Por encima de las nubes el narrador observaba extasiado la inefable
belleza de éstas que se extendían por el horizonte infinito iluminadas por los
rayos del resplandeciente sol. Maravillado por el encantador y fantástico
espectáculo natural, oteaba en lontananza a través de la ventana del avión, en
momentos en que regresaba, luego de haber recibido el premio por haber ganado
el concurso de narrativas locales “Escribamos:
realidad e imaginación. Costumbres y tradiciones de mi pueblo”.
—Papá,
participa en ese concurso —le había instado su hija—. Estoy segura que ganarás.
—Hija, disiento
un poco de los concursos literarios; por eso no me atrae participar. Soy un
crítico mordaz de “costumbres y
tradiciones”, tema del concurso. Además, no me interesa la competencia con
los demás; me gusta competir conmigo mismo, en procura de perfeccionar mi
hábito de leer y escribir. Con que me gusten mis escritos a mí mismo, ya me
siento ganador. El premio más codiciado
que puedo recibir es que mis hijos lean lo que escribo y que desarrollen el
gusto por la lectura. Es el único premio que me hace sentir un auténtico
ganador...
—Pero en esta
oportunidad haga una excepción y participe, sé que ganarás —le interrumpió la
niña.
—Si mi
participación en el concurso contribuye a que cultives el gusto por la lectura,
tendré un motivo para participar en ese evento literario —aceptó el narrador—.
Si participo será para expresar mi posición contestataria, iconoclasta,
desmitificadora, controversial e irreverente de las “costumbres y tradiciones”. Si el jurado está integrado por
intelectuales, comprenderá la hondura sociológica y filosófica de mi narración.
El narrador,
cómodamente sentado, contemplaba extasiado desde la comba altura todo lo que
podía abarcar su expectante mirada. Cuando el avión volaba sobre las nubes,
sólo veía éstas y el ancho espacio que la tradición llama “cielo”, coloreado de
azul. Cuando navegaba bajo las nubes
avizoraba el paisaje matizado de valles, cordilleras, mesetas, montañas, ríos,
quebradas, lagos, lagunas, carreteras, caminos, ciudades, pueblos, caseríos,
cercas, potreros y muchos árboles. A pesar de los vuelos rasantes no se veían
personas, pero sí se avistaban vacas, caballos y las aves que revoloteaban
libres por encima de los árboles. ¡Qué paradójico: el ser humano, que
neciamente se precia de ser el “amo del universo”, no era captado por los ojos
del narrador!
Adormecido por
el agradable ambiente que disfrutaba dentro de la aeronave y por la
contemplación exquisita del paisaje, reflexionaba sobre la importancia de no
prestar atención a las palabras sandias de las personas que se entrometían en
sus gustos literarios, en su particular estilo de vida hondamente inclinado
hacia el apasionante y extraordinario universo de la lectura, que para el
narrador era no sólo un “hobby”, sino una manera de ser y de estar en el
mundo. “Si uno quiere vivir una vida
auténtica necesita hacer lo que a uno le guste, sin ceder a las presiones o
gustos de los demás”, reflexionó y prosiguió observando atento detrás de la
ventana. Entonces recordó momentos de la ceremonia de entrega del premio.
—En representación
de la organización del concurso hago entrega del premio al ganador por ser el
mejor –expresó ceremoniosamente el funcionario al momento de entregarle el
estímulo.
—¿El mejor en
qué? –preguntó el narrador, abrumado por el ceremonial.
—El mejor del
concurso –contestó el funcionario.
—¿Qué es ser
el mejor? –interrogó críticamente el narrador—. A pesar de haber ganado el
concurso no me considero “el mejor”. Los demás participantes tienen igual
mérito para ser los “mejores”. Lo que ocurre es que el jurado, que obedeciendo
a tradiciones, costumbres y convenciones, estimó pertinente declararme “el
mejor”. Pero no me considero mejor o
peor que los demás participantes; simplemente somos diferentes, con distintos
talentos y habilidades narrativas…
—Sin embargo,
fue escogido como el mejor, como el ganador –interrumpió el funcionario.
—Como el
ganador, nada más —aclaró el escritor.
—Reconozca que
su narrativa es buena —le instó el funcionario.
—¿Qué es lo
bueno o lo malo en literatura? ¿Quién puede decir qué es lo bueno y qué es lo
malo? ¿Quién puede decir qué escrito es bueno o malo? —indagó con vehemencia el narrador—. En literatura,
¿quién puede decir con toda objetividad, qué es “bueno” o qué es “malo”? Eso de
lo “bueno” y lo “malo” no son más que meros convencionalismos, oposiciones
binarias, que impone nuestra sociedad de competencia, en donde sólo hay espacio
para lo que el consenso llama “bueno”.
Uno escribe sin pensar que eso sea “bueno” o “malo”. Uno escribe porque le
gusta, y nada más. Las objetivaciones del espíritu, producto de la
subjetividad, de la creatividad y de la genialidad de cada persona, no pueden
ser “buenas” o “malas”; simplemente son, y eso es lo que importa. La literatura
está hecha para disfrutarla, sin tantos juicios de valor…
—¿Acaso no le
agrada recibir un premio? —interrumpío el funcionario con este interrogante.
—Sí, me agradó.
El sólo hecho de haberme gustado mi escrito se constituyó en el premio más
significativo. Independiente de que les haya gustado a los jurados, el mérito consiste
en haberme agradado…
—Yo simplemente
cumplo con el deber de entergarle el premio, sin que me interesen sus argumentaciones
dialécticas —interrumpió visiblemente
molesto el sicorrígido funcionario, y prosiguó con el estricto protocolo
ceremonial.
Ensimismado en
sus observaciones y lejos de la tierra, el narrador cavilaba y en su mente,
cual libérrimas aves, revoloteaban pensamientos, ideas, remembranzas, sueños y
fantasías.
—No pierdas el
tiempo leyendo —le recriminó en una ocasión su esposa.
—¡Perder el
tiempo! ¿Qué es perder el tiempo? —preguntó el narrador.
—Leer es
perder el tiempo —le contestó su mujer con una mirada torva.
—Si eso “es
perder el tiempo”, seguiré perdiéndolo —se defendió el narrador, a la vez que
preguntó a su cónyuge—: “¿Qué es el tiempo?”.
—No lo sé, ni
necesito saberlo. Uno sólo necesita saber aquello que le resulte de utilidad,
solamente lo práctico; nada de fantasías y de ensoñaciones. Éste es un mundo de
competencia, en donde no hay tiempo ni espacio para lo inútil.
—Leer puede
ser causa de locura —le pronosticó su obcecada esposa.
—¿Qué es la
locura? —interrogó el narrador.
—Pues la
locura es estar loco —respondió ella como para salir del paso.
—Viviendo en
esta sociedad de apariencias, imposturas, mentiras e inautenticidad, ¿acaso no estamos
expuestos a la locura? Hay cuerdos que están locos y locos que están cuerdos, porque
en la cordura como en la locura hay un poco de lucidez y desvaríos. Ya lo decía
el filósofo Pascal que “tan acusado de locura es el espíritu pequeño como el extremadamente
grande; sólo es buena la mediocridad; la mayoría ha establecido esto, y muerde
a quien intenta escapar de ellos por algún extremo”.
—Si usted lo
dice —se limitó a asentuir su mujer, y calló.
Ante los razonamientos de
su amada esposa, reconociendo la libertad de expresión y respetando el derecho
a la diferencia, calló y siguió leyendo. “Quienes asumimos la lectura como una
forma de ser somos incomprendidos”, reconoció recreando su mirada con el
grandioso espectáculo que el reluciente día le brindaba.
Olvidándose del mundo “práctico”, en alas de su impetuosa e indomable
fantasía, se arrojó del avión y, con indescriptible fruición, saltaba de nube
en nube y de montaña en montaña. Libre de la tiranía de las tradiciones,
costumbres, esquemas, marcos referenciales, prejuicios, creencias, ideologías,
simbolismos, imposturas, supuestos, pareceres, pensamiento grupal, inconsciente
colectivo, modelos sociales acríticos y todas las demás convenciones sociales que
nos aprisionan cuando se tienen los “pies en la tierra”, se entregó al deleite
de sus ensoñaciones, inmerso en su fabuloso mundo de levedad. Como en su
universo de fantasías no existía ni el espacio ni el
tiempo, se sentía realmente libre. ¡Y cómo disfrutaba de su libertad!
Fuera de los confines terrenales vagaba libre en el aire y sentía
indecibles sensaciones que lo maravillaban hasta el éxtasis. En ese aletargador
estado de embelesos irrumpió en un paraje indescriptible que lo atraía sin que
él pudiera impedir que esa inevitable seducción lo devorara. Dentro de ese
inefable y enigmático lugar experimentó furores reservados a las personas que
vivencian el esquivo goce que produce el zambullirse en la profundidad de los
libros. Sólo el narrador pudo experimentar tan inexpresable dicha.
Cuando recorría profundamente extasiado esa extensión ilimitada se encontró con todo tipo de
atracciones que jamás hubiera podido imaginar y hallar en su mundo terrenal.
Hondamente alucinado con tanto prodigio que nunca había contemplado en la
tierra, se fundió en tan arrobador universo, y cuando comenzaba el mayor
disfrute que un ser humano pueda imaginar, una meliflua y sensual voz lo
sorprendió cuando anunció:
—Señores pasajeros, hemos llegado a la ciudad de destino. Hemos
aterrizado en el mundo práctico. Gracias por volar con nosotros.
LUIS ANGEL RIOS PEREA, 2012