar deportistas que nunca se llegarán
a conocer personalmente o no se recibirá algo de ellos en contraprestación por
su alienador fanatismo? ¿Qué ganan los que ganan? En
el auténtico juego de la vida para ganar no se necesita competir. Muchas veces al rehusarnos a jugar, ganamos. ¿Qué ganamos nosotros si ellos ganan? ¡Qué contradicción: ellos en su mundo
de lujo y boato, y el fanático atribulado en su mundo de carencias económicas! ¿Se puede ser
seguidor del deporte sin fanatismos? Sería lo más pertinente. Todo con moderación,
porque entre más grande es la expectación, más grande la satisfacción o la
frustración. De todas maneras, el deporte, como espectáculo, y la religión,
como una manera de control social, cumplen
con su subrepticia función de masificar, alienar y alejar a las personas de sí
mismas, para que, acríticas como viven, no piensen, no reflexionen y no
cuestionen la realidad degradante en que viven, porque eso no le conviene al
establecimiento y al orden político, económico y social imperante”, objetaba.
Los ídolos mediáticos también objeto de su aguda reflexión. “¿Para qué idolatrar ídolos del
espectáculo mediático? Ellos son
personas como los demás: pobres mortales, así crean ingenuamente que la fama y
el reconocimiento público los inmortaliza. Todos los ídolos, producto del enorme poder mediático, incentivan el consumismo y tratan de imponer
veladamente patrones de existencia inauténtica. Quienes pretenden ilusamente
ser como ellos, pierden su identidad, el núcleo esencial de su ser personal. Son famosos porque las circunstancias y los
medios de información así lo deciden, pero no son ni mejores ni peores
personas. Ya se trate de campeones del deporte, artistas, actores, músicos,
gobernantes, empresarios y otros “famosos”, convertidos en “estrellas del
espectáculo mediático”, impulsado por los medios masivos de información, todos
(incluyendo a los seres aparentemente “anónimos”) compartimos la misma
condición: ¡somos seres caducos! Por ineludible ley de la vida estamos
condenados a perdernos en la nada. Entonces, ¿para qué sirve ser famoso, si la
fama no nos exonera de fenecer? ¡Ah, la
estupidez humana no tiene confines! El hombre se distrae adorando ídolos de
barro, mientras se ignora a sí mismo. Vive su vida anhelando ser como sus
ídolos, sin asumir una vida propia, una existencia auténtica. Vive soñando con
un rol ilusorio en la vida, sin disfrutar de su condición única e irrepetible.
Anhela la libertad, pero vive prisionero de los acontecimientos ajenos a su
mundo interior. Vive dejándose arrastrar por la corriente de las
circunstancias. Huye de la confortable soledad para perderse en la vorágine de
la muchedumbre”, razonaba.
Le preocupaba la comunicación
incomunicadora en que vivían las personas. “Por carecer de habilidades
comunicativas, algunas de las conversaciones terminan en disputas
irreconciliables. Muchas personas, prisioneras en la cárcel del lenguaje,
convierten la praxis comunicativa en un canje de agravios”, pensaba. Concebía
el mundo como un escenario violento, lleno de tropelías y otros vejámenes. “La
gente no se siente segura en ningún lugar. Muchos peligros y fenómenos la
acechan: inseguridad, mentira, engaño, apariencia, falsedad, hipocresía,
deslealtad, socaliña, artificio, competencia, consumo insaciable. La sociedad
no es más que un campo de batalla, en donde se registra una lucha de todos
contra todos. Todos quieren ganar, cueste lo que cueste; la competencia voraz
así lo exige. Después del primero, los demás son perdedores, es la divisa. En
la lucha diaria por vivir, no se respeta a los demás, no se reconocen las
diferencias y el otro no es más que un rival que hay que vencer. Algunos viven
al vaivén de sus incontrolables impulsos
instintivos, sin responder por sus actos, causando daño a los demás y haciéndose
daño a sí mismos. Paradójicamente, su mundo emocional (que es su naturaleza, su
esencia íntima), le quita la libertad a quien no tiene dominio sobre sí mismo”,
meditaba.
Consideraba que el mundo, tal
como él lo concebía, no era el ambiente propicio para la consecución del
bienestar. “No me
interesa engendrar hijos en un mundo tan frenético como éste. ¿Para qué? Nacer es
salir de la eterna y apacible quietud de la nada para entrar en la efímera y
agitada vorágine del ser”, cavilaba. Sumergido
en su mundo subjetivo, a veces se preguntaba si la vida, realmente, tendría
sentido, una finalidad concreta. “¿Vale la pena vivir la vida que,
inexorablemente, está determinada a perecer?”, se interrogaba. “¡Qué sinsentido
un ser infinito en un mundo infinito!”, se preguntaba y exclamaba, pero
seguía viviendo y reflexionando.
XXXIII
Tras regresar de otra
hacienda de propiedad de la familia Lorato, localizada en el municipio El Borito,
en donde se encontraba laborando temporalmente, Fileno tenía proyectado
reunirse con su amigo Soren para
contarle un profundo secreto sobre un suceso trascendental que le había
ocurrido durante los años en que vivió con la familia sin hijos en las laderas
del cerro El Perelano; acontecimiento que lo había impactado tanto, y a partir
de entonces había comenzado su tragedia existencial. Igualmente, pensaba
explicarle por qué tenía, casi como un fetiche, la Biblia que había recogido en
el basurero y llevaba siempre consigo. Centradas tenía sus esperanzas en que de
esa conversación saldría la solución para aclarar su confusión emocional que le
impedía vivir feliz y en paz. Confiado como estaba de la sabiduría de su
entrañable amigo, pensaba ilusamente que él tendría la pócima mágica para curar
sus heridas sentimentales e indicarle la manera inequívoca en que podría
conquistar el amor de cualquiera de las hermanas Lorato. Sin sus sabios
consejos no intentaría reactivar sus escarceos amorosos, temeroso de un posible
rechazo, posibilidad que le resultaría difícil de aceptar.
Soren, luego de una sesuda
reflexión, que se prolongó durante varios días, decidió que no estudiaría
ninguna carrera universitaria, por cuanto llegó a la conclusión, a juzgar por sus
lecturas y por los profesionales que él conocía de trato y de oídas, que la
universidad no enseñaba a pensar críticamente y, por ende, desarrollar una
mentalidad iconoclasta, contenciosa, irreverente, contestataria, controversial,
dubitativa, reaccionaria, progresista, desmitificadora, reaccionaria,
independiente, autoconsciente, íntegra, autónoma y libertaria. Ninguna
universidad podría otorgarle el título que él pretendía: el de intelectual. Así
mismo, porque no quería estudios superiores que sólo formaran sujetos
productivos para un mundo mercantilista y competitivo.
Su futuro inmediato
giraría en torno a reclamar el premio del concurso de cuento, adquirir libros y
dedicarse a desempeñar cualquier trabajo para el cual tuviera el talento y la
vocación requerida y en el que se sintiera profundamente realizado.
Con estos ideales en mente
optó por emprender el viaje a la capital de la República. Lejos de su ciudad
natal continuaría buscando su verdad, no sólo en los libros, sino en el libro
del mundo. Quería convertirse en un ciudadano cosmopolita, un ciudadano del
mundo. Sería un intelectual, pero solamente de manera autodidacta. No quería
perder su ser pluridimensional con el rótulo que otorgaba un título
universitario: abogado, médico, ingeniero, arquitecto, filósofo… Se percataba
de que en la dinámica de la sociedad convencional se confundía el ser con el
quehacer. El ser multidimensional, en su opinión, no podía reducirse solamente
a la dimensión laboral, ya que de esta manera se ignoraban otras dimensiones: biológica,
interpersonal, social, histórica, natural, cultural, ontológica, intelectual,
racional, simbólica, sígnica, lingüística, psicoafectiva, estética, ética,
comunicativa, afectivasexual, física, metafísica, política, histórica,
personal, lúdica, económica, ecológica, jurídica, sensible y espiritual, entre
otras como corporeidad, interioridad, afrontamiento, compromiso, libertad,
trascendencia…
A su despedida, además de
su familia, asistió su novia. Soren y Falena, conscientes de que sus metas,
anhelos, ideales y propósitos los llevarían por caminos diferentes, sabían que
su relación afectiva podría marchitarse, porque al separarse por tanto tiempo
era previsible. Sin embargo, acordaron mantener una comunicación hasta que se
atemperara el exacerbado ímpetu de sus juveniles pasiones. Era dolorosa esta
determinación, tomada de mutuo acuerdo, pero los dos sabían quiénes eran, dónde
estaban y para dónde iban en la vida, y no podían quedar prisioneros en un amor
a distancia. En su pequeña maleta sólo llevaba unos libros, pero su mente iba
repleta de sueños, metas, proyectos, ideales, utopías, fantasías… Observando a
su madre, desde la ventanilla del autobús, afloró a su inquieta mente el
recuerdo de una conversación que un día sostuvo su progenitora:
—Si
piensas así de la religión como me has dicho, ¿entonces cómo vas a ir al cielo,
después de tu muerte?
—¿Qué es
el cielo?
—El que nos anuncia la religión católica, donde está Dios; quien,
al final de nuestra vida, nos pedirá cuentas. El cielo es el reino donde nos
espera Dios al morir, si es que somos buenos en vida.
—¿Qué certeza existe de esa afirmación, Sinfonía?
—¡Toda la certeza que se quiera! ¡Lo dicen los sacerdotes, el catecismo
y la biblia! Eso es tan cierto como el día y la noche.
—Si sabe que no existe “el día y la noche”. Eso sólo son juegos de
palabras, artificios del lenguaje. Según la ciencia, lo que llamamos “día” es
cuando el sol está alumbrando, y “la noche” se refiere al momento en que el sol
no está alumbrando, debido a los movimientos de la tierra.
—Soren, eso puede ser cierto, pero es más cierto que Dios existe y nos
pedirá cuentas al morir. Por eso es que es bueno que al morir, Dios nos coja
confesados. Es bueno que lea la biblia para tu salvación eterna.
—Se puede leer la Biblia sin que uno se deje
condicionar o alienar por ella. Para poder cuestionarla o refutarla, o (en el
peor de los casos) someterse acríticamente a sus “enseñanzas” y dogmas, es
necesario leerla. El libro contiene algunas “enseñanzas” que pueden resultar
“útiles” para la vida. Entre ellas destaco una pregunta del Nuevo Testamento,
interrogante que, despojado de su aureola religiosa e interpretado a mi manera,
considero encierra cierta “sabiduría”: ¿De qué le
sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida?”. Yo reformularía la
pregunta de la siguiente manera: “De qué le sirve al hombre conquistar el mundo
entero, si se pierde a sí mismo”. Algunas personas, en ciertas ocasiones, incapaces
de dominar racionalmente sus instintos, pasiones, emociones, apetitos, afectos
o deseos (dominar, no reprimir), toman decisiones inadecuadas que, en la mayoría de
las veces, les hacen perder o poner en riesgo su libertad exterior e interior.
Cuántas personas, eclipsados por el brillo oropelesco de sucedáneos como la
fama, la riqueza, el poder, los cargos públicos, los títulos y los vicios
descuidan el cultivo de su ser, por ir tras la conquista de los entes, cosas y objetos, que
son efímeros, fugaces, contingentes,
perecederos, fungibles, cambiantes, etc. Les interesa más parecer que ser. En
esa lógica ilógica pierden la autenticidad, la genuina identidad (núcleo
esencial del ser humano) y, de paso, a sí mismos.
—Te das
cuenta que
la biblia
enseña. Por eso
no debes
dudar del poder
de la religión. Te lo digo aquí en el parque, frente a la Iglesia.
—Todo lo relacionado con la religión lo pongo en duda, sin que se trate
de un asunto de no creer o creer. La religión, como ya te lo he
dicho, es un problema que invita a pensar profundamente e investigar exhaustivamente.
—Todo lo puede poner en duda, menos dudar de la existencia de Dios,
creador del mundo visible e invisible.
—Es sano dudar racionalmente de todo, mientras buscamos la verdad.
—Dude o no dude, Dios existe, porque eso se ha dicho siempre: me lo
dijeron mis padres, mis profesores, los sacerdotes y el santo Papa, y hasta la
sagrada biblia lo dice. Por todas partes he escuchado que Dios existe, y si lo
dicen, por algo será.
—Esa es una de las debilidades de la condición humana: creer en lo que
se dice, sin refutar, dudar, controvertir, cuestionar, pensar. Nos han dicho y nos dicen tantas
cosas, que muchas de ellas no son más que mentiras. La palabra se hizo para
mentir. Es fácil convencer a través de las palabras. El lenguaje humano tiene
un enorme poder de convicción. El contundente poder de las palabras y el acervo
cultural religioso pretenden imponernos una sola forma de ver el mundo: la
mirada religiosa. Es tanta la influencia religiosa en Calentero que por
doquier me persuado de la contundencia del fenómeno religioso: nombres bíblicos
y del santoral católico (Moisés, David, Abraham, Raquel, Sara, Antonio, José,
Isidro, etc.), fiestas religiosas, actos
litúrgicos, libros religiosos (biblias, catecismos, devocionarios, cartas
encíclicas, epístolas encíclicas, constitución apostólica, exhortaciones
apostólicas, cartas apostólicas, bulas y breves, etc.), objetos y símbolos
religiosos, representaciones e imágenes religiosas (Jesús, Virgen, santos, sacerdotes,
etc.), sacramentos (bautizos, confirmaciones, matrimonios, etc.), expresiones
religiosas (“¡Dios mío”! “¡Virgen Santísima!” “¡Dios me libre y guarde!” “¡Si
Dios me presta la vida!” “¡Mañana nos vemos, si Dios nos presta la vida!”,
“Dios lo puede castigar”, etc.), juramentos poniendo a Dios como testigo,
templos (grandes y llenos de boato: costosas obras de artes, objetos en oro y
plata, pianos, etc., como símbolo del poder de Dios), capillas, pesebres,
árboles de navidad, villancicos, novenas, altares, cruces de diversos tamaños
(en el templo, cementerio, casas, oficinas), templos o iglesias en el
cementerio, en el hospital, en las veredas y otros lugares, monumentos y altares
de la virgen en la ciudad y en el campo, monjas o religiosas en colegios y
hospitales, campanas llamando a misa, oraciones y rezos por aquí, por allá y
por acullá, etcétera, etcétera, etcétera. En fin, religión por todas partes:
templos, familias, colegios, lugares de trabajo, sitios de diversión, calles,
transporte público, etc. Ante la ocurrencia de un fenómeno natural (tormentas,
sismos, derrumbes, relámpagos, truenos, etc.) se acude a invocar santos
para “refrenar” y “controlar” el poder
de la naturaleza. Es imposible que la
mente de los creyentes no quede permeada por la dinámica religiosa y su
impronta no resulte impresa de manera indeleble en su consciente e
inconsciente.
—Es que el mundo es así. Eso ocurre
aquí y en todas partes.
—Eso no es cierto. Eso sólo ocurre en
los lugares donde se practica la religión católica. En otros lugares existen
otras prácticas religiosas muy diferentes y en otras ni siquiera practican
ninguna religión. Todos los seres humanos no practican la misma religión. Hay
muchas religiones. Toda la humanidad no es católica. Existen otras religiones y
otras creencias. Hay otras formas distintas de comprender el mundo.
—¿Cuáles? Solamente la mirada
religiosa es la única forma de ver el mundo, porque es la mirada de Dios.
—Además de la mirada religiosa, hay
otras miradas, cosmovisiones o formas de ver y comprender el mundo: la
científica, la filosófica y la estética. La científica nos explica el mundo
mediante la ciencia o el conocimiento científico. La filosófica nos ayuda a
entender el mundo mediante la razón, la reflexión, el pensamiento. Y la
estética nos permite contemplar el mundo a través del arte y la belleza:
pintura, escultura, arquitectura, música, danza, retórica, literatura, catarsis, formas perfectas yarmónicas, estilos, imágenes, signos, símbolos, etc.
Esas cuatro formas de ver el mundo nos permiten, de manera equilibrada,
comprender el mundo en que vivimos, sin dejarnos manipular por la sola mirada
dogmática de la religión. Eso es lo que yo pretendo: observar, percibir y
entender el mundo con el auxilio de esas cuatro cosmovisiones, sin preferir una
sobre las demás. Y no se puede preferir una de manera exclusiva, desestimando
las otras, porque no estaríamos investigando y tratando de entender el mundo
teniendo en cuenta nuestro ser pluridimensional.
—A mí me enseñaron a comprender el
mundo solamente mediante la religión, y no pienso cambiar, porque podría perder
la fe en Dios. Ya estoy vieja para ponerme a investigar en esas cosmovisiones
que dices. Yo sigo tranquila con mi religión católica; no necesito más. Hijo,
tú que estás joven mire y entienda el mundo como quiera, pero trate de creer en
Dios.
—Si mis lecturas, estudios, investigaciones, cosmovisiones y reflexiones me
llevan, al llegar a mi vejez, a la convicción irrefutable de que Dios existe,
creeré en él.
Después que el vehículo se
puso en marcha y se alejó llevando al ser que tanto amaba, Falena extrajo de su
bolso una poesía que Soren le había escrito el día en que se conocieron, y, con
su cara enjugada en lágrimas, la leyó,
sintiendo que irremediablemente se derrumbaba su juvenil mundo:
“¿QUIÉN ERES TÚ, MUJER?
¿Quién
eres tú, mujer encantadora,
que
con sólo verte me estremezco?
Tus
ojos de mirada arrobadora
dícenme
que tu amor no merezco.
¿Quién
eres tú, lejana estrella,
que
con sólo verte me castigo?
Tu
esbelta silueta, muy bella,
insinúame
no caminará conmigo.
¿Quién
eres tú, dulce tormento,
que
con sólo verte me torturo?
Tu
insondable ser, inefable portento,
predíceme
aciago será mi futuro.
¿Quién eres tú, visión fugaz,
que
con sólo verte me perdí?
Tu
encanto me robó la paz…
Mujer
hermosa, ¿qué será de mí?”.
XXXIV
A la mañana siguiente una
trágica y desgarradora noticia sorprendió hondamente a la familia Lautero
Perino y al pueblo de Calentero: había fallecido trágicamente Soren. Las
primeras informaciones indicaban que la noche anterior se había incendiado el
bus en que viajaba Soren como único pasajero, muriendo incinerado. Las noticias
posteriores confirmaron su muerte, junto con la del conductor del bus. La
investigación de los móviles y las causas del incendio fue asumida por las
autoridades respectivas.
El cadáver calcinado de Soren
fue enterrado en Calentero y el del conductor en Soventero, su lugar de
residencia y nacimiento. Los funerales de Soren, ese joven tan apreciado y
respetado en Calentero, contaron con una masiva asistencia, pero sin ninguna
pompa, ni discursos retóricos e inauténticos, porque ese tipo de frivolidades
convencionales ofenderían su memoria póstuma.
Semanas después el premio
como ganador del concurso le fue entregado a la familia Lautero Perino. Ese
estímulo económico fue donado por la familia a la Alcaldía para la remodelación
de la biblioteca municipal, que de ahí en adelante fue llamada: “Biblioteca Soren Lautero Perino”, en
memoria de un promisorio joven.
Algunos habitantes del pueblo pidieron a la
familia Lautero Perino una copia del cuento ganador para leerlo. Inicialmente
lo buscaron pero no lograron encontrarlo; posiblemente se quedarían sin saber
qué habría escrito.
Mientras su familia se resignaba a la pérdida
de Soren, Fileno, consternado por la trágica desaparición de su entrañable
amigo, se lanzó a la hoguera de su ardiente fantasía. Ya sin las orientaciones
de asumir, por su cuenta y riesgo, la quijotesca empresa de conquistar el amor
de una de las jovencitas Lorato. ¡Era ahora o nunca!
Sus galanteos, sin tiento ni metodología,
culminaron en un rotundo fracaso: ni Keira, de 17 años, ni Yerika, de 15, sucumbieron a los lances
amorosos de Fileno, por las mismas razones por las cuales Jenesi y Fentina lo
habían rechazado: tener novio y estar enamoradas, a punto de casarse. La
primera que cayó en los brazos de Himeneo fue Keira, seguida de Fentina, Jenesi
y, por último, Yerika. Qué contundentes resonaron en su recuerdo las palabras
de Soren: “Aunque estamos abiertos a todas las posibilidades, no todas las
posibilidades están abiertas para nosotros”. Entonces las comprendió
claramente. Tenían mucho sentido. “¿Cómo era posible que una persona que había
vivido poco sabía tanto?”, se preguntó. De este inclemente golpe de la vida, Fileno
nunca logró recuperarse. A su contundente derrota amorosa se unió la temprana
muerte de su amigo. Estos golpes no logró soportarlos a pesar de su peculiar
ataraxia.
Entregado a la bebida descuidó su trabajo y sus
responsabilidades. Al cabo de pocos meses ya no era más que un guiñapo humano.
El licor y el cigarrillo, sumados a sus insuperables penas, incrementaron su
tragedia. Flaco y desgarbado, más parecido a un estafermo que a una persona, se
refugió en los bares y tabernas de Calentero.
Una noche oscura y lluviosa, luego de beber
como nunca lo había hecho, salió de la cantina bajo los nocivos efectos
embriagadores de una mezcla de licores, y se dirigió a su lugar de residencia.
Difícilmente podía mantenerse en pie. “La
vida es una miseria”, gritaba mientras caminaba y sorbía tragos de licor de
una botella que llevaba en sus manos. “Mi
vida ya no es vida”, decía, casi en tono ininteligible. “El amor para mí no fue amor”, pregonaba,
en tanto que abandonaba el pueblo.
Mientras caminaba, preso de la
embriaguez y de su aciaga existencia,
recordó un diálogo que en reciente pasado había sostenido con su amigo Soren:
—¡Qué bella es la naturaleza!
—A mí no me parece. El mundo en que
vivimos es un mundo injusto, infeliz y violento. La realidad es una miseria.
—¿Qué es la realidad, Fileno?
—Lo que todos dicen que es: lo que
pasa, lo que sucede, lo que ocurre, el mundo en que vivimos.
—¿Cuál es el fundamento de esa
realidad?
—No sé. Supongo que debe ser Dios.
—¿Solamente Dios?
—Solamente Dios. Eso se lo he ido a los sacerdotes en la misa, Soren.
—El tema o problema de la realidad es
algo demasiado complejo. Su complejidad empieza por su definición. Muchos
filósofos, científicos y otros investigadores se han preguntado por ese
problema, y ni siquiera se han acercado a su definición. Algunos no saben qué es y en qué
consiste. Se afirma que es la totalidad de lo existente o que es una creación
mental o de la conciencia. Mientras algunos la afirman, otros la niegan.
—Interesante eso que dices. Y aunque
poco sé de lo que hablas, me gustaría escucharte, porque eres una persona agradable para conversar y porque sabes mucho. ¿Cómo
así que unos la niegan y otros la afirman?
—A mí me gusta conversar sobre
algunos temas que no son del dominio popular; no porque quiera mostrarme como
una persona que sabe mucho, sino porque me gusta que los demás adquieran
conocimientos que les ayuden a tratar de comprender el mundo exterior e
interior en que viven.
—Háblame de la realidad.
—No es que yo sepa mucho de estas
cosas tan complejas. Entre más leo y busco el conocimiento, más soy consciente
de que necesito aprender más, obtener más conocimientos. El mundo en que
vivimos es un misterio difícil de comprender. ¿Qué es la vida? Un misterio
insondable. ¿Qué es el amor? No lo sé. ¿Qué es la verdad? No lo sé. ¿Qué es la
justicia? No lo sé. ¿Qué es la belleza? No lo sé. “Sólo sé, que nada sé”, como
decía un filósofo que vivió hace muchos años.
—Sus conversaciones me enseñan y me
hacen olvidar de la amarga realidad en que vivo. Sólo el licor y la embriaguez alivian mis penas.
—El conocimiento te ayudaría a
mitigar tus penas, sin acudir al licor y a la embriaguez. Quizás así vivieras
embriagado pero de dicha, alegría y contento, buscando la embriaguez de la
felicidad.
—Me conformo con el conocimiento de la naturaleza y no con el de los
libros.
—Tanto la naturaleza como los libros
brindan conocimiento. En esas fuentes se
encuentra el conocimiento de lo que llaman realidad, porque las cosas no son lo que
parecen, ni parecen lo que son. Muchas veces las cosas no son como son, sino
como somos nosotros. Entender el problema de la realidad nos ayuda a comprender
lo que es el mundo natural y lo que somos nosotros. De la realidad se predica
de muchas maneras: es la totalidad de lo existente, las cosas que captamos con
los sentidos, los objetos materiales y no materiales, el pensamiento, la
conciencia, las impresiones, las vivencias, los fenómenos, los números, los átomos, la voluntad, Dios, el ser, el cambio, etc.
¿Cuál está en lo cierto? No se sabe. Hay quienes sostienen que la materia es el
fundamento del ser. También hay los que dicen que la conciencia es el
fundamento del ser. Para algunos, la realidad está fuera de nosotros; para
otros, está dentro de nosotros. Las personas que se guían por el sentido común
o actitud natural (que no son filósofos, científicos o investigadores) dicen
que la realidad es todo lo que perciben con los sentidos: cosas, objetos,
personas, animales, etc. Los filósofos, científicos o investigadores ponen en
duda la existencia de esa realidad. Para algunos de ellos, la realidad es pura
apariencia. Muchos niegan la existencia de conceptos tan nombrados como realidad, causalidad, materia, espacio
y tiempo. Por ejemplo, los teóricos de la física o mecánica cuántica, que es
una nueva manera de interpretar, estudiar y comprender el mundo en que vivimos,
afirman que el mundo diario que percibimos con los cinco
sentidos no es la realidad. Han demostrado también que la materia, el espacio y
el tiempo son ilusiones de la percepción. Es por ello que nuestros cuerpos no
pueden ser realidad si ocupan un espacio. La realidad no existe, es mera ilusión.
La realidad no es aquello que parece ser. Lo que existe es energía vibrando a
distintas frecuencias. La teoría cuántica ha planteado
con mayor hondura problemas filosóficos, como el de la relación entre el sujeto
y el objeto, el del conocimiento y la realidad física, el de la causalidad y la
necesidad, el del determinismo e indeterminismo, el de la evidencia física y el
del formalismo matemático, etc. Nos ayuda a comprender nuestro entorno, nuestro
origen, nuestro futuro y, por tanto, a nosotros mismos.
—Interesante tu
disertación. ¿Me puede dar un ejemplo de lo que vemos como realidad, pero que
no es la realidad?
—Sí. Ponle
atención a lo siguiente. Eso que ves ahí pastando frente a nosotros, ¿qué es?
—Una vaca.
—¿Estás
complemente seguro?
—Complementa
seguro. Es una vaca.
—Después de lo
que te voy a explicar, posiblemente no estarás tan seguro de que eso objeto,
cosa o ente que ves sea una vaca. El lenguaje, que es el instrumento que nos
permite expresar con palabras lo que somos y comunicarnos, también nos
confunde. El lenguaje, por ser convencional y arbitrario, nos complica el
problema de la realidad. Dicen los que saben que el lenguaje, a pesar de ser la morada del ser y el
espejo existencial de una comunidad, se inventó para mentir. Aseguran que no
existe ninguna relación directa entre la palabra y el objeto que nombra. Es tan complejo el problema de la llamada “realidad” en el lenguaje, que
cuando denominamos algo, no sabemos con precisión a qué nos referimos. Cuando
alguien dice “veo una vaca”, ¿está seguro que eso que ve o percibe es una
“vaca”? ¿No será más bien que ese alguien ve una cosa, objeto, ente o un ser
que corresponde a lo que convencionalmente denominamos con el nombre o rótulo
de “vaca”? Convencionalmente, ve una vaca; pero, ontológicamente, ve una
substancia compuesta de materia y forma, a la que las convenciones humanas le
han dado el rótulo de “vaca”. Dicen algunos que las palabras no son más que rótulos de las cosas: ponemos rótulos a
las cosas para hablar de ellas… De acuerdo con las
convenciones y los consensos sociales y culturales, eso es una “vaca”; pero,
como ser natural, la “vaca” es un ser vivo, a quien la naturaleza no le ha
asignado ningún nombre o rótulo. Lo que llamamos “vaca”, según la ciencia
moderna, no es más que un conjunto de átomos, en cuyo interior se mueven las
partículas subatómicas en diferentes formas y velocidades. La “vaca” tan sólo
sería un torbellino de ondas y partículas o de átomos que giran a diversas
velocidades y en múltiples direcciones. A ese conjunto de átomos lo llamamos,
por convención, “vaca”, porque así nos lo enseñaron y así lo aprendimos, sin
atrevernos a cuestionar, poner en duda y reflexionar críticamente sobre este
concepto. Es la actitud natural, la del sentido común, la que nos hace aceptar,
acríticamente, todos los nombres, etiquetas o rótulos conque los que nombran (o legisladores del lenguaje) han nombrado las cosas, los
objetos, los entes, los seres, sin indagar si esos conceptos tienen relación
directa o causal con lo que denominamos “real” o “realidad”. Esa “vaca”
también, según los legisladores lingüísticos que le impusieron ese nombre, la
hubieran podido denominar con cualquier otro nombre, sin que por ello se
hubiera alterado la esencia o la naturaleza intrínseca o extrínseca de ese ser,
objeto, ente o cosa. Las construcciones lingüísticas, los juegos del lenguaje o
los artificios del lenguaje “enmascaran” la “realidad”. La palabra “vaca”
solamente existe en el universo del lenguaje.
—Ahora no
sólo pongo en duda eso que llaman vaca; también me sorprende eso tan asombroso
que acabas de decir. Sin embargo, sigo pensando que mi vida o realidad, o lo
que sea, es una miseria. Sigo odiando a los ricos y a los políticos.
—¿Ellos son
los responsables de tu supuesta miseria?
—No sé. Lo
que sé es que los detesto.
—Si no lo
son, ¿por qué los detesta?
—Todos son
unos explotadores, ladrones y corruptos.
—No se debe generalizar. No todos los
ricos y los políticos son así. Es injusto generalizar. Sabemos quiénes son los
ricos. ¿Me podrías decir quiénes son los políticos?
—Los que están en el poder, en el
Gobierno, en la política; los que viven mandando y robando.
—¿Esos son los políticos?
—Esos son.
—¿Sabías que en una democracia todos
somos políticos?
—¿Todos? ¿Cómo así? Y no soy político,
tú no eres político.
—Sí. Todos somos políticos. Por el
hecho de vivir en sociedad, en comunidad, en un Estado, todos somos políticos.
Desde que nacemos vivimos en comunidad. Esa comunidad necesita ser organizada
para que podamos vivir sin mayores contratiempos. Esa manera de organizar la
sociedad es lo que se llama política. Así como el derecho reglamenta la
convivencia en comunidad, la política organiza la convivencia en comunidad o
sociedad. Por eso hay instituciones, hay Estado, hay leyes. Sin política no
podríamos vivir organizadamente en comunidad. Los integrantes de una comunidad
o sociedad somos todos, por esto todos somos políticos. Las personas que
desempeñan cargos de elección popular, como el presidente, los congresistas,
los gobernadores, los alcaldes y otros funcionarios elegidos con nuestros votos
o sufragios, también son políticos, como lo somos nosotros. La
diferencia es que ellos nos representan en la toma de decisiones para la
organización de la sociedad, y nosotros les delegamos, mediante el voto, esa función y esa responsabilidad para tomar las decisiones que
mejor nos convengan para una adecuada
organización de la sociedad. Y aunque algunos de esos funcionarios electos por
votación popular no ejercen con decoro, pulcritud y honestidad la función,
labor o trabajo que deben desempeñar, no implica que todos sean explotadores,
ladrones, corruptos. Tal parece que algunas personas son, por naturaleza, seres antisociales, perversos.
—Si, eso parece.
Caminando y dando tumbos llegó hasta la mitad
del recorrido y se detuvo, casi sin poder sostenerse parado, a un lado de la
vía. Como no era consciente de su lamentable estado, se recostó sobre el tronco
de un frágil árbol que estaba al filo de un profundo abismo. El árbol cedió y Fileno
cayó al precipicio y se desnucó al golpearse con una enorme piedra en el lecho
de una caudalosa quebrada que arrastró su inerte cuerpo.
Al tercer día bañistas ocasionales
encontraron el cadáver de Fileno flotando en un pozo y dieron informes a las
autoridades. La familia Lautero Perino asumió los gastos funerarios y fueron
las únicas personas que asistieron a su sepelio. Había muerto un hombre, que
para muchos fue un ser anónimo, una persona que nunca existió, un ser que vivió
sin haber vivido, como muchos otros seres que ignoran que vivir no es sólo
estar en el mundo. La muerte fue el final de su tragedia.
Así, de esta fatal manera, se habían apagado
dos llamas ante el ímpetu del viento. Los caminos de Soren Lautero y Fileno
Rodero, dos grandiosos seres, demasiado grandes para ser pequeños, no iban para
donde ellos iban. ¿El camino de Rebero Galber iría para donde éste iba? ¡Nunca
se supo!
FIN
Meses después, luego de una minuciosa
búsqueda, Iselda encontró dentro de un libro, oculto en el cuarto de los
trebejos, una copia del cuento. Ansiosa de saber de qué se trataba, procedió a
leerlo en voz alta:
“UNA CONFUSION SEMÁNTICA
—¿Usted cómo se llama?
—Yo no me llamo, a mí me llaman. Yo no me llamo, los demás son quienes me llaman.
Yo no me defino, los demás me definen.
—Yo le pregunto por su identidad
—¿Mi identidad? ¿Es necesario referirle mi
identidad?
—Sí, necesito saber cuál es su identidad.
—Aunque es una pregunta difícil, trataré de
responderla.
—¿Difícil?
—Sí, ¡muy difícil!
—Necesito saber quién es usted.
—¿Quién soy yo? Ésta sí que es una pregunta más
difícil aún de responder. ¡Qué mortal puede comprender su propia esencia! A mí
me llaman con un nombre que me fue impuesto, pero éste no define mi esencia, ni
mi naturaleza humana. Ni el nombre, ni el apodo constituyen la identidad más
íntima de una persona, su núcleo de identidad personal, que es el ser más
íntimo que cada uno es. Más allá del nombre al cual respondo, soy una persona
infinita en posibilidades, gregaria y contingente, con sueños y metas, que
busca una identidad auténtica; me considero un ser frágil ante la acción de la
naturaleza, y persigo la esquiva felicidad en una sociedad, producto de una
cultura programada de absurdos convencionalismos, inveteradas tradiciones y
acríticas costumbres que no me dejan vivir…
—¿Acaso no sabe quién es usted? Yo sí sé. Yo
soy el juez. Y de ahora en adelante llámame señor juez.
—¿Entonces usted confunde el ser con el
hacer?
—¿Cómo así que confundo el ser con el hacer?
—Porque pretende definir su esencia y su
naturaleza intrínseca con la profesión que desempeña, confundiendo así su ser
con su hacer…
—¡Basta! ¿Quién es usted?
—¡Qué pregunta tan compleja! Saber quién soy
implica conocerme a mí mismo. Señor juez, el conocimiento de uno mismo es uno
de los problemas que más ha inquietado al hombre desde que es hombre, y cuando
digo hombre me refiero a los seres humanos. Responder a sus preguntas
demandaría de un tiempo prudencial, porque…
—La justicia no dispone de tiempo…
—Si sus preguntas de cuál es mi identidad y
quién soy me las formula de manera superficial, se las puedo responder de
manera superficial; pero si me las plantea con profundidad, necesito tiempo
prudencial para tratar de contestárselas.
—Como el tiempo apremia, contéstamelas de
manera superficial.
—A mí me llaman Libertario Dialéctico
Iconoclasta.
—¿Ése es un nombre de persona?
—Los nombres, señor juez, son convención y
consentimiento de los hombres, tienen su origen en la ley y en el uso…
—Le pregunto qué si ése es su nombre…
—Sí, a si me llaman.
—¿Por qué dices que las preguntas sobre la
identidad y la del saber quién es usted, formuladas con profundidad, no son
fáciles de contestar?
—Porque resolver el problema de la identidad
es una tarea compleja que se inicia en los albores de nuestra adolescencia, y
si no lo sabemos hacer, es posible que nunca definamos nuestra identidad. El
logro satisfactorio de nuestra identidad implica saber, entre otras inquietudes
existenciales, ¿quiénes somos?, ¿dónde estamos? y ¿para dónde vamos? La
identidad es la esencia de nuestro ser…
—En aras de la rapidez y la eficacia de la
justicia no hay tiempo para responder a esas preguntas que no le interesan a la
justicia.
—¿No le interesan a la justicia? Entonces,
¿qué le interesa a la justicia?
—Lo justo.
—¿Y qué es lo justo?
—Lo justo es… ¿Lo justo? Lo justo es lo
justo… Ah, pero no trate de confundirme. Lo que, por ahora, le interesa a la justicia
es, precisamente, hacer justicia.
—¿Qué es hacer justicia?
—Investigar y esclarecer los crímenes.
—¿Eso es hacer justicia, señor juez?
—No más preguntas. Aquí el que pregunta soy
yo. Por ahora, para cumplir con los formalismos de ley, necesito que jures
decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
—¿Qué es jurar?
—Según el diccionario, es “afirmar o negar algo, poniendo por testigo a Dios, o en sí mismo o
en sus criaturas”.
—¿“Testigo a Dios”? ¿Qué es Dios? ¿Quién es Dios?
—¿No sabes qué es y quién es Dios? Todos lo saben.
—¿Todos? Yo no lo sé.
—El único Dios, el creador, el todopoderoso, el rey de reyes, el
amo de todo lo existente.
—Ese es el Dios judeocristiano. ¿Luego no hay otros dioses?
—Sí, pero esos dioses no nos interesan.
—A mí me interesan todos y no me interesa ninguno…
—No siga, Libertario, porque este tema es sagrado y la justicia no
permite la herejía. Aunque reconozco que el problema de Dios es complejo,
necesito que me diga la verdad.
—¿Que es la verdad, señor juez?
—La verdad es la verdad. ¿Acaso no sabe qué
es la verdad?
—No lo sé, y no creo que haya persona alguna
que sepa ¿qué es la verdad?
—¿Qué no sabe qué es la verdad?
—¿Y usted si lo sabe, señor juez?
—¡Claro que lo sé! Por algo represento a la
justicia, que es la encargada de buscar y hacer brillar la luz de la verdad en
el limbo oscuro de la criminalidad.
—Si lo sabe, entonces ¿qué es la verdad,
señor juez?
—La verdad es decir lo que es.
—¿Esa es la verdad?
—Sí.
— Esa es una definición de la verdad, su “verdad”.
¿Pero qué tipo de verdad quiere que yo le diga? ¿La verdad lógica? ¿La verdad
ontológica? ¿La verdad de hecho? ¿La verdad de razón? ¿La verdad pragmática?
¿La verdad sintética? ¿La verdad analítica? ¿La verdad semántica? ¿La verdad
verbal? ¿La verdad apodíctica? ¿La verdad moral? ¿La verdad diacrónica? ¿La
verdad sincrónica? Examinemos, por ejemplo, la verdad ontológica y la verdad
lógica. La verdad ontológica es la
adecuación o la conformidad de la cosa, el ser, el ente, la realidad, el
fenómeno o el objeto con el pensamiento, el yo, el intelecto, la inteligencia,
el entendimiento o la idea. La verdad lógica es la adecuación o la conformidad
del pensamiento, el yo, el intelecto, la inteligencia, el entendimiento o la
idea con la cosa, el ser, el ente, la realidad, el fenómeno o el objeto. La
verdad ontológica se da a nivel del concepto. La verdad lógica se da a nivel
del juicio. A través de la verdad ontológica logramos un conocimiento
sintético, absoluto, especulativo e intuitivo, propio de la metafísica; busca
conocer la realidad inefable o la esencia de las cosas. Mediante la verdad
lógica se obtiene un conocimiento analítico, reflexivo, relativo, práctico,
fragmentario y abstracto, propio de la ciencia; tiende a la manipulación de los
objetos…
—No trate de confundirme. Quiero que me diga
la verdad, la verdad verdadera.
—No sé qué es la verdad. Ésta es una de las
preguntas más complejas que ha formulado la humanidad, y todavía no se ha
encontrado una respuesta definitiva a tan insondable pregunta...
—Usted me desespera con su dialéctica. Me da
la impresión que quisiera eludir la acción de la justicia.
—Yo no lo desespero, usted mismo se
desespera. Esa es su “impresión”, mas no mi intención. Soy un defensor de la
justicia y, aunque no tengo bien claro qué es, no quiero eludir su acción.
—Entonces limítese a contestar a mis
preguntas.
—Pero es que usted, señor juez, me hace unas
preguntas para las cuales no tengo una respuesta concreta.
—Decir la verdad es narrar lo que usted
presenció.
—¿Me pides entonces la correspondencia con la
realidad objetiva?
—Sí, efectivamente.
—Pero, ¿qué es la realidad? Definir el concepto de realidad depende de la concepción del mundo
que tengamos. El idealista dirá que es el pensamiento el que impone las
condiciones de la realidad. El materialista expresará que es la realidad la que
impone las condiciones del pensamiento. Así mismo, depende de la concepción que del ser se tenga. Un seguidor de
Heráclito argumentará que la realidad es devenir, dinamismo, cambio. Un
prosélito de Parménides asegurará que la realidad es estática, no cambia; la
realidad es siempre la misma. La mecánica cuántica pone en duda el concepto de
realidad. Y como si todo esto no representara una dificultad compleja, se nos
aparece el problema del lenguaje, debido a que éste crea la realidad y la
enmascara…
—Sea como sea, realidad es la existencia real y efectiva de algo.
—¿Esa es su definición de realidad?
—Sí, esa.
—¿Acaso la realidad no depende también de lo que entendamos por
“real”?
—¿Qué es lo real?
—Depende de la cosmovisión…
—¡No siga, que ya sé que va a decir! Intentas confundirme con su
dialéctica. Yo lo que quiero es que exponga la realidad objetiva sin tantos
rodeos.
—¿Llama usted, señor juez, “rodeos” a la precisión semántica? A la búsqueda de la verdad semántica. ¿No es
este despacho un “templo de la verdad”? Si queremos hablar con claridad es
necesario tener claridad conceptual…
—¡Basta! La realidad objetiva es lo que coincide con la realidad
en general.
—Tornamos otra vez al problema de la realidad y de lo real…
—Usted, Dialéctico, me desespera con su dialéctica.
—¿Qué hacemos? No busques quietud en los seres inquietos. Ya sabe
usted que la dialéctica se basa en el diálogo, en la discusión con el
adversario, con el fin de convencerlo o refutarlo. Si uno no es dialéctico,
entonces “traga” entero. Y “tragar” entero es ser credulón, incapaz de
cuestionar todo aquello que los demás dan por sentado o prefieren no
cuestionar. Si “tragamos” entero significa que no tenemos conciencia crítica…
—¡Deténgase Dialéctico! Aquí lo que interesa a este despacho es
conocer la existencia real y efectiva de un hecho punible.
—¿Pero cómo puede ser “real y efectiva”, si los sentidos nos
engañan?
—No
siempre.
—Si
nos adentramos en los profundos laberintos epistemológicos, podremos constatar
que los sentidos nos engañan permanentemente: lo que percibimos no corresponde
con la llamada realidad. Los datos sensibles son sólo apariencias de lo real.
El auténtico ser de las cosas no se revela ante nuestros sentidos. De los
fenómenos no conocemos su realidad sino sus apariencias. Carecemos de la
habilidad para ver detrás de las apariencias. No percibimos las cosas como son
en realidad, sino como somos nosotros. Si analizamos el problema del
conocimiento, tendríamos que reflexionar sobre la posibilidad, el origen y la
esencia de éste, adentrándonos en los intrincados laberintos del dogmatismo,
del escepticismo, del relativismo, del pragmatismo, del racionalismo, del
empirismo, del intelectualismo, del apriorismo, del objetivismo, del realismo…
—¡Basta,
Libertario!
—¿Acaso
no dice que le relate lo que supuestamente presencié?
—¡Sí!
¡Eso es lo que quiero!
—Entonces
volvemos al fundamento epistemológico. Y además de analizar el problema del
conocimiento, desde la cosmovisión filosófica y científica, habría que
examinarlo desde el paradigma de la mecánica cuántica. Como sabemos, desde este
nuevo paradigma, indeterminista, que vino a superar el paradigma de la mecánica
clásica, determinista, con el sólo hecho de percibir un fenómeno ya estamos
alterándolo…
—¡Ya
no más, por favor, Libertario! ¡Diga la verdad!
—Ni quiero, ni puedo decir la verdad porque
no sé qué es la verdad. En el hipotético evento que pudiera decirle la verdad,
surgiría otro problema: el criterio de verdad. El criterio de verdad es la norma o regla que nos
sirve para distinguir un conocimiento verdadero de uno falso. La norma para
distinguir la verdad de lo falso no puede ser la autoridad de quien dice saber
o quiere imponer su saber o su poder…
—¡No siga! Para la justicia, la verdad es
relatar los hechos como ocurrieron.
—Señor juez, volvemos otra vez al fundamento
epistemológico. Pero si no quiere oír mis razonamientos, entonces acepto que,
para la justicia, la verdad es “relatar los hechos como ocurrieron”.
—Sí, eso es, más o menos. ¿Cómo ocurrieron
los hechos?
—¿Cuáles hechos?
—Los hechos en que fue asesinado el señor Noé
Rey Roa, en que murió esta persona.
—¿No estaría ya muerto antes de ser
asesinado?
—¿Cómo así? ¡Explíquese!
—Porque hay muchas personas “muertas en
vida”. Recuerde que “no son muertos los que en paz descansan en la tumba fría;
muertos son los que teniendo el alma muerta viven toda vía”, como dijera el
poeta. Vivir no es sólo estar en el mundo…
—Prosiga, Libertario, sin tanta retórica.
—¿Retórica? Pero, en fin, ¿quién dijo que yo
presencié tales hechos?
—Lo dicen los hechos y la investigación.
—¿Eso dicen?
—Eso dicen.
—¿Y si dijeran otra cosa? ¿Acaso no le dije
que los sentidos nos engañan? Si los sentidos nos engañan, ¿no nos engañará
también el entendimiento?
—¡No nos engañan! ¡Las cosas son así!
—¿Las cosas son así? Si el
señor juez piensa y dice que las cosas
son así, ¿las cosas son así? ¿Se puede uno contentar aceptando que las cosas
son así? ¿Será que las cosas no podrán ser de otro modo? Las cosas no son lo que parecen ni parecen lo
que son…
—Le repito que las cosas son así, y a los
representantes de la justicia no nos engañan nuestros sentidos, ni mucho menos
nuestro entendimiento. Nuevamente pregunto: ¿cómo ocurrieron los hechos?
—Ocurrieron como ocurrieron.
—Veo que no quiere decir la verdad.
—Otra vez con la “verdad”. ¿Qué es la verdad?
—Libertario, ¿usted por qué pregunta tanto?
—Porque el ser humano es problema, y como tal
pregunta y se pregunta. El hombre, según el poeta, pregunta y pregunta hasta
que un puñado de tierra le cierra la boca…
—¿Pero para qué tanto preguntar?
—Porque
el preguntar es un modo de ser de la existencia. Preguntamos para saber qué
somos. Sólo aquél que posea un espíritu crítico y se atreva a pensar por sí
mismo tendrá el hábito y el deleite de preguntar y preguntarse, no en procura
de respuestas definitivas y absolutas, sino temporales y relativas, por cuanto
no hay respuestas definitivas y absolutas para las preguntas fundamentales y
esenciales que formulamos los seres humanos, que nunca se cierran, que están
siempre abiertas. Nuestra condición humana nos plantea muchos interrogantes. El
hombre es el único ser que se pregunta por su ser. La existencia es pregunta.
—¿Hasta
dónde pretende llevarme con su dialéctica?
—Como
dialéctico, tengo el hábito de dialogar,
razonar, argumentar y discutir. Señor juez, no pretendo llevarlo a ningún lado;
lo que pretendo es que se atreva a pensar…
—¿A
pensar? Yo sé pensar.
—¿Está
seguro que sabe pensar?
—¡Claro
que sé pensar! Todos pensamos.
—Eso
es cierto, pero sólo en apariencia, porque…
—¡Detente,
Libertario!
—Usted
y su manía de interrumpir. ¿Por qué me interrumpe cada vez que pretendo
razonar?
—Porque
no tengo tiempo para razonar. La justicia sólo tiene tiempo para investigar,
juzgar y condenar, y yo tengo que investigar, juzgar y condenar. Además, la
justicia tiene que ofrecer resultados; ésta trabaja por resultados. Las víctimas
y sus familiares piden resultados. El legislativo pide resultados. El ejecutivo
pide resultados. El judicial pide resultados. Los entes de control piden
resultados. Los medios de información piden resultados. La opinión pública pide
resultados. ¡Todos piden resultados! Las personas necesitan satisfacer su
necesidad de justicia. La justicia tiene el imperativo de hacer justicia.
—¿Investigar,
juzgar, condenar, dar resultados y hacer justicia?
—Sí.
—A
propósito de justicia, ¿qué es la justicia, señor juez?
—No
estoy para entrar en disquisiciones jurídicas, filosóficas y epistemológicas
sobre la justicia; estoy para investigar, juzgar y condenar, porque la justicia
tiene muchos casos que investigar, juzgar y condenar. Si la justicia se dedica
a reflexionar con toda esa profundidad que usted pretende, no tendría tiempo
para investigar, juzgar y condenar, y entonces se generaría impunidad, no se
podría hacer justicia.
—¿Pero
si no sabe que es la justicia, entonces cómo pretende investigar, juzgar,
condenar, dar resultados y hacer justicia?
—Para
investigar, juzgar y condenar no se necesita saber el concepto de justicia; lo
importante es hacer justicia. Y como presiento que con usted no se puede hacer
justicia, le ruego abandone este despacho judicial, porque el fin de la
justicia es evitar la impunidad.
—¿Mi
dialéctica puede contribuir a la impunidad?
—Es
posible.
—Entonces
me someto a sus preguntas, sin cuestionar, ni refutar.
—Así
se facilitan las cosas para la justicia. Libertario, ¿dónde se encontraba el
día de los hechos?
—El
día de los hechos en que fue asesinado Noé Rey Roa me encontraba fuera del país.
Afirmar que yo me encontraba en el país el día de los hechos materia de
investigación, es atentar contra la lógica, el arte de razonar correctamente,
por cuanto se violentaría el principio de no contradicción que sostiene que una
cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo. Si yo estaba allá no podía estar
acá…
—¿Me
puede repetir su nombre completo?
—Libertario
Dialéctico Iconoclasta. Así me llaman.
—¿Su
segundo apellido es Iconoclasta?
—Sí,
Iconoclasta.
—Me
temo que aquí hay una confusión semántica, Dialéctico. El testigo que requerí a
este despacho fue a Libertario Dialéctico Idoloclasta. Usted no pudo ser el
testigo del hecho investigado, afortunadamente para la justicia.
—¿Por
qué “afortunadamente para la justicia”?
—Porque
con dialécticos como usted a la justicia se le dificulta hacer justicia.
—Sí,
en todas partes los intelectuales somos un problema para el sistema dominante.
—Los
intelectuales, en lugar de disentir y ser contradictorios del sistema
imperante, deberían acomodarse a éste y vivir felices.
—¿Señor
juez, qué es la felicidad?
—¡Libertario
Dialéctico Iconoclasta, con usted no se puede dialogar! ¡Ni una pregunta más!
FIN, POR FIN
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