Hay quienes opinan que un escritor cuando crea
una novela no tiene otra intención que dejar volar su fecunda imaginación, sin
que sus personajes encarnen personas reales; tampoco que la obra se una
denuncia social o el retrato de la sociedad de un tiempo pasado o presente.
Otros piensan, por el contrario, que cada novela es el testimonio de una o
múltiples realidades: económicas, sociales, políticas, ideológicas,
filosóficas, familiares, etcétera. Yo asumo que estos puntos de vista pueden
estar en lo cierto: así como han existido y existen escritores contestatarios,
irreverentes e iconoclastas, que defienden o combaten ideologías, y, por lo
tanto, se les considera como escritores “comprometidos”, también hay autores
que escriben sólo por el gusto de escribir, sin que los animen causas sociales
o de otra índole.
Considero que Gabriel García Márquez puede
pertenecer a los escritores “comprometidos”, a pesar del irrefutable desborde
de imaginación, fantasía y ficción, evidente en su novela “Cien años de soledad*”, y de su “realismo mágico”. Así, al momento
de escribirla, éste no tuviera la intención de denunciar la condición indigna y
de servidumbre de Santa Sofía de la Piedad, me dispongo, sin mayor hondura
hermenéutica, semiológica, ontológica, sicológica y sociológica disertar sobre
este conmovedor personaje, debido a que la escena o la narración del momento en
que ésta abandona Macondo me estremeció profundamente y el impacto que ejerció
sobre mi ser ese episodio de la obra literaria afectó mi sensibilidad humana
hasta el delirio.
No considero que García Márquez haya tenido
la intención de mostrar, a través de las mujeres que desfilan por su novela, y,
principalmente, de Santa Sofía de la Piedad, la condición miserable e indigna
de la mujer en una sociedad en donde el poder del hombre o el “macho” se impone
sobre la indefensa mujer. Tampoco se le puede tildar de “machista” o que inconscientemente
hubiera querido “exorcizar” su atracción por el incesto (tema predominante en
la obra). Intuyo que sus personajes requerían de toda una compleja sicología, y
lo logró; sin que por ello se haya propuesto, deliberadamente, “retratar” o
caricaturizar, mostrando las grandezas y las miserias del alma humana, a una
sociedad incestuosa, vesánica, violenta, marginada, ilusa…
Desde esta perspectiva pretendo reflexionar
sobre este personaje tan conmovedor: Santa Sofía de la Piedad. Y comienzo
diciendo que éste (a mi juicio, uno de los personajes más importantes de la
novela) desempeña el papel de la esposa sumisa de José Arcadio (Arcadio) y la
abnegada madre de Remedios la bella y de los gemelos Aureliano Segundo y José
Arcadio Segundo. Esta mujer, que “tenía la rara virtud de
no existir por completo sino en el momento oportuno”, vivió anónimamente durante gran parte de la novela,
arrastrando una existencia impersonal, vacía y sinsentido; no porque ella así
lo hubiera querido, sino porque las circunstancias lo dispusieron de esta
manera.
El incesto (piedra angular en “Cien años de soledad”), indirectamente,
propició el negro destino de Santa Sofía de la Piedad. Para evitar que se
consumara un acto de incesto entre Pilar Ternera y su hijo José Arcadio Buendía
Ternera, conocido sólo como Arcadio, Santa Sofía de la Piedad fue comprada a
sus padres para que reemplazara a Pilar Ternera en el lecho y tuviera intimidad
con Arcadio. “Era virgen y tenía el nombre inverosímil de Santa Sofía de la
Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos, la mitad de sus ahorros
de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio la había
visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y nunca
se había fijado en ella, porque tenía la rara virtud de no existir por completo
sino en el momento oportuno. Pero desde aquel día se enroscó como un gato al
calor de su axila. Ella iba a la escuela a la hora de la siesta, con el
consentimiento de sus padres, a quienes Pilar Ternera había pagado la otra
mitad de sus ahorros”.
Pilar Ternera (otra víctima de las
circunstancias), violada a los 14 años y que llegó con los fundadores de
Macondo, parió a Arcadio, producto de la relación clandestina con José Arcadio
Buendía Iguarán, hijo del patriarca José Arcadio Buendía y de la matrona Úrsula
Iguarán. Al igual que su nuera Santa Sofía de la Piedad, se muestra bajo la
genial pluma de García Márquez como un ser anodino e intranscendente; como una
mujer más del montón.
Como si la ruindad de sus padres de venderla
no hubiera sido un atropello a su dignidad, la vida se encargó de propinarle
golpes de toda índole, entre los que se cuenta la temprana muerte de su marido,
fusilado poco tiempo después de haberse vinculado en concubinato con ella. En
los albores de su juventud quedó viuda y embarazada. Desde entonces, hasta su
partida de Macondo, no hizo otra cosa que desempeñar laboriosa y diligentemente
las tareas domésticas de la casa Buendía, sin recompensa alguna, bajo el
control y férrea disciplina de Úrsula Iguarán, la abuela de sus hijos, quien
dispuso cómo habrían de llamarse sus descendientes. Santa Sofía de la Piedad
fue otro ser milimétricamente sincronizado en el sistema planetario de la
matrona de los Buendía.
Santa Sofía de la Piedad, “la silenciosa, la
condescendiente, la que nunca contrarió ni a sus propios hijos”, pertenece a
esa horda de mujeres centinelas de sus propias miserias, porque no fue capaz de
oponerse a las determinaciones de sus padres ni a la cosificación de la cual
fue objeto durante su larga permanencia al servicio de la familia Buendía. En
su adolescencia, cuando todas las mujeres buscan entregar su virginidad al
joven amado, debió entregar sus afectos y su castidad, sin que hubiera sido una
decisión libre y autónoma, a un hombre que no era de su elección, sino al que
las circunstancias le impusieron.
Esta
mujer, ejemplo de entrega y abnegación, consagró media vida de su miserable
existencia, en medio de la “soledad y el silencio”, a la crianza de sus hijos y
sus nietos, sin saber que era la bisabuela de Aureliano Babilonia, producto de
los amores furtivos y prohibidos (por Úrsula Iguarán) de su nieta Renata
Remedios, conocida como Meme, con Mauricio Babilonia. Gracias a su
laboriosidad, la casa de los Buendía se sostuvo por largo tiempo, resistiendo a
fenómenos naturales, destruyendo la maleza, limpiando telarañas, sacudiendo el
polvo y combatiendo la invasión de
insectos, lagartos, ratones,
sanguijuelas y hormigas coloradas.
Como en esa “casa de locos” ninguno se preocupaba
por la felicidad de los demás, Santa Sofía de la Piedad dormía en esteras y no
tenía atuendos suficientes para vestirse. Petra Cotes, la concubina de su hijo
Aureliano Segundo, a quien nunca conoció, era la única que se compadecía de
ella. “Estaba pendiente de que tuviera un buen par de zapatos para salir,
de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían milagros con
el dinero de las rifas”. Fernanda del Carpio, su
nuera (esposa de Aureliano Segundo), pensó que era una “sirvienta eternizada, y
aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le
resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo”.
Pareciere
que el autor hubiera querido ensañarse con esta mujer hasta llegar al extremo
de hacerla degollar a uno de sus hijos, después de muerto, “para asegurarse de
que no lo enterraran vivo”. Esta mujer no pudo descender más al fondo de sus
miserias. Luego de esto, ¿qué queda para rebajarle a semejante condición de
indignidad? ¡Qué vida tan cruel y degradada la de Santa Sofía de la Piedad!
Dada
su loable nobleza, nunca se molestó por su humilde condición de subalterna.
Siempre se mantenía ocupada en el cuidado y mantenimiento de la casa donde
vivió, en condición de doméstica, durante muchos años. Después de la muerte de
Úrsula Iguarán, su anónima capacidad de trabajo disminuyó. “No era solamente que estuviera vieja y
agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de
senilidad”. Fue así, como después de tanta lucha y olvido, se rindió ante
Aureliano Babilonia, que vivía ensimismado en el cuarto de Melquíades, tratando
de descifrar sus pergaminos. -Me rindo
-le dijo a Aureliano-. Esta es mucha casa para mis pobres huesos. Aureliano le
preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera
la menor idea de su destino”.
Vieja,
cansada y solitaria se marchó de Macondo. Su irrefutable abnegación y entrega
al servicio de los residentes y visitantes de la casa Buendía, lo mismo que su
sacrificio de entregarse, en venta, a Arcadio, sólo valieron catorce pescaditos
de oro que le dio su bisnieto Aureliano. Sólo se llevó, de sus ahorros, “un peso y veinticinco centavos”. ¡Qué
condición tan indigna la de esta humilde y sumisa mujer! Su sacrificio y su
tiempo de servicio doméstico solamente valieron eso: catorce pescaditos de oro
y un peso con veinticinco centavos.
Huérfana
y viuda, luego de la muerte de sus hijos se marchó con rumbo desconocido, y no
se volvió a saber más de ella. Un ser tan grandioso termina así su
participación en la vida de Macondo. Esta dolorosa partida, en mi concepto el
momento más conmovedor y sublime de la narración, me extasió. No sólo se fue
Santa Sofía de la Piedad, se fue una parte de mi ser. Santa Sofía de la Piedad,
paradigma de lo que una mujer jamás debe ser, se llevó parte de mi
tranquilidad. Me afectó profundamente el momento en que Aureliano Babilonia “la vio atravesar el patio con su atadito de
ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por
un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido”.
Culmina
así su papel en el juego de la vida una mujer que nunca fue dueña de sus
propias decisiones y soberana de sí misma. Los demás decidieron por ella, sin
que tuviera otra opción que aceptar. Otra mujer más de las que no tienen ni “la menor idea de su destino”. Su
miserable vida ¿a qué mujer le puede interesar? Una mujer sin espíritu crítico,
sin capacidad de pensar por sí misma, sin ánimo contestatario, y resignada no
puede ser el destino de ninguna mujer que quiera vivir plenamente. Quienes
hemos leído con hondura hermenéutica esta novela no podemos estar de acuerdo
que una mujer viva una vida así de impersonal y alienada. Una mujer tiene que
vivir una vida auténtica, siendo ella misma, pensando por sí misma y tomando
sus propias decisiones de manera autónoma, libre y soberana.
¡Qué
paradójico! Ella que irrumpió abruptamente en la novela para evitar la
consumación de un incesto, uno de sus descendientes vivió una vida incestuosa:
su bisnieto Aureliano Babilonia engendró, con su tía Amaranta Úrsula, a un niño
con cola de cerdo, el último de la dinastía Buendía. La novela comenzó y
terminó con el fenómeno del incesto. Aunque, sin saberlo ni proponérselo, Santa
Sofía de la Piedad evitó un hecho incestuoso, pero no pudo evitar que su
descendiente incurriera en un acto de incesto.
Santa
Sofía de la Piedad es una mujer, que por estar cuidando sus miserias, nunca
intentó liberarse de la servidumbre ni se comprometió con su existencia; sólo
se limitó a sobrevivir y a dejarse arrastrar por la corriente de las circunstancias.
Ni siquiera estableció un vínculo afectivo ni genital con otro hombre, luego de
la muerte de su esposo. Decidió quedarse sola, sobrevivir en soledad. ¿De qué
le servía estar rodeada de sus descendientes y de otras personas, si en el
fondo estaba sola? Ignorada por sus hijos, sus nietos y los demás habitantes de
la casa, nunca buscó reivindicar su esencia de mujer y siempre permitió que le
fueran conculcados sus derechos. Pareciere que Santa Sofía de la Piedad, como
muchas mujeres, les gustara, por decisión propia, vivir una vida impersonal e
inauténtica. Solamente cuando se percató
que la vetusta y desvencijada casa se iba convirtiendo, poco a poco, en ruinas,
decidió abandonarla e irse de Macondo, sin ser consciente que de su vida sólo
se llevaba las ruinas en que se había transformado su aciaga existencia.
La
condición miserable e indigna de Santa
Sofía de la Piedad es un vehemente llamado a todas las mujeres que han leído o
que lean esta novela con conciencia o espíritu crítico. Aunque haya muchas
“Santa Sofía de la Piedad” en nuestra sociedad, las mujeres no pueden permitir
que su vida sea objeto de tan inhumana degradación. La vida literaria de esta
mujer tiene que ser un urgente llamado a que ninguna mujer acepte una vida así de
indigna. Ninguna mujer puede ser como Santa Sofía de la Piedad: una mujer centinela
de sus propias miserias. Hay que vivir
una vida que valga la pena vivirla.
*GARCIA
MARQUEZ, Gabriel. Cien años de soledad. Editorial
Oveja Negra, Bogotá, 1982.
LUIS ANGEL RIOS PEREA, 2013.