LA CALIFFA, UNA MUJER APASIONADA Y SIN
PREJUICIOS
INTRODUCCIÓN
Sin
pretensiones de hondura hermenéutica y semiótica, realizo un sencillo análisis
de la novela "La Califfa", escrita por Alberto Bevilacqua, en el que
incluyo temas, argumento, resumen, personajes y comentario.
El libro,
escrito en 1964, contiene quince capítulos en 294 páginas; fue publicado por
Ediciones B, S. A., con traducción de Mario Catelli; correspondiente a la
primera edición (octubre 2010), y fue adquirido en la Feria del Libro, en
Bogotá, en 2022.
TEMAS
La
soledad. La pobreza. El desempleo. Los prejuicios sociales. La
instrumentalización de las personas. Las apariencias e imposturas. La hipocresía.
El poder político, económico y religioso. El determinismo de la pobreza. La
prostitución. La lucha de clases. El contexto de la postguerra en Italia. El
dominio de los débiles por los poderosos. La división entre fascistas y
comunistas. El valor de la amistad.
ARGUMENTO
En la
novela se narra un fragmento de la existencia de diversos personajes que
sobreviven luchando a su manera, ya sea desde la pobreza o desde la
riqueza, dentro del dramático contexto
de la postguerra en Italia, los cuales giran en torno a la Califfa,
representante de los desposeídos, y a Annibale Doberdò, quien representa a los
poseedores.
RESUMEN
Irene
Corsini (Irene Giovanardi), llamada "La Califfa", esposa de Guido
Corsini, estaba embarazada cuando Guido fue condenado a tres años de prisión,
acusado del asesinato de dos jóvenes fascistas, en momentos en que vestía
uniforme de partisano. Al salir de la cárcel cambió su manera de comportarse,
agrediendo a la Califfa y a su hijo enfermo. Ella dejó de quererlo como antes.
Después
de la muerte de su hijo (Attilio), Irene ingresa a laborar en la fábrica de
alimentos dietéticos, de propiedad de Ubaldo Farinacci, quien sostiene oscuros
tratos con el Alcalde, ligados a mezquinos intereses politiqueros, y es un
vasallo del magnate y banquero más poderoso de la ciudad: Annibale Doberdò.
Como la
fábrica no tiene éxito comercial, Farinacci comienza a despedir empleados,
empezando por las mujeres. La Califfa, animada por su acendrado espíritu
contestatario, rebelde y libertario, protesta enérgicamente por esa
determinación, profiriendo insultos a Farinacci; producto de las consecuencias
de su furioso descontento es retenida momentáneamente por la policía.
Luego de
ser liberada, se dirige al cementerio y, sobre la tumba de su hijo, se lamenta
de su atribulada existencia. En ese instante acude al lugar Gianvito Alibrandi
(Vito), un ex compañero de trabajo, quien, luego de consolarla, le expresa su
fingido amor. Momentos después los sorprende el deseo lascivo y se aparean
genitalmente encima del prado… Durante un tiempo breve mantuvieron un vínculo
clandestino, pero Vito la humillaba, utilizaba e instrumentalizaba. Ella
aceptaba con resignación esta cosificación como forma de paliar su accidentada
convivencia con Guido y el profundo dolor tras el fallecimiento de su hijo. Así
buscaba recuperar su autoconfianza.
Un día,
al salir de la ciudad vieja o el suburbio paupérrimo donde vivía junto con sus
vecinos pobres y desempleados, cruza el puente y, con su silueta elegante y su
espíritu rebelde, deambula oronda por las calles de la ciudad nueva,
contemplando las casas, las oficinas públicas, los almacenes y los palacios de
los poderosos, desafiando a los policías.
Al
regresar al suburbio, asiste a la fiesta en la noche de San Juan, organizada
por la comunidad, con intervención de don Ersilio Campagna (sacerdote bebedor y
fracasado), previa autorización de Monseñor Egisto Martinolli (vicario de la
ciudad), quien se oponía a esta celebración por considerarla una fiesta pagana,
en donde canta a dúo con Vito y disfrutó de un ritual purificador bajo la luz
de las estrellas. Ella se retira del evento festivo luego de que Guido la
humillara públicamente por su vínculo carnal con Vito.
La
Califfa, profundamente avergonzada y compungida, se refugió en la vivienda de
Viola, su vecina, amiga y consejera. Allí, tras su permanencia durante varios
días, Viola la convenció para que regresara a su casa, junto a Guido. Pero a su
regreso no lo encuentra. Bruna, vecina y amiga de Viola, le avisa que en ese
momento Guido está en una manifestación en solidaridad con los empleados
despedidos por Mastrangelo, empresario de la construcción, quien fracasó
económicamente por sus inversiones equivocadas, su derroche con mujeres y
porque Doberdò le negó un préstamo
bancario. La Califfa acude al sitio y, mientras intenta sacar de la revuelta a
su esposo, (sometido a la represión policial) observa cómo fallece él por disparos de la Policía.
Tras la
muerte de Guido y el abandono de Vito (quien se fue a jugar fútbol a Milán), la
Califfa se instaló en la casa de Viola, porque la suya había sido demolida. En
ese lugar, mientras sufría su dolor y vivenciaba su profunda conmoción
existencial, cuidaba los niños de su amiga, mientras esta intentaba trabajar y
se prostituía. La Califfa sentía que iba hacia su propia ruina. Agobiada por el
gravoso peso de la libertad para elegir entre el bien y el mal, carecía de
fuerzas para seguir rebelándose. Se sentía prisionera de sí misma y de los
demás. Sentía ganas de escapar y dejarlo todo.
Luego de
que Annibale Doberdò quedara prendado de
los encantos de La Califfa (durante la representación de una ópera en el Teatro
Regio), este le envió un enorme ramo de flores. Días después ella se convirtió
en su amante.
Doberdò ,
que era casado con Clementina Marchi, con quien tenía un hijo (Giampiero),
instaló a su amante en un pequeño
apartamento sobre el torrente, donde la visitaba frecuentemente. La
Califfa experimentaba cierta satisfacción al sentirse mimada, consentida,
respetada, valorada, obsequiada y amada por Doberdò, así fuera consciente de
que estaba prisionera en una jaula de oro y sentirse como un perro encadenado.
Como él quería refinarla, le contrató a una profesora, quien le enseñaba
diferentes materias escolares y modales, ya que La Califfa solamente había
terminado la primaria. En tanto que ella se persuadió de que su profesora
pretendía humillarla por su precaria condición anterior, explotó en un episodio
de rebeldía, discutió y se negó a seguir con las clases.
La
Califfa, encerrada en la casa, llamaba por teléfono a Viola, a quien invitaba
para que la visitara. Esta, en un principio, se negó, porque pensaba que ya no
pertenecía al mundo social de su amiga. No obstante, luego de insistirle, Viola
la visitó. La Califfa, como una manera de agradecer todo lo que su gran amiga
había hecho en el pasado por ella y de ser su consejera, le regaló un hermoso
ramo de flores, un costoso vestido, otros obsequios y dinero en efectivo.
A
petición de La Califfa, Doberdò financió
la construcción de una escuela en la ciudad vieja y consiguió que Monseñor
Martinolli autorizara festividades en ese lugar; así mismo, que les enviara un
camión lleno de quesos y otros productos de sus fábricas a los habitantes del
barrio, entre ellos Viola. Todas estas pobres personas quedaron agradecidas con
La Califfa y Doberdò.
En una
ocasión, Doberdò invitó a La Califfa a
una fiesta con algunos amigos y servidores suyos. Ella, durante el recorrido lo
hizo cruzar el puente e ir al suburbio. Allí le dijo que temía ir a esa fiesta,
porque ella, como puta que era, lo pondría en dificultades con los asistentes
al evento. Él la tranquilizó, haciéndole saber que la aceptaba como era, que no
debía sentir vergüenza y que no le importaría lo que murmuraran los demás.
Ella, al sentirse segura de sí misma y de la protección de él, decidió asistir
a la fiesta, donde fue presentada a los asistentes, entre ellos Giancinto Gazza
(secretario político y hombre de confianza de Doberdò), Mazzullo (magistrado al
servicio de Doberdò), Ubaldo Farinacci, Martinolli y Mastrangelo. Doberdò siguió llevándola a diversos eventos,
rompiendo con algunos absurdos convencionalismos sociales, a pesar del
inevitable escándalo.
El conde
Vittoriano Pedrelli, un sujeto arribista y vasallo de Doberdò, buscando sacar
provecho político, social y económico de la tradicional inauguración de la
estación de caza en su villa renacentista, invitó a príncipes, nobles,
políticos, empresarios y autoridades de diversas regiones de Italia. Pedrelli se
sorprendió y se molestó porque Doberdò asistió con la Califfa. Con su impostura
característica los recibió, pensando que la presencia de esa puta le arruinaría
el festejo y su reputación. Afortunadamente para el conde, un fuerte aguacero,
que los hizo refugiarse en habitaciones, evitó que ella se paseara junto a su
amante durante la fiesta y fuera vista por los demás invitados.
En una
fiesta organizada por Gazza, a la orilla del río Po, la Califfa, presa de una
crisis nerviosa, se expresó virulentamente en contra de la hipocresía de los
poderosos que asistían al agasajo, en respuesta a las mordaces e irónicas
ofensas de Gazza, expresadas de manera subrepticia y socarrona. A pesar de los
consejos que le había dado Viola, respecto a la necesidad de ser prudente, y de
la forma amable de tranquilizarla Doberdò , ella arruinó esa fiesta. Al salir
del evento, Doberdò, en vez de recriminarla, le reconoció el valor para
expresarse como lo había hecho, deseando tener él esa osadía para poder decir
lo mismo a esas personas que vivían de apariencias y de murmuraciones.
Gazza,
aparentando ignorar lo sucedido, quedó muy ofendido y humillado por la
intemperancia de la Califfa. No obstante que Doberdò le ofreció excusas, Gazza empezó a fraguar una
eventual venganza contra su patrón y la Califfa. Como Gazza sabía muchos
secretos de Doberdò, acudió al magistrado Mazzullo, quien le debía ciertos
favores, para que indagara sobre algunos negocios turbios de su jefe y sobre la
reputación y el pasado judicial de la Califfa. El jurista no encontró
información en contra de ella.
Después Doberdò
pidió la intervención de Pedrelli para
que le enseñara a la Califfa a montar a caballo. El conde, que también le debía
favores y era otro vasallo del millonario, de manera displicente, atendió el
pedido del banquero. En lugar de humillarla, terminó prendado de los seductores
atributos físicos de ella, encantos de los cuales él nunca podría disfrutar.
Dentro de
una avioneta, junto a Doberdò, la Califfa voló sobre un campo de fútbol, recordando
que allí había jugado Vito y observando con nostalgia el sector semirrural o
suburbio donde ella había vivido y ahora vivía Viola y las demás personas
pobres del vecindario, al otro lado del puente, en la ciudad vieja.
Clementina,
la arrogante e iracunda esposa de Doberdò, que poco salía de su casa debido a
su enfermedad y a su vejez, estaba enterada del vínculo alternativo de su
cónyuge con la Califfa. No se molestaba por esa relación, por cuanto pensaba
que era pasajera; suponía que pronto se cansaría de ella y la dejaría, como lo
hacía con otras amantes. Sin embargo, como se percataba de que eso no ocurría
pronto, después de observar cómo, de manera elegante, su rival se paseaba a
caballo por el sector del parque de la ciudad nueva, empezó a molestarse y a
fastidiar a Doberdò, sin referirse a su romance con Irene.
Amargada
por la situación que estaba vivenciando, Clementina le pidió a Monseñor
Martinolli que convenciera con martingalas religiosas a Doberdò de lo improcedente de su relación con la
Califfa. Después de varios rodeos e intentos, el vicario trató de persuadir a Doberdò,
quien reaccionó de manera furibunda, gritándole que él, al igual que Gazza,
Pedrelli y Mastrangelo, no eran más que una caterva de mafiosos que giraban en
la órbita de sus mezquinos intereses. Así mismo, de manera tajante, le advirtió
que amaba a la Califfa y que no la dejaría, debido a que pensaba tener un hijo
con ella. Luego de haberlo despachado, le gritó, en tono enérgico, que fuera a
decírselo a Clementina, que tanto le amargaba la vida.
Después
de insultar al vicario, fue a su oficina. Allí colocó la foto de la Califfa
cerca a la de su padre, con la finalidad de que quien ingresara a su despacho
se sintiera intimidado por la mirada de su amante. Cuando ingresó Gazza, con
acento sosegado y cordial, desenmascaró a su secretario y se desenmascaró él
mismo. Le reprochó su servilismo y actitud permisiva para cohonestar con sus
negocios turbios y ser su cómplice en ellos. Gazza se sintió humillado e
indignado. También se fue lance en ristre contra sus vasallos, sus amigos por
interés y conveniencia, y la iglesia, representada por Monseñor Martinolli;
todos ellos unas sanguijuelas. Le advirtió que desde ese momento él tomaría sus
propias decisiones y el control de su vida, sin rendirle cuentas a ninguno.
Molesto y descontento, Gazza, recordando que Mazzullo había obtenido la
información necesaria (sobre negocios oscuros) para chantajear y manipular a su
jefe, llamó a Clementina para encontrarse con ella e informarle al respecto.
Luego del
desencuentro con Gazza, Doberdò se
dirigió a la residencia de la Califfa. Ella, al observarlo, lo vio tan alegre,
remozado y lozano, que le parecía que tenía unos veinte años menos. En ese
acogedor ambiente disfrutó, junto con su amada, de una agradable velada,
degustando una suculenta comida, libando
vino y realizando una bulliciosa algarabía. Con su espíritu en paz y colmado de
regocijo, le prometió a la Califfa que le compraría una casa, poniéndola a su
nombre, y planearon cómo amueblarla. Igualmente, le pidió un hijo a la Califfa,
quien, profundamente sorprendida, aceptó henchida de dicha, pensando que lo
llamaría Attilio, en recuerdo de su hijo fallecido.
Tras
abandonar la casa de su amada, le pidió de manera formal a su chófer que lo
llevara a dar una vuelta para respirar el aire puro de la noche, antes de
regresar al suntuoso edificio Doberdò, lugar de su residencia. Le preguntó al
conductor cuántos años tenía, este le respondió que sesenta y que con su esposa
tenían un hijo que pronto terminaría los estudios secundarios, pero que no
poseían los recursos económicos para pagarle una carrera universitaria. Doberdò
le dijo que al día siguiente fuera a su
oficina para colaborarle en tal sentido. Inmediatamente se quedó dormido. Al
llegar al edificio, el chófer abrió la puerta del coche, percatándose de que su
patrón estaba muerto.
La
Califfa, derrotada por su sino aciago, pero sin llanto ni lamentos, regresó al
hogar de Viola. Lo importante era estar viva, tal como repetía Doberdò. Una
parte del dinero ahorrado durante el período de convivencia con Doberdò se lo regaló a Viola, y con la otra hizo
construir una casa con un enorme balcón en una loma, desde donde se miraba todo
el suburbio de pobreza. Allí siguió arrastrando su existencia vacía y
solitaria, en compañía de su amiga Viola y la de sus hijos.
ESPACIO Y
TIEMPO
Sin que
el autor sea tan explícito en cuanto a lo espaciotemporal, se puede colegir que
los acontecimientos tienen como escenario geográfico a la región de La Emilia
(Italia), en las dos orillas de un río (posiblemente el Po), frontera de las
ciudades Vieja (“periferia vieja”) y
Nueva. En la primera vivían los pobres y desempleados y en la segunda los ricos
y poderosos. (Los habitantes de la ciudad vieja eran acusados de comunistas por
los de la ciudad nueva). El libro menciona sitios como Muraglione, donde vivía
Viola y “comenzaba la explanada de los
campos”; el suburbio y el torrente, entre otros poco relevantes en la obra.
La ciudad vieja se confundía entre lo urbano y lo rural. Respecto al tiempo, es
evidente que los hechos ocurren durante la llamada postguerra (luego de la
Segunda Guerra Mundial), probablemente entre los años 1960 y 1961.
PERSONAJES
Teniendo
en cuenta aspectos de orden literario, podría clasificar (las clasificaciones
son detestables, más tratándose de personas, así sean de ficción) a los
personajes en dos categorías: primarios y secundarios. En el universo de los
primarios “encasillo” a Irene Corsini (Irene Giovanardi), alias "La
Califfa", y a Annibale Doberdò , el millonario comendador. En el espectro
de los secundarios ubico (según su nivel de participación en la novela) a
Viola, Egisto Martinolli, Clementina Doberdò (Clementina Marchi), Giancinto Gazza, Guido
Corsini, Gianvito Alibrandi, Ubaldo Farinacci y Mastrangelo, entre otros (a mi juicio) poco relevantes.
A.
Principales.
IRENE
CORSINI.
Su nombre
de soltera era Irene Giovanardi. En la obra se alude con frecuencia a ella como “La Califfa”
(Según los italianos, en la región de La Emilia, a la mujer apasionada y sin
prejuicios se le llama “Califfa”). No se menciona su edad, pero sí se dice que
es una mujer joven, dotada de encantos estéticos que sobresalen entre las demás
damas de la obra, los cuales generan atractivo erótico a los hombres que
contemplaban su porte elegante. Su carácter y temperamento es explícito desde
el primer párrafo: “…yo no he sido de
esas mujeres que guardan las apariencias y después, en la oscuridad, hacen lo
que les place… muestra en la cara lo mismo que lleva dentro, y me da igual lo
que piensen los demás” (p. 9). Estaba dominada por un acendrado espíritu
revoltoso y desafiante.
Su vida
era una tragedia. Además de la muerte de su hijo (de pocos meses de nacido),
tuvo que padecer el asesinato de su esposo Guido, el abandono de su amante Vito
y el fallecimiento de su concubino y protector Doberdò. Al momento de elegir a
un hombre solo se fijaba en que le gustara y que pareciera honesto, sin tener
en cuenta otros aspectos humanos, y por eso se equivocó al elegir a Guido y a
Vito. A diferencia de Guido (que la maltrataba física y moralmente), Vito era
amable. El desempleo la perseguía. Poseía la actitud de ayudar a los demás y el
anhelo de vivir una existencia digna. Le pedía a San Antonio que los ricos
comieran menos, para que los pobres comieran más. A pesar de su destino aciago,
“tenía tantas cosas que esperar en la vida”
(p. 9). Buscaba trabajar, ganar el pan,
vivir alegre y encontrar la esquiva paz en un mundo que, según Viola, era un
fraude y un infierno. Pensaba que ser honesta le generaba sufrimiento.
Antes de
irse a vivir al apartamento rentado por Doberdò, le gustaba echarse sobre el
prado del campo a escuchar el ruido de los trenes, sonido que la llenaba de
melancolía. “Esa era su única riqueza y
su único orgullo, era algo propio, algo que podía sujetar, sujetar entre las
manos…” (p. 45). Su deseo vivo era amar sin egoísmo y con devoción.
Su
carácter intempestivo y su rebeldía eran su acicate para cruzar el puente e ir
a la ciudad nueva a caminar, con la cabeza y la espalda recta, en actitudes
seductoras y desafiantes, por las calles, con el ánimo de mostrar su
inconformidad por su suerte y la de los habitantes de la ciudad vieja. Caminaba
observando los edificios, los balcones, los mostradores de las tiendas, las
oficinas públicas, las sedes de los partidos políticos, el cuartel de policía y
otros lugares, animada por el descontento y la soberbia, como queriendo
reclamar un poco de justicia para su gente, reconocimiento, paz y tranquilidad
para ella. No llamaba la atención por su dinero (que no poseía), sino por su
tentadora estética corporal, seductor encanto que sí poseía. “Y es cierto que esas caminatas que ella
emprendía con la ingenua astucia de quien intuye su propia belleza pero no
llega a comprender del todo conseguían sosegarla y calmarla, aunque el paseo
era toda una ofrenda de movimiento, de curvas, de exceso, tanto que a ella, que
era la protagonista de la escena, también le despertaba el deseo” (p. 78).
Después de ese comportamiento provocador, regresaba a la ciudad vieja, “desvanecido el gusto de aquella venganza
infantil” (p. 80).
El hecho
de irse a vivir con Annibale Doberdò significó para ella cruzar el puente, salir de
la ciudad vieja para ir a la ciudad nueva; ese suburbio pobre, donde las
mujeres, a falta de empleo y oportunidades, terminaban en la prostitución, como
una manera de cruzar el puente. “La
Califfa también cruzó el puente, en parte impulsada por Viola, pero más por la
necesidad de sobrevivir por sí misma, sin convertirse en un peso para nadie,
siguiendo una regla que su sangre, aún violentada, no le permitía violar”
(p. 132). Cruzar el puente era, no solo era vivir en el “pequeño apartamento alquilado para ella en un bonito edificio del
torrente” (p. 133), sino buscar un poco de sosiego, libertad, independencia
y paliar el sufrimiento, a pesar de que se recluía en una prisión dorada, pero
convertida en una puta. “Pero no había
sentido vergüenza ni culpa aceptando ser una prostituta; por el contrario, lo
hacía en nombre de todas aquellas que la habían precedido en esa etapa de
locura, llena de dolores similares al suyo; en nombre de una fatalidad que se
había transformado tanto en su derecho como en su obligación, que hacía
inevitable la huida para quienes, como ella, se habían reducido a esa
condición: sin nadie, y sin ninguna razón para seguir siendo decentes” (p.
133). Fuera como fuera, se había involucrado libremente en una relación
clandestina “con la persona más importante de la ciudad”, como le había dicho
su entrañable amiga Viola. Así socialmente no fuera aprobada su relación con
él, ella “estaba viviendo como toda una
señora” (p. 165), porque vivía con “un
caballero de pies a la cabeza” (p. 165). “Intenta solo ser como eres, Califfa, sana, bella, orgullosa como eres,
porque mientras yo esté con los pies sobre la tierra, con habladurías o sin
habladurías, de ti me encargo yo. ¡Y que nadie se atreva meterte contigo!”
(p. 204), le dijo enfáticamente Doberdò.
Sin
embargo, su jaula de oro era una prisión, donde tendría que entregar su cuerpo
sin amor. Pensaba que mientras Guido había entregado su vida a la policía, ella
entregaba su cuerpo para que, a falta de afectos sinceros hacia su nuevo amo,
fuera violada por él. “…la Califfa
entendió que lo que la había empujado al otro lado del puente no había sido
solo una ley de la fatalidad ni tampoco de la pura desesperación, sino una necesidad
inconsciente y vital de felicidad, de una felicidad cualquiera antes de morir”
(p. 140).
Pero
cuando empezaba a recuperar su esperanza, a salir de su soledad y a vislumbrar
en lontananza un sentido a su vida, gracias al amor, a la protección, al
respeto y a la sinceridad de Doberdò, hasta la inminente posibilidad de tener
un hijo con él, la fatalidad volvió a hundirla en su azaroso pasado, tras el
fallecimiento de su amante. Nuevamente quedaba como un barco a la deriva en el
proceloso océano de su aciaga existencia.
ANNIBALE DOBERDÒ.
Este
hombre, a quien llamaban “comendador”, era la verdadera alma, el centro
propulsor de los hombres de negocios en la ciudad nueva. De origen campesino y
descendiente de un linaje de pequeños latifundistas, en sus comienzos
simpatizaba con el socialismo y en su fábrica de conservas le ofrecía empleo a
mujeres hambrientas y silenciosas y las apoyaba logísticamente, a riesgo de
quebrarse, en momentos en que el hambre acosaba, hasta el punto de enfrentarse
a las autoridades y los poderosos. Los terratenientes querían que fracasara en
sus negocios, llamándolo “santo idiota” porque “apoyaba económicamente las banderas rojas y las casas del pueblo”
(p. 154), en contra de los intereses de los terratenientes. Con su personalidad
ambigua, se movía en el convulso ambiente social, siendo odiado por algunos y
querido por otros, pero reverenciado por todos. “No le preocupaban las ganancias como a los industriales y
terratenientes que apoyaban los robos y los asesinatos de los fascistas, sino
el refinamiento social de un mundo que estaba fuera del alcance de sus manos,
el prestigio mundano de un nombre que él no tenía, la vida plena que vivía toda
esa gente elegante y culta, y sobre todo las mujeres jóvenes que él veía como
una sola forma, blanca, tierna y suave, de piel femenina… hubiera sido capaz de
cualquier cosa por las mujeres, desde la traición de los ideales al naufragio
de la apariencia” (p. 154).
No
obstante sus comienzos altruistas, su futuro tomó un rumbo diferente tras
conocer a Clementina Marchi, “una mujer
que llevaba consigo un nombre noble y los líos de una familia con un pié en la
alta sociedad y otro en el foso de las deudas impagables” (p. 155). En esa
época, ella tenía el pelo negro ensortijado, su cabeza altanera, los ojos
claros y atentos, con una silueta elegante, sensual y seductora, atributos que
lo cautivaron. Una vez convertida en su esposa, Clementina, con su mentalidad calculadora, comenzó a
manipularlo y a someterlo. Mientras él veía en ella a una mujer hermosa, su
esposa calculaba cómo sacar provecho de
"aquel hombre vulgar y malsonante, denso y arcilloso” (p. 156).
Entonces la fábrica dejó de ser el asilo de los hambrientos, registrándose su
primera derrota moral. Con su poder de manipulación y control, Clementina logró
que se quitara de la oficina de Doberdò la foto de su padre para que “acabase en la penumbra de una habitación
anónima” (p. 156). Sumiso a los dictados de Clementina, a su neurosis de
clase e ignorando sus adulterios, “Annibale
Doberdò se transformó en el símbolo
viviente de una categoría social a la que el fascismo tenía que enriquecer sin
arrastrarla cuando llegara su propio derrumbe, a la que los curas tenían que
bendecirles hasta sus pecados, y a la que la guerra tenía que ofrecer, en el
desolado desierto, los frutos amargos de la especulación” (p. 157).
En esa
dinámica, Doberdò multiplicó sus
fábricas, expandiéndose a otros productos agrícolas y pecuarios, lo mismo que a
la industria y al comercio; ingresó al pragmático y rentable universo de la
banca suiza, a los préstamos con usura y a buscar la quiebra de otros
empresarios; “apoyó a jerarcas y
diputados que más adelante apoyarían a su vez su nombre, en una Italia cuyo
vientre se ensanchaba a regurgitar sus miasmas mal digeridos” (p. 157). A
pesar de su ascenso social, político y económico, en el contexto de una falsa
sensación de libertad, su genuino universo era de soledad y decadencia.
Producto de lo infeliz que era con su esposa, fantaseaba con mujeres hermosas y
seductoras en orgías eróticas. Su anhelada libertad solo se hallaba en su mundo
de fantasías lascivas.
Extraviado
en su complejo universo de millonario y su espectro de ensoñaciones, no
reflexionaba sobre una existencia auténtica. No obstante que una inmensa
mayoría consumía y utilizaba sus productos (quesos, jamones, salsas, tomates,
zapatos, etc.), se sentía vacío; la ciudad, más que amarlo u odiarlo, sentía
por él “una benévola piedad que se tiene
por los débiles, por los cabezas huecas, más allá de su aparente poder” (p.
159). A diferencia de Clementina, a quien reverenciaban al pasar austera y
orgullosa, a él lo miraban por encima de su espalda. Este hombre, que jugaba
con la política, el poder, el dinero, el amor y el destino de algunas personas,
“manipulaba un hato de testaferros y
vasallos, tolerados o creados por él” (p. 160), entre los que se destacaban
los empresarios Farinacci y Mastrangelo, el magistrado Mazzullo, Monseñor
Martinolli, su secretario político
Gazza, entre otros. Sentía desprecio por su esposa Clementina e
indiferencia por su hijo Giampiero.
Cuando Doberdò
se vinculó afectivamente con la Califfa,
ya no era el Annibale del pasado, ese pasado en que los hambrientos eran el
motivo de sus preocupaciones. Sin embargo, enfocó sus pensamientos y su cariño
hacia esa mujer pobre “a la que el hambre
y la sociedad condujeron hasta él como un pequeño siervo incitado por el frío”
(p. 160). Ella sería, con su juventud y sus encantos estéticos, la encargada de
transformar su desértica existencia en un oasis de sosiego, paz y tranquilidad,
y, de paso, rejuvenecerlo. “Con el ardor
resucitado de sus sentidos naufragó al lado de esa mujer que lo devolvía a sus
apetitos, a las costumbres sencillas de sus orígenes perdidos” (p. 162).
Ahora ya no se sentía solo. Podía tener a Irene cada vez que deseaba y
extasiarse con “esa suerte de asombro
infantil de una niña que sabe todo de la vida, y no sabe nada” (p. 162).
Para él, esa vivencia era su verdadera felicidad y lo demás no importaba; si
alguien tenía ganas de murmurar de él, que lo hiciera.
Su nueva
vida le permitió trasgredir los valores establecidos y los convencionalismos
sociales. Por eso su relación con ella ya no se limitaba a la reclusión del
apartamento, sino que empezó a llevarla a los diversos eventos sociales, así
pretendieran rechazarla; para eso estaba él, para defenderla y visibilizarla
ante esa sociedad pacata y prejuiciosa, degradada con sus imposturas y doble
moralidad. A sus sesenta años, para él lo más importante era estar vivo.
Después
de hartarse de las imposturas de vivir una existencia inauténtica, en ese
oscuro mundo social, político y económico, decidió asumir el control de su
vida, ser dueño de sí mismo, pensar y decidir por sí mismo, defendiendo su
relación con la Califa; luchando contra todos aquellos que osaran oponerse a
ese vínculo, que tantas satisfacciones le ofrecían a su vida. Con un grito
libertario prometió hacer lo que quisiera y dejó en claro que haría solo lo que
él pensaba, dejando a un lado los favoritismos y poniendo en su sitio a las
sanguijuelas que le chupaban su sangre y su aliento vital. “¡Basta a la mafia! ¡No quiero más personas
inútiles aquí: zánganos, lameculos, aduladores! ¡Haré una limpieza que tendrá
en cuenta solo el mérito, no la sumisión!” (p. 264). Cuando las aguas turbulentas empezaban a
aquietarse, lo sorprendió la muerte con el anhelo de tener un hijo con su amada
Califfa.
B.
Secundarios.
VIOLA.
Esta
pobre mujer de unos cuarenta años vivía en la pobreza extrema y tenía tres
hijos, producto de su vida de puta. Según le confesó a la Califfa, los niños no
fueron concebidos por casualidad, sino de su deseo de tener hijos de los
poderosos de la ciudad nueva. Fue así que al ofrecer sus favores sexuales a
Gazza, Mazzullo y Doberdò, resultó embarazada y dio a luz a estos niños. Es muy
posible que sus presuntos padres jamás se hubieran enterado de la existencia de
ellos.
Mientras
Viola se dedicaba al comercio carnal para sobrevivir, la Califfa, que se había
mudado a la casa de su amiga, huyendo del maltrato de Guido, se dedicaba a
cuidar de sus hijos. A pesar de la acogida, la amistad y los consejos de Viola,
allí se encontraba “atrapada en su casa,
entre sus niños, sentados alrededor, mudos, pálidos, delgados como sombras”
(p. 21), más desgraciados que ella.
Viola,
observando a su amiga tan triste y abatida, le regaló un elegante y costoso
vestido de lentejuelas y unos broches falsos, comprados con el dinero obtenido
tras comerciar carnalmente con un conductor de trenes durante una semana; con
ese atuendo la Califfa asistió a una función de la temporada de ópera en el
Teatro Regio. Después de ese evento, la vida de la Calidad tomó otro rumbo
momentáneo…
Viola,
que maldecía la raza de los pobres, era la consejera de la Califfa. Con su
ingenuidad, que le hacían sospechar de todo y de todos y guida por un espíritu
de sacerdocio, la aconsejaba, enfatizando en que fuera prudente. “Mantente siempre a cubierto y recuerda:
sacar la mano más para coger que para dar…” (p. 196). A pesar de su
espíritu religioso, criticaba acerbamente algunas costumbres de la Iglesia, e
interpretaba el evangelio de acuerdo a sus intereses. Los mandamientos, según
la interpretación sesgada a su favor, los predicaba así, pretendiendo que la
Califfa obrara de tal manera: “¿Para qué
honrar al padre y a la madre, si no se merecen eso ni mucho menos?; ¡Teme al
prójimo como a la peor de las bestias!; No honres a otro Dios, aparte de ti
misma; ¡Da falso testimonio cuando te convenga!; y sobre todo, Roba cuando
encuentres la ocasión, especialmente a quien tiene mucho, porque si sabes robar
bien, ¿quién va a venir a controlarte los bolsillos?” (p. 196).
EGISTO
MARTINOLLI.
Monseñor Martinolli era el
vicario (con poderes ordinarios, pero indirectos) sobre la ciudad nueva, visitaba a la
ciudad vieja solamente una vez al año: el domingo antes de Pascua. La Califfa
decía que, aunque no era un rufián, sí era igual a los demás. “Es solo un cura indeciso que no consigue
predicar su religión de manera clara, y como no tiene paciencia ni astucia,
intenta fingirlo pero no lo consigue” (p. 55). Detestaba a las personas de
la ciudad vieja; cuando pasaba frente a ellas, no se dignaba a ofrecer la
oportunidad aunque fuera para besarle el anillo. Llamaba chusma a los
parroquianos. No sentía amor por los demás ni por él mismo. Los residentes en
la ciudad no lo querían porque desconfiaba de ellos o lo obligaban sus
superiores religiosos y los poderosos a desconfiar. Le agobiaban los pecados de
la gula y la devolución de los favores que se hacían mutuamente con los industriales de la ciudad nueva.
El prelado de Roma le
preguntaba que cuándo acabaría con las “malas
hierbas” (p. 59), haciendo referencia a las ideas revolucionarias
comunistas que eran sembradas y germinaban en el suburbio. “Yo me pregunto, ¿qué intenciones tenemos
respecto a esa gente? Queremos que cambie totalmente, y es justo… Quiero decir
que en lugar de tabernas hubiera, no digo casas parroquiales, pero por lo menos
sedes de nuestras asociaciones juveniles… Pues me pasa que pienso que nosotros
estamos de este lado del escenario, pero en el lado equivocado…” (p. 60).
El prelado de Roma le decía que no podían permitir que los líderes comunistas
les llenaran la cabeza de ideas revolucionarias a los habitantes del suburbio,
porque esas ideas eran antirreligiosas. Según el prelado, ellos solo querían quemar
las iglesias y pretendían que los demás trabajaran por ellos. Martinolli, contrario a la posición
recalcitrante del prelado, sostenía que las banderas revolucionarias los habían
hecho sentir que eran un pueblo y un peso durante el fascismo. Esos ideales
políticos les han permitido “creer que su
conciencia está viva y tiene valor..." (p. 62). El clero, cobijado
bajo el ala del fascismo, les hacía creer que la conciencia no existe, que tan
solo era un árbol que no daba frutos. “Y
aunque lo que están pidiendo sea la revolución, es comprensible, y yo diría que
hasta justo. Lo importante es enseñarles cómo debería ser esa revolución, con
qué espíritu…” (p. 62). Sin embargo,
a pesar de pensar de esta manera, Martinolli tenía miedo de creer en esas
ideas, ahora que se estaba sensibilizando con la revolución. Esta posición política no le agradó al prelado, quien
siguió increpándolo por no cumplir con su deber de arrancar las malas hierbas.
El prelado le pidió a Martinolli sacrificarse en su misión. “Recuerde que la Iglesia sabe esperar, pero
desde la guerra, querido amigo, esperamos. ¡Desde la guerra estamos esperando!”
(p. 64).
El pueblo sabía que la “mala
hierba” no se extirpaba con misas cantadas o discursos políticos, ni el hambre
se calmaba con palabrería. Mazza, a quien llamaban “Justicia y Libertad” y residía en la ciudad vieja, decía que la
necesidad del amor era “imposible en esa
Italia donde el respeto se lo dan solo a quien lo puede devolver con dinero,
donde hasta el amor y el respeto son moneda de cambio. En ese país no tenían el
valor de quererse mutuamente” (p. 69). Esa era una Italia perezosa, donde
la gente trataba de esconder sus pecados de manera subrepticia; un país necio,
donde la elección entre el bien y el mal era una “cuestión de poder o no poder” (p. 137).
Se oponía a que en la ciudad
vieja se celebrara la Noche de San Juan, por considerarla una fiesta pagana.
Sus habitantes, a través de las súplicas
y razonamientos de don Ersilio Campagna, anciano sacerdote de la ciudad vieja,
obtuvieron el permiso para realizar ese festejo, que renovaba la espiritualidad
de esa comunidad que padecía los rigores del hambre y la pobreza; personas que,
según el vicario, tenían una mentalidad de niños que se les podía conquistar
con quincalla, con tal de que brillara. Consciente de la importancia de ese
evento seudorreligioso, el cura Campagna convenció a monseñor, y este, que
sabía que la fiesta les aquietaría por ese momento las ideas revolucionarias,
autorizó la celebración. Esperanzados del maná
celestial, esas gentes marginadas y excluidas,
se entregaban al éxtasis orgiástico que les
prodigaba esa noche del 24 de junio. “Se
comía y se bebía sobre la hierba y era el amor por uno mismo el que imponía la
ebriedad común, libre de distorsiones, de pudor, de las oscuras raíces de la
intimidad y del egoísmo… Entonces bajo la luna y sobre la hierba ya húmeda, la
multitud enmudecía, los rostros se volvían hacia el cielo, hacia las estrellas,
y en los ojos de todos se adivinaba una emoción cuyo único motivo era la
esperanza común…” (p. 89).
CLEMENTINA
DOBERDÒ.
La
“arpía” le decía Gazza a esta mujer con
ojos miopes y amarillentos. A pesar de su vejez y de su enfermedad que le
impedía caminar con la debida solvencia, visitaba con frecuencia a Monseñor
Martinolli, acompañada de su hijo Giampiero, no porque fuera muy beata, sino
porque disfrutaba que, durante el recorrido al templo, la observaran con
admiración y reverencia los transeúntes,
debido a que ella era “la
verdadera alma de Annibale, la auténtica creadora de la potencia de los Doberdò
” (p. 151). Además de haber posibilitado el ascenso social, económico y
político de Doberdò, fue la encargada de amargarle su existencia.
GIANCINTO
GAZZA.
Este
habilísimo parroquiano de los ministerios, era el secretario político de Doberdò
, el más allegado de todos sus vasallos y áulicos. Cuando pretendió humillar a
la Califfa, pagó su atrevimiento, pero empezó a fraguar una venganza en contra
de Doberdò, que nunca pudo concluir, porque, a pesar de tener las informaciones
comprometedoras para arrodillarlo, la muerte del magnate lo dejó con las ganas
de disfrutar de la presunta vindicta.
GUIDO
CORSINI.
Fue
condenado a tres años de prisión, acusado de asesinar a dos jóvenes, a quienes
se les consideraba fascistas. Aunque la Califfa no tenía certezas sobre la
culpabilidad de su esposo, pronto empezó a pensar distinto al observar su
haraganería, su irresponsabilidad y su manera violenta de tratarla.
Pregonaba
tener dignidad, pero para él la dignidad consistía en “pasar la noche bebiendo y después en la cama todo el día” (p. 17).
Ante la posibilidad de la oferta de trabajo de Farinacci, exclamaba, con acento
cínico: “¡El señor Guido Corsini tiene su
dignidad, y si quiere trabajo, se lo busca solo! ¡No necesita caridad!.. ¡Y
además no acepta limosnas de nadie!” (p. 16). La actitud absurda de su
esposo, intranquilizaba a la Califfa. Guido se había convertido en la
caricatura de un hombre en el que ella ya no confiaba. Él soñaba de manera
ilusa que algún día vivirían en la ciudad nueva.
Con sus
delirios de dignidad, Guido se dedicaba a recorrer el campo comprando palomas
recién nacidas para luego criarlas, con el superfluo propósito de que Doberdò y sus protegidos, todos los domingos, se
divirtieran matándolas con escopetas. “Guido
acababa los preparativos, acariciaba las palomas acurrucadas en su mano, sentía
el calor por última vez y luego dejaba que una a una se lanzaran al aire. Y
cuando se elevaban al cielo, intentaba no mirar, para no verlas caer después
del disparo” (p. 97). Terminada la jornada, Corsini iba por el campo
recogiendo una a una las palomas muertas, con sentimiento de dolor por la
suerte cruel de esas aves, emoción que nunca sintió por su hijo enfermo.
Cuando su
hijo vivía, la Califfa le pedía que consiguiera un trabajo para obtener el
sustento diario y procurar la asistencia médica del niño enfermo. No atendía
los ruegos de su esposa, y cuando conseguía uno, pronto se hacía echar, “como si en el mundo solo estuviera él, con
sus sentimientos de revancha y sus desilusiones, sin ninguna responsabilidad”
(p. 98). Mientras él, pasaba de trabajo en trabajo, sin acomodarse en alguno,
su hijo moría lentamente por falta de recursos para atenderlo.
Involucrado
en la protesta y revuelta, producto del despido de unos treinta trabajadores de
la empresa de Mastrangelo, encontró la muerte a consecuencia de un disparo de
la policía. “…Guido de pronto deja de ser
un desecho de hombre que se ha unido a una causa justa y que se está jugando el
pellejo únicamente porque no tiene a nadie ni nada que salvar” (p. 106). A
pesar de haber sido un inútil, terminó como mártir de los pobres de la ciudad
vieja: “Guido Corsini, obrero, muerto por
la libertad, por la justicia” (p. 121).
GIANVITO
ALIBRANDI.
Sus ojos
eran “de un color hermoso” y una cara
que le hacía “bullir la sangre” (p.
18) a la Califfa. El autor lo describe como un hombre “guapo y lleno de fuerza, con ese tupé peinado al descuido, para las
adúlteras y las vírgenes, con esos ojos de gato, amarillos y astutos, que
sabían comunicarse con las mujeres, ya fueran del suburbio o de las otras, las
de la ciudad nueva, tanto si eran francas o juguetonas, como si eran de las que
se escondían a la sombra del tupé, junto a la maliciosa humildad de ese jesuita
de la cama” (p. 33). Así como se movía en la cama, se movía con destreza en
la cancha de fútbol. Su aspecto físico era apetecido por las mujeres; decía que
ellas eran como los motores, a las que había que evaluarlas por el arranque. “Con las mujeres hay que poner la marcha
enseguida, de un solo golpe, porque si no, ¡las has jodido!” (p. 37).
UBALDO
FARINACCI.
Este
empresario de productos dietéticos tenía una fábrica donde trabajó durante poco
tiempo la Califfa. Luego de dejarla sin empleo, Irene lo insultó públicamente.
Mantenía contubernios politiqueros con el Alcalde y despreciaba a los
marxistas, que eran “todos ratas de
alcantarilla, ladrones, asesinos”, psicológicamente “como niños” (p. 12). Tenía un cráneo brillante “de pequeño emperador… nariz achatada y dos
ojos rufianescos…” (p. 13). El producto dietético, ideado por él “por motivos comerciales, pero más por
motivos políticos” (p. 19), no tuvo éxito.
MASTRANGELO.
Había
sido ingresado por Gazza en el ambiente comercial y protección de Doberdò, en
el cual al principio logró credibilidad social. “Eso significaba estar protegido, disfrutar de créditos generosos, y
lubricar oportunamente el movimiento de las letras de cambio” (p. 71).
Tenía sus fábricas en la ciudad vieja, y eso lo ubicada en la base de la
pirámide empresarial orquestada por el banquero Doberdò. Gracias a Mastrangelo
había la posibilidad de que los moradores del suburbio tuvieran empleo; pero
esa dicha solo duraría hasta el momento en que sus fábricas quebraron por falta
de un préstamo que le negó su protector. Sus inversiones equivocadas y la
manipulación de una modelo mediática, lo llevaron a la ruina financiera. Los
líos de faldas y el atender consejos en contra de sus intereses lo sumieron en
el abismo económico. “Absurdas
adquisiciones de terrenos, apartamentos que se habían quedado sin vender,
acreedores horriblemente puntuales, y otras cosas por el estilo, hasta que
había llegado la hora inevitable de rendir cuentas a Doberdò” (p. 73). Ante el comendador sufrió una reprimenda. Le
hizo saber que él no estaba para apoyar a un putero que jugaba con sus
créditos. Disintiendo de los intereses políticos de los demás vasallos de Doberdò,
Mastrangelo espetó que se quedaran con su política, que él se quedaba con sus
putas. “Hablemos claro, si tengo que
despedir, todos van a sufrir las consecuencias, quizás hasta usted, comendador,
porque habrá una huelga, y usted conoce las huelgas de por aquí…”. (p.
75). Después de insultarlo y decirle que
no le haría más créditos, lo echó de la órbita de su protección y de sus
negocios. Esas secuelas las pagarían los empleados de la ciudad vieja: fueron
despedidos varios, teniendo en cuenta sus filiaciones políticas, empezando por
los más conflictivos. Ese despido fue el detonante de la huelga y la protesta
donde fue asesinado Guido Corsini.
COMENTARIO
La lectura de la novela demanda cierto
esfuerzo cognitivo, por cuanto se trata de una obra que no permite el acceso a
su enorme riqueza en una primera lectura; una pieza literaria de esta
complejidad requiere más de una lectura. Posee frases largas, con sugerencias,
sobreentendidos y figuras retóricas, que es necesario leer entrelíneas,
zambulléndose en la profundidad del texto, si se quiere disfrutar de la
fruición estética implícita en esta objetivación del espíritu de su autor. La
falta de conocer el contexto histórico en que se desenvuelve la narración, que
no se logra solo con leer libros de historia, sino de haber vivido en la Italia
de su tiempo (o al menos vivir en Italia y vivenciar su cultura), es una
limitante insoslayable para poder comprender con la debida profundidad esta
ficción, que contiene elementos históricos, políticos, económicos, sociales,
religiosos, simbólicos, ideológicos, filosóficos y alegóricos, intrínsecamente
ligados al aspecto espaciotemporal del acto narrativo.
No obstante, luego de haber realizado un
esfuerzo intelectual medianamente riguroso, condicionado por las limitantes
expuestas, realizo un sencillo análisis, con el ánimo de aprehender —aunque
no sea en su compleja y vasta totalidad— una gran
parte del contenido, rico en diversos matices literarios, que abundan en
valores estéticos, morales, sociopolíticos, religiosos y éticos, entre otros.
Todos los títulos de los libros son
problemáticos, debido a que no encierran la totalidad de lo expuesto en ellos.
“La Califfa” no escapa a esta controversia dialéctica. Aunque la protagonista
es omnipresente en toda la obra, no solamente ella es un personaje que gravite
de manera absoluta en el espectro de la novela. En mi opinión, Annibale Doberdò,
como titiritero en la obra, maneja, directa o indirecta, todos los hilos de los
demás personajes. Aunque parezca que los hilos de Guido Corsini no los movió
directamente Doberdò, sí tuvo injerencia indirecta, pero tangencial, en la
muerte de Guido, que se suscitó como secuela de los efectos de haberle negado
el préstamo a Mastrangelo para evitar que su fábrica quebrara; el despido de
empleados, como secuela de la debacle financiera del dueño de la factoría, se
constituyó en la chispa que inicio del fuego revoltoso que se apagó cuando la
vida de Guido se extinguió. Con este
breve razonamiento, en aras de la objetividad de la subjetividad
literaria, me permito elucubrar que un
título más universal para esta grandiosa pieza estética hubiera sido, por
ejemplo, “La lucha política, social,
económica y religiosa en la Italia de la postguerra”. Aunque no es un
título rimbombante y llamativo, de esos que imponen las editoriales para vender
libros —así sean
superfluos—, sí abarca toda la problemática planteada
en “La Califfa”. Si bien es cierto que Irene Corsini está presente desde la
primera hasta la última página —por cuanto la construcción lingüística
comienza y termina con ella—, también lo es que otros personajes y
situaciones igualmente son decisivos e imprescindibles en el vastísimo y rico
universo del libro, debido a su participación activa y contundente, como Doberdò,
Martinolli, Viola y Guido.
Aunque la breve ficción literaria narrada
en el texto es un tanto lineal, lo narrado en primera persona por Irene Corsini
se realizaba desde un presente hacia el pasado, mientras que el narrador en
tercera persona lo hace en el mismo instante en que se desarrollan los acontecimientos.
Aunque es una narración sencilla, requiere de una lectura atenta para
distinguir las formas narrativas, con el propósito de entender y desentrañar lo
que dice o no dice el texto. Si se quiere comprender con la debida hondura
literaria esta obra, es imperativo —además
del conocimiento pleno y objetivo del contexto histórico de la postguerra en
Italia, condicionado por las dolorosas y dramáticas consecuencias de un
acontecimiento tan demencial e irracional como la Segunda Guerra Mundial—,
realizar un esforzado ejercicio exegético, hermenéutico y semiótico de este
acto del lenguaje literario.
Esta interesante novela, escrita por un
autor que parece conocer a fondo el contexto de su tiempo en Italia, abunda en
diversos matices culturales y sociales, con una evidente carga ideológica,
política, moral y simbólica. En esta dinámica, a riesgo de errar, pienso que
Irene es referente de la belleza convencional, Viola de la prostitución, Guido
de la rebeldía, Pedrelli de la impostura, Gazza de la venganza, Mastrangelo del
derroche, Clementina de la manipulación, Mazzullo de la corrupción, Martinolli
del dominio religioso, Doberdò del
poder… La ciudad vieja representa la pobreza, la ciudad nueva la riqueza, las
fábricas el empleo y el desempleo, el fascismo y el socialismo la lucha
ideológica, la Iglesia la opción de alinearse servilmente con el poder político,
militar y económico… La figura retórica de “cruzar
el puente” representa la oportunidad de salir de la ciudad vieja, pobre y
hambrienta, para ingresar a la ciudad
nueva en búsqueda de empleo, alimento y otros medios de subsistencia. Quien
logra cruzar el puente, puede encontrar la muerte o una forma de sobrevivir de
alguna manera, así sea trabajando o prostituyéndose. Irene y Viola representan
a las mujeres solitarias, que luchan solas para existir de forma digna —sin importar que sea de manera indigna— en un
mundo de pobreza y miseria que instrumentaliza y cosifica a las mujeres, seres
que no pueden darse el lujo de sentir angustia existencial, sino angustia
vital. La diferencia cultural entre las dos ciudades es la evidencia
contundente de la eterna y sangrienta lucha entre ricos y pobres, entre
poseedores y desposeídos, entre los que
pueden escapar al determinismo de la pobreza y de los que tienen que someterse
a ella, entre los que disfrutan de sápidos banquetes y los que padecen hambre.
Párrafo aparte merece Annibale Doberdò.
Este millonario ambiguo, que dirigía a su antojo todo el entramado económico,
era el representante del poder omnímodo. El poder del dinero siempre ha tenido
la última palabra en nuestro sistema de producción capitalista, y Doberdò hacía escuchar el fragor de su poderosa
palabra de poderoso. Un alto porcentaje de los personajes giraban alrededor de
su sincronizado sistema planetario. Con los engranajes convenientemente
engrasados de su maquinaria empresarial, como un Leviatán titiritero, movía
hábilmente todos los hilos del poder con efectos significativos en las dos
ciudades. Cuando se cansó de que sus vasallos serviles se aprovecharan de su
poder, buscando liberarse de las sanguijuelas, que le impedían vivir por sí
mismo —decidiendo
por sí mismo—, tomó la determinación de asumir el
control de su vida, prescindiendo de sus áulicos que le coartaban el deseo de
vivir su propia vida y lo desangraban. Pero cuando pretendió asumir
personalmente el timonel de la nave de su alienada existencia, naufragó en la
fatalidad de la muerte prematura.
Es importante resaltar el valor de la
mistad, entre otros valores presentes en la obra. La amistad entre Irene y
Viola es un paradigma de la genuina amistad en una sociedad que se mueve por
mezquinos intereses que cosifican este grandioso valor. Se servían y apoyaban
mutuamente. No escatimaban esfuerzos para colaborarse y afianzar su vínculo de
amistad sincera. Las dos, buscando vivir una vida digna, a su manera terminaron
en la indignidad de la prostitución: Viola comerciando con su cuerpo e Irene
vendiéndose a Doberdò como forma de
subsistencia. El desempleo, el hambre, la miseria, la exclusión social y la
falta de oportunidades —inherentes al contexto histórico de la
Italia de la postguerra—, no les dejaron otra opción que la de
cruzar el puente para vender su única fuerza de trabajo: su cuerpo y sus
atributos seductores.
Debo
resaltar el espíritu crítico del autor de la novela. Con su criticidad enfoca
su iconoclasta y contestataria pluma hacia la deshumanizante problemática de
pobreza, miseria, exclusión, hambre, hipocresía, abuso policial, dominio de los
ricos sobre los pobres, lucha
ideológica, sinsentido de la existencia… Su conciencia crítica es una
invitación a los lectores para que reflexionemos sobre la deshumanización y
cosificación que campean impunemente, no solo en el contexto descrito en la
novela, sino en la economía liberal de mercado, condicionada por la
racionalidad instrumental, en donde el hombre es lobo para el hombre y el principal
enemigo del ser humano es el ser humano.
LUIS ÁNGEL RÍOS PEREA