domingo, 30 de diciembre de 2012

EL AMANTE DE MI MUJER (Cuento)



Desde que la vi por primera vez tuve la certeza de que él era su amante. Sin embargo, así me enamoré de ella, porque comprendí que nunca podría separarlos. No le objeté esta relación tan estrecha, duradera e incondicional.
A medida que nuestro vínculo afectivo se fortalecía, ella buscaba su seductora compañía, preferencialmente en horas de la noche. Como nadie podía impedirlo dormía con él y se entregaba a éste sin que ella pudiera evitarlo. Dependía tanto de su amante que era imposible prescindir de él. Su amante era, literalmente, parte de su vida; sin él no podía vivir. Muchas veces, para acostarse con él, me decía que me fuera temprano para mi casa, porque ella necesitaba disfrutar de sus placeres.
Consciente de esta inobjetable e inmodificable realidad, decidí casarme con ella, y, gustosamente, aceptó la unión matrimonial. Nos casamos, y, aunque en las primeras noches de nuestra convivencia como pareja restringía las placenteras entregas a su amante, mi mujer siguió conviviendo con los dos, y nos quería por igual. Los tres dormíamos profundamente en la misma cama y nos deleitábamos intensamente.
Con el transcurso del tiempo mi mujer empezó a compartir más instantes con su amante, situación que se incrementó en los períodos de embarazo. Se solazaba tanto en su agradable compañía que decidió permanecer y acostarse con él, inclusive durante el día. Las noches se las dedicaba por completo a su amante.
Actualmente, aunque yo deseo vivir una vida tan intensa y placentera como la que le procura a mi esposa, nunca he podido que él también se convierta en mi amante. Es cierto que su amante y yo tenemos una relación armónica y pacífica, pero éste no me quiere igual que a ella, y, a pesar de que procuro por todos los medios posibles, incluyendo la asesoría científica, no logro que él sea mi amante perfecto, que contribuya a que yo disfrute más de mi vida; sin su compañía y su acogida más profunda y duradera no puedo disfrutar de la existencia, y su ausencia podría enfermarme.
Observando que mi mujer disfruta de esa manera tan placentera y agradable con su amante, intento de diversas maneras ganarme su cariño y que duerma conmigo todas las noches y en algunas ocasiones de día. Ninguno de mis intentos me resulta fructífero porque, a medida que envejezco, siento que el amante de mi esposa me abandona irremediablemente. Para que no me muera sin su presencia, me acompaña de manera efímera y fugaz durante una parte de la noche.
Mientras que su amante fortalece su indisoluble unión con mi mujer, yo siento que éste ya no quiere acompañarme en mis noches de vejez. Comprendiendo que por causa de su ausencia moriré prontamente, anhelo que ella siga disfrutando muchos años más de los inefables goces del sueño, el amante de mi mujer.

2012.

viernes, 14 de diciembre de 2012

EL HORMIGUERO HUMANO



“¡El hormiguero humano! ¡He ahí al hormiguero humano!” —exclamó el escritor, mientras transitaba por encima de un puente, dentro de un autobús, al llegar a la ciudad, adonde había ido para asistir a una cita médica con un especialista. El escritor, un hombre de 50 años, detestaba el hormiguero humano. No lo hacía porque fuera homofóbico, sino porque dentro de éste la persona perdía su individualidad; era una más del montón, un ser más entre otros seres, perdido en la masa amorfa y anodina. Él, que era un individuo con espíritu crítico, no le atraía estar inmerso en el anonimato y la confusión del hormiguero humano. Como no le simpatizaba éste, tiempo atrás, había decidido buscar la apacible tranquilidad del campo, lejos de la ciudad que lo convertía en uno más, extraviado en el hormiguero humano.
Después de descender del autobús, emprendió su desplazamiento rápido hacia el centro de la ciudad populosa, y, mientras se adentraba en ésta, se confundía como uno más de la masa, del hormiguero humano. A pesar de que no tenía un humor tétrico en el trato humano, que no se comportaba como misántropo, caminaba raudo dentro del hormiguero humano con un libro en la mano, tratando de eludir el contacto físico con los transeúntes, un poco porque lo intimidaba la inseguridad propia de las ciudades populosas y otro poco porque le estorbaban en su traslado raudo hacia el consultorio del especialista. Abriéndose paso por las calles atestadas de vendedores informales, empleados, indigentes, desocupados, ladrones, policías y demás personas que, coincidencialmente, transitaban por las calles que le servían de camino, sentía que escaseaba el aire y su respiración se agitaba progresivamente, producto de su apresurado agite y del sofocante calor vespertino.
Cuando le faltaba una cuadra para llegar al consultorio, el escritor se desplomó sobre el andén. El hormiguero humano se aglomeró junto al escritor que yacía inerte en el piso asfaltado. “¿Qué pasó?” —preguntó uno. “¿Quién lo mató?” —preguntó otro. “¡Auxílienlo!” —exclamaron al acorde varios curiosos. Dos fisgones, que brotaron del hormiguero humano, lo recogieron e introdujeron dentro de un automóvil “fantasma” y huyeron raudos, desapareciendo dentro de los demás vehículos que, también raudamente, se desplazaban por las estrechas calles, contaminando el ambiente con humo y el ruido de los motores y de las estentóreas bocinas.      
—Con que no le simpatiza el hormiguero humano.
—No me simpatiza. Mi vida es milicia contra la estulticia.
—¿Por qué?
—Porque en el hormiguero humano la persona pierde su individualidad.
—¿Qué es el hormiguero humano?
—El rebaño. La aglomeración de personas que deambulan de aquí para allá, de allí para acá, sin saber para dónde van.
—¿Cómo que no saben para dónde van?
—¿Saben, en realidad, para dónde van?
—Sí lo saben.
—En apariencia, sí. Saben que van para el trabajo, para la oficina, para su casa, para el colegio, para la universidad, para el templo… Pero, ¿saben para dónde van? No lo saben. Saber pada dónde va uno no es simplemente tener en mente el lugar hacia donde nos dirigimos.
—Entonces, ¿qué es saber para dónde vamos?
—Es más que caminar y caminar sin un sentido en la vida. Sabemos para dónde vamos cuando tenemos una identidad que va más allá de nuestro nombre. La identidad, así considerada, es todo el acervo de características propias de cada persona que la diferencian de las demás como un ser único e irrepetible dentro de un horizonte infinito en posibilidades. Ser uno mismo y diferenciarse de los demás.  La identidad coincide con la totalidad del ser…
—¿Por qué no sabemos para dónde vamos? —interrumpió el que indagaba.
—Quienes aún no saben para dónde van es porque no han construido su identidad, porque no piensan con conciencia o espíritu crítico, porque no piensan por sí mismos; y como no saben para dónde van confunden el ser con el hacer, y están perdidos en la existencia.
—¿Entonces muchos conformamos el hormiguero humano y estamos extraviados en la existencia, no sabemos para dónde vamos, y al no saberlo llegamos a otra parte? —preguntó con ironía.
—En efecto, así es.

Atado de pies y manos a un árbol seco, el escritor observaba asustado cómo el hormiguero humano se acercaba con mirada intimidadora. Más que personas parecían fichas simétricas, vistiendo las mismas ropas; todos se veían iguales, era imposible diferenciar uno del otro; no se miraban individuos sino una bandada, un rebaño, una masa amorfa y anónima. Mientras contemplaba el hormiguero humano, el escritor era presa del pánico que le infundía éste.
—¿Por qué existe el hormiguero humano? —preguntó un integrante de la muchedumbre.
—Porque nuestra cultura, que es producto del quehacer humano, ha masificado y estandarizado a las personas. Con invisibles cadenas el quehacer cultural les impide ser libres tras subyugarlas bajo el imperio tiránico y acrítico de tradiciones, costumbres, creencias y absurdos convencionalismos sociales. Prisioneros de esas gruesas cadenas los individuos no pueden vivir su genuina individualidad y terminan pensando y actuando como la mayoría, como el rebaño, como el montón; haciendo lo que los demás hacen, porque así se ha venido haciendo siempre y porque “toca”. La persona dentro del hormiguero humano anula su capacidad reflexiva y no piensa por sí misma, sino que permite que los demás lo hagan por ella; porque pensar reflexivamente es difícil, y a la mayoría no le gustan las empresas difíciles.
—¿Quién tiene la culpa de esa lamentable realidad?
—El hormiguero humano.
—¿Cómo salir del hormiguero humano?
—Pensando por uno mismo.

Luego de escuchar esto, el hormiguero, en actitud revoltosa, se abalanzó con odio sobre el inmovilizado escritor.
—¡Usted nos quiere liberar del hormiguero humano, y eso no lo podemos permitir! —gritó uno entre la multitud—. Debe morir; es necesario que muera.
—Sí, sí, hay que matarlo —vociferó enardecido al unísono el hormiguero humano—. No queremos pensar por nosotros mismos. Pensar es difícil y no queremos cosas difíciles. Dentro del hormiguero humano hemos vivido cómodos durante toda nuestra vida, y no tenemos por qué cambiar. Así hemos vivido y así seguiremos viviendo. ¡Matémoslo! ¡Que muera!
Al término de estas arengas, uno de los integrantes del hormiguero humano descargó una pesada hacha contra la cabeza del escritor, y éste volvió en sí, se recuperó de la súbita y abrupta caída. Cuando abrió sus ojos observó al médico especialista, quien lo ayudó a incorporarse del andén donde había permanecido de bruces.
—Doctor voy para su consultorio —le notificó el escritor.
—Vamos y allá lo atiendo —le invitó el medicó, y los dos se fueron caminando a paso lento, seguidos de la mirada fisgona del hormiguero humano.


2012

EL NARRADOR (cuento)





Por encima de las nubes el narrador observaba extasiado la inefable belleza de éstas que se extendían por el horizonte infinito iluminadas por los rayos del resplandeciente sol. Maravillado por el encantador y fantástico espectáculo natural, oteaba en lontananza a través de la ventana del avión, en momentos en que regresaba, luego de haber recibido el premio por haber ganado el concurso de narrativas locales “Escribamos: realidad e imaginación. Costumbres y tradiciones de mi pueblo”.
—Papá, participa en ese concurso —le había instado su hija—. Estoy segura que ganarás.
—Hija, disiento un poco de los concursos literarios; por eso no me atrae participar. Soy un crítico mordaz de “costumbres y tradiciones”, tema del concurso. Además, no me interesa la competencia con los demás; me gusta competir conmigo mismo, en procura de perfeccionar mi hábito de leer y escribir. Con que me gusten mis escritos a mí mismo, ya me siento ganador.  El premio más codiciado que puedo recibir es que mis hijos lean lo que escribo y que desarrollen el gusto por la lectura. Es el único premio que me hace sentir un auténtico ganador...
—Pero en esta oportunidad haga una excepción y participe, sé que ganarás —le interrumpió la niña.
—Si mi participación en el concurso contribuye a que cultives el gusto por la lectura, tendré un motivo para participar en ese evento literario —aceptó el narrador—. Si participo será para expresar mi posición contestataria, iconoclasta, desmitificadora, controversial e irreverente de las “costumbres y tradiciones”. Si el jurado está integrado por intelectuales, comprenderá la hondura sociológica y filosófica de mi narración.

El narrador, cómodamente sentado, contemplaba extasiado desde la comba altura todo lo que podía abarcar su expectante mirada. Cuando el avión volaba sobre las nubes, sólo veía éstas y el ancho espacio que la tradición llama “cielo”, coloreado de azul.  Cuando navegaba bajo las nubes avizoraba el paisaje matizado de valles, cordilleras, mesetas, montañas, ríos, quebradas, lagos, lagunas, carreteras, caminos, ciudades, pueblos, caseríos, cercas, potreros y muchos árboles. A pesar de los vuelos rasantes no se veían personas, pero sí se avistaban vacas, caballos y las aves que revoloteaban libres por encima de los árboles. ¡Qué paradójico: el ser humano, que neciamente se precia de ser el “amo del universo”, no era captado por los ojos del narrador!

Adormecido por el agradable ambiente que disfrutaba dentro de la aeronave y por la contemplación exquisita del paisaje, reflexionaba sobre la importancia de no prestar atención a las palabras sandias de las personas que se entrometían en sus gustos literarios, en su particular estilo de vida hondamente inclinado hacia el apasionante y extraordinario universo de la lectura, que para el narrador era no sólo un “hobby”, sino una manera de ser y de estar en el mundo.  “Si uno quiere vivir una vida auténtica necesita hacer lo que a uno le guste, sin ceder a las presiones o gustos de los demás”, reflexionó y prosiguió observando atento detrás de la ventana. Entonces recordó momentos de la ceremonia de entrega del premio.

—En representación de la organización del concurso hago entrega del premio al ganador por ser el mejor –expresó ceremoniosamente el funcionario al momento de entregarle el estímulo.
—¿El mejor en qué? –preguntó el narrador, abrumado por el ceremonial.
—El mejor del concurso –contestó el funcionario.
—¿Qué es ser el mejor? –interrogó críticamente el narrador—. A pesar de haber ganado el concurso no me considero “el mejor”. Los demás participantes tienen igual mérito para ser los “mejores”. Lo que ocurre es que el jurado, que obedeciendo a tradiciones, costumbres y convenciones, estimó pertinente declararme “el mejor”.  Pero no me considero mejor o peor que los demás participantes; simplemente somos diferentes, con distintos talentos y habilidades narrativas…
—Sin embargo, fue escogido como el mejor, como el ganador –interrumpió el funcionario.
—Como el ganador, nada más —aclaró el escritor.
—Reconozca que su narrativa es buena —le instó el funcionario.
—¿Qué es lo bueno o lo malo en literatura? ¿Quién puede decir qué es lo bueno y qué es lo malo? ¿Quién puede decir qué escrito es bueno o malo? indagó con vehemencia el narrador—. En literatura, ¿quién puede decir con toda objetividad, qué es “bueno” o qué es “malo”? Eso de lo “bueno” y lo “malo” no son más que meros convencionalismos, oposiciones binarias, que impone nuestra sociedad de competencia, en donde sólo hay espacio para lo que el consenso llama “bueno”. Uno escribe sin pensar que eso sea “bueno” o “malo”. Uno escribe porque le gusta, y nada más. Las objetivaciones del espíritu, producto de la subjetividad, de la creatividad y de la genialidad de cada persona, no pueden ser “buenas” o “malas”; simplemente son, y eso es lo que importa. La literatura está hecha para disfrutarla, sin tantos juicios de valor…
—¿Acaso no le agrada recibir un premio? interrumpío el funcionario con este interrogante.
—Sí, me agradó. El sólo hecho de haberme gustado mi escrito se constituyó en el premio más significativo. Independiente de que les haya gustado a los jurados, el mérito consiste en haberme agradado…
—Yo simplemente cumplo con el deber de entergarle el premio, sin que me interesen sus argumentaciones dialécticas interrumpió visiblemente molesto el sicorrígido funcionario, y prosiguó con el estricto protocolo ceremonial.

Ensimismado en sus observaciones y lejos de la tierra, el narrador cavilaba y en su mente, cual libérrimas aves, revoloteaban pensamientos, ideas, remembranzas, sueños y fantasías.
—No pierdas el tiempo leyendo —le recriminó en una ocasión su esposa.
—¡Perder el tiempo! ¿Qué es perder el tiempo? —preguntó el narrador.
—Leer es perder el tiempo —le contestó su mujer con una mirada torva.
—Si eso “es perder el tiempo”, seguiré perdiéndolo —se defendió el narrador, a la vez que preguntó a su cónyuge—: “¿Qué es el tiempo?”.
—No lo sé, ni necesito saberlo. Uno sólo necesita saber aquello que le resulte de utilidad, solamente lo práctico; nada de fantasías y de ensoñaciones. Éste es un mundo de competencia, en donde no hay tiempo ni espacio para lo inútil.
—Leer puede ser causa de locura —le pronosticó su obcecada esposa.
—¿Qué es la locura? —interrogó el narrador.
—Pues la locura es estar loco —respondió ella como para salir del paso.
—Viviendo en esta sociedad de apariencias, imposturas, mentiras e inautenticidad, ¿acaso no estamos expuestos a la locura? Hay cuerdos que están locos y locos que están cuerdos, porque en la cordura como en la locura hay un poco de lucidez y desvaríos. Ya lo decía el filósofo Pascal que “tan acusado de locura es el espíritu pequeño como el extremadamente grande; sólo es buena la mediocridad; la mayoría ha establecido esto, y muerde a quien intenta escapar de ellos por algún extremo”.
—Si usted lo dice —se limitó a asentuir su mujer, y calló.
Ante los razonamientos de su amada esposa, reconociendo la libertad de expresión y respetando el derecho a la diferencia, calló y siguió leyendo. “Quienes asumimos la lectura como una forma de ser somos incomprendidos”, reconoció recreando su mirada con el grandioso espectáculo que el reluciente día le brindaba.

Olvidándose del mundo “práctico”, en alas de su impetuosa e indomable fantasía, se arrojó del avión y, con indescriptible fruición, saltaba de nube en nube y de montaña en montaña. Libre de la tiranía de las tradiciones, costumbres, esquemas, marcos referenciales, prejuicios, creencias, ideologías, simbolismos, imposturas, supuestos, pareceres, pensamiento grupal, inconsciente colectivo, modelos sociales acríticos y todas las demás convenciones sociales que nos aprisionan cuando se tienen los “pies en la tierra”, se entregó al deleite de sus ensoñaciones, inmerso en su fabuloso mundo de levedad. Como en su universo de fantasías no existía ni el espacio ni el tiempo, se sentía realmente libre. ¡Y cómo disfrutaba de su libertad!

Fuera de los confines terrenales vagaba libre en el aire y sentía indecibles sensaciones que lo maravillaban hasta el éxtasis. En ese aletargador estado de embelesos irrumpió en un paraje indescriptible que lo atraía sin que él pudiera impedir que esa inevitable seducción lo devorara. Dentro de ese inefable y enigmático lugar experimentó furores reservados a las personas que vivencian el esquivo goce que produce el zambullirse en la profundidad de los libros. Sólo el narrador pudo experimentar tan inexpresable dicha.
Cuando recorría profundamente extasiado esa extensión  ilimitada se encontró con todo tipo de atracciones que jamás hubiera podido imaginar y hallar en su mundo terrenal. Hondamente alucinado con tanto prodigio que nunca había contemplado en la tierra, se fundió en tan arrobador universo, y cuando comenzaba el mayor disfrute que un ser humano pueda imaginar, una meliflua y sensual voz lo sorprendió cuando anunció:
—Señores pasajeros, hemos llegado a la ciudad de destino. Hemos aterrizado en el mundo práctico. Gracias por volar con nosotros.

LUIS ANGEL RIOS PEREA, 2012