jueves, 18 de diciembre de 2014

PENSAR CRÍTICAMENTE NO ES CREER ACRÍTICAMENTE



 Yo creo en Dios” o “Yo no creo en Dios”. Son comunes estas expresiones coloquiales para las personas acríticas, que les gustan las cosas fáciles. Pero a quienes nos apetece pensar críticamente las ponemos en duda. Antes que afirmar o negar la existencia de Dios, nos preguntamos ¿qué es Dios? y ¿quién es Dios? Aquí ya no se trata simplemente de afirmar o negar la existencia de un ente metafísico, sino de problematizar aquello que para muchos se conforman con afirmar o negar. En las dos aserciones solamente se trata de expresar creencias (una afirmativa y otra negativa); es asunto de creer o no creer, y esto es fácil. Pero preguntar ¿qué es Dios? y ¿quién es Dios? implica pensar, y pensar es difícil. Quienes creen acríticamente no les gusta pensar y quienes pensamos críticamente no nos gusta creer. El que piensa con espíritu crítico es un filósofo, y a éste le gusta filosofar. El que cree con mentalidad acrítica es un ser del “rebaño”. Y, por pereza mental, el “rebaño” prefiere creer[1], debido a que no le cuesta ningún esfuerzo mental ni académico; en cambio, filosofar implica razonar, dialogar, estudiar, buscar, observar, refutar, controvertir, analizar, cuestionar, criticar, investigar, trabajar, dudar, curiosear, asombrarse; es decir, pensar, y pensar es difícil y a muchos no les agradan las cosas difíciles.
Dios, para el filósofo, no sólo es un acto de fe, de creer y no creer, sino un problema de relevante hondura filosófica.  Dios, como problema para el filósofo, no se agota en pocas respuestas; por el contrario, cada respuesta le genera más inquietudes. Para el filósofo, las cosas humanas significan más que las cosas divinas. Filosofar es difícil, y por eso el filósofo no se deja aprisionar en lo obvio, no se guía por el sentido común, no busca respuestas fáciles, ama la divergencia y la controversia; “sospecha de afirmaciones procedentes de un consenso unánime y de creencias universalmente compartidas, que no provienen de una búsqueda reflexiva sino de un modo no crítico de vivir”[2]. A quienes les gustan las cosas fáciles, no les apetecen estas dificultades…
Pensar críticamente, pensar filosóficamente, no es fácil. Para pensar, en el arte de filosofar, se debe erradicar el facilismo, porque filosofar es difícil. Mario Bunge señala que las sociedades más prósperas tienen agudos problemas sociales como el facilismo de algunas personas. “Pensar no es fácil, puesto que implica cuestionar lo que uno mismo es. Pensar con sentido crítico, creativo, yendo contra la corriente, no es lo que el circuito del poder alienta… Reconociendo que pensar no es fácil y que toda la matriz social está preparada para que no lo hagamos, de todos modos ¡sigamos pensando!”[3]. El que cree o no cree acríticamente tiene aversión a lo complejo; desea encontrar soluciones fáciles a los problemas, quiere recetas.  “Las cosas bellas son difíciles de saber”, nos dice Platón en el Cratilo, y la filosofía es algo bello. La filosofía, el ejercicio filosófico, el filosofar, es la forma más elevada que tiene el ser humano de cultivar el pensamiento. Pensar es difícil, porque pensar críticamente no es tarea fácil. “Pensar es una difícil tortura en que algunos hombres se deleitan, afirma José Ingenieros. Para las grandes intelectualidades entregadas a los abstrusos problemas del raciocinio y a las altas especulaciones subjetivas, la vida es un tormento. Para los mentecatos y los idiotas la vida es un placer. El metafísico lucha contra la corriente. El tonto se deja llevar por ella”[4]. Para muchos, aprender a pensar críticamente les puede parecer hasta ‘aterrador’, porque nos enfrenta a la acción de cuestionar ideas que puede que hayamos dado por sentadas durante toda la vida, y a desafiar figuras autoritarias  por las que quizá nos hayamos sentido intimidados. “Nos puede empujar a abordar problemas que pensábamos que no tenían solución. Es el equivalente intelectual del ‘salto de bunge’ (o caída libre): una vez que hemos saltado, no hay vuelta atrás y tenemos que confiar en que la cuerda nos sostendrá”[5].
Como “amigo de la filosofía” y del filosofar, e inquieto por tan insondable problemática, he tratado, con conciencia crítica, de indagar profunda y metódicamente en la historia de las religiones y en la psicología, sociología, antropología, fenomenología y filosofía de la religión, pero, lejos de encontrar mi verdad o “la verdad”, solamente he encontrado más dudas razonables y más incógnitas que me alejan de la mentalidad acrítica, que afirma o niega, que cree o no cree, ingenuamente, inocentemente.
Mis convicciones y mis dudas no me “autorizan” para desconocer el inalienable derecho a libertad que tienen los demás de creer o no creer. Yo no creo porque pienso críticamente. Acepto a quienes creen o piensan diferente. En una sociedad democrática debemos aceptar y reconocer a quienes tienen creencias o no las tienen y a quienes piensan filosóficamente o los que piensan de acuerdo al sentido común. Bienvenida la diversidad, porque ésta es la que nos hace iguales.

LUIS ÁNGEL RÍOS PEREA
Luvina1111@yahoo.com



[1] Creer. “Tener por cierta una cosa que el entendimiento no alcanza o que no está comprobada o demostrada”. Diccionario de la Lengua Española.
[2] SUÁREZ DÍAZ, Reynaldo, VILLAMIZAR LUNA, Constanza. El mundo de la filosofía. Publicaciones UIS, Bucaramanga, 1996.
[3] COLUSSI, Marcelo. Pensar es difícil… y no quieren que pensemos. http://www.aporrea.org
[4] SUÁREZ, Arturo. Rosalba. Banco de la República, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá, 1918, p. 59.
[5]  RABINOWITZ, Phil. Pensar críticamente. Caja de herramientas. http://ctb.ku.edu/es.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

EL PODER POLÍTICO SOBRE EL PODER DE LA GLORIA



En la novela “El poder y la gloria”, de Graham Greene, se relata, en el contexto posrevolucionario al levantamiento Cristero (1926-1929), en México, la persecución y posterior captura y fusilamiento  de un sacerdote, acusado de traición.  El sacerdote (anónimo), que era conocido sólo como el “padre borracho”, no cumplió con las imposiciones del sistema político imperante (tras la feroz persecución a la Iglesia Católica instaurada por el presidente Plutarco Elías Calles), entre las que se destaca la obligación de casarse y renunciar a su fe.
Cumpliendo órdenes del Gobernador, el jefe de policía y un teniente emprendieron la “cacería” del presbítero en la capital del Estado, pueblos vecinos, regiones pantanosas y escarpadas montañas. El teniente, quien era su más acérrimo persecutor, lo tuvo dos veces frente a él pero, como no lo conocía físicamente (en persona), sólo logró capturarlo hasta que un indio (el “Mestizo”) lo entregó por una recompensa en dinero. El teniente durante su resuelta búsqueda asesinó a tres personas, porque no quisieron delatar la presencia del religioso en los pueblos que éste visitaba al momento de huir.
La autoridad, simultáneamente, también perseguía a un “gringo” acusado de robar un banco y de homicidio. El extranjero murió al final de su huida, en momentos en que el sacerdote le prestaba atención religiosa. Ocasión que aprovechó el teniente para capturarlo, luego de que el “Mestizo” lo convenciera, con artilugios, para que fuera a la cabaña donde yacía moribundo el norteamericano. Después de su aprehensión, que se efectuó en sector montañoso, fue llevado a la capital del Estado y allí, previo juicio, fue fusilado.
En la pieza literaria, según mi interpretación, se aprecia que el poder político y militar se impone al poder eclesiástico, al poder “pastoral”, al poder de la gloria. El cura, desde el mismo momento en que se dispuso su persecución, ya estaba predeterminado: moriría fusilado. Estaba solo y la Iglesia Católica, espiritual y materialmente estaba en ruinas. El enfrentamiento con el Gobierno, durante la Revolución Cristera, la había dejado derrotada; muchos sacerdotes fueron desterrados, fusilados y otros, obedeciendo la “ley Calles”, se casaron para no ser perseguidos. Algunas catedrales fueron destruidas y otras fueron adecuadas para oficinas públicas. La Iglesia Católica fue objeto de persecución porque se consideraba como responsable del atraso político, social y económico de México. Los fieles, temerosos los castigos divinos, no se atrevieron a delatar al sacerdote, a pesar de que eran conscientes que el teniente los fusilaría por no entregarle al religioso.
La Iglesia, al igual que el “padre borracho”, sucumbió estrepitosamente ante la persecución del establecimiento gubernamental. El cura, que muchas veces intentó entregarse para evitar el fusilamiento de inocentes por parte del teniente y no padecer más en su huida, murió como mártir de la fe católica. Ignorado y despreciado por su homólogo, el padre José, entregó su vida por sus convicciones, a pesar de considerarse como un mal sacerdote. Sabiendo que el “Mestizo” lo traicionaría, cumplió con su deber sacerdotal al visitar al gringo moribundo. Mientras huía del teniente realizaba misas, bautizaba y confesaba; nunca descuidó a sus feligreses, a pesar de su pesimismo y apatía.
Se sentía un ser sin salida. Sabía que, inexorablemente, se acercaba su fin. Paradójicamente, cuando, obedeciendo a su instinto de supervivencia, ya se acercaba al pueblo de “Las Casas”, donde estaría lejos de la acción del teniente, el “Mestizo” lo convenció (lo traicionó) para que fuera a auxiliar al criminal foráneo. A pesar de ser acusado de traición, el sacerdote fue traicionado. Y aunque lo sabía, su deber eclesiástico estaba por encima de su temor a una debilidad humanas: la traición.
Es evidente que el poder político siempre estará sobre los hombres, inclusive sobre las instituciones. Las autoridades, negligentes y apáticas, como las pinta el autor, cumplen fielmente las órdenes de los gobernantes de turno, sin cuestionar su legitimidad. Se les ordenó capturar al religioso, y éstas, sin reparar en tropelías, cumplieron con lo dispuesto. Para el teniente, símbolo de autoridad arbitraria, el fin justificaba los medios.